miércoles, 30 de diciembre de 2020

Te esperaba desde siempre - Capítulo 4

 



Sentada ante el hermoso escritorio de su dormitorio, Lucía intentaba preparar la clase del día siguiente para los de primero de bachiller sin conseguirlo demasiado. Su mente se le iba continuamente y sin mucho sentido a Jorge. Después de dos meses y medio a su lado, después de haber compartido con él momentos de ocio, trabajo y confidencias, aquel amor adolescente que un día habían dejado abandonado a la orilla del mar parecía haber regresado para decirle que todavía no era tarde, que la vida les estaba dando una segunda oportunidad y que no debían desaprovecharla. Pero ni ella se atrevía a dar el paso, ni él tampoco parecía dispuesto a ello. Por momentos Lucía pensaba si todo aquello que ella se empeñaba en identificar como real no serían solamente imaginaciones suyas. A lo mejor no había tal amor, a lo mejor las muestras de cariño de Jorge no eran más que eso, muestras de cariño sin más que no tenían otro significado que testimoniar una amistad que sí existía y se entrelazaba cada vez con más fuerza. En el fondo tenía miedo. Miedo a no poder afrontar otra decepción y tal vez por eso no se atrevía a dar el primer paso.

Intentó concentrarse de nuevo en el comentario de texto de El Quijote y finalmente lo consiguió, hasta que la voz del Jorge llegó desde el piso de abajo.

– Lucía, la cena ya está casi lista.

Lucía miró el reloj y vio que efectivamente era la hora de cenar. Definitivamente había conseguido meterse en la clase de literatura y se había olvidado hasta del tiempo. Cerró los libros y guardó sus apuntes en una carpeta. Se puso el pijama y la bata de felpa y bajó a la cocina, dónde Jorge la esperaba preparando una tortilla de patata y con dos copas de vino blanco servidas. Le ofreció una cuando entró.

– Vaya – exclamó ella – ¿Celebramos algo especial hoy?

– Sí, celebramos que por fin ha terminado el día y he podido regresar a casa. Hoy no he tenido tiempo ni para comer. Ha sido la marabunta. Así que he pasado por delante del super y me he dicho que tú y yo nos merecíamos hoy tomarnos unas copas de vino, porque sí, así sin más.

Lucía sonrió y se llevó la copa de vino a los labios sin dejar de mirar a Jorge fijamente a los ojos. Aquella noche ella se tenía que atrever. No sabía cómo ni el momento exacto, pero antes de retirarse a dormir se iba a atrever a besarlo seguro. La primera vez, años atrás, había sido él quién había dado el primer paso, pues bien, hoy le tocaba a ella.

Cenaron conversando sobre las cosas del día, entre risas y la complicidad de siempre. Cuando terminaron fregaron los platos y se sentaron en el sofá a ver la televisión. Lucía se acurrucó entre los brazos de Jorge y se taparon con la misma manta. Era la escena de todos los días, nada tenía de extraordinario. Salvo porque en medio de algún comentario sin importancia Lucía volvió delicadamente la cara de Jorge hacia la suya y depositó un suave beso sobre sus labios. Fue un beso inocente, liviano, dulce, como el de aquella tarde a la orilla del mar, muchos años atrás. Y también esta vez, como aquélla, no sería el comienzo de nada. Porque Jorge miró a Lucía con expresión extraña y tras esbozar una ligera sonrisa nerviosa le dijo eso de que “tenemos que hablar”. La muchacha se puso tensa y supo que había metido la pata. Así que intentó arreglarlo como pudo sintiendo de nuevo que la desilusión se hacía su compañera.

– Perdona, Jorge – dijo azorada –. No hace falta que hablemos nada. Esta claro que me he pasado. Lo siento, de verdad.

– Espera, Lucía, espera. Tengo algo que decirte, algo importante que debería habértelo dicho antes.

– Ya – dijo Lucía con una sonrisa de amargura en el rostro –, ahora me dirás que tienes novia, o que estás casado y tu mujer está en el extranjero por motivos de trabajo. Pero.... ¡seré estúpida!

– No, Lucía, no es eso. Yo no tengo pareja, pero no podemos estar juntos porque yo.... soy gay. Me gustan los hombres.

Aquellas palabras paralizaron a Lucía por completo. Tanto que hasta se le quedó la mente en blanco, aunque la verdad, ¿qué decir ante semejante confesión? Y no es que le importara ni tuviera prejuicios contra los gays ni mucho menos. Pero.... Jorge, gay... nunca se lo hubiera imaginado. Y además... entonces.... aquel beso de adolescentes.... no entendía nada.

– Gay – dijo finalmente –. Vaya.... Quién lo diría. Así que me he equivocado. Pensé que... bueno, qué más da. Será mejor que me vaya a la cama. Por hoy ya he metido bastante la pata.

Hizo ademán de levantarse pero Jorge la tomó del brazo y la obligó a sentarse de nuevo.

– No, no te vayas aún. Quiero contarte todo. Porque supongo que estarás pensando que si soy gay ¿a qué vino el beso que te di en la playa cuando éramos adolescentes?

– Y qué más da. Ha pasado mucho tiempo, la gente cambia.

– No, Lucía, la gente no cambia. Si naces gay, naces gay y ya está. Lo que pasa es que por aquel entonces yo aún no era capaz de aceptarlo. Eran otros tiempos. Yo te tenía mucho cariño. Eras mi mejor amiga y en más de una ocasión quise contarte que a mí me gustaban los chicos, pero no me atreví. Entonces un día decidí probar qué se sentía besando a una chica. A lo mejor lo que sentía por ti era amor y yo no lo sabía y estaba confundido. Pero no, no era amor. Y para mi fue un alivio que no volvieras ningún verano más.

– Vaya – dijo Lucía con un deje de tristeza en su voz –, no dejáis de darme patadas por todos lados. Uno me deja después de casi veinte años y mi primer amor me dice que fue un alivio no volver a verme. Menudo panorama.

– No me malinterpretes. Yo te adoro, Lucía, tanto como te adoraba antes. Pero si hubieras vuelto, si me hubieras seguido queriendo....

– No sabes lo que hubiera ocurrido. Ni yo tampoco. Ni merece la pena pensar siquiera en ello. Ahora ya está todo aclarado y no hay más que hablar.

Jorge atrajo hacia sí a la muchacha y de nuevo la estrechó entre sus brazos.

– Lo siento, Lucía. Siento no poder corresponderte.

– Más lo siento yo – respondió ella, sintiendo como las lágrimas se agolpaban en su garganta.

Aquella noche de nuevo lloró antes de dormirse y de nuevo pensó que su sino era la soledad no buscada.

*

Al día siguiente era viernes. Era el día de la semana más relajado, puesto que por la tarde apenas había actividad alguna en el instituto. Lucía tenía clase a primera hora y a última y por el medio una hora de tutoría y otra de estudio. En la hora de estudio se fue a la sala de profesores y se puso a intentar leer un libro sin conseguir pasar de página. Jorge gay. No era capaz de quitárselo de la cabeza. Ella que pensaba que todavía les quedaba una oportunidad para ser felices... No pudo evitar que una lágrima rebelde e impertinente resbalara por su mejilla, mientras miraba distraídamente por la ventana, hacia la desembocadura del río que tantas veces había recorrido cuando era niña.

– ¡Eh! ¿Estás llorando? ¿Qué ocurre, Lucía?

La voz dulce y envolvente de Pedro saco a Lucía de su ensoñación. Estaba allí, sentado a su lado, intentando consolarla, con su brazo rodeando su hombro. Agradeció la muchacha aquel gesto de cariño. Pedro y ella no tenían demasiada relación dentro del instituto, a pesar de que se reunían todos los fines de semana para la consabida cena con Jorge y Natalia. Dentro del centro se limitaban a saludarse y a hacer algún comentario sin importancia cuando se encontraban en la sala de profesores. Sin embargo en aquel momento Pedro se había dado cuenta de su tristeza y se había acercado a ella en un intento de consolarla.

– ¿Por qué lloras? – le preguntó de nuevo – ¿Estás bien? ¿Has tenido algún problema con los muchachos?

Lucía sacudió la cabeza negativamente y no pudo evitar que su llanto arreciara conmovida por la preocupación del chico.

– Estoy bien. Cosas mías – respondió.

– Pues aunque sean cosas tuyas yo no quiero verte triste.

Lucía miró a Pedro casi con curiosidad. ¿Qué más le daba a él si estaba triste o no? Al fin y al cabo no eran amigos de verdad, eran unos simples conocidos que se reunían todas las semanas por causa de un amigo común. Y compañeros de trabajo distantes. Nada más. Y ahora el tío decía que no quería verla triste. Decididamente los hombres eran un poco raros.

– ¿Y qué más da si estoy triste? – le respondió Lucía – Si al fin y al cabo no le importo a nadie. Ni siquiera a los que yo creía que sí les importaba.

– No digas eso. A lo mejor hay gente a la que interesas más de lo que piensas.

– ¿A ti por ejemplo? – se atrevió a preguntar ella después de limpiarse las lágrimas con el dorso de la mano.

– A mí por ejemplo.

– Gracias por el cumplido pero no es necesario que finjas. Estoy bien, de verdad.

Pedro pasó por alto su comentario un poco ofensivo y le dijo.

– Natalia y Jorge se tienen que quedar esta tarde a trabajar. Yo comeré solo y supongo que tú también. ¿Qué te parece si nos compramos algo y comemos en mi casa? Así nos hacemos mutua compañía y me puedes contar qué es lo que ocurre.

Lucía se quedó callada durante unos instantes. Seguramente el chico no tenía malas intenciones. Finalmente aceptó la invitación.



martes, 29 de diciembre de 2020

Te esperaba desde siempre - Capítulo 3

 


– Hola – dijo tímidamente, puesto que los demás no se habían dado cuenta de su presencia.

Los tres se dieron la vuelta al unísono y la miraron. Inmediatamente Jorge hizo las consabidas presentaciones, aunque la pareja ya estaba al tanto de su presencia en la cena.

– Aquí está – dijo Jorge sonriendo –, se llama Lucía y acaba de llegar de Madrid para quedarse. Será compañera tuya en el Instituto, Pedro, la nueva profesora de Lengua y Literatura.

Ambos la saludaron con efusión, la chica hablando por los codos, comentando lo contenta que se iba a sentir, lo bien que iba a estar y lo estupendo que se lo iban a pasar todos juntos. Él, sin embargo, se interesó más por su nuevo trabajo en el instituto y le puso al corriente de algunas cosas, todo ello mientras cenaban. Lucía, efectivamente, se sintió bien en aquel ambiente que la estaba acogiendo con cariño. Sin embargo miraba a la pareja que se sentaba en frente a ella y pensaba que, el fondo, le daban un poco de envidia. Para ella siempre había sido muy importante el amor, el querer y sentirse querida, y después de tantos años la estabilidad que creía haber encontrado se le escapó de las manos de un día para otro y sin que se lo esperase. Por eso sentía cierta animosidad ante la felicidad de aquellos dos que parecían tenerlo todo. Ella poseía algo de dinero en el banco y todas sus pertenencias encerradas en dos maletas, sólo cosas materiales, pero ya no había nadie a su lado, nadie que la abrazara, que la besara en la mejilla de manera espontánea, sin motivo aparente, que le dijera lo mucho que la quería mientras acariciaba su pelo sentados en el sofá, viendo cualquier película en la televisión.

Intentó disipar de su mente aquellos pensamientos que sólo conseguían atraer de nuevo a la tristeza y centrarse en la algarabía que se forjaba a su alrededor. Jamás había sido Lucía persona de muchas juergas ni de estridencias, más bien al contrario, sin embargo aquella noche necesitaba implicarse en la alegría que, sobre todo Jorge y Natalia, derramaban sobre la mesa.

     Aquella noche, cuando finalmente se metió en la cama, pensó en su nueva vida y en el reto que tenía por delante. Esa existencia diferente que tanto había ansiado estaba allí, era real y tangible, y debía afrontarla sola, sin más apoyo que el de un amigo de la infancia  con el que ni siquiera sabía si tenía algunas cosas en común más que un montón de recuerdos caducados. Pero daba lo mismo. Curiosamente nada le importaba más que romper con el pasado y tomar un camino diferente, ni mejor ni peor al andado hasta entonces, simplemente distinto, nuevo, un camino que le permitiera respirar de nuevo. Y estaba decidida a resistir los inconvenientes, a desafiar al futuro.

   Con aquellos ánimos renovados, lo comienzos no fueron tan difíciles como había imaginado. Pronto empezaron las clases y en el ambiente del instituto se sintió a gusto. La mayoría de los compañeros eran buena gente y los muchachos, en general, eran sanos, respetuosos, con  ganas de aprender y de superarse, chicos que todavía valoraban la relación estrecha con los amigos, el poder estar en la calle conversando o jugando, el pasarse las horas sentados en un banco del parque, viendo la gente pasar y haciendo comentarios sobre éste o aquél sin mas motivos que divertirse un rato sin hacer daño a nadie. Le recordaban tanto a ella a su edad que en alguna ocasión se sintió de regreso  a una adolescencia que todavía se le antojaba muy cercana.

    Le encantaba dar clase, siempre había sido así, y desde que había comenzado en aquel nuevo instituto disfrutaba haciéndolo más que nunca. Así las cosas, su vida poco a poco fue convirtiéndose en una agradable rutina. Pasaba las mañanas en el instituto, y  las tardes en casa preparando las clases. Por las noches se reunía con Jorge en el salón. A veces charlaban sobre los acontecimientos del día, otras se enfrascaban en la lectura de un libro o miraban algún programa en la televisión. Él hablaba de sus pacientes, ella le contaba de sus alumnos.

Los fines de semana mantuvieron la costumbre de las cenas con Pedro y Natalia, a veces en su casa, a veces en la de Jorge. Era agradable su compañía, charlaban de mil cosas o jugaban a las cartas o veían una película hasta altas horas de la madrugada.

Poco a poco la idea de buscar un piso en el que vivir sola se fue disipando, pues el simple hecho de pensar en  regresar del trabajo y encontrar una casa vacía le producía cierta ansiedad. No le gustaba demasiado la idea y puesto que Jorge se mostraba encantado de tenerla allí, a su lado, resolvió quedarse en su casa compartiendo gastos, así todos saldrían ganando.

       La convivencia con Jorge hizo que de manera inevitable recordara aquel amor adolescente y regresaran a su mente reminiscencias del pasado. Poder pasear por la playa en aquellas agradables tardes de un otoño que parecía no querer llegar, recordando mil cosas que ya creían olvidadas, el gesto de permanecer abrazados, arrebujados en el sofá viendo la televisión, o los momentos de risas compartidas,  aquellos pequeños detalles le hacían pensar en todo lo que parecía haber perdido por no haber permanecido a su lado. Cierto era que había disfrutado de otro amor, de un amor profundo y pasional que tal vez Jorge nunca le hubiera podido dar pero ¿había realmente merecido la pena?  Fue feliz durante el tiempo que duró y seguramente mucha gente pensara que eso era lo importante, disfrutar del momento, de los años que la pasión permanece y cuando se termina… mejor volar y comenzar de nuevo.  Pero Lucía, que siempre fue estúpidamente romántica, todavía creía en el amor para toda la vida y pensaba que, aunque con el paso de los años esa pasión del principio fuera mitigándose, siempre quedaría un sentimiento mucho más profundo. El cariño, la complicidad, la confianza, el apoyo, la fuerza necesaria para levantarse en los momentos duros, la dulzura que hace sonreír en los instantes felices… ese era el amor al que ella aspiraba llegar algún día. Ese era el amor que, tejiendo pensamientos e hilando momentos, a veces pensaba que Jorge podría regalarle.

*

Aquella mañana la consulta estaba a rebosar de gente. El frío había llegado casi sin avisar y había cogido de improviso a la mayoría de la población. Además la campaña de vacunación de la gripe estaba en pleno apogeo y el centro de salud era una hervidero de personas, en su mayoría entradas en edad, que llegaban y marchaban en una frenética carrera contra los virus. Cuando por fin despidió al último paciente eran más de las cuatro de la tarde. Jorge salió al pasillo, sacó un café de la máquina y de nuevo se metió en su consulta, dejándose caer sobre el sillón como si fuera un pesado saco de patatas. Mientras revolvía con parsimonia el café pensó en Lucía y una tenue sonrisa afloró a su rostro. Realmente se sentía bien en su compañía. No le gustaba la soledad y ella había venido a llenar el vacío que a él también le había dejado un amor fallido.

De pronto Natalia entró en la consulta de la manera en que ella siempre lo hacía, como un torbellino.

– Buf, menuda mañanita que hemos tenido – dijo sentándose frente a Jorge –. Nunca he puesto tantas inyecciones en mi vida. A todos se les ha dado por venir hoy, ni que no hubiera más días en el año.

– No te quejes tanto – respondió él sonriendo –, piensa que mañana ya es viernes.

– ¿Y qué? Recuerda que el sábado tenemos guardia de noche, así que ni siquiera podremos llevar a cabo la cenita de rigor. ¡Qué asco, por Dios! Bueno y tú qué – dijo mirando a su amigo y cambiando de tema de pronto –, lo tuyo con Lucía qué.

– Lo mío con Lucía.... hablas como si entre Lucía y yo hubiera algo más que una amistad.

– No te vayas por la tangente. Es evidente que no puede haber nada más. Pero como el otro día me comentaste que a veces te daba la impresión de que sentía algo por ti...

Jorge se revolvió incómodo en su asiento. Era cierto que a veces le daba esa impresión y no había podido evitar comentárselo a Natalia en absoluto secreto, con la simple intención de que ella también la observara y le diera su opinión. Puede que sólo fueran imaginaciones suyas, pero si no era así.... lo último que deseaba era hacerle daño a la muchacha.

– Sí – admitió –, en ocasiones me sigue dando esa impresión, aunque reconozco que yo también tengo parte de culpa.

Natalia hizo una mueca con la boca. No le gustaba nada que los demás se anduvieran con rodeos, querían que fueran directos, como lo era ella, y Jorge a veces tenía ese pequeño defecto, dar vueltas a las cosas antes de ir al meollo del asunto.

– Haz el favor de explicarte.

Lucía es.... es como una niña. Es inocente, tierna, mimosa, cariñosa... La adoro, es la amiga que mejor recuerdo me ha dejado de nuestra niñez y estoy feliz de haberla recuperado, y quiero hacerla dichosa después de todo lo que ha pasado. Sus muestras de cariño hacia mí son constantes y yo no puedo evitar corresponderle de la misma manera. Tengo miedo a que malinterprete mis gestos, incluso mis palabras. A veces me mira como si... como si estuviera enamorada de mí. Me acaricia, me toca el pelo....

Jorge paró de hablar y Natalia se quedó un rato mirándolo fijamente sin decir nada. Después suspiró y dijo:

– Las mujeres solemos ser bastante estúpidas. Ya sabes, el romanticismo.

Jorge soltó una carcajada.

– ¿Romántica tú? No me jodas.

– Bueno, bueno, no te pases, que yo también tengo mi puntito a veces. Pero no estamos hablando de mí. A lo que iba, que a veces hacemos nuestro el refrán ese de que un clavo quita otro clavo y nos prendamos del primero que nos da un poco de cariño, sobre todo después de un fracaso como el que ha pasado esa pobre chica. Si quieres un consejo, creo que tienes que contarle la verdad. O le romperás el corazón – Natalia miró el reloj – Me voy. Y tú deberías hacer lo mismo... y seguir mi consejo.

Salió de la consulta dando un portazo involuntario. Jorge tiró el vaso de plástico vacío a la papelera y decidió esperar un poco más antes de contarle a Lucía la realidad de su vida.



lunes, 28 de diciembre de 2020

Te esperaba desde siempre - Capítulo 2

 



       – Vengo para quedarme, voy a trabajar en el Instituto del pueblo – dijo de forma escueta.

       – ¿A quedarte? – Jorge abrió mucho los ojos mostrando su sorpresa – ¿Y tu novio…?

      – Lázaro me dejó – respondió, siendo consciente de que era la primera vez que pronunciaba aquellas palabras sin echarse a llorar. 

       – ¿Que te dejó? ¿que Lázaro te dejó? Pero si estabais....no entiendo nada.

   Lucía se levantó de la mecedora y se acercó al amplio ventanal. Fuera el día tocaba a su fin y el horizonte se teñía de un naranja intenso. A pesar de que el verano daba ya sus últimos coletazos, todavía hacía mucho calor, cosa extraña en los suaves veranos norteños.

   – ¿Te acuerdas de aquel primer verano que no vine de vacaciones con mis padres? – preguntó de manera retórica – No vine porque durante el  invierno había conocido  a Lázaro y no quería separarme de él. Era el chico más popular del Instituto. Guapo, agradable al trato, estudioso…. Intentaba fundar una revista literaria en el colegio, cosa que a mí me llamó poderosamente la atención. Siempre fue un tipo culto y emprendedor, un líder. Además sabía como tratar a las chicas y por eso las traía a todas de cabeza. Yo no fui diferente. Me enamoró su dulzura, su forma de hablarme, de mirarme sólo a mí sin importarle las otras jóvenes que suspiraban por captar su atención. El día que me propuso que fuéramos novios yo cumplía 16 años. Fue el cumpleaños más feliz de mi vida.

      No creas que no me acordaba de ti. Mi conciencia me decía una y otra vez que al final del curso, con el comienzo del verano, tú estarías aquí, esperándome, deseando volver a besarme en la boca como te habías atrevido a hacer el último día de nuestras últimas vacaciones juntos. Soñé despierta tantas veces con aquel beso... lo recordé tantas veces… Pero a los 16 años pasamos del amor al desamor en menos de nada y yo pasé de estar enamorada de ti a estarlo de Lázaro sin apenas darme cuenta. Por eso aquel verano les dije a mis padres que no venía a Galicia, que me quedaba en Madrid con mis abuelos. Y no he vuelto hasta hoy.

      Lázaro y yo nos hicimos novios. Supongo que éramos muy jóvenes, pero durante todo este tiempo él permaneció  a mi lado y jamás sospeché que todo acabaría de la forma que lo hizo. Cuando mis padres murieron en aquel horrible accidente salí adelante gracias a él. Siempre estuvo ahí, ayudándome, infundiéndome todo el aliento que necesitaba cuando las fuerzas me fallaban. Pero...ya ves, todo se acaba.

    Hace unos meses, casi sin darme cuenta, Lázaro empezó a comportarse de forma rara, siempre estaba de mal humor, se excusaba constantemente en el  trabajo para evitar hacer cosas que antes siempre compartíamos... en fin, un montón de historias, de detalles que serían muy largos de contar. Y llegó el día en que  me dijo eso de “tenemos que hablar” y sospeché que todo se había terminado. No se anduvo con muchos rodeos, recurrió a lo típico, ya sabes, que se había dado cuenta de que me quería como una amiga, que no deseaba hacerme daño, que era mejor dejarlo ahora que más adelante....

      Lucía se separó de la ventana y se sentó al lado de Jorge. Él la miraba fijamente y ella reconoció en sus ojos al amigo de antes, al de siempre, que en aquel preciso instante destilaba asombro y tristeza.

    – No intenté detenerlo – prosiguió – en cuanto dio por finalizado su discurso se marchó y yo me quedé allí, en medio de aquellas cuatro pareces vacías, sintiendo que el peso de la soledad y su desprecio caían sobre mí como una losa de plomo.  Durante tres días me atiborré a tranquilizantes, metida en la cama, durmiendo casi de manera continua, sin comer, sin asearme, sin contestar a un teléfono que no cesaba de sonar y que me sacaba de mis casillas. Al tercer día María, mi mejor amiga, entró en el piso y me levantó de la cama. Hizo todo lo posible por animarme, como hacen las buenas amigas, las incondicionales, esas que están ahí siempre y de las que sabes que pase lo que pase, ocurra lo que ocurra, nunca desaparecerán de tu lado... Eso pensaba yo que era María para mí, hasta que en un arranque de sinceridad me confesó que Lázaro estaba con otra mujer y que esa otra mujer era ella. Me lo decía porque no quería engañarme, en nombre de la buena amistad que nos había unido siempre y que según ella debíamos mantener. No me digné ni a contestarle, no merecía la pena, simplemente  la eché de mi casa, sin más. Parecía que todo se volvía en mi contra, que nunca iban a dejar de ocurrirme desgracias, pero la visita de mi “amiga” en lugar de hundirme más en el abatimiento me dio fuerzas para salir adelante. Si querían verme hundida no lo iban a conseguir. Fue entonces cuando decidí romper con todo y marcharme, lejos, lo suficientemente lejos para que ni uno ni otro pudieran entrar de nuevo en mi vida, a un lugar donde no tuviera prácticamente ninguna posibilidad de encontrarlos. El problema era el trabajo. Necesitaba un concurso de traslado para poder venirme. Entonces me acordé de Don Marcial, un alto cargo del Ministerio de Educación al que mi padre le había llevado algún caso con bastante éxito. El día del entierro de mis padres, cuando se acercó a darme el pésame,  me ofreció su ayuda para cualquier cosa que necesitara. Evidentemente tomé su ofrecimiento como un mero cumplido,  no tenía pensado pedirle nada, pero la ocasión se presentó casi sin quererlo. Después de darle muchas vueltas fui a hablar con él, le conté lo que me había sucedido y le pedí, si ello fuera posible, que me dieran una plaza en cualquier instituto de La Coruña. Me dijo que no me preocupara, que ya buscaría la forma, y apenas unos días más tarde recibí su llamada con la buena noticia, la primera en mucho tiempo. Me envían en comisión de servicios por dos años, con posibilidades de concursar y quedarme con la plaza definitivamente. Así que  puse el piso en venta a un precio irrisorio y en seguida encontré comprador. Y no hay mucho más que contar. Soy la nueva profesora de literatura del Instituto del pueblo.

  Jorge la miró en silencio durante un rato, como si no acabara de asimilar todo lo que le acababa de contar, luego sonrió y le dijo:

    – Lo siento, jamás me hubiera imaginado que… bueno que te hubiera ocurrido todo eso.

    – Supongo que son etapas de la vida. Lo olvidaré, para eso he venido aquí. A comenzar de nuevo. Me gustaría buscar un sitio en el que vivir, seguro que por el pueblo hay alguna casita pequeña y cómoda, tampoco necesito gran cosa.

      – No hace falta, aquí hay espacio para los dos.

     – No  Jorge, yo no quiero molestar.  He venido aquí a cambiar de aires, a iniciar una nueva vida y olvidarme de todo. Sospecho que, por lo menos durante un tiempo, no seré muy buena compañía. Además sé que todo esto ha ocurrido muy de repente y tú tienes derecho a disfrutar de tu  intimidad. Te agradezco mucho tu hospitalidad, pero me quedaré sólo unos días, mientras encuentro algo donde meterme.

    – Te  aseguro que no me molestas en absoluto, al contrario. Estoy seguro de que será agradable disfrutar de compañía, tener alguien con quien hablar al final de la jornada en lugar de encontrarse únicamente con cuatro paredes.

    – Te entiendo. La soledad obligada es muy dura. Pero siempre quedan los amigos, esos que están ahí siempre que lo necesitas.

    – Desde luego. Y hablando de amigos, esta misma noche viene a cenar una pareja que estoy seguro te encantará conocer.

    – ¿Una cena? No me digas que he venido a estropearte algo.

    – Por supuesto que no. Natalia y Pedro son mis mejores amigos y solemos reunirnos los fines de semana a cenar, en su casa o en la mía. Natalia es enfermera en el centro de salud en el que trabajo y Pedro es profesor de Historia en el instituto del pueblo. Será tu compañero y podrás conocerle de antemano. Ahora, si quieres puedes descansar un poco. Te enseñaré tu habitación.

     Jorge condujo a Lucía al piso de arriba y la llevó hasta una habitación amplia situada en la parte de atrás de la casa. Parecía una habitación infantil.

– En este cuarto guardo algunas cosas que conservo de mi infancia. Pero si te quedas puedes decorarla como tú quieras. Todo esto lo podemos meter en el garaje.

Lucía asintió con un gesto. Le gustaba la estancia, aunque tuviera ese aire infantil. Cuando Jorge se marchó, se sentó en la cama. Estaba cansada pero le había agradado mantener aquella conversación con su amigo. Poder desahogarse, liberarse de sus demonios, contarle a alguien lo que le había ocurrido por primera vez sin derramar una lágrima, había tenido un maravilloso efecto, como si estuviera recuperando de nuevo las riendas de su vida.

Se descalzó y se recostó en la cama, sin quitarse los vaqueros ni la camiseta de algodón verde que la había acompañado durante todo el día. Se sentía un poco cansada pero no tenía sueño, y como no quería que los invitados amigos de Jorge tuvieran que esperarla, se levantó, cogió ropa limpia de la maleta y se dirigió al baño a darse una ducha. Estuvo largo tiempo debajo del chorro, disfrutando de la calidez del agua acariciando su piel, enjabonándose con parsimonia el cuerpo y el cabello. Cuando finalmente cerró el grifo escuchó voces en el piso de abajo, señal de que los amigos de Jorge habían llegado. Miró el reloj y vio que eran poco más de las nueve de la noche. Se dio cuenta de que no había comido nada desde las doce de la mañana y sintió apetito. Se vistió con unas ligeras mallas negras y una holgada camiseta de algodón blanca. Se peinó un poco el pelo húmedo y se dispuso a bajar al salón.

Allí Jorge estaba poniendo la mesa ayudado por la pareja. Los observó un momento desde lo alto de la escalera. Ella era una chica menuda y bien proporcionada, de larga melena rubia y lisa, ojos negros y sonrisa de dientes blanquísimos. Hablaba muy deprisa y con un tono de voz ligeramente alto. A Lucía le pareció una chica muy alegre. El muchacho, por el contrario, parecía más tímido y físicamente era del montón. De estatura normal y complexión fuerte, llevaba el pelo muy corto, casi al cero, aunque se podían apreciar las pronunciadas entradas que aquél formaba en su cabeza. Tenía unos bonitos ojos verdes y una agradable sonrisa y al contrario que su novia, hablaba de manera pausada y poseía una voz cálida y envolvente. A Lucía le gustaron ambos, cada uno en su estilo, y se dijo que no era mala manera de comenzar. Al lado de Jorge y con dos amigos nuevo amigos.

sábado, 26 de diciembre de 2020

Te esperaba desde siempre - Capítulo 1

 



“Se anuncia la salida del vuelo de Iberia 516 con destino a La Coruña. Pasajeros, embarquen por la puerta número cuatro”

Lucía dio el último sorbo a su café y se levantó de la silla, cogió su chaqueta y su bolso del respaldo de la misma y se dirigió a la puerta de embarque. No le gustaba volar, no le gustaba nada, y no precisamente porque pensara en accidente alguno, sino por el hecho de sentirse encerrada a muchos metros sobre el suelo sin tener la más mínima posibilidad de salir a tomar el aire. Debía de ser algo parecido a la claustrofobia, aunque esa extraña sensación no la padeciera en ningún otro lugar, sólo a bordo de los malditos aviones. Pasó por debajo del detector de metales y se sentó de nuevo en la sala de embarque, esta vez compartiendo habitáculo con unas cuantas personas más.

Durante el corto espacio de tiempo que permaneció allí se dedicó a observarlas con curiosidad. Era una manía que tenía desde pequeña, fijarse en los demás e imaginar sus vidas, que seguramente no tenían nada que ver con la película que ella se montaba, pero qué mas daba, si total era sólo una manera de distraerse. A su lado se sentó una mujer más o menos de su edad pero de apariencia mucho más sofisticada. Alta, extremadamente delgada y muy maquillada, tal vez de más para hacer un simple viaje en avión. Rebosaba cierto aire de suficiencia, así que Lucía decidió en ese instante que no deseaba iniciar ningún tipo de conversación con ella. La mujer parecía llevar como compañía a una niña que debía de andar por los siete u ocho años. Lucía se preguntó dónde andaría el papá. Tal vez no hubiera papá, o quizá sí lo hubiera habido hasta entonces y su ausencia se debiera a la ruptura de la familia. No, aquella mujer no parecía haber pasado por una ruptura, aparentaba demasiado entereza. Semejante ocurrencia le trajo de nuevo a la mente su propia desdicha, pero trató de apartarla pensando en lo que le esperaba al final del viaje. Una nueva vida. El regreso al lugar en el que había transcurrido la mejor parte de su infancia.

La voz mecánica e impersonal que salía de algún lugar invisible indicó que debían ya subirse al avión. Salieron a la pista del aeropuerto y tomaron un bus que les llevaría hasta el aparato. Cuando llegaron, después de unos minutos, Lucía y los demás pasajeros se introdujeron en aquel pájaro de hierro y fueron ocupando sus asientos. Poco después el avión despegaba y surcaba el aire con la facilidad de un ave, ligero y ágil.

Lucía se acurrucó en su asiento y mientras miraba las pequeñas nubes que como trozos de algodón se desperdigaban por aquí y por allá, iba recordando sus vacaciones infantiles en aquel pueblo al lado del mar al que hoy regresaba después de tantos años. Cuando era muy pequeña, sus padres, la abuela Soledad , su hermana Cristina y ella misma, solían pasar los meses de verano en el sur, en aquellas playas malagueñas de aguas templadas y olas que sembraban de espuma blanca la arena. Pero años más tarde, debido a las dolencias cardíacas de su padre, que no aconsejaban pasar el verano bajo calores insoportables, cambiaron el lugar de veraneo, y de las playas mediterráneas pasaron a las gallegas, mucho menos calurosas, pero igualmente divertidas. El agua estaba fría y casi no había olas, tal pareciera que estaban a la orilla de un lago. Además no siempre el día acompañaba para pisar la playa. Mientras en Málaga siempre lucía el sol, en aquel pequeño pueblo alguna vez llovía y muchas veces el cielo permanecía escondido bajo un capa de nubes que no levantaba ni a tiros. Pero daba lo mismo. Nada de eso era un obstáculo para pasarlo bien.

Alquilaban una casita situada en un camino vecinal, un poco alejada de la carretera comarcal, por lo que tenían libertad para jugar a sus anchas, sin preocupaciones y sin temores. En la casa de al lado vivía la señora Engracia, una mujer mayor a la que sin embargo no le faltaba energía. La señora Engracia vivía sola, pero en el verano la casa se le llenaba con los nietos que venía de fuera, de Santiago, de Bilbao y del pueblo de al lado. Eran todos muchachos menos dos chicas. Todos eran unos años más mayores que Lucía, como su hermana Cristina, la cual hizo muy pronto amigos entre la caterva de nietos de Engracia. Sólo el más joven, Jorgito, era de la edad de Lucía, así que fue él quién la rescató de un estío que se preveía aburrido y que al final se convirtió en el mejor verano del mundo. Con Jorge recorrió la playa del pueblo y las de los alrededores, saltando de roca en roca, la ribera del río en busca de gusanos para después ir a pescar, o los caminos en las viejas bicicletas que en su día habían pertenecido a los primos mayores del chaval. Puede que en aquel rincón del mundo no hiciera tan buen tiempo como en el sur, pero todo era mucho más divertido.

A partir de entonces Lucía se vio todos los inviernos deseando que llegaran los veranos suaves e interminables del pueblo gallego, mientras las cartas con Jorge y con otras dos o tres amigas iban y venían haciendo más llevadera la distancia.

Lucía no conseguía recordar el número exacto de veranos que había pasado en Galicia. Seguro que habían sido muchos. El que sí recordaba con nitidez era el último, cuando tenía apenas quince años y se dio cuenta de que lo que sentía por Jorge, por aquel amigo y compañero del interminable tiempo de ocio, era algo más que una simple amistad. Era un no sé qué extraño que le hacía sentir un revoloteo de mariposas en el estómago cuando él estaba cerca. De pronto el tiempo de recreo y de fiesta ya no fue eterno. Faltaban los minutos, las horas, para estar a su lado, para forzar un roce furtivo de manos, unas miradas que se decían todo sin decir nada.

El último día del último verano Jorge se atrevió a besarla a la orilla de aquel mar calmo y frío, como despedida, como colofón a unas vacaciones preñadas de sensaciones nuevas. Lucía se preguntó por qué Jorge había tardado tanto en dar aquel paso, pero no encontró respuesta y no quiso perder el tiempo en buscarla, únicamente prometió al muchacho que el próximo año estaría allí de nuevo y que durante el invierno soñaría con él todos los días y con el momento de reunirse de nuevo.

Con lo que no contaba Lucía era con que apareciera Lázaro en su vida. Lázaro llegó nuevo al instituto y revolucionó al mundo femenino. Era guapo, increíblemente guapo, con su pelo negro, su tez morena y sus ojos tan azules como el mar que Lucía había dejado atrás, en el pueblo gallego que guardaba sus vacaciones de verano. Lázaro era un líder. Buen estudiante y participativo, pronto se hizo popular y sin él pretenderlo arrastró tras de sí a buena parte de las chicas que acudían a aquel instituto y a las que no acudían también. Lucía se vio entre la espada y la pared. A ella también le gustaba Lázaro, pero recordaba el beso a la orilla del mar y la imagen de Jorge le arañaba un corazón que se empeñaba en dirigir sus pasos hacía otro lugar. Mas a los quince años el amor llega y se va de manera rápida e intempestiva, y si Lucía había regresado a Madrid a principios de septiembre totalmente enamorada de Jorge, a finales de octubre ya estaba completamente enamorada de Lázaro. Y además era correspondida. Era evidente que un chico tan guapo y tan agradable podría tener a quién le diera la gana. Lucía físicamente no era nada del otro mundo y ella lo sabía, pero también sabía sacarse partido y además era una chica simpática. En conjunto resultada una persona atrayente, cosa que no le pasó desapercibida a Lázaro, que se declaró aquellas Navidades, durante la fiesta del colegio. A partir de entonces ya no existió nada que no fuera aquel maravilloso muchacho y el inmenso amor que le ofrecía. Jorge pronto pasó a ocupar un lugar recóndito de su memoria y los veranos de Galicia dieron paso a los calurosos meses de julio y agosto en la casa que la abuela tenía en las afueras de Madrid.

El noviazgo con Lázaro siguió su curso y a Jorge no lo volvió a ver hasta muchos años después, cuando sus padres perdieron la vida en un desgraciado accidente y él acudió al entierro. Apenas se reconocieron, había pasado mucho tiempo, pero aquel desafortunado encuentro sirvió para que retomaran la relación de amistad y de vez en cuando se mandaran un correo o se llamaran por teléfono. Tres semanas atrás habían hablado por última vez, cuando Lucía lo llamó para decirle que viajaba a La Coruña y pedirle que la fuera buscar al aeropuerto.

  La voz de la azafata anunció que el aterrizaje era inminente y pidió a los pasajeros que se abrocharan los cinturones. Casi a continuación el avión aterrizó con suavidad, deslizándose por la pista hasta detenerse finalmente  frente a la pequeña terminal. Lucía suspiró aliviada y se desabrochó el cinturón al cabo de un rato, cuando los demás pasajeros ya habían empezado a circular. Curiosamente aquel viaje se le había hecho corto y apenas había sentido los pequeños accesos de pánico que sentía casi siempre al viajar en avión. Salió por fin del aparato y se enfrentó a aquel viejo paisaje que  había conocido de niña. Los recuerdos volvieron vívidos a su mente y una tenue sonrisa asomó a sus labios. Allí había sido muy feliz durante su infancia, pero en aquel momento volver significaba intentar romper con un pasado cercano y triste y comenzar una nueva vida. No tenía por qué ser malo, era evidente, pero sí duro, pues simbolizaba hacer frente a un fracaso inesperado.

      Jorge la esperaba en el interior de la terminal, lo vio enseguida después de recoger el equipaje en la cinta, a través de las puertas que se abrían y cerraban con el paso de la gente. La primera impresión de Lucía al divisarlo de lejos fue que no había cambiado nada, quizá hubiera perdido algo de pelo, pero evidentemente no había en él ningún detalle que hiciera  difícil reconocerlo. Al llegar a su lado se miraron un segundo, Lucía posó sus dos maletas sobre el suelo y se abrazaron.

– Hola, Lucía. Me alegro mucho de verte de nuevo –, la saludó con una sonrisa.

Lucía estaba segura de que las palabras de Jorge eran sinceras. A pesar de que eran demasiado niños cuando su amistad había sido más fuerte que nunca, ella sabía que los lazos que había forjado eran firmes y gruesos. Ahora, pasados los años, Jorge se convertía en su tabla salvadora, en su punto de unión con un mundo que se presentaba hostil después de todo lo  ocurrido.

       El trayecto hasta la casa de Jorge duró apenas media ahora. Una moderna autopista unía la ciudad con el pueblo y acortaba enormemente las distancias que Lucía recordaba. Tampoco la casa de Jorge se parecía en nada a la imagen que ella guardaba en su mente, de hecho ni siquiera era la misma casa.

– Un constructor compró el terreno para hacer esta pequeña urbanización – le contó Jorge –, mi abuela al principio se negaba, pero finalmente accedió a vender cuando le ofrecieron una casa de las que se proyectaban construir. Cuando ella se murió se la dejó a mi padre, y como a él no le interesaba, pues nunca le gustó mucho venir para el pueblo, me la cedió a mí.

Aunque la edificación no fuera la misma, seguía conservando, como no podía ser de otra manera, unas maravillosas vistas al mar. El amplio salón estaba rodeado por una cristalera que permitía deleitarse en el incomparable espectáculo que el sol estaba ofreciendo en aquellos precisos instantes, fundiéndose con el mar y tiñendo el cielo de rojo

  – Estarás cansada del viaje – le dijo Jorge – . Siéntate mientras preparo algo para tomar. ¿Te apetece un café o algo fresco?

– Un café con hielo, ¿podría ser?

Jorge se fue a la cocina y ella se sentó en una vieja mecedora de madera, aquélla en la que hace muchos años Lucía recordaba a la abuela de Jorge, meciéndose tranquilamente a la puerta de la cocina, a última hora de la tarde, mirando el cielo y el mar, seguramente contemplando la misma bella función que podía ver ella misma en aquel preciso instante. Sintió que la sensación de paz que se había adueñado de ella desde su llegada se hacía más intensa, como si todos los demonios que la habían estado torturando hasta entonces  se fueran despidiendo poco a poco, de la misma manera que un actor que termina su función  se resiste a marchar del escenario, aunque sabe que irremediablemente tiene que hacerlo. Jorge volvió pronto  con dos vasos tintileantes de café con hielo y ofreciéndole uno, se sentó frente a ella.

      – Supongo que ahora me contarás el motivo de este viaje tan inesperado. Estoy encantado de tenerte aquí, pero confieso que me sorprendió mucho tu llamada. Cuando me dijiste que volvías apenas lo podía creer.

      Lucía tomó un sorbo del refrescante café y suspiró. Había llegado el momento de descubrir el verdadero motivo de su regreso.

domingo, 20 de diciembre de 2020

La declaración de amor

 



Reconozco que siempre he sido un zampabollos, me gusta comer más que ninguna otra cosa en el mundo, como lo demuestra mi más que evidente sobrepeso. Pero no me importa. Como estoy bien de salud, al menos de momento, yo sigo comiendo lo que me place. Y, como no podía ser de otra manera, me gustan las chicas voluminosas y que comparten conmigo su afición por la buena mesa. Encontrarlas no es muy fácil. Ahora a casi todas se les da por cuidarse para estar como sílfides.

Hace tres años conocí a Mónica. La vi por primera vez en un restaurante de comida rápida y no dejé de observarla durante todo el tiempo que permanecí allí. Se zampó una pizza, dos hamburguesas y de postre un trozo de pastel de chocolate y dos helados de fresa. Su orondo cuerpo rebosaba por los extremos de la silla. Me enamoré al instante, y desde ese momento comencé a maquinar la forma de declararme. Después de mucho pensar me surgió la idea. En lugar de un ramo de flores le regalaría un ramo de.... perejil, por ejemplo, confiando en que captara la idea de que nuestra mejor manera de comenzar el idilio sería con una buena comilona.

Así fue. La cara de felicidad que puso cuando le entregué el consabido ramo y le declaré mi amor, es indescriptible. Me invitó a comer un buen cordero asado cocinado por ella misma, aderezado con el perejil y demás especias de su propia cosecha. Acabamos casándonos y fuimos tan felices como las perdices que nos comíamos al menos una vez por semana. Pero todo se fue al tacho hace seis meses, cuando el médico le dijo que o adelgazaba o lo que le quedaba de vida sería un continuo rosario de enfermedades provocadas por su obesidad. Ya ha perdido quince kilos, y aunque sigue estando gorda, ya no es lo mismo. Si continúa a este ritmo, dentro de otros seis será sólo el reflejo de sí misma. Lo peor de todo es que ella está contenta. Tendré que ir preparando los papeles del divorcio.

martes, 15 de diciembre de 2020

El largo camino hacia la indiferencia

 



Hoy hace un mes que todo terminó. No sé cómo estoy. No sé lo que siento. Pensé que lo iba a pasar peor, que no pararía de llorar por las esquinas, pero no ha sido así. He llorado poco, momentos puntuales en los que los recuerdos me atenazaban de tal manera que no podía reprimir las lágrimas por más empeño que ponía. Entonces intentaba pensar en otra cosa, sobre todo si no estaba sola. Es jodido llorar cuando los que te rodean no tienen ni idea de qué es lo que te provoca el llanto, pero evidentemente no le puedo decir a mi marido que hace un mes mandé a mi amante a la mierda.

Mi amante… no me gusta nada esa palabra. Puede que para él yo solo fuera eso, pero para mí él era algo más, mucho más, era la tabla de salvación a la que me aferraba para huir de un matrimonio del que apenas queda un poco de cariño, un puñado de palabras y muchos reproches callados; era mi amor, así de simple; era el hombre que conocí un día, tal vez a destiempo, y del que me enamoré como una adolescente. Nadie, solo yo, sabe cuánto le quise, o quizá debería decir cuánto le quiero, porque desgraciadamente no puedo pulsar un botón y borrar los sentimientos. Le quiero, y le dejé porque me cansé de sus desprecios solapados, de sus humillaciones vestidas de sinceridad, de sus mentiras disfrazadas de palabras hermosas. Le dejé porque desde hace tiempo sabía que era lo que él deseaba, terminar con esta relación que le había alegrado la vida en determinado momento, pero que ya no le servía, porque ese momento ya había pasado, y ahora yo solo le provocaba remordimientos, yo solo era el testimonio de su infidelidad, el único obstáculo en su tranquila vida de pareja.

Sé que debí de irme de su lado mucho antes. Puede que nunca debiera estar a su lado, pero me enamoré y él también decía quererme. Pensé que mi amor sería suficiente para inclinar la balanza a mi favor, le di todo lo que soy capaz de sentir, pero no, no fue bastante y al final me tuve que marchar, al final comprendí que nunca me iba a querer como yo a él y que estando con él solo conseguía alargar un poco más mi sufrimiento.

No dejo de preguntarme el porqué de todo esto, tampoco dejo de preguntarme por qué soy yo la que tiene que salir perdiendo, aunque cada vez me lo pregunto menos, ya no tiene mucho sentido. Tengo que centrarme en dejar de quererle, no quiero ni siquiera odiarle, solo deseo que llegue el momento en que todo lo relacionado con su vida me resulte indiferente, que me dé igual si le veo o no, cómo estará o dejará de estar, que no duela su recuerdo. Todavía es pronto, pero sé que lo conseguiré porque hoy hace un mes que todo terminó y he sido capaz de escribir esto sin ni siquiera sentir pena, sin llorar, sin sentir ganas de llorar, aunque le quiera aun, aunque aun piense que nunca, nunca, podré dejar de amarle.

domingo, 13 de diciembre de 2020

Aquel beso inolvidable

 




Se dejaba acariciar la mano derecha, que reposaba lánguida encima del mantel, en aquella cafetería de ambiente mustio y rancio que todos los días albergaba su café de media mañana.

-Ha sido maravilloso encontrarnos de nuevo Rosa. Jamás imaginé que después de tantos años volveríamos a vernos y mucho menos que renacieran en mí todas estas sensaciones que ya tenía casi olvidadas. ¿Recuerdas nuestro beso? Allí, junto al mar, bajo aquel aguacero que de pronto se hizo cómplice de nuestros deseos… Fue un beso inolvidable ¿verdad Rosa?

La mujer bajó la mirada y la posó sobre la mano masculina que con estudiada delicadeza rozaba la suya propia y recordó el momento aludido por el hombre. Ocurrió el verano de sus diecisiete años, en aquel pueblo cerca del mar que olía a naranjos y a sal. Allí le conoció y se enamoró de él como una estúpida, con la estupidez propia de la juventud, de la inocencia, de la confianza ciega y así se dejó envolver por sus palabras, por sus ojos negros que parecían acariciarla en cada mirada, por unas promesas que le ofrecieron alcanzar el cielo sin tener que alargar el brazo para intentar tocarlo. Y después aquel beso, el primer beso, el último beso antes de la despedida, el roce de unos labios que se empeñó en acompañarla en su existir.

Ya nada fue igual el verano siguiente. La vida, siempre cruel y caprichosa, quiso alejarla de aquel amor primero y colocó en el camino del muchacho otra ilusión a la que regaló sus miradas, sus palabras, sus besos. Y Rosa paseó a la orilla del mar del brazo de la amargura, derramando lágrimas que se confundían con las olas en un vaivén que ya nada tenía de hermoso, odiándose a sí misma por haber sido tan imbécil, tan ingenua, por haberse dejado embaucar por un cariño que nunca fue tal.

Levantó la vista del mantel y fijó sus ojos en el rostro del hombre. A pesar de los años transcurridos la vida no le había castigado demasiado, por eso lo reconoció en seguida cuando lo vio entrar en el bar, apenas unos días antes. El corazón le dio un vuelco en cuanto se percató de su presencia y en aquella pirueta inesperada volvieron a su cerebro los recuerdos dormidos de aquella juventud que los años iban alejando inexorablemente, desdibujando las imágenes, distorsionando la realidad.

-Sí, fue un beso muy hermoso – contestó simplemente y se volvió a hundir en los recuerdos que él se empeñaba en relatar como si no hubiese pasado el tiempo.

-Tal vez podamos revivir todo aquello ¿no crees Rosa? Si la vida ha hecho que se crucen nuestros caminos tiene que ser por algún motivo. Todo tiene un porqué, y este encuentro no ha de ser diferente.

Rosa miró hacia la calle. Llovía y la gente caminaba con prisa. Se fijó en una mujer joven a la que parecía no importar que el aguacero mojara su pelo, su rostro enjuto y triste, y sin saber muy bien el motivo pensó que seguramente aquella chica necesitara lavar su corazón, desnudarlo de desencantos, como ella misma había hecho un día con su propio corazón. Sus lágrimas transparentes y saladas habían sido la lluvia que la había despojado de la angustia de un amor juvenil no correspondido. Y ahora volvía a estar allí, frente a ella, como entonces, como siempre.

-Tienes razón – dijo por fin – todo tiene un motivo, incluso las cosas malas que nos ocurren, ocurren porque así tiene que ser. Pero en este caso no hay nada que revivir. Es cierto, aquel beso fue muy bonito, nunca he podido olvidarlo, pero sí te olvidé a ti y tal vez este encuentro inesperado tenga por motivo algo tan simple como poder decirte esto. Me dolió tu abandono, pero el tiempo borró mi desdicha y hoy no eres ni siquiera un recuerdo amargo. Me alegro de verte y gracias por el café. Ahora tengo que irme.

Se levantó y salió del bar sintiendo sobre sí la mirada del hombre. El sol se abría paso entre las nubes grises. Mientras caminaba sentía que el incipiente calor de la primavera iba borrando el recuerdo de aquel beso del que se había despojado hacía unos segundos. Y sonrió feliz.


lunes, 7 de diciembre de 2020

Besos de chocolate

 




    El sol caía en la tibia tarde de finales de primavera. Un grupo de adolescentes nos entreteníamos limpiando el viejo local de la playa, una cabaña abandonada que hacía años había hecho las veces de bar. Se acercaba el verano, un verano que todavía se nos antojaba largo y ocioso, sin preocupaciones, un verano en el que el tiempo todavía no se empeñaría en emprender su loca carrera hacia ninguna parte. Aquel sería nuestro cuartel general, nuestro refugio, nuestro lugar de encuentros en los anocheceres calurosos que se avecinaban.  No sé en qué punto de la tarde apareciste tú, pero de repente mi mirada se cruzó con tu mirada azul, tan azul como ese mar cuyo susurro nos llegaba cercano, preludio de encuentros esperados y ya próximos.  Te quedaste allí, junto a mí, hablándome de no sé qué cosas, sólo recuerdo que me hacías reír, que me sentía a gusto a tu lado, que despertaste en mí un sentimiento hasta entonces desconocido.

Me enamoré de ti con la rapidez propia de los quince años, dejándome empapar de tu sonrisa, dejándome atrapar por tus palabras. Y con el verano que llegaba comenzó el cortejo infantil, inocente, cándido, los paseos por el pueblo, las largas conversaciones sin tema aparente, los roces furtivos de manos que agitaban mi cuerpo, provocándome sensaciones nuevas. Fueron momentos que quedaron gravados en mi memoria con fuerza que no podría olvidarlos aunque me empeñara en ello.

      Una noche, al son de la música estridente y chabacana de una orquesta cualquiera, vibrante el pueblo de alegría celebrando su fiesta, miraste mis labios vírgenes y quisiste besarlos. Ya no te bastaba cogerme de la mano.

    -Tienes un color bonito en los labios – me dijiste.

    -Saben a chocolate – te respondí.

    Me pediste probarlos y por toda respuesta saqué la barra de labios con sabor a chocolate del bolsillo de mi pantalón. Te la ofrecí y la rechazaste con una sonrisa pícara, una sonrisa que me decía que mas temprano que tarde conseguirías tu propósito, que también era el mío, aunque no quisiera admitirlo. De pronto el cielo se convirtió en cómplice de nuestro amor adolescente y descargó un aguacero que nos obligó a resguardarnos bajo un frondoso árbol. Y allí, mientras la lluvia caía con fuerza me robaste el beso deseado, saboreando mis labios con suavidad e inexperiencia. Sabían a chocolate. Supieron a chocolate todos los besos que unieron nuestras bocas ansiosas en aquel verano ya tan lejano. Pero el tiempo, con impertinencia y descaro sembró el desencanto, la desilusión, y aquel amor repentino y loco se terminó casi con la misma rapidez con la que había comenzado. Emprendimos caminos diferentes, caminos que nos llevaron a otras gentes, a nuevas experiencias, en definitiva a otros besos, que nunca, nunca más, fueron de chocolate.


sábado, 5 de diciembre de 2020

Ángela - Tercera y última parte

 




Después de aquella noche me instalé con ella, en su casa. Todavía quedaba por delante todo el mes de septiembre y quería disfrutarlo en su compañía. A ratos pensaba que lo que anhelaba realmente era pasar el resto de mi vida a su lado y me preguntaba qué pasaría si no regresaba a Madrid, si en un arranque de valentía seguía sus pasos y me refugiaba en aquel lugar, entre sus brazos, entre aquellos brazos que tiernamente, todas las noches, me estrechaban con una dulzura desconocida. Pero yo no gozaba del coraje suficiente para cometer aquella locura. En mi interior se desarrollaba una lucha permanente entre mi corazón y mi cabeza, entre lo que me gustaría hacer y lo que debería hacer. Y la única conclusión a la que era capaz de llegar era que no quería abandonarla. No quería alejarme de las ocupadas mañanas cuidando de la pequeña Noemí, mientras Ángela pintaba su último cuadro o se ponía a mi lado enseñándome a trabajar el cuero. No quería alejarme de las soleadas tardes en la playa, tendidos al sol perezosamente, sin más ocupación que ver la vida pasar. No quería alejarme de las tardes lluviosas en la casa, viendo una película o jugando a las cartas o al parchís, ni las cenas con René y Claire, ni tantas y tantas pequeñas cosas que tenía olvidadas y que de nuevo había recuperado a su lado. ¿Por qué todo tenía que ser tan difícil? Un día, después de mucho darle vueltas, le propuse venirse conmigo a Madrid.

-¿A Madrid? ¿Para qué? ¿Para que tú estés tan ocupado con tu trabajo que no te quede tiempo para mí y yo esté siempre sola? No cariño, creo que no va a poder ser.

-Aquí también estás sola.

-No es lo mismo. Este es mi sitio, yo en Madrid no pinto nada. Ya estuve allí. Pasé la mayor parte de mi vida allí y no me gustó.

-Ahora vivirás conmigo; no será igual que antes.

Dejó los pinceles, me tomó de la mano y me llevó al sofá. Nos sentamos muy juntos.

-Mateo, cuando te conocí... o mejor dicho cuando me empezaste a gustar...

-¿Y cuándo fue eso, ratita?- le pregunté tratando animar un poco la charla y quitarle trascendencia. Más ella obvió la respuesta.

- Cuando te conocí yo sabía que esto iba a durar justo el tiempo de tu descanso.

-No digas eso Ángela. Si yo casi no me imagino la vida sin ti…

-Claro que te la imaginas, tienes que hacerlo. Todo esto que estamos viviendo está siendo precioso. Es lo más bello que me ha ocurrido en los últimos años. Creo que por vez primera siento que me dan amor y adivino que todo el amor que puedo dar llega a buen puerto. No voy a negar que me gustaría que te quedaras aquí, conmigo, pero no te lo voy a pedir, porque sé que no puede ser. No puedo ni quiero condicionarte tu vida, no quiero que un día puedas echarme en cara que por mí dejaste tu prometedora carrera. Si te quedaras junto a mí y con el tiempo la relación se rompiera yo no tendría nada que perder, salvo a ti, pero tú habrías renunciado a hacer lo que más te gusta, cantar, y tal vez fuera demasiado tarde para retomar lo que por mi causa habrías abandonado. De verdad cariño, cuando te tengas que marchar, hazlo. Nos quedarán los recuerdos de este precioso verano y.... siempre puedes volver a visitarme. Siempre podemos revivir estas semanas.

-Sabes que las cosas no son tan sencillas.

-Las cosas son todo lo sencillas que queramos que sean. Somos los seres humanos los que nos empeñamos en complicarlas

Sabía que tenía razón pero…. También sabía que si me iba, la perdería para siempre.

No volvimos a hablar de mi marcha, corrimos un tupido velo en torno a un tema del que huíamos, más irremediablemente todo llega. Un día cualquiera sonó mi móvil. Desde Madrid reclamaban mi presencia. Los conciertos se habían suspendido, pero había que empezar a trabajar en la grabación del nuevo disco. En dos o tres días tendría que marcharme.

*

Las dos maletas que formaban mi equipaje estaban preparadas junto a la puerta del salón. Ángela, en la cocina, ponía la mesa con gesto ausente. Aquella sería nuestra última comida juntos. Yo la miraba apoyado en el quicio de la puerta. El silencio entre los dos era tan denso que podía cortarse.

-Ángela.

Se volvió hacia mí y me miró con ojos llorosos. Me acerqué a su lado y la apreté muy fuerte contra mi pecho.

-Ángela, debo irme. Me debo a mi público y tú lo sabes.

Ella, entonces, se separó de mí y se sentó en una silla, dejando caer todo el peso de su cuerpo cansado, derrotado.

-No te engañes, Mateo. Las personas no nos debemos a nadie salvo a nosotros mismos.

-Ese es un pensamiento egoísta.

-Oh no, que va. Tú no te debes a tu público, tú quieres darte a tu público. Yo no me debo a nadie, no me debo a ti, pero me quiero dar a ti. Eso no es egoísmo. A lo mejor es difícil de entender, pero estoy segura de que con el tiempo comprenderás que tengo razón. De todas maneras, esta conversación es un poco absurda ¿no? Tienes que marcharte. Da igual a quien te debas o a quien te des.

Cuando el claxon del viejo coche de René sonó fuera y llegó la hora de partir, nos abrazamos. La besé con pasión. Quería llevar el sabor de su boca dentro de mí para siempre.

-Te quiero, mi vida.-le dije.

Ella simplemente me miraba, sin hablar.

-¿No me dices nada? ¿no me vas a decir que tú también me quieres?

-Si me dejara llevar y empezara a hablar te diría tantas cosas, inventaría tantos motivos para que no te fueras de mi lado...ni te lo imaginas. Pero ya sabes que ese no es mi estilo. Así que vete, vete ya de una vez, por favor. No me gustan las despedidas y esta menos que ninguna.

Cogí mis maletas, las metí en el coche del tabernero y partimos hacia el aeropuerto Me fui con el sabor amargo que dejan las despedidas no deseadas. Y juro que en más de una ocasión, antes de que el avión despegara y me separara definitivamente de su lado, a punto estuve de regresar. Pero mi cobardía pudo más que yo y retomé de nuevo mi insulsa y agitada vida de artista.

*


Tres años hubieron de transcurrir antes de que pudiera volver a verla, pero ni un solo día pasó sin que la recordara. Durante todo aquel tiempo, poco a poco, la desidia fue apoderándose de mí. Las giras, los conciertos, las largas horas en los estudios de grabación… todo era demasiado poco comparado con aquel verano que irremediablemente se iba alejando de mi vida aunque no de mi memoria. Si lo que quería era no distanciarme del mundo de la música podía estar vinculado a él de mil formas diferentes y aquel pueblo casi perdido era el lugar perfecto para componer. No le di demasiadas vueltas. Un día, sin que nadie lo supiera de antemano, convoqué una rueda de prensa y dí la noticia de mi retirada. La nueva se divulgó en todos los medios, televisión, prensa, radio… Recibí críticas de muchos sectores, sólo mi familia me apoyó, aunque la verdad es que no me importó en absoluto lo que se dijera o no de mí. Dos días después hice mis maletas y me marché al lugar del que nunca debí haber regresado.

*

Mi primera parada fue la taberna del pueblo. Allí todo seguía igual, el tiempo parecía haberse detenido, los mismos paisanos, y el viejo René, trajinando como siempre detrás de la barra. Levantó la cabeza de su trajín y me miró. Durante un segundo no pareció reconocerme, hasta que finalmente se percató.

-Mateo, hijo -una agradable sonrisa se dibujó en su cara mientras venía a mi encuentro - ¡Pero qué sorpresa!

Nos abrazamos como viejos amigos que éramos.

-Eres la última persona a la que esperaba ver por aquí. - me dijo.

-¿Por qué? ¿No os habéis enterado de mi retirada?

-¿Y cómo no habíamos de hacerlo? Si se llega a retirar el Rey no habría armado la que tú armaste. Pero..., en fin, aquí nadie supuso que fueras a volver.

El rostro del hombre se tornó serio y percibí algo extraño en el tono de su voz que me inquietó.

-No se por qué lo dices. Todos saben lo que me costó marchar y lo mucho que me gusta este lugar.

El viejo pasó por alto mi comentario.

-¿Has visto a Ángela?

-No, todavía no.

-Pues corre a verla. No se por qué pero me da la impresión de que tenéis mucho, muchísimo que hablar. Venga, vete. Y luego vuelve y me cuentas.

Hice lo que me mandaba, salí de la tasca y enfilé en camino de la casa de Ángela con el corazón intentando escaparse de mi pecho y un interrogante en mi cerebro. Sabía que me iba a encontrar con algo desconocido, aunque no lograba dilucidar qué podía ser. Pronto llegué a la casa y, sin atreverme a entrar, me quedé a escasa distancia esperando que en cualquier momento la puerta se abriera y apareciera ella. Hacía calor y tal vez, como habíamos hecho juntos tantas veces, le apeteciera acercarse hasta la playa. Pero no parecía que ello fuera a pasar, así que después de unos minutos, finalmente, me acerqué a la puerta. Estaba entornada y la empujé un poco. Por la rendija entreabierta la pude ver. Allí estaba, pintando. El pelo recogido en un moño medio deshecho. Un pantalón de chandal viejo y una camiseta sucia de pintura eran su indumentaria. Seguía tan bella como siempre. Volver verla me emocionó y no pude esperar más. Empujé la puerta y entré en la estancia. Me miró con ojos asustados.

-¡Mateo!

Soltó el pincel que sostenía entre sus manos y acercándose a mí se echó en mis brazos. Yo cerré mis ojos para saborear mejor la dulce sensación que me producía estar de nuevo a su lado. El olor de su pelo, la suavidad de su piel, su respiración....de pronto me pareció que el tiempo no había pasado, que mi regreso a Madrid había sido un sueño. Era como si aquellos tres años separados se hubieran borrado de un plumazo. Más cuando quise besarla en los labios volteó la cabeza y se libró de mis brazos.

-¿Qué...qué haces aquí? No entiendo...

-¿Por qué todo el mundo se empeña en preguntarme qué hago aquí? ¿Ha ocurrido algo por lo que yo no debiera volver? He regresado por que te quiero y quiero estar a tu lado

Ella intentó contestarme, pero en ese momento un sonido, un grito agudo, salió de su habitación.

-Espera un momento.

Entró en su cuarto y al rato salió con una pequeña en brazos. Era una niña de unos dos años, la tez morena, el pelo rizado, los ojos avellana....no cabía alguna duda de que era su hija. Entonces lo entendí todo. Había llegado tarde. ¿Cómo no se me había ocurrido pensarlo? Debí de haberme informado antes de regresar así, de improviso. Debí de haber comprobado si Ángela todavía sentía por mi el amor que comenzó aquel verano. Pero no lo hice porque, ingenuo de mí, no pensé que nada hubiera cambiado.

La niña me miró con curiosidad desde los brazos de su madre. La abrazaba con fuerza, como temiendo que yo, el intruso, las pudiera separar.

-¿Quién es? -preguntó con lengua de trapo.

-Un amigo de mamá. Ahora vamos a ir a la playa, cariño. El vendrá con nosotras y jugará contigo.

Luego cuchichearon algo al oído. La pequeña no dejaba de mirarme.

-¿Nos acompañas a la playa? Allí podemos hablar mientras ella juega. Creo que tenemos muchas cosas que contarnos.

Eso también pensaba yo.

*

Sentados sobre las toallas, en la arena, ninguno parecía atreverse a dar el primer paso e iniciar una conversación que no se preveía nada agradable.

Ella miraba a la niña, que jugaba con sus cosas en la orilla del agua.

-Es tu hija ¿verdad? –me atreví a decir por fin.

Asintió con la cabeza.

-¡Oh Dios, lo siento, Ángela! Yo no sabía que....pensé que todo continuaría igual. Fui un estúpido. Pero no te preocupes, me iré por dónde he venido. No quiero estropear tu vida.

Ella suspiró profundamente. Luego fijó en mí su mirada y me sonrió.

-No vas a estropear nada. Mi vida sigue siendo la misma que conociste y no hay nadie nuevo en ella, si eso es lo que imaginas.

-Y... ¿el padre?

-El padre está aquí en la playa, sentado a mi lado.

El calor era sofocante y sin embargo mi cuerpo fue sacudido por un escalofrío. El único hombre que había en aquella playa y sentado a su lado, era yo.

-¿Me estás queriendo decir que esa niña es mi hija? – conseguí preguntar por fin

-Eso es lo que te acabo de decir. Julia es tu hija.

Miré a la niña, que chapoteaba a la orilla del mar y de pronto se adueño de mí una infinita ternura.

-¿Sabías que estabas embarazada cuando me fui? – pregunté sin apartar los ojos de la pequeña.

-Solo lo sospechaba.

-¿Por qué no me dijiste nada?

-No podía. Tú querías irte, yo no podía presionarte para que te quedaras. Y si te dijera que creía estar embarazada te estaría presionando. En aquel momento lo hablamos mil veces, ¿recuerdas?

-Esto era diferente Ángela. Me has negado el derecho a estar con mi hija y eso no es justo.

En ese instante me dirigió una mirada cargada de culpabilidad.

-Lo sé y te pido perdón por ello. Es lo único que puedo hacer, puesto que volver el tiempo atrás es imposible. Cuando el médico me confirmó que esperaba un hijo y se lo conté a René y Claire, ellos me aconsejaron que te lo dijera. Pero por una vez en mi vida pasé por alto sus consejos y decidí hacer frente a la situación yo sola, empeñada en que nada debía presionarte para volver a mi lado. No fue fácil. Pensaba en ti cada día, cada segundo de cada minuto. Te eché tanto de menos… lloré tantas noches abrazada a la almohada...

Julia nació una noche de primavera, una noche tranquila y cálida. Cuando la tuve en mis brazos le hablé de ti y en ese instante empecé a pensar que tal vez estuviera equivocada. Días más tarde mi padre vino a visitarme. Le conté todo, tu existencia, mis miedos, mis dudas y él, como siempre, encontró las palabras precisas "No sólo estás negándole el derecho a un padre a estar con su hija, también le niegas a tu hija el derecho a tener un padre. Esa también es una forma de manipulación, Ángela, y no creo que quieras repetir los errores que cometió tu madre contigo". Tenía razón, como siempre. Así que dos meses después del nacimiento de Julia, convencí a René para que me acompañara a un concierto que dabas en Palma.

-El concierto de Palma, es verdad. Fue al verano siguiente de estar aquí. Quise venir a verte, pero no me atreví. Sabía que si lo hacía ya no podría irme de tu lado. Sin embargo si tú fuiste… ¿por qué no te vi?

-Estuve allí. Te vi actuar y en algún momento me dio la impresión de que nuestras miradas se cruzaban. Cuando terminaste me acerqué hacia la zona donde se suponía que estabas. Una mujer me tomó la delantera y se acercó a un guardia. No pude escucharla, pero supuse que preguntaría por ti, porque aquel hombre se marchó y al rato regresó contigo. Dejó pasar a la mujer. Os abrazasteis y os retirasteis juntos. Comprendí que no tenía nada que hacer allí y me marché.

-Sí, recuerdo perfectamente aquella visita. Era mi madre, Ángela. Estaba en Ibiza pasando sus vacaciones y aprovechó para verme.

-¡Tú madre!

-Claro. Yo no tengo a nadie, durante todo este tiempo no he podido pensar en nadie que no fueras tú. Hace unas semanas un conocido semanario del corazón publicó unas fotos mías con una chica. En grandes titulares anunciaba que por fin se me veía con mi novia. Esa chica era la hermana de un amigo. ¿Te enteraste de ello?

Asintió con la cabeza.

-Y te lo creíste.

-Bueno….

-Ahora lo entiendo todo. Nadie pensaba que volvería por aquí porque todos creíais que tenía otra mujer

En ese momento Julia se acercó a nosotros.

-Mamá ¿se lo puedo decir? – preguntó con su vocecilla suave.

Ángela la sentó sobre sus piernas y le dio un sonoro beso en la mejilla.

-Claro cariño, díselo.

-Mi mamá me ha dicho que tú eres mi papá.

Un nudo se me puso en la garganta.

-Pues claro, y he venido para quedarme con vosotras. ¿Te apetece?

La pequeña asintió con una sonrisa y en un gesto espontáneo se acercó a mí, rodeó mi cuello con sus diminutos brazos y siguió a sus juegos.

*

Me gusta vivir junto a ellas, despertar cada mañana sabiendo que están ahí, a mi lado. Hemos desafiado a un destino que parecía estar escrito para nosotros por manos ajenas. Hemos elegido nuestra manera de vivir. No sabemos lo que nos deparará el futuro, pero eso ahora no importa. Sólo deseamos vivir el presente intensamente, estando preparados y decididos a ir abriendo las puertas que la vida nos ponga en el camino






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