jueves, 29 de octubre de 2020

Quince años y un secreto -Capítulo 18

 




Comencé en el colegio con buen pie. Había elegido la especialidad de educación infantil con lo que trabajar con niños pequeños me resultó fácil y gratificante. También los compañeros, la mayoría de ellos veteranos en el mundo de la enseñanza, me acogieron con entusiasmo y me ayudaron con desinterés. De esa manera mi vida siguió su dinámica de apacible rutina. Por las mañanas el colegio, por las tardes en casa preparando la clase del día siguiente. A veces Ángel me visitaba de regreso de su trabajo, otras era yo la que me acercaba por la pensión y compartía un momento de charla y café con él o con su madre, o con ambos. Todo parecía haberse encauzado, hasta que llegaron las vacaciones de Navidad y con ellas un giro inesperado en mi consolidada vida de maestra casi solitaria.

Había pasado la Nochebuena y la Navidad con Enriqueta y Ángel. Para la noche de fin de año Enriqueta y yo habíamos pensado cenar en mi casa y pasar la noche viendo cualquier cosa en la tele, puesto que Ángel tenía proyectado irse con un amigo a esquiar a Sierra Nevada. Pero los planes cambiaron inesperadamente dos días antes de la noche en cuestión. Enriqueta y yo estábamos en el salón de mi casa, disfrutando de unas horas de charla, cuando sonó el timbre. Era Ángel.

-Hola Ángel – le saludé franqueándole la entrada – pasa, tu madre está en el salón. ¿Quieres un café?

-Eh... sí gracias.

Ángel entró en la sala, junto a su madre, y yo fui a la cocina a preparar su café. Cuando regresé con la taza de humeante café en la mano, Enriqueta me miró sonriente y con una expresión pícara que yo no supe interpretar me dijo:

-Me temo que se nos estropearon los planes de la noche de fin de año. Creo que tendrás algo más interesante que hacer que cenar conmigo.

Posé el café en la mesita y me senté al lado de la mujer.

-¿Yo? No, no, si yo no tengo nada que hacer.

-Yo creo que sí, si no pregúntale a Ángel.

Miré al muchacho interrogándole con los ojos. Él sonrió y habló entusiasmado.

-¿Recuerdas que iba a pasar el fin de año esquiando en Sierra Nevada con unos amigos? Pues resulta que se han echado atrás. Uno ha enfermado y el otro se tiene que marchar a su pueblo por un problema familiar.

-Oh vaya, lo siento. Entonces ¿te quieres unir a la cena con tu madre y conmigo? Yo encantada, pero no será muy divertido.

-No, tengo una propuesta mejor. Tengo el hotel reservado, no me apetece perder dinero y tengo muchas ganas de ir. Había pensado que a lo mejor te gustaría venir conmigo. Evidentemente yo solo no voy a ir.

Mi sorpresa fue mayúscula, ni por un instante me había imaginado que Ángel me iba a hacer semejante proposición. No supe qué contestar. No sabía esquiar y la nieve no me gustaba demasiado, pero por otro lado me daba pena que el muchacho no pudiese ir.

-No sé, Ángel, yo no sé esquiar... no creo que sea una buena compañera de viaje.

-Venga, mujer, anímate. Aunque no esquiemos demasiado, al menos saldremos de Madrid, será... una experiencia diferente.

-Claro, Ángel tiene razón, Irene. ¿Cuánto tiempo hace que no viajas a ninguna parte? Desde que estás en Madrid yo no recuerdo que hayas viajado nunca. Yo creo que podéis divertiros un montón, anímate, mujer.

-Pero... ¿y tú? Te quedarás sola.

-No importa. Me iré a casa de Carmencita. Cenaré con ella y con sus padres, de hecho me invitó el otro día. Le dije que no, porque iba a venir aquí, pero si te vas, me iré con ella. No me importa, de verdad.

Parecía que Enriqueta hablaba con sinceridad y que Ángel tenía ganas de ir y de que yo le acompañara. No me quedaba escapatoria.

-Bueno.... pues si es así... iré.

*

Salimos de Madrid el día treinta por la tarde. Cuando llegamos al hotel ya era noche cerrada. Todo estaba rodeado de nieve y bajo la tenue luz del alumbrado exterior el paisaje parecía una postal de navidad. Sacamos las maletas del coche y mientras entrábamos en recepción Ángel me comentó:

-Tenemos una sola habitación. Supongo que no te importará, hay confianza.

-Claro que no me importa, casi lo prefiero. No me gusta dormir sola en lugares extraños.

La habitación en cuestión era una estancia enorme, en la que todo el mobiliario era de madera, incluso el revestimiento de las paredes. El suelo estaba recubierto de mullidas alfombras blancas y en una esquina había una chimenea en la que crepitaba un montoncito de leña que daba calor al cuarto. Unas pequeñas lámparas situadas sobre las mesitas de noche iluminaban la habitación de forma tenue, cálida, suave, dando un toque de intimidad y una sensación acogedora realmente agradable.

-¡Me encanta! - exclamé.

-Y a mí.

-Pero realmente creo que deberías haber venido con otra chica – dije – seguro que disfrutarías mucho más.

-No digas tonterías. Yo estoy encantado de haber venido contigo.

Nuestras miradas se cruzaron y percibí en mi interior una sensación extraña. Por un momento no vi a Ángel como mi amigo de siempre, sino como un hombre con el que iba a pasar una noche a solas en aquella habitación de ambiente protector, casi sensual. Aquellos ojos me taladraban el alma y por primera vez despertaban mis instintos. Deseché aquellos pensamientos estúpidos y me dispuse a deshacer mi pequeña maleta. Ángel hizo lo mismo.

-¿Te apetece que pidamos algo y cenemos aquí, en la habitación? Es un poco tarde y no tengo ganas de bajar al comedor. - me dijo cuando terminamos.

-Oh, claro, a mí tampoco me apetece salir. Aquí dentro se está tan bien...

Mientras Ángel llamaba a recepción yo me eché en la cama y encendí la televisión. Zapeé un rato y comprobé que no echaban nada interesante, aún así dejé cualquier canal, uno en el que estaban emitiendo una película a la que no presté atención. Cuando Ángel colgó el teléfono se echó a mi lado en la cama.

-He pedido unos sandwichs y algo de fruta.

-Está bien.

Se acercó a mí y echó su brazo por encima de mis hombros.

-Mañana por la mañana subiremos a las pistas. Y te confieso una cosa, yo no he esquiado en mi vida.

Le miré, incrédula.

-No puede ser ¿Entonces? ¿Qué hemos venido hacer aquí?

-Bueno... seguro que lo pasaremos bien, contrataremos a un monitor que nos enseñe. Tiene que ser divertido.

-No estoy tan segura.

En ese momento llegó la cena. Cenamos charlando sobre la aventura que nos esperaba al día siguiente y después, cansados como estábamos por el viaje, nos acostamos. Ángel se durmió enseguida. Pero yo no podía dormir. La calidez de aquel cuerpo tan cerca del mío me turbaba. No sabía lo que me estaba pasando. No estaba enamorada de Ángel, pero podía ser que tantos años de abstinencia obligada estuvieran comenzando a pasarme factura, aunque yo no era de ese tipo de mujeres. Me gustaba el sexo, pero también era algo sin lo que podía vivir perfectamente, de hecho el único hombre con el que me había acostado había sido Miguel. Hacía muchos años que ningún caballero calentaba mi cama y no me importaba demasiado. Solo entonces, en aquellos instantes, con Ángel durmiendo apaciblemente a mi lado, volví a sentir la necesidad de unas manos masculinas dispuestas a moldear mi cuerpo, de unos labios cálidos que cubrieran mi cara de besos. Finalmente me dormí sumida en aquellos pensamientos.

Al día siguiente nos levantamos temprano. Subimos a las pistas y contactamos con un monitor que nos enseñó unas primeras nociones de esquí. Fue muy divertido, tanto, que el tiempo se nos pasó volando y cuando regresamos al hotel ya eran las primeras horas de la tarde. Después de comer algo frugal nos retiramos a descansar un poco a la habitación. Cuando despertamos nos encontramos con que el tiempo había empeorado ostensiblemente y nevaba con intensidad. Era la noche de fin de año y el hotel había preparado una cena cotillón a la que, como es natural, acudiríamos, así que en realidad la climatología exterior nos importaba más bien poco. Cuando llegó la hora nos preparamos y acudimos a la cena. Pero resultó que no era demasiado de nuestro agrado. La gente parecía conocerse entre sí y aunque algunos hacían ademanes para que nos uniéramos al grupo nos sentíamos un poco desubicados.

-¿Qué te parece si después de cenar nos retiramos? Podemos tomar las uvas en la habitación, los dos solos.

Ángel me miraba con una media sonrisa que no supe interpretar, acaso no tuviera interpretación alguna, pero la sugerencia de tomar las uvas los dos solos me dio que pensar.

-Me parece bien – respondí por fin – no me encuentro demasiado a gusto aquí.

Así pues en cuanto terminamos la cena pusimos la excusa de que yo no me encontraba bien y nos largamos. Pedimos que nos acercaran a la habitación las uvas y una botella de champán y una vez allí bebimos, conversamos y nos reímos comentando pormenores de la cena. Tirados en la mullida alfombra de lana blanca, con el sonido de la televisión de fondo y la cabeza medio flotando a causa del cava, me sentía feliz y desinhibida. Por fin llegaron las doce y al son de las campanadas dimos la bienvenida al nuevo año. Ángel, cuando por fin el treinta y uno de diciembre había quedado atrás, me felicitó el año nuevo con una efusividad desconocida, levantando en alto su copa de champán.

-Feliz año nuevo, Irene. Ojalá éste sea nuestro año.

-¿Nuestro año? - pregunté riendo - ¿a qué te refieres?

-A esto.

Y sin más, me besó en los labios. No me esperaba aquel beso y al principio no supe qué hacer, si prestarme al arrebato del deseo o hacerme la ofendida, pero la pasión pudo más que la cordura y me entregué a su juego, sin palabras, sin decir nada, me aferré a su boca como si quisiera evitar una caída hacia el infinito, rodeé su cabeza con mis brazos como si necesitara retenerle junto a mí para siempre, dejé que sus manos vagaran por mi cuerpo y revivieran en él sensaciones casi olvidadas, mientras las mías se enredaban en su pelo para que sus labios y los míos no pudieran separarse nunca. Ángel me miró a los ojos de la forma en que siempre me miraba, limpia y directamente, y me habló en un susurro:

-Te deseo, Irene... no sabes cuánto te deseo.

Sus palabras avivaron mi fuego y mi cuerpo se arqueo en descarada invitación que no rechazó. Le sentí dentro de mí con viveza, con fuerza, con empeño hasta que consiguió llevarme al éxtasis, el mismo que sintió él cuando con un gemido sordo se derramó dentro de mí.

No sé cuánto tiempo nos mantuvimos abrazados, besándonos con ternura, dibujando nuestros cuerpos con caricias desconocidas. Tampoco recuerdo cuántas veces hicimos el amor aquella noche. Sólo recuerdo aquel amanecer blanco y frío que me hizo sentir de nuevo, después de tantos años, el calor olvidado del amor.


miércoles, 28 de octubre de 2020

Quince años y un secreto - Capítulo 17

 




Ángel y yo nos hicimos muy amigos, los mejores amigos del mundo. Nos contamos nuestros secretos. Yo le hablé de mi historia con Miguel, de mi amor incondicional e incombustible por un hombre que había desaparecido de mi vida sin motivo.

-No ha sido sin motivo – me decía él –, estoy seguro de que hay alguna razón.

-Pues debería habérmela contado. Y yo no debería quererle ya.

-Tú lo que tienes que hacer es guiarte por tu corazón. En los sentimientos no se puede mandar. Si le quieres, le quieres, y ya está.

Ángel no tenía novia, decía que nunca había encontrado ninguna chica que le gustara tanto como para pensar en compartir con ella más que un rato de cama.

-Si alguna me gusta y ella accede... pasamos un momento agradable. Por lo pronto no aspiro a mucho más. Y últimamente ni eso. Estoy demasiado ocupado con mis estudios.

Igualmente yo estaba demasiado ocupada con mis estudios y con mi trabajo como para pensar en chicos. Y así fue pasando el tiempo, sin prisa pero sin pausa desfilaron ante nuestras vidas los meses y luego los años, y un día me vi con la carrera terminada y unas oposiciones aprobadas. Habían pasado ya algunos años desde la ausencia de Miguel y desde mi enfado con mamá. No había vuelto a saber ni de uno ni de otro. De Miguel no me extrañaba. Ya casi ni pensaba en él, aunque mi corazón jamás se había vuelto a volcar en otro hombre. Sin embargo de mi madre... Me dolía su indiferencia. Al fin y al cabo, si bien habíamos tenido una bronca, yo era su hija y pensaba que su amor por mí no debiera haberse terminado así, de un plumazo. Ni una llamada, ni una carta en todos aquellos años... me herían el alma. Pero también era cierto que yo tampoco me había interesado lo más mínimo por ella. Cada una se había limitado a seguir su vida sin más, como si la otra hubiera dejado de existir.

Enriqueta y Ángel se habían convertido en mi familia. El muchacho había terminado su carrera y trabajaba en una empresa importante como programador informático. Yo había aprobado mis oposiciones, comenzaría a trabajar en breve y me había buscado un piso con la intención de abandonar la pensión para vivir independiente. A Enriqueta le daba pena. Durante todos aquellos años juntas nos habíamos llegado a tomar verdadero cariño y sabíamos mucho la una de la otra, pero comprendía mis ansias de volar, de enfrentarme sola al mundo que estaba esperándome fuera.

El piso en cuestión estaba situado muy cerca de la pensión, pues el barrio me gustaba y no quería alejarme demasiado de aquellos que tanto me habían cuidado durante todo aquel tiempo. Tenía dos dormitorios y un salón enorme con amplios ventanales que daban a un balconcillo y dejaban entrar la luz con generosidad. La casera era una mujer mayor que vivía en el inmueble de abajo y que no me cobraba demasiado por el alquiler, puesto que, según me había dicho, lo que quería era tener el piso ocupado para que alguien se lo cuidara y de paso cierta compañía, pues vivía sola y los años no perdonan, en sus propias palabras.

Una tarde, de regreso a la pensión después de haber estado limpiando mi nuevo hogar y colocando muebles y objetos para trasladarme en breve, encontré a Enriqueta con rostro serio y ligeramente nerviosa.

-¿Ha pasado algo? - le pregunté con ánimo de que me explicara lo que le ocurría.

Suspiró y se sentó a la mesa de la cocina.

-Anda, siéntate, tengo algo que decirte. Pero prométeme que no te enfadarás conmigo.

-Algo muy gordo tendrías que haber hecho para que yo me enfadara contigo – dije mientras tomaba asiento frente a ella – a ver, cuéntame qué es eso tan grave que te tiene tan alterada.

-Ha llamado tu madre – soltó.

Mi corazón se lanzó a latir a cien por hora. Y a pesar de llevar tanto tiempo sin saber de ella deseé fervientemente que aquella llamada tuviera algo que ver con Miguel

-¿Y qué quería? ¿No te contó qué le había empujado a llamar después de tanto tiempo sin saber de mí?

Enriqueta suspiró y paseó su mirada por el techo de la cocina.

-Es que... no es así. Las cosas no son como tú crees.

Si la llamada de mi madre me había desconcertado, las palabras de Enriqueta no fueron para menos.

-¿Cómo son entonces?

-Pues verás... hace... mucho tiempo, un día... bueno, después de aquellas navidades que regresaste enfadada de tu casa, ¿te acuerdas?

-Perfectamente.

-Pues un día.... llamé a tu madre. No...no me cabía en la cabeza que estuvierais enfadadas y la llamé....no sé, pensé que podría hacer algo.

-¿Y cómo conseguiste su teléfono?

-Eso fue fácil. Sabía dónde vivíais, sabía sus apellidos, que eran los mismos que los tuyos y alguna vez se te escapó su nombre, así que el servicio de información telefónica hizo el resto. Pues eso, que la llamé, me identifiqué y estuvimos un rato hablando. Yo intenté convencerla para que hiciera las paces contigo, pero me dijo que no, que tú tenías razón cuando le dijiste que erais muy distintas y que era mejor que cada una fuera por su lado. Para nada me mencionó a Miguel, simplemente me dijo que a pesar de que iba a respetar tu marcha le gustaría saber de ti y me pidió permiso para llamarme de vez en cuando. Yo le dije que lo hiciera, que estaría encantada de informarle de tus progresos. Y eso ha hecho. Todos los meses llamaba para preguntar cómo estabas y yo le contaba. Sé que no hice bien, que debería de habértelo dicho, pero me puse en su lugar y.... a mí también me hubiera gustado saber de mi hijo en una situación semejante.

Contrariamente a lo que ella pensaba las palabras de Enriqueta constituyeron un alivio. Al menos mi madre no era tan fría como yo creía.

-No te preocupes, Enriqueta, creo que yo hubiera hecho lo mismo. En todo caso tampoco había mucho que contarle a mamá, mi vida no ha sido demasiado interesante durante estos últimos años.

-Me preguntaba con frecuencia si tenías novio, o si te visitaba algún muchacho en la pensión y cuando le decía que no, notaba cierto cambio en su tono de voz, como si de repente se pusiera triste.

A lo mejor es que piensa que no ha hecho bien alejando a Miguel de tu lado, y al ver que tu no pillas novio ni queriendo...

Solté una carcajada que alivió un poco la preocupación de Enriqueta.

-Es que no tengo el más mínimo interés por los hombres. A veces pienso que si volviera a ver a Miguel el amor que guardo aquí dentro – y me señalé el pecho – volvería a surgir como si nunca hubiera estado dormido. Pero ¿por qué me has contado hoy todo esto?

-Porque esta vez tu madre quiere hablar contigo. Y yo no quiero que le reproches que no se ha interesado por ti todos estos años. Dijo que volvería a llamarte más tarde.

Como si de un resorte se tratara en ese mismo instante sonó el teléfono.

-Cógelo tú, seguro que es ella.

Me acerqué al aparato con paso vacilante. No estaba muy segura de querer hablar con ella, sin embargo mi corazón se alegraba de saber por fin qué había sido de su vida.

-Diga

-¿Irene? Irene, hija ¿eres tú?

Por un momento me sentí como una ingrata, como una perfecta descastada que había dejado pasar el tiempo sin preocuparse ni siquiera de saber el estado de salud de su madre. Escuchar su voz agitó algo dentro mí. Tal vez fuera el momento de la reconciliación.

-Hola mamá ¿cómo estás? Ha pasado tanto tiempo...

Escuché sus sollozos disimulados a través de la línea.

-Mucho, mucho mi niña. ¿Cómo estás? ¿has terminado ya tus estudios?

Sabía que ella sabía la respuesta, pero aún así le seguí la corriente.

-Si mamá, he terminado la carrera y aprobado las oposiciones. He tenido suerte, en solo dos años lo he conseguido. Este curso comienzo a trabajar. ¿Y tú? ¿Cómo vas tú, mamá?

-Bien, bien, bueno... en realidad tengo una noticia que darte, una noticia un poco triste.

Mi madre calló y yo pensé de todo... bueno, en realidad pensé en Miguel. ¿Y si le había pasado algo?

-¿Qué ocurre mamá?

-Es Lisardo. Ha muerto.

-¿Muerto? ¿Cuándo? Oh, mamá no sabes cuánto lo siento. Inmediatamente tomo un avión y voy hasta ahí.

-No, no, no, tranquila. En realidad... hace ya un mes que se ha muerto. Le dio un infarto fulminante y nada se pudo hacer. Fue.... fue horrible.

-¿Un mes? Pero.... ¿por qué no me avisaste en su momento?

Inmediatamente después de hacerle la pregunta supe la respuesta. Era evidente que Miguel había estado presente en tan luctuoso momento. Mi madre no me había avisado para que no nos encontráramos de nuevo.

-No me pareció oportuno, además no quería preocuparte innecesariamente...

-¿Preocuparme innecesariamente? ¿Que no te pareció oportuno? Mamá ¿tú te das cuenta de las tonterías que estás diciendo? Lisardo era como mi padre, yo le quería y me hubiera gustado estar ahí el día de su entierro. Sé sincera. No me avisaste porque, como es evidente, Miguel acudió al funeral de su padre y no querías que nos encontráramos.

-Por favor, Irene, no empieces con lo mismo de siempre. Es increíble que a estas alturas todavía tengas a Miguel en la cabeza. Y de verdad que no tengo ganas de discutir. Estoy demasiado abatida para pensar en todas esas tonterías.

Tal vez tuviera razón. Yo tampoco tenía ganas de discutir sobre un tema que estaba demasiado manido y sobre el que mi madre no iba a cambiar de opinión jamás.

-Tienes razón. ¿Tú estás bien? -pregunté intentando correr un velo sobre la conversación anterior sin conseguirlo demasiado.

-Tengo mis momentos. A veces se me cae la casa encima. Me siento muy sola.

-Vaya, lo siento. Supongo que serán los primeros meses...

-Pensaba jubilarme, pero creo que no lo voy a hacer, el trabajo en el hospital me distrae – el silencio se hizo al otro lado de la línea durante unos segundos – Irene, ¿vendrás por aquí?

La voz de mi madre sonaba suplicante, pero yo me mantuve firme e impasible ante su victimismo.

-No creo mamá. Estoy bien en Madrid, voy a comenzar a trabajar y … no puedo ir mamá, no puedo.

-Está bien, hija, lo entiendo. De todos modos ¿podré llamarte de vez en cuando?

-Claro, mamá, cuando quieras.

-Adiós Irene.

-Adiós, mamá.

Colgué el teléfono presa de una sensación agridulce. No podía dejar de sentir pena y preocupación por mi madre, sin embargo el resentimiento que mi corazón acumulaba hacia ella era superior a cualquier otro sentimiento.

Regresé a la cocina, junto a Enriqueta, que fregaba las tazas del café.

-¿Cómo ha ido? - me preguntó.

Haciendo un gesto negativo con la cabeza me dejé caer en una silla.

-Lo de mi madre y mío no tiene remedio. No estamos hechas la una para la otra.

martes, 27 de octubre de 2020

Quince años y un secreto - Capítulo 16

 





El día de Reyes caía en lunes. El sábado había tenido muchísimo trabajo en la mercería, lo cual me había sentado bien, pues me había mantenido todo el día ocupada y con buen ánimo. Pero el domingo la tristeza volvió a hacer acto de presencia y volví a encontrarme decaída. Enriqueta intentaba animarme de todas las maneras posibles. Y aquel día decidió que, puesto que el sol lucía radiante como en el mejor día de verano, pasaríamos la mañana paseando por El Retiro y tomándonos después un vermouth, antes de comer. Intenté negarme, pero no fue posible y además sabía que, a pesar de mi apatía, aquel paseo me haría bien. Lo aprovechamos para conversar, para contarnos muchas cosas, para reforzar la amistad que desde el primer día había nacido entre las dos. Yo sentí curiosidad por su vida, por su hijo, por la ausencia de un hombre a su lado, y ella no tuvo ningún reparo en contarme.

-En cierto modo tu historia me recuerda un poco a la mía. No porque sean iguales, ni siquiera parecidas, pero sí que ambas llevan una carga importante de dramatismo y de amargura. Conocí a Jordi cuando apenas tenía dieciséis años. Él era catalán y estaba en Madrid estudiando medicina. Por aquel entonces mis padres tenían un bar en el que servían comidas, aquí cerca, mamá atendía la pensión y papá el bar. Cuando volvía del instituto, a veces, me quedaba en el bar a echarle una mano a mi padre. Jordi paraba por allí con sus amigos y así le conocí. Me fascinó desde el primer momento, no sólo porque era guapo, sino porque era amable, me trataba bien y me hablaba con mucho respeto. Y además estudiante de medicina. Me imaginaba casada con un médico, viviendo con desahogo, sin tener que trabajar de sol a sol, como habían hecho mis padres toda su vida. Era cierto que jamás me había faltado de nada, pero también que no pasar privaciones conllevaba un sacrificio enorme. El caso es que me enamoré del catalán, como lo llamaban sus amigos y conocidos, y un día él me invitó a salir. Era mayo y se celebraban las fiestas del barrio, así que me acompañó a la verbena. Nunca olvidaré aquella noche, fui la envidia de todas las muchachas. Así comenzó todo. Nos hicimos novios y todo parecía ir bien, hasta que me quedé embarazada. Entonces el novio aquel de noches clandestinas desapareció de mi vida como por encanto. Al principio, cuando le di la noticia, dijo que se haría cargo del niño y que si era necesario nos casaríamos. Él ya estaba en último año y no tendría demasiado problema en encontrar trabajo en Barcelona, donde tenía algunos conocidos de sus padres que estarían dispuestos a ayudarle. Pero cuando llegó el verano marchó para su tierra y nunca más volvió, ni me llamó, ni contestó mis cartas. Al principio lo pasé mal, pero después... bueno, el tiempo todo lo cura. Tuve a mi niño y lo saqué adelante como pude. Mis padres me ayudaron mucho, y aunque desgraciadamente fallecieron demasiado pronto, al menos me dejaron con qué ganarme la vida. Cerré el bar y me quedé con la pensión y la mercería, que ya por aquel entonces era atendida por una dependienta, pues mi madre no podía ocuparse. Y hasta hoy.

-¿Nunca has tenido otro novio? ¿No has pensado en rehacer tu vida?

-Tuve algún pretendiente, algún hombre con el que salí un par de veces, pero nada que mereciera la pena. Nunca me he cerrado al amor, ni siquiera ahora, pero si no surge... pues no surge, tampoco pasa nada. He aprendido a disfrutar mucho de mi soledad, la lleno con muchas cosas, con amigos, con mis niñas de la pensión, con Ángel....

-Ya – dije y tomándome un sorbo de vermouth pensé que tal vez eso, la soledad, era lo que me quedaba a mí – supongo que a mí no me queda otra salida.

-No es lo mismo. Yo tenía un hijo, que aunque ahora no es ningún inconveniente, hace unos años ser madre soltera era poco menos que un estigma. Tú eres una muchacha bonita y preparada, seguro que encontrarás algún muchacho con el que compartir tu vida.

-No sé, tampoco me preocupa mucho. Hoy por hoy... sigo queriendo a Miguel, aunque reconozco que me duele mucho su silencio. Sé que debería de olvidarle y estoy dispuesta a ello, aunque en el fondo de mi corazón también pienso que algún día, tarde o temprano, descubriré el porqué de ese silencio. Seguro que tiene una explicación lógica.

-Estoy segura de que sí.- Enriqueta miró el reloj -. Uy se nos ha hecho muy tarde, son casi las dos y todavía tenemos que hacer la comida cuando lleguemos a casa. Andando.

Sin embargo al llegar al hogar nos esperaba una agradable sorpresa. Ángel se había ocupado de preparar el almuerzo, un apetitoso pollo asado al horno con patatas y guarnición de verduras.

-Pero ¿esto qué es? - preguntó asombrada Enriqueta ante la fabulosa visión de la mesa puesta y la deliciosa comida esperándonos – Hijo mío ¿Qué mosca te ha picado?

-Bueno.... os escuché salir, me imaginé que llegaríais a la hora del almuerzo y me dije que os daría una agradable sorpresa si os encontrabais la comida lista. ¿No ha sido así?

-Por supuesto, cariño, ya lo creo que sí.

-Y después dices que tu hijo es especial – murmuré a Enriqueta por el pasillo, mientras nos dirigíamos a nuestros cuartos a cambiarnos de ropa para el almuerzo –, pues yo creo que es un encanto.

-Sí que lo es, pero un encanto especial.

*

La comida transcurrió en una ambiente cálido y distendido, conversando sobre miles de cosas, y terminó con una sorprendente invitación a cenar por parte de Ángel.

-Esta tarde podéis ir a la cabalgata – dijo Enriqueta – El día está primaveral.

-Por supuesto -- admitió Ángel -- ¿Te apetece Irene? Podemos ir a la cabalgata y después... te invito a cenar.

Al principio dudé si aceptar o no su proposición. Por un lado me apetecía ir con él a una cena, por otro temía que, debido a su singular carácter, como decía su madre; o a su timidez, como me parecía a mí, la cosa no resultara y acabáramos sentados ante una mesa sin saber qué decirnos.

-Esa es una gran idea – repuso Enriqueta entusiasmada – Os divertiréis un montón, seguro.

-Es que... yo no tengo ropa adecuada. No sé si... - intenté excusarme, aunque sin mucho convencimiento.

-Eso no es ningún problema, al contrario. Tengo un vestido precioso de cuando era una chiquilla como tú. Lo conservo como oro en paño y estoy segura de que te quedará como un guante. Anda ven, vamos a mi cuarto y te lo pruebas.

Enriqueta me llevó a su dormitorio casi a rastras y de una caja cuidadosamente guardada dentro de su armario sacó el vestido más elegante que yo hubiera visto en mi vida. De un sobrio color negro, el vestido era de corte años cincuenta, de cuerpo ajustado, cuello ligeramente levantado, manga tres cuartos y vaporosa falda de vuelo. Semejante visión me dejó sin palabras.

-Es.... es precioso – conseguí balbucear finalmente – siempre deseé tener uno así.

-Pues a qué esperas para probártelo.

Le hice caso y me embutí aquella preciosa prenda. Yo era un poco más alta que Enriqueta, por lo que el vestido, cuya falda debía de llegar un poco más abajo de la rodilla, me quedaba algo por encima de la misma, pero daba igual, el resto me sentada como si hubiera sido hecho ex profeso para mí.

-Estás preciosa. ¿Me vas a dejar que te peine y te maquille?

Por supuesto que la dejaba. Aquella fue una tarde muy divertida, entre los peinados, los maquillajes y la vestimenta, se nos pasó la hora de la cabalgata, pero daba igual, lo importante era la cena y a la cena yo tenía que acudir bien bonita, al menos eso era lo que me repetía Enriqueta una y otra vez. Creo que le gustaba la idea de que fuera su hijo mi acompañante. Seguro que pensaba que con esa forma suya de ser que tenía no le sería fácil encontrar pareja, pero yo discrepaba bastante de semejante opinión. Ángel era muy suyo, es cierto, pero era un muchacho encantador, cuando y con quien él quería, eso sí.

Cuando por fin estuve lista, vestida, peinada y maquillada y me miré al espejo, apenas me reconocí. Siempre fui muy coqueta, pero desde hacía un tiempo no tenía ganas de arreglarme. Desde que Miguel se había marchado me daba igual verme más guapa o menos, así que hacía tanto tiempo que no me aplicaba mis potingues que casi me sorprendí cuando el espejo me devolvió la imagen de una bonita muchacha.

-Estás preciosa – decía Enriqueta – ya verás cuando te vea mi hijo.

Ángel hacía horas que esperaba en el salón, y cuando escuchó nuestros pasos por el pasillo no dejó de hacer comentarios.

-Menos mal que has terminado, mamá, estoy seguro de que has sometido a Irene a una auténtica tortura. A ver si...

La frase quedó colgada de sus labios cuando entré en el salón y me vio. Sentir aquella mirada intensa clavada en mí me produjo un escalofrío. Tal vez si Miguel no existiera...

-Irene.... estás.... estás muy guapa – Ángel pronunciaba las palabras despacio, casi en un murmullo, como si el asombro no lo dejara hablar – Es increíble.

-Bueno, ya sé que no me caracterizo por arreglarme demasiado, pero tampoco suelo ir como un adefesio. - dije en broma.

-Por supuesto que no, pero es que ahora mismo pareces... pareces.... una princesa.

Parecía una princesa a los ojos de Ángel. Y a los ojos de Miguel siempre había sido una princesa. Por unos instantes sentí una oleada de nostalgia y el recuerdo de Miguel retornó vivo a mi mente. Yo era su princesa, y seguiría siéndolo siempre, aunque nos separase un mar de distancia.

Enriqueta, que era muy intuitiva, supo que algo se revolvía en mi interior y quiso espantar mis fantasmas.

-Pues venga, a lucir esa belleza por ahí. Que todavía os da tiempo para tomaros una copita antes de cenar. Hala, a disfrutar. Y abrigaros bien, que hace frío.

*

Contrariamente a lo que yo había pensado en un principio, la cena transcurrió en un ambiente relajado y amigable. Ángel era un chico afable, encantador, atrayente, de ideas muy propias y con una personalidad arrolladora. Durante las horas que pasamos juntos conversamos sobre nosotros y aprovechamos para conocernos un poco más profundamente.

-Mi madre dice que tengo un carácter muy especial, se lo dice a todo el mundo – dijo en un momento dado – Aunque nunca supe qué quiere decir con eso. Si especial es ser diferente... pues a lo mejor sí, lo soy.

-¿Diferente? - pregunté – eso puede sonar un poco.... presuntuoso quizá.

-Oh no por Dios, no me malinterpretes. Diferente no quiere decir ser mejor ni peor, yo no me considero mejor que nadie, pero reconozco que no me gustan los convencionalismos. A veces me parece que la mayoría de la gente deja de pensar por sí misma y se limita a seguir a los demás como borreguillos. Yo no soy así. Tengo mis ideas, mi manera de pensar...

-Eso está bien. Pero las personas evolucionan, y las ideas y las maneras de pensar también lo han de hacer, de lo contrario uno está condenado al ostracismo.

-Por supuesto, a lo que me refiero es a que no me gusta que me intenten manipular.

-A mí tampoco. No sé pero... me da un poco la impresión de que.... estás enfadado con el mundo.

Al otro lado de la mesa Ángel sonrió. Lo hacía tan pocas veces que me pareció estar viendo realmente un ángel.

-No, para nada. Simplemente soy así, pero que sepas que también puedo ser un tipo amable, divertido... incluso cariñoso.

-No me cabe la menor duda.

Aquella noche, cuando me metí en la cama, pensé en Ángel y en Miguel, en lo cerca que estaba uno y lo lejos que tenía al otro, en las paradojas de la vida y en la incertidumbre de mi propio destino. Hasta que Morfeo me rescató y me llevó al país de los sueños como punto final a un día casi perfecto.


lunes, 26 de octubre de 2020

Quince años y un secreto - Capítulo 15

 




A la mañana siguiente me levanté de la cama con la firme intención de hacer la maleta y volverme a Madrid, más cuando salí de la ducha mi madre me interceptó en el pasillo y me dijo que teníamos que hablar.

-Yo no creo que tenga nada que hablar contigo. Realmente pienso que no tenemos nada qué decirnos, así que lo mejor será que me dejes marchar -- le repliqué sumamente enfadada.

-Por favor Irene, no seas niña. Yo sí creo que tenemos que hablar y muy seriamente además.

-¿De qué? - le grité - ¿de qué quieres que hablemos? ¿De lo satisfecha que estás de que tu Miguel sea feliz en América mientras yo me estoy consumiendo pensando en él?

-¿Consumiendo? Vamos, hija, no seas melodramática. Anda, vente a la cocina, hablaremos mientras te preparo el desayuno.

La seguí a regañadientes. Dijera lo que me dijera estaba dispuesta a largarme y a no volver. Me senté en una silla y me limité a mirarla con desgana mientras llenaba una jarra de leche y la metía en el microondas. Después, entretanto se calentaba, se sentó en frente a mí y me sonrió.

-¡Pero qué carácter tienes, hija mía! No sé a quién habrás salido. Pero en fin, a ver, cuéntame qué te ocurre cada vez que hablamos de Miguel.

-¿Que te cuente qué me ocurre? - pregunté asombrada. No me podía creer que todavía no hubiera asimilado que yo amaba a Miguel – No seas patética. ¿Por qué te empeñas en dar siempre vueltas a lo mismo? Sabes perfectamente que le amo, que le amé desde que era una niña y que no dejaré de amarle nunca.

-O sea, que todavía vives sumergida en un mundo de ilusiones. Miguel no es para ti, Irene. Cuanto antes te lo metas en la cabeza será mucho mejor.

-¿Y me puedes dar un motivo para fundamentar semejante afirmación? Y no me digas eso de que somos hermanos porque no cuela. Somos primos y hermanastros, nada más.

El timbre del microondas indicó que la leche se había calentado. Mamá se levantó y antes de sacar la jarra del aparato puso unas tazas en la mesa y una fuente con magdalenas y croasanes.

-Hay muchas razones, muchas, la primera porque te lleva muchos años, la segunda porque eras una niña cuando te enamoraste y los amores infantiles no son amores, son ilusiones, la tercera porque por mucho que te empeñes yo estoy segura de que él no siente nada por ti. Podría enumerarte alguna más. ¿Deseas que siga?

-Si vas a continuar diciendo semejante sarta de estupideces no, no sigas. Y estás muy equivocada, Miguel me quiere, vaya si me quiere. Y estoy segura de que su marcha se debe a algo extraño. No se ha separado de mí por voluntad propia.

-Por favor, Irene, no te inventes cosas. Miguel no te quiere.

La insistencia de mi madre acabó por sacarme de mis casillas.

-¿Ah no? ¿No me quiere? ¿Y por qué? ¿Por qué sabes que no me quiere? ¿Te lo ha dicho él? -gritaba totalmente ofuscada- Siempre me amó, siempre.

-Deja de decir majaderías. Pero si al lado de él no eras más que una niña.

-¿Tú crees? ¿Y por qué no se lo preguntas cuando vuelvas a hablar con él? Puedes recordarle la tarde en una playa de Menorca, cuando yo tenía sólo quince años y acabamos haciendo el amor como si fuera el último día del mundo.

Mi madre se quedó pálida.

-Estás loca, Irene. Estás loca y no sabes lo que dices.

-No, mamá, no estoy loca. Hice el amor con Miguel aquella tarde y aquella noche y un montón de tardes y un montón de noches más. ¿Sigues creyendo que yo era una niña para él? ¡Pues me follaba, mamá, me follaba como un animal en celo!

Mi madre me propinó una sonora y dolorosa bofetada que tuvo el efecto de aplacar mi ira y convertirla en llanto. Me llevé la mano a la mejilla dolorida y sin decir nada me fui a mi cuarto. Allí me senté en la cama y después de pensar un rato llegué a la conclusión de que la relación entre mi madre y yo se había deteriorado definitivamente y que lo mejor era regresar a Madrid. Hice la maleta, consulté el horario de trenes en un folleto que tenía en el bolso y comprobé que salía un tren a las cinco de la tarde. Tendría que permanecer toda la mañana en casa. No me hacía gracia, pero no me quedaba más remedio.

Me tiré en la cama y me puse a mirar al techo, intentando dejar la mente en blanco y no pensar. En mi intento me quedé dormida. Me despertaron unos golpes en la puerta y la voz de mi madre:

-Irene, hija, la comida está lista.

Miré el reloj y vi que eran casi las tres. En dos horas salía el tren. Me levanté, me adecenté un poco y salí del cuarto con la maleta en la mano. Mi madre me esperaba detrás de la puerta.

-¿A dónde vas? -me preguntó

-Me voy a Madrid. Definitivamente. No pienso volver, mamá. Tú y yo no tenemos nada en común y es mucho mejor que nunca más vivamos bajo el mismo techo.

-Pero.... Irene, no hace falta ponerse así. Ya sé que me pasé dándote una bofetada pero....

-No hay peros que valgan, mamá. La bofetada ha sido sólo la gota que colmó el vaso. Lo que más me duele es tu empeño en que la relación entre Miguel y yo no continúe. Una madre quiere ver a su hija feliz y tú, no sé por qué oscuros motivos, te empeñas en que no sea así.

Mamá me miró con tristeza. Bajó la cabeza, derrotada, sabiendo que nada podía hacer contra mi intransigencia y mi tozudez.

-Algún día comprenderás mis razones – dijo.

- Lo dudo mucho. Pero no pienso volver a discutir contigo. Me voy. Ah, y por cierto, no es necesario que me envíes más dinero mensualmente, ya me apaño solita.

Salí de casa dando un portazo y me dirigí a la estación. No me sentía mal, al contrario, tenía la sensación de haber dejado atrás de manera definitiva la parte gris de mi vida y de que a partir de aquel momento comenzaba a vivir de nuevo.

Llegué a Madrid de madrugada. Como no quería despertar a Enriqueta y demás habitantes de la pensión, que aquellas alturas del año no serían demasiados, deambulé por la ciudad durante un rato. Me hubiera sentado en un banco de algún parque pero hacía demasiado frío y caminando al menos conservaba el calor. Serían las siete de la mañana cuando me metí en la primera cafetería que encontré abierta para tomar algo caliente. Después me dirigí por fin a la pensión. Era muy temprano cuando llegué, pero Enriqueta ya estaba levantada y trajinando en la cocina. Se sorprendió al verme llegar.

-¡Irene! ¿Qué haces aquí? Pero si estamos todavía en plenas vacaciones... ¿Ha ocurrido algo?

Me senté en una banqueta de la cocina y por primera vez sentí algo parecido al desasosiego. En realidad no me gustaba haberme enfadado con mi madre, pero era demasiado orgullosa para dar mi brazo a torcer. A parte de que detestaba su actitud con respecto a mi historia con Miguel.

-Es una historia muy larga - le dije a Enriqueta – y ha culminado estas navidades. Pero no pretendo aburrirte con mis problemas.

-No sé si me aburrirás o no, pero me da la impresión de que no te vendría mal soltarlo todo.

Me desconcertó comprobar lo mucho que me conocía aquella mujer a pesar del poco tiempo que hacía que vivíamos bajo el mismo techo. Tenía razón. Si bien no me arrepentía de haber abandonado el nido materno de forma definitiva, también era verdad que sentía una opresión en el pecho, una cierta angustia provocada por la duda sobre si había hecho o no lo correcto. Así que puesto que Enriqueta estaba dispuesta a escuchar yo no pude hacer otra cosa que hablar y le conté toda mi relación con Miguel, así como la oposición incomprensible de mi madre.

-Yo tampoco entiendo la actitud de tu madre – me dijo cuando terminé de soltar mi perorata – y me da la impresión de que ese muchacho desapareció presionado por algo o alguien.

-Esa misma sensación tengo yo. Y cada vez que lo pienso estoy más segura de que la instigadora de todo es mi madre. Lo que se me escapan son las razones que tiene para ello. Y a estas alturas no sé si quiero saberlas.

-Pues deben de ser muy gordas para hacer desparecer al chico de esa manera, enviándolo al otro lado del mundo. ¿Y él no ha intentado ponerse en contacto contigo?

-Ni una vez, Enriqueta, jamás. Desde la primera carta que yo no le contesté él no me ha vuelto a escribir y por supuesto nunca hemos hablado por teléfono desde su marcha.

Los ojos se me velaron por las lágrimas que pugnaban por hacer su aparición una vez más. Últimamente me estaba convirtiendo en una llorona y eso no me gustaba, pero no lo podía evitar. Enriqueta se sentó a mi lado y pasando su brazo por mis hombros me acercó a ella.

-Y ahora ¿qué piensas hacer? A lo mejor deberías llamar a tu madre

-No pienso hacerlo. Quiero olvidarme de todo, no puedo luchar contra el destino, o contra lo evidente, o contra toda esta mierda de vida. Tengo que dejar todo atrás y empezar de cero. Soy muy joven para enterrarme en vida.

-A lo mejor también eres muy joven para dejar de luchar, Irene. ¿Por qué no hablas con tu madre? Intenta convencerla para que te diga la verdad, el porqué de su negativa a vuestra relación.

-Es imposible. Cada vez que discutíamos sobre el tema siempre terminaba repitiendo lo mismo, que dejar mi noviazgo con Miguel era lo mejor y que un día le daría las gracias y entendería sus razones y bla, bla, bla... palabrería barata nada más.

-Está bien. Yo... te ayudaré en lo que pueda. No hace falta decir que hagas lo que hagas siempre tendrás todo mi apoyo. Y ahora te prepararé algo calentito antes de irte a descansar.

Asentí con la cabeza y miré a aquella mujer menuda y resuelta moverse por la cocina. Me había hablado como debiera haber hecho mi madre, la madre que había sido la causante de mi desdicha.

Me tomé la leche caliente en cuanto Enriqueta me la puso delante y después me retiré a mi cuarto. Creo que apenas dos minutos después de meterme en la cama me dormí. Soñé con Miguel, soñé que regresaba y volvía a mi lado, soñé con unas caricias que un día habían salido de sus manos para mí y que se habían quedado prendidas en la nada, con unos besos que me habían marcado la piel a fuego y que se empeñaban en dejarme cicatrices perpetuas y dolorosas, como doloroso fue el despertar y comprobar que, como dice el poeta, los sueños... sueños son. Y normalmente tienen poco que ver con la realidad.

*

En los días siguientes volví a la mercería. Enriqueta había tenido que buscar una muchacha para sustituirme y encima Carmencita no había podido disfrutar de ningún día de descanso. Así que le propuse que se tomara el resto de los días libres, si le apetecía, pues yo estaba dispuesta a hacer su turno y el mío. La mujer accedió con gusto, y de esa manera fue que me pasé el resto de las vacaciones de navidad en la tienda, que además a aquellas alturas del año tenía bastante actividad, por los regalos navideños y todo eso.

La trifulca con mi madre acabó pasándome factura. No quería volver a su lado, ni tenía pensado pedirle perdón porque mi opinión era que no había ningún perdón que pedir, pero aún así me sentía triste. Las horas en la tienda me distraían un poco de mis elucubraciones, pero cuando llegaba la noche mi cabeza comenzaba a bullir y oscuros pensamientos nublaban mi mente. Me sentía decaída, sin ganas de nada, así que la mayoría de los días me iba a la cama sin cenar y sin ni siquiera compartir unos minutos de televisión con Enriqueta y su hijo. La buena mujer se dio cuenta de que el fantasma de la depresión se asomaba a mi puerta e hizo todo lo posible por no dejarme caer en el pozo del desaliento. Y envió a su hijo a salvarme.

domingo, 25 de octubre de 2020

Quince años y un secreto - Capítulo 14

 



Dos semanas después la mercería era como mi casa. Dominado completamente el arte de atender a los clientes, descubrí que el trato con la gente me gustaba y que era feliz hablando de hilos, camisetas interiores o pijamas. En la escuela de Magisterio las cosas no me fueron peor. Pronto conecté con profesores y compañeros y me lancé a la aventura de aprender a educar a los pequeños monstruos que son los niños. Compaginar ambas cosas no fue complicado. Por las mañanas acudía a las clases y por las tardes atendía la tienda. Como bien me había indicado Enriqueta, me llevaba los libros y aprovechaba los huecos entre cliente y cliente para echarles un vistazo. Como nunca había tenido dificultad para concentrarme en mis tareas, aunque hubiera gente y jaleo a mi alrededor, me resultaba bien sencillo estudiar en los momentos desocupados, que tanto podía ser la tarde entera, como no ser ni un minuto. Los fines de semana los tenía libres, así que aprovechaba para salir por Madrid y conocer la ciudad.

También en la pensión me sentía a gusto, aunque bien es verdad que tenía escasa relación con las demás huéspedes, que eran en general bastante reservadas e iban a lo suyo. Curiosamente, a pesar de la opinión de Enriqueta, que me había dicho que su hijo tenía un carácter especial, fue con él con quien, con el tiempo, hice muy buenas migas.

Tardé en conocerle. Por una cosa o por otra nunca coincidíamos en la casa. Al parecer el lugar en el que el muchacho estudiaba no estaba demasiado cerca y sus horarios eran bastante diferentes a los míos. Como yo estaba a mis cosas, entre la tienda, mis estudios y mis distracciones, pronto me olvidé incluso de que Enriqueta tenía un hijo que vivía en la pensión. Pero una tarde de sábado apareció en mi vida para quedarse.

La pensión estaba vacía. Todas las chicas se habían marchado. No recuerdo bien, pero puede que el fin de semana coincidiera con algún festivo o hubiera algún puente. Así pues estaba yo sola en la salita en la que a veces nos reuníamos para ver la televisión. Era un día lluvioso, Enriqueta había salido y a mí no me quedaba nada mejor que hacer que pasar la tarde delante de la “tele” distrayéndome con alguna película. En ello estaba cuando apareció en la sala un muchacho al que yo recordaba haber visto de refilón en algún momento. Saludó con un hola murmurado entre dientes y se sentó en una butaca individual. Era un tipo de mediana estatura, poco más alto que yo, de pelo castaño oscuro ligeramente rizado y de ojos también oscuros. Lucía además una cuidada barba de cuatro o cinco días. No se parecía en nada a Enriqueta, pero supuse que sería su hijo. Al principio pensé que su madre tenía razón al calificarlo como especial, pues se limitó a mirar la película como un autómata, sin pronunciar palabra, sin hacer comentario alguno sobre cualquier escena, cosa que, a decir verdad, yo tampoco hice, pues no sabría decir el motivo pero el muchacho me intimidaba un poco.

Sin embargo, cuando finalmente la película terminó, se levantó y me invitó a un café.

-Me voy a hacer un café ¿te apetece?

Le dije que sí y al cabo de un rato regresó de la cocina con dos tazas de café aromático y calentito.

-Hoy no está el día para otra cosa que para quedarse en casa tomando café y viendo la tele.- comentó el muchacho.

-Sí, cierto – contesté – yo no pienso moverme.

La conversación nació y murió ahí, lo cual me hizo sentir un poco incómoda. Yo no sabía qué decirle y él había optado por tomar su café en silencio. Al poco rato se escuchó abrir la puerta de entrada. Era su madre, que regresaba de hacer una visita a un familiar. Entró en la sala y nos vio a ambos allí, juntos, callados, tomando nuestro café sin más.

-Buenas tardes, chicos – saludó – aunque lo de buenas es un decir, está un día de perros. De la parada del metro hasta aquí me he puesto pingando. Y hace un frío.... de mil demonios. ¿Qué tal por aquí?

Sin esperar respuesta se dirigió a su cuarto, y al cabo de un rato regresó. Se había cambiado su atuendo de calle por su ropa de andar por casa.

-Bueno, por fin en casa. De aquí ya no me saca ni el tato. Por cierto... ¿os conocíais?

Me revolví inquieta en el sofá.

-Pues... no. Pero me imagino que es Ángel, tu hijo – repuse.

-Ángel, hijo, pero cómo eres. Ni siquiera te presentas.

El muchacho dirigió a su madre una mirada bastante elocuente y yo no supe qué hacer, si intervenir en su defensa, si quedarme calladita. Finalmente opté por lo segundo.

-Me llamo Ángel, efectivamente, y soy el hijo de Enriqueta – dijo finalmente mirándome y dibujando su rostro con un esbozo de sonrisa – Disculpa por no haberme presentado, como dice mi madre, pero es que yo soy muy poco dado a los formalismos.

-Yo soy Irene y no te preocupes, a mí tampoco me gustan demasiado los formalismos.

-Claro mujer, así, tú dale la razón. ¡Ay, esta juventud de hoy! No sé a dónde iremos a parar.

Todos reímos la ocurrencia de Enriqueta. Ángel también, aunque con el tiempo aprendería que no era muy dado a las risas fáciles. Recuerdo aquella tarde de noviembre como muy agradable. Con aquella madre y su hijo me volvió a arropar la sensación de familia y el calor de aquel hogar desconocido me hizo olvidar, por unos instantes, mi drama personal.

Desde entonces mi relación con Ángel fue cordial, aunque no demasiado frecuente. Nos veíamos poco, pues ni él ni yo parábamos mucho en casa, pero cuando coincidíamos se notaba que estábamos a gusto juntos. Su madre me lo dijo un día.

-Hacía tiempo que Ángel no tenía tanta relación con alguien de la pensión como contigo. Se nota que le caes bien.

-Me alegro. Es un buen chico.

-Especial, Irene, Ángel es especial – insistía Enriqueta una y otra vez.

-No sé por qué te empeñas en decir eso siempre. A mí me parece un chico normal, a lo mejor un poco tímido, pero... normal.

-Es muy suyo, muy suyo – decía meneando la cabeza de un lado a otro – no encontrará nunca una chica que lo quiera. Porque tú no lo querrías ¿verdad?

-No estoy yo como para querer a nadie. Pero Ángel es un cielo, cualquiera muchacha podría llegar a quererle, además es muy guapo.

En verdad que Ángel era un muchacho muy guapo y con muy buena planta, como diría mi madre, sin embargo no parecía tener demasiado interés en mantener una relación sería con nadie, a juzgar por sus comentarios. Todavía estaba en edad de divertirse y de capear responsabilidades en la medida de lo posible.

Así, entre libros, tardes de semana en la mercería, o de domingo al calor de un café con mi nueva familia, fueron transcurriendo las semanas, hasta que las navidades llamaron a la puerta y no me quedó más remedio que hacer las maletas para visitar a mi madre de forma obligada. Unos días antes me llamó para comunicarme que estaríamos solas, puesto que Lisardo había decidido viajar a Boston para visitar a su hijo a quién, una vez más, sus obligaciones laborales impedían volver a España. Sabía que algo así había de ocurrir, aunque en el fondo tenía la esperanza de que por fin Miguel apareciera de nuevo en mi vida. Tenía que convencerme de que no sería así, de que lo mejor, al parecer, era que no fuera así. Debía de acostumbrarme a su ausencia definitiva, a volver a casa sabiendo que no me iba a estar esperando, que nunca más me abriría la puerta ni me tomaría en sus brazos como cuando era pequeña y regresaba del colegio.

Así pues, con la frustración y la indolencia como compañeros de viaje, una tarde de invierno en la que el frío y el viento gélido habían tomado la ciudad, me embarqué en el tren con dirección a Valencia para acompañar a mi madre en unas fiestas que no se preveían nada divertidas. Efectivamente aquellas Navidades no fueron nada gratas. Cada momento, cada rincón, me acercaban con descarado atrevimiento a un recuerdo de Miguel del que me quería deshacer sin conseguirlo. Y para más inri, mi madre se empeñaba en echar más leña al fuego de mi desaliento.

Durante la cena de nochebuena recibió una llamada de su marido, desde Boston, para felicitar las fiestas y demás. Estuvieron hablando un buen rato y cuando por fin la conversación terminó, feliz y contenta, se dispuso a contarme las novedades sobre la vida de Miguel mientras el pavo asado no me pasaba de la garganta hacia el estómago.

-Está feliz en Boston, tiene muy buen trabajo y gana mucho dinero. Ya le han nombrado jefe de departamento y eso que lleva poco más de un año allí. Hizo muy bien en marcharse. Aunque la verdad es que se echa de menos. Llenaba la casa de alegría.

Me abstuve de dar mi opinión. Me daba la impresión de que decía todas aquellas cosas para fastidiarme y no quería entrar en una guerra dialéctica, no era el momento. Pero prosiguió mortificándome, no sé si adrede o sin intención.

-Y al parecer sigue con esa chica. Cuando me llama me habla mucho de ella. Estoy segura de que está encantado. Aunque si se casa allí... me temo que no regresará. Bueno, vendrá de vacaciones, y a presentarme a sus niños, cuando los tenga.

Posé mi tenedor sobre el plato con rabia.

-Vale, mamá. Ya está bien ¿no te parece? No es necesario que me mortifiques más. Ya sé que estás encantada con la nueva vida de Miguel. Y sobre todo, encantada de que la mía se haya ido a la mierda.

Mi madre me miró con expresión de asombro, como si no entendiera nada de lo que le acababa de decir.

-Pero bueno, ¿se puede saber por qué te pones así? No te entiendo.

-Claro que me entiendes mamá, me entiendes perfectamente. Sabes que la ausencia de Miguel me ha herido, me está hiriendo profundamente. No te hagas la tonta, no hagas oídos sordos a lo que te he dicho miles de veces. Le quiero, le sigo queriendo, así que si tan contenta estás de su maravillosa vida, te rogaría que te lo guardaras para ti.

-No me lo puedo creer. Irene ya no eres una niña, creí que ya te habías olvidado de todas esas tonterías de adolescente.

No le contesté. Había conseguido alterarme y mi corazón latía como un caballo loco. Mi cabeza me decía que hiciera las maletas y me largara a Madrid. Era el lugar donde mejor me sentía. No lo hice. Simplemente me levanté y me fui a la cama. Fue la nochebuena más gloriosa de mi vida.

sábado, 24 de octubre de 2020

Quince años y un secreto - Capítulo 13

 




Comenzar de cero en Madrid no fue demasiado difícil, pues la suerte me acompañó en mi llegada más de lo yo pudiera imaginar. Tenía poco dinero y muchas desilusiones en la maleta. No sólo la que casi se confirmaba como la salida definitiva de Miguel de mi vida, puesto que desde que se había marchado, hacía ya más de un año, no había regresado, sino también la tensión que se había ido tejiendo entre mi madre y yo y que nos estaba llevando hacía la incomunicación y el resentimiento. Ambas circunstancias me minaban el ánimo y sentía que necesitaba escaparme de una materialidad gris que me envolvía cada vez con más fuerza y que amenazaba con destruirme la existencia.

Cuando me bajé del tren, en la estación de Atocha, me pareció que estaba entrando en un mundo diferente. Tanta prisa, tanta gente que iba a lo suyo sin prestar ni la más mínima atención a sus semejantes... lejos de provocarme estrés, me gustó. Era lo que yo necesitaba para dejar de pensar. Sin embargo la realidad me acuciaba y me hacía abrir los ojos para darme cuenta de que estaba en una ciudad desconocida y que no tenía dónde caerme muerta.

Cogí mi maleta y salí de la estación. Tomé un taxi y le pedí que me llevara a la Escuela de Magisterio. Pretendía conocer el que sería mi lugar de estudio y a la vez dar con un sitio en el que vivir lo más cerca posible, para así reducir o eliminar los gastos de trasporte. En cuanto me bajé del taxi me fijé que justo frente al edificio que albergaba la escuela había una pensión, ubicada en un inmueble que a simple vista daba aspecto de limpieza y pulcritud. Me pareció agradable y no lo pensé demasiado. Entré. La pensión se encontraba en el primer piso. Las escaleras eran de madera, probablemente muy antiguas, pero estaban bien conservadas. Las subí despacio. Crujían un poco y no me apetecía anunciar mi llegada a aquellos desconocidos que habitaban las cuatro paredes que se escondían detrás de las puertas. Cuando llegué a la que resguardaba la pensión pulsé el timbre, y casi inmediatamente me abrió la puerta una mujer de mediana edad que me sonrió en cuanto me vio.

-Hola – me dijo - ¿Eres Sonia? María Luisa está esperando tu llegada.

Sin duda se estaba equivocando de persona.

-Me temo que no soy Sonia – le contesté, devolviéndole la sonrisa – me llamo Irene y vengo de un pueblo de Valencia. Dentro de unos días comienzo el curso de magisterio y estoy buscando un lugar en el que quedarme. ¿Tendría una habitación para mí?

-Oh, lo siento. Pensé que eras la amiga que está esperando una de mis huéspedes. Pero pasa, no te quedes en la puerta. La verdad es que has tenido suerte. A estas alturas suelo tener todas las habitaciones ocupadas. Pero esta misma mañana se me ha dado de baja una de las chicas, que además era la que tenía el mejor cuarto. Ahora será para ti, si te gusta, claro.

La mujer parecía afable. Vestía unos pantalones negros y un ligero sweter azul, ambas prendas algo desgastadas, como de andar por casa. Tenía el cabello corto, caoba y con unas graciosas ondas y los ojos más verdes que yo había visto en mi vida. Me condujo a la habitación que, efectivamente, era un rincón de lo más acogedor. Un cabecero de madera pintado de blanco con su mesita de noche, un pequeño armario del mismo color, un escritorio, dos sillas y una pequeña estantería fijada a la pared era todo el mobiliario. Además poseía una puertaventana por la que entraba la luz a raudales y desde la que se podía divisar a escasos metros el edificio en el que yo había de estudiar

-¿Te gusta? - me preguntó la mujer.

-La verdad es que me encanta, pero tenemos que hablar sobre el precio y las demás condiciones. Me gustaría quedarme aquí definitivamente, puesto que nada me queda más cerca de la escuela, pero no dispongo de mucho dinero. Tengo que encontrar un trabajo.

La mujer me miró unos instantes y luego entornó los párpados antes de hablar.

-No te preocupes, creo que tengo la solución para ti. Ponte cómoda. ¿De dónde has dicho que venías?

-De un pueblo de Valencia.

-Bueno, supongo que estarás cansada. Te voy a preparar algo caliente y luego hablamos ¿vale?

Asentí con la cabeza. Luego ella se marchó y yo me senté en la cama. Miré a mi alrededor y por primera vez en mucho tiempo me sentí bien. Sabía que era una sensación momentánea. Arrastraba tras de mí demasiada desdicha como para que mi ánimo cambiara de un día para otro, pero me gustó dejarme arropar por aquella emoción que ya casi tenía olvidada. Tal vez empezar de cero no fuera tan terrible. Cierto era que me sentía sola, sin amor y sin el apoyo de mi madre, a la que no había gustado nada mi decisión de venir a Madrid, pero el comenzar una vida diferente me daba fuerza para luchar y esperanzas para olvidar y renovar mi existencia.

Por fin me decidí a deshacer mi maleta. Metí la ropa en el armario, coloqué unos cuantos libros en la estantería y en la mesita de noche una foto en la que aparecíamos Miguel y yo sonrientes, felices. La miré por unos instantes y sentí que me rodeaba una ligera nostalgia. Sabía que era el amor de mi vida, que nunca querría a nadie como a él, que no quería olvidarme de su rostro y que probablemente no lo volvería a ver, ni siquiera aunque en un futuro tuviera oportunidad para ello. Era lo mejor para los dos, perder todo contacto y olvidarnos el uno al otro. Sería difícil, pero tenía que intentarlo.

Unos golpecillos en la puerta interrumpieron mis divagaciones.

-Adelante

La puerta se abrió y la dueña de la pensión asomó su cabeza.

-Te he preparado un caldito. Anda, ven hasta la cocina y mientras te lo tomas, hablamos.

La seguí hasta la cocina. El piso era grande, antiguo y acogedor. La cocina era amplia y luminosa, decorada con un exquisito gusto en un estilo rústico que recordaba a una casa de campo. Me senté donde la mujer me indicó. Mientras me servía la tacita de humeante caldo, comenzó a hablarme.

-No nos hemos presentado todavía. Yo me llamo Enriqueta, ¿y tú?

-Yo soy Irene, encantada de conocerla.

-No me trates de usted – me dijo mientras se sentaba frente a mí – me hace sentir demasiado mayor. Y aunque tengo cuarenta y cinco años me sigo sintiendo joven.

-Eres joven – le dije – además, la edad es un estado de ánimo. Basta que uno se sienta joven para que lo sea. O al revés, una persona joven puede sentirse vieja, todo depende de las circunstancias

-Eso es cierto – respondió mientras se levantaba de nuevo y sacaba de la alacena un trozo de bizcocho que puso frente a mí – después te comes esto. Lo hice anoche y estaba tan bueno que se lo han comido casi todo en el desayuno. Tiene trazas de naranja por el medio.

-Muchas gracias, pero no tengo mucho apetito. Me he comido un bocadillo en el tren.

-Ya, pero no cenamos hasta las ocho y media y no son más que las cinco. Tienes que comer, que estás un poco flaca.

Nos miramos y ambas soltamos una carcajada. Aquella mujer me hacía sentir bien y deseé poder quedarme allí.

-Me estás haciendo sentir muy a gusto – le dije – Hace tiempo que mi vida es un poco...no sé bien qué palabra usar para definirla. Triste, opaca, gris...Necesitaba un soplo de alegría y tener en frente alguien que me regalara sonrisas. Lo siento, me estoy poniendo muy trascendental y no es esa mi intención. Lo cierto es que me gustaría quedarme aquí. Si me informas de las condiciones....

-Claro. Pero antes me dijiste que tenías poco dinero y que necesitabas un trabajo. Yo te puedo proponer algo que igual te interesa.

-Pues... tú dirás.

-Verás, aparte de esta pensión, tengo un pequeño negocio, una mercería, que está aquí cerquita. La heredé de mis padres y aunque en alguna ocasión pensé en cerrarla... me da un poco de pena, porque me va bien y tengo mucha clientela entre la gente del barrio. Como evidentemente yo no la puedo atender, tengo allí una dependienta desde hace muchos años, Carmencita, pero sus padres están ya muy mayores y necesitan muchas atenciones. El otro día me comentó que a partir del mes próximo sólo va a poder trabajar por las mañanas, por lo que necesito una chica para las tardes. Si quieres... puedes ser tú.

Me quedé un poco anonadada, sin saber qué decir. Aquella mujer me acababa de conocer, no sabía nada de mi vida y me ofrecía un trabajo.

-Pues... no sé qué decirte. Me has dejado un poco sorprendida. Nunca he trabajado en nada y no sé si....

-El trabajo no es difícil y te permitiría estudiar. Te puedes llevar tus libros y mientras no tengas que atender a la gente.... A mí me harías un gran favor y por mi parte, si aceptas, tendrías alojamiento y comida gratis y algún dinero más que ya acordaremos.

No me hizo falta pensarlo demasiado. Mi madre se había comprometido a girarme todos los meses algo de dinero y si el alojamiento y la manutención me salían gratis, aquellos cuartos serían para mis caprichos, que eran pocos, lo que me permitiría ahorrar algo con vistas al futuro. Atender una mercería no me parecía mala cosa, tanto más cuando la idea preconcebida que yo llevaba en la cabeza era la de trabajar poniendo copas en cualquier bar. Así que acepté sin dudarlo.

-Acepto – dije – cuando quieras me llevas a la tienda y me enseñas como funciona.

-Oh, estupendo, Irene.

Tomó mi mano entre las suyas y la estrechó ligeramente.

-Creo que vamos a hacer muy buenas migas. Ahora si quieres descansa un poco. La cena es a las ocho y media. Ya iremos mañana a la tienda.

*

A la mañana siguiente Enriqueta me llevó a su mercería, que distaba apenas unos cuantos metros de la pensión. Era un establecimiento no demasiado grande y, al igual que la pensión, rezumaba un aire antiguo que me subyugaba. Me gustó en cuanto entré, e inmediatamente me imaginé detrás del mostrador, vendiendo hilos y cremalleras. Carmencita, la dependienta, era una mujer entrada en años y en carnes, agradable y habladora, que durante el tiempo que permanecimos allí tanto atendía a los clientes como mantenía la conversación con nosotras, todo a la vez. Se veía una mujer con mucho desparpajo. Me enseñó la tienda, mientras no paraba de darme consejos y multitud de información en desorden que yo sabía que se me olvidaría en cuanto pusiera el pie en la calle. Pero daba igual, me gustaba todo aquello, aquellas mujeres, el ambiente del barrio, mis libros... mi nueva vida en suma.

Como todavía faltaba una semana para que comenzaran mis clases quedamos en que durante ese tiempo acudiría todos los días a la mercería para ponerme al día al lado de Carmencita.

-Aprenderás en seguida, guapa, y ya verás como te gustará el trabajo, la clientela que tenemos es encantadora.

No puse en duda ni una cosa ni la otra y salí de aquel pequeño negocio casi deseando que fuera mío.

-¿Qué? - me preguntó Enriqueta - ¿Te ha gustado?

-Me ha encantado, tanto que casi me parece un sueño.

-Me alegro, yo creo que estarás muy contenta y que no será una tarea difícil de compaginar con tus estudios.

De camino a la pensión Enriqueta me puso al corriente de la gente que vivía en aquélla, pues el día anterior yo me sentía muy cansada y no había acudido a cenar, por lo que no había conocido a nadie.

-Sois todos estudiantes – me dijo – Y la mayoría son clientes de siempre. Están Juana y Carlota, dos hermanas de Alicante, que estudian Derecho; Marta, que es de Benavente y está en quinto de clásicas, María Luísa, mi sobrina, que empieza este año Matemáticas; Juanjo, el más veterano, que es de Aranjuez y estudia quinto de Medicina y Laura, una chica de León que empieza este año Enfermería. Laura todavía no ha llegado. Después hay dos huéspedes un tanto especiales. Uno es Don Mario, un personaje muy peculiar. Don Mario es viajante, representante de una marca de productos de limpieza y viene mucho por Madrid, al menos una vez al mes, y se queda durante cuatro o cinco días. Por expreso deseo de él mismo tiene reservada una habitación. Y finalmente está Ángel, un muchacho un poco especial. Ángel no deja a nadie indiferente y tanto puede despertar odios como pasiones. Todo depende de lo bien o mal que le caigas a él. Tiene un carácter... eso, especial. Se parece a su padre.

-¿Conoces a su padre? ¿Es el hijo de algún amigo quizá? - pregunté con curiosidad.

-Conocí a su padre, sí.. Ángel es mi hijo. Y su padre desapareció del mapa hace ya muchos años. Es una historia muy larga – contestó con un deje de nostalgia en la voz y en la mirada – Ángel es buen chico. Estudia informática y le va muy bien. Tiene veinte años y no conoce a su padre. Jamás me ha preguntado por él. Pero a mí me da la impresión de que le hubiera gustado conocerle y que su ausencia tiene parte de la culpa de que tenga ese carácter tan... suyo. Pero es buen chico. Ya lo conocerás.

Le conocí tiempo después y si bien al principio nuestra relación fue mínima, con el tiempo Ángel se convirtió en una de las personas más importantes de mi vida.


jueves, 22 de octubre de 2020

Quince años y un secreto - Capitulo 12

 




Miguel se fue dos días antes de nuestro cumpleaños. Mis diecisiete años se despidieron de sus treinta y dos con un poso de amargura y de desaliento. No quise acompañarlo al aeropuerto, así que nos dijimos adiós en casa, casi a escondidas. Yo estaba resentida. Durante las últimas semanas había intentado por activa y por pasiva convencerle para que no se marchara tan lejos, pero ninguno de mis argumentos era válido para desbaratar esos planes de futuro profesional que América le ofrecía y le ponía a sus pies como si de una alfombra se tratara, una alfombra que lo habría de llevar hacia un mundo perfecto, en el que él sería el mejor médico reparador de corazones. Que el mío quedara herido parecía no importarle demasiado.

Yo sospechaba que detrás de su marcha había algo más que una maravillosa oferta de trabajo, algo oscuro que no me quería contar, pero no le confesé mis conjeturas, pues sabía que, si efectivamente yo estaba en lo cierto, él me lo negaría.

Los últimos días apenas nos dirigimos la palabra. Yo ya había abandonado definitivamente mi batalla por hacerle cambiar de opinión y él parecía inquieto, nervioso, destilando un desasosiego que no era común en él. Se lo achaqué a la inminencia del viaje, al cambio de vida que se le avecinaba y por qué no, también a la separación que su periplo a ninguna parte traería consigo, pues aunque persistiera en su empeño de alejarse de mí, en el fondo yo quería pensar que una fuerza extraña y ajena a su voluntad lo obligaba a hacerlo, sin que ello quisiera decir que su amor hubiera menguado lo más mínimo.

La tarde de su partida tenía que estar a las siete en el aeropuerto. Mi madre, que había trabajado en turno de mañana, lo llevaría. Yo salí de casa después de comer, necesitaba estar sola, aunque ello no contribuyera demasiado a espantar los fantasmas que en aquellos momentos me amenazaban. No sabía a dónde ir. Deseaba evadirme de Miguel, pero cada rincón del pueblo, cada calle, cada piedra del camino, cada brizna de hierba que crecía en el campo, me conducían a él. Finalmente caminé hasta el extremo más opuesto de la playa, el que quedaba cerca del faro, y allí me senté en la arena, con la vista fija en el mar, observando los destellos que el tímido sol de primavera hacía brotar de la superficie. Pretendía reflexionar sobre lo que sería mi vida en el futuro, y deseaba hacerlo con frialdad y siendo objetiva. Pero tal vez no fuera el momento adecuado para ello, porque mi mente solo veía soledad, la soledad que me envolvería desde el momento en que Miguel desapareciera de mi vida, para lo que faltaban apenas una horas.

Cuando me volví a mi casa, él y mamá estaban metiendo las maletas en el coche. Yo pasé de largo y subí al piso. Me encerré en mi cuarto. Todo aquello me estaba resultando demasiado duro. Al rato escuché unos golpes suaves en la puerta. Sabía que era él. No quería abrirle, pero lo hice. Entró el el cuarto y se apostó frente a mí.

-Adiós princesa – me dijo - ¿no me vas a dar un beso de despedida?

Toda la tensión, toda la inquietud, todo el miedo que había sentido últimamente, estallaron en un llanto incontenible y quejumbroso.

-No te vayas – casi le grité, echándome en sus brazos – no te vayas, por favor, quédate a mi lado. Mi vida ya no será la misma sin ti.

Miguel dejó que diera rienda suelta a mi llanto. Me abrazó y me acarició el pelo, y cuando por fin me calmé, me habló con cariño, pero sin mucho convencimiento.

-Irene, mi vida, sé que nos van a separar muchos kilómetros, pero sólo será eso, distancia, porque te llevaré en mi corazón y siempre estarás conmigo.

-Esas son sólo palabras, palabras ridículas, frases hechas vacías de contenido real. Tú no vas a volver, Miguel, no me preguntes por qué, pero yo sé que no volverás jamás.

-Eso es una estupidez, claro que voy a volver, y te escribiré una carta cada semana, para que no me eches tanto de menos. Venga, dame un beso, princesa, un beso para recordar siempre.

Nos besamos con pasión, con tanta pasión que sólo la voz de mi madre llamándole a gritos, diciendo que se iba a hacer tarde consiguió separar nuestros labios. Nos miramos durante unos segundos, luego acarició mi cara y se fue. No nos volveríamos a ver hasta quince años después, quince años durante los que mi vida tuvo sus luces y sus sombras y durante los que no pasó ni un sólo día en que no me acordase de él.

*

Recibí su primera carta dos semanas después de su partida. En ella me contaba las peripecias de la llegada a un país diferente, los comienzos en el trabajo, cómo era su nuevo hogar... me decía que aquel verano, lógicamente, no se le permitiría disfrutar de vacaciones, así que no podría venir a España, que tal vez por Navidad pudiera hacer una escapada, y terminaba diciendo que me echaba de menos.

Lo cierto es que Miguel no vino ni en verano ni en Navidad, y que sus cartas, poco a poco, se fueron espaciando y haciendo más cortas. En una de ellas comenzó a hablarte de Gwendy, una compañera de trabajo con la que al parecer colaboraba en un proyecto del hospital sobre cardiopatías infantiles. Al principio Gwendy sólo aparecía en las misivas cuando Miguel me hablaba de cuestiones de trabajo, pero poco a poco la fue introduciendo en parcelas más personales de su vida. Iban juntos al cine, o a cenar, y supe que aquella mujer estaba ganando terreno y que de manera inevitable me estaba desplazando a mí hacia el olvido.

Un día dejé de contestar sus cartas. Fue el día en el que supe que tenía que arrancármelo de mi corazón de la manera que fuera, pues en caso contrario no lograría encarrilar mi vida de nuevo. Desde su marcha no era yo misma, me encontraba triste y desmotivada y no lograba mirar al futuro con claridad. Tenía que dar un giro total a mi existencia, empezar de cero, conocer gente nueva, vivir de manera distinta, de una manera que me permitiera transformar mi mundo desmoronado en un universo diferente, flamante, inédito. Tenía que salir de aquel pueblo que me oprimía, de aquella casa que me ataba a Miguel sin remedio. El próximo curso comenzaría mis estudios en la universidad, y tomé la determinación de irme a Madrid.

Cuando le comuniqué mi decisión a mi madre, no puso muy buena cara.

-No me puedo permitir mantenerte en Madrid, Irene. Hay una escuela de magisterio en Valencia. No entiendo por qué tienes que poner tierra por medio.

Tengo que decir que desde la marcha de Miguel la relación entre mi madre y yo no era demasiado fluida. Ella se mostraba encantada de que su “hijo” se hubiera ido a los Estados Unidos y allí se estuviera forjando una prometedora carrera en el mundo de la medicina. Pero yo estaba segura de que lo que realmente le satisfacía había sido que se alejara de mí. En el fondo yo mantenía la sospecha de que ella había tenido algo que ver en la partida de Miguel. No podía demostrarlo, pero mi sexto sentido me decía que era así. Así que me importaban bien poco sus objeciones, la económica menos que ninguna. Yo sabía que, si quería, podía costear mis estudios en Madrid, pero mis intenciones no eran requerir ningún sacrificio financiero. Yo misma sufragaría mis gastos, de la manera que fuera. Tenía algún ahorro. No era demasiado, pero si lo suficiente para poder sobrevivir en Madrid un mes o dos, mientras no encontrara trabajo, y pagarme la matrícula en la escuela de Magisterio. Y así se lo planteé.

-No te preocupes – le dije – trabajaré y estudiaré a la vez. Mucha gente lo hace. No tendrás de pagarme un duro.

-¿Trabajar? Pero, hija, si no sabes hacer nada ¿en qué te vas a emplear? ¿limpiando portales?.

-No soy tonta, mamá, si no sé hacer cosas puedo aprender y sin tengo que fregar portales, los fregaré, pero me voy, de eso puedes estar segura.

Mi madre, que en aquellos momentos estaba cosiendo algo sentada en el sofá del salón, dejó la costura a un lado, se quitó las gafas de cerca y me miró a los ojos.

-Irene, yo no soy tonta. Y sé que detrás de tu marcha se esconde algo más.

-Pues mira, ya que lo sacas a colación... Si, es verdad, hay algo más. Me voy porque ya no soporto estar aquí, porque este pueblo me agobia, me agobia esta casa y esta vida y me agobia la ausencia de Miguel. Porque aunque no te guste, estuve enamorada de él... y aún lo estoy... y no quiero estarlo, porque sé que él no va a volver.

-Pero mira que eres terca, hija. ¿Cuándo te vas a dar cuenta de que lo tuyo con Miguel nunca podría llegar a buen puerto? Sois familia, os criasteis juntos...

-Por favor mamá, déjalo, no sigas. Tus argumentos son tan endebles que se caen por su propio peso. Además, no tengo ganas de discutir contigo. Miguel me quería y yo a él. Y como no soporto su ausencia me voy yo también.

Mamá reanudó su labor de costura, como si mis palabras no fueran más que jerga barata a la que no había que dar demasiado crédito.

-Pues déjame decirte que bien flaco debía de ser el amor ese que te tenía Miguel, que pronto te sustituyó. Porque tiene una novia americana ¿sabes? Se llama Gwendy, Gwendoline, y según me ha contado la última vez que hablé con él por teléfono son muy felices juntos. Olvídate de Miguel, Irene, y busca un chico de tu edad, te será mucho mejor.

No sé si me dolieron más sus palabras o su indiferencia ante mi tragedia personal. Lo que sí sé es que aquel día la odié, la odié tanto que casi me dolió el resentimiento que salía de mi corazón hacia ella. Las cosas entre las dos ya nunca volvieron a ser como antes. Y llegado septiembre rompí con el mundo de aquel pueblo que me agobiaba.