jueves, 19 de noviembre de 2020

Quince años y un secreto - Capítulo 32

 




-¿Vamos a cenar y te lo cuento durante la cena? - me preguntó, mirándome como un corderillo degollado

-Es que no sé si me apetece ir a cenar con una persona que me miente. Y encima por algo tan absurdo y carente de importancia como es su presencia en este pueblo. ¿Qué haces aquí Miguel? ¿ Por qué has venido? Dime la verdad, ¿acaso hay algún motivo oculto que yo no deba saber? A lo mejor es que los secretos de esta familia todavía no se han desvelado del todo.

Miguel suspiró.

-Lo siento, Irene, sé que no debí mentirte pero es que.... le prometí a alguien que no lo descubriría.

-¿A quién no tienes que descubrir? No entiendo nada.

-Anda, ven, siéntate a mi lado y te lo explico todo.

Hice lo que mandaba a regañadientes. De pronto había comenzado a desconfiar en él.

-Un día, hace cosa de dos semanas, recibí una llamada en el hospital. Era un muchacho que pedía hablar conmigo con urgencia al parecer sobre una enfermedad coronaria que afectaba a un familiar y para la que no encontraban solución. Me contó que ese familiar estaba en las últimas y que deseaba una consulta conmigo de forma preferente a ser posible. Confieso que me desconcertó un poco su llamada directa, normalmente la gente pide citas a través del servicio destinado para ello en el hospital, pero me pareció que el muchacho estaba tan desesperado que le di consulta para dos días después. Allí se presentó. Si me había descolocado su llamada mucho más lo hizo mi conversación personal con él. Lo primero que me dijo fue que me había engañado, que no tenía ningún familiar enfermo y que estaba allí para hablar de ti.

-¿De mí? - pregunté sorprendida, aunque la sorpresa me duro medio segundo, pues de inmediato me di cuenta de quién era el metomentodo que se había tomado la libertad de hablar de mí – No me digas más, se llamaba Ángel.

-Exacto. Era Ángel, ese muchacho que fue tu...novio. Le dije que no tenía por qué haber ideado aquella treta para entrevistarse conmigo, y me contestó que había sido por temor a que yo le dijera que no cuando supiera que tú serías el tema de conversación. La verdad es que nunca me hubiera negado a hablar de ti, aunque precisamente ya no fuera el mejor momento. Ángel me dijo que te buscara, que me necesitabas, que nunca habías dejado de amarme y que te merecías la oportunidad de recuperar lo perdido. Le contesté que no era posible, que había pasado mucho tiempo y que yo tenía una nueva relación. Entonces repuso que yo era libre de hacer lo que me diera la gana, que simplemente quería que yo supiera que tú... aun me querías. Además me rogó que, en el caso de que decidiera buscarte, no te dijera que había sido por causa de él. Por eso me inventé lo del alquiler de la casa, para que no te pareciera tan extraño que yo también estuviera en el pueblo.

Su relato dio paso a un tiempo de silencio durante el cual yo asimilé sus palabras.

-Entonces ¿Qué haces aquí? ¿por qué has venido? Tienes otra mujer, no deseas hacerte las pruebas de ADN... lo cual quiere decir que retomar lo nuestro es algo... imposible, así que no sé a qué has venido.

-¿Es verdad lo que me dijo Ángel? ¿Es verdad que después de tantos años todavía sigues enamorada de mí?

No iba a darle el gusto de decirle la verdad.

-¿Importa eso? Dadas las circunstancias me parece que no, y sinceramente, creo que no deberías estar aquí. Lo mejor es que dejemos las cosas como están, tú sigue con tu vida, yo seguiré con la mía. No tiene sentido remover el pasado.

-Pero Ángel me dijo...

-Olvídate de lo que te ha dicho Ángel. Es un zoquete, un tozudo que a veces se cree en posesión de la verdad. Se le ha metido en la cabeza que yo sigo enamorada de ti y por mucho que le diga o deje de decir no voy a conseguir hacerle entrar en razón. Así que vuélvete a Sevilla, Miguel, vuelve junto a esa muchacha y sé feliz con ella.

Se levantó con gesto cansino, como si su espalda estuviera soportando el peso de su vida entera y sin mediar palabra se dirigió hacia la puerta de salida. Yo me quedé allí sentada como una estúpida, con las lágrimas a punto de brotar, tragándomelas a trompicones, sabiendo que se me iba de las manos la última oportunidad de recuperarle.

Escuché el golpe de la puerta de la calle al cerrarse y como si ello fuera el final definitivo de una función de teatro me levanté del sofá, me limpié la cara y me dispuse a olvidar y a renacer.

Entonces sonó el timbre. No esperaba a nadie y era domingo por la tarde. Tal vez fuera Violeta. Mejor, así podría llorar un poco en su hombro. Pero para mi sorpresa quién estaba al otro lado de la puerta era Miguel, de nuevo. Se coló en mi casa sin permiso, cerró la puerta tras de sí y me besó, me besó en la boca, a traición, sin darme tiempo a negarme. Me desconcertó aquel beso, pero no quise luchar contra él, no pude, y me dejé llevar por el deseo que había estado guardado en algún lugar recóndito de mi cuerpo durante mucho tiempo.

Los besos de Miguel no habían cambiado, eran suaves y a la vez fuertes, eran húmedos y cálidos, cargados de pasión. Eran los besos que aceleraban mi respiración, que me robaban el aire, que agitaban mi cuerpo en un frenesí incontrolable.

Me arrinconó contra la pared y pegó su cuerpo al mío, para hacerme sentir la plenitud de su deseo creciendo a cada segundo. Dejé escapar un gemido entrecortado cuando sus labios cambiaron los míos por la suave onda de mi cuello, por la redonda esbeltez de mis hombros.

Lo separé de mí y tomándole de la mano lo arrastré a mi dormitorio. De un suave empujón lo tiré en la cama y me recosté a su lado. Comencé yo a llevar la batuta de aquella melodía lujuriosa y paseé mis labios por el lóbulo de su oreja, como hacía años atrás, en un gesto que sabía que le agitaba su deseo. Le escuché emitir un leve gemido y me gustó. Le fui desabotonando la camisa y lo despojé de la misma. Jugué con el suave bello de su pecho. Él quería hacer, pero yo no se lo permitía, quería que se dejara hacer, quería dominarle, inflamarle hasta que no pudiera más.

Me incorporé en la cama y me despojé de mi vestido en un gesto certero y rápido. Lo mismo hice con mi ropa interior, hasta quedarme desnuda, frente a él, sintiéndome la tentación, sabiendo que él quería poseerme, sabiendo que no lo haría hasta que yo le diera permiso.

Me senté a horcajadas sobre su vientre mientras guiaba su mano hacia mis pechos. Sus caricias me hicieron enloquecer de un placer ya casi olvidado. Aquellas manos, aquellos dedos despertaban una piel, mi piel, que había estado sumida en el letargo durante demasiado tiempo.

Desabroché el botón de su pantalón vaquero y cuando mi mano rozó su parte más íntima él quiso cambiar los papeles y yo le dejé. Me aprisionó bajo su cuerpo desnudo y me besó de nuevo. Sabía que me gustaba el contacto de su pecho con el mío, el paseo de sus labios y su lengua que hábilmente recorrían cada rincón de mi cuerpo en un afán inusitado por despertar el goce.

Cuando ya casi no podía más le sentí dentro de mí, llevándome al mundo de los sentidos de modo brutal, casi irreal y una vez más, como hacía muchos años, la habitación estalló en mil colores nuevos y desconocidos.

Aquella noche la pasión desbordó las cuatro paredes que mi dormitorio una y otra vez. Cuando finalmente el sueño se apoderó de nuestro cansancio era ya muy tarde. Como muy tarde era cuando me desperté por la mañana. Me levanté en silencio, para no despertarle a él, presa de sentimientos encontrados, embargada de la felicidad de aquella noche de frenesí desbordante, dudando sobre un futuro que se presentaba incierto.

Me fui a la cocina y preparé una cafetera de café. Mientras se hacía me acerqué a la ventana y miré hacia fuera. El sol lucía ya con fuerza y la luz mediterránea inundaba mi casa y mi vida. De repente sentí unos brazos que me agarraban por la cintura y unos labios que me besaban el cuello. Me di la vuelta, rodeé su cuello con mis brazos y correspondí a su beso.

-Buenos días cariño – le dije – es un placer empezar el día contigo.

-Mmmm que bello escuchar eso, porque el sentimiento es mutuo.

-Te voy a preparar tu desayuno preferido, tostadas con mermelada de grosella.

-Ohhh, no puede ser. Hace siglos que no la como.

Mientras degustábamos el apetitoso desayuno yo pensaba en cómo acabaría todo aquello. No iba a esperar mucho tiempo para saberlo, las cosas debían aclararse ya. Así que cuando terminamos se lo pregunté directamente y sin rodeos.

-Miguel, supongo que ahora sí nos haremos las pruebas de ADN.

Me miró como su hubiera dicho una soberana estupidez, con lo que intuí la respuesta, pero quise escucharla de sus labios.

-No me mires así y contesta.

-Sigo pensando que no merece la pena. Lo de esta noche ha sido...

No le dejé acabar la frase.

-Recoge tus cosas y vete – dije con toda la calma de que fui capaz.

-Pero....

-Te he dicho que te vayas. Y, por favor, no vuelvas por aquí.

No me replicó más. Hizo lo que le mandé. La puerta al cerrarse me indicó que la función había llegado a su fin










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