domingo, 8 de agosto de 2021

Como tiene que ser

 



Me llamo Rodrigo Aquilino Rodríguez Martínez, tengo 57 años y soy albañil. Esta es mi carta de presentación, nada del otro mundo, como pueden ver. Mis padres no fueron muy originales al bautizarme. Como Rodrigo Rodríguez sonaba fatal, mi padre se empeñó en meter en medio el Aquinilo, que era el nombre de su propio padre, mi abuelo, aunque no resultó, porque siempre fui Rodrigo Rodríguez para diversión de unos y asombro de otros. Mis compañeros de vez en cuando se burlaban de mí, con cariño, eso sí, diciéndome que a ver cuándo me quedaba unas vacaciones de “rodríguez” y así hacía honor a mí mismo. No les faltaba razón y un día lo conseguí, aunque para que entiendan bien el asunto voy a contarles la historia desde el principio.

Estoy casado con Aniceta Canales y tenemos un hijo de quince años. Nos casamos ya teniendo una edad. La madre de Aniceta y la mía eran amigas íntimas de jovencitas. Cuando la suya se casó se fue a vivir al pueblo de al lado, pero siempre conservó la amistad con la mía, por eso yo conocía a mi mujer desde siempre. Aniceta y yo fuimos haciéndonos mayores a la par. Ella vivía con sus padres y yo con mi madre, pues mi padre falleció cuando yo era muy niño.

Hace unos años después de pasar una larga temporada en el paro, me salió un trabajo en la capital. Mamá estaba muy mayor y yo no quería dejarla sola, mas ella insistió en que me marchara, que era un buen trabajo y una magnífica oportunidad para hacer cuartos, pero me aconsejó, no obstante, que me buscara una mujer con la que casarme para así tener alguien que me atendiera en la ciudad, puesto que yo era un inútil para las tareas domésticas, palabras textuales. Me habló de la Aniceta, que se acababa de quedar sola, y era una buena muchacha. Aniceta no era ni guapa ni fea, ni alta ni baja, ni rubia ni morena, ni gorda ni flaca, era una mujer que pasaba desapercibida de una manera alarmante, pero tal vez fuera lo mejor. A mí nunca se me hubiera pasado por la cabeza casarme con ella, pero tampoco me pareció tan mala idea, así que siguiendo los consejos de mi madre, le pedí matrimonio, sin noviazgo ni nada, para qué perder el tiempo, y aceptó enseguida, como si estuviera esperando mi proposición desde siempre.

Así pues contrajimos matrimonio e iniciamos una nueva vida en la ciudad. Yo comencé a trabajar de encofrador. Eran los años previos a la burbuja inmobiliaria y ganaba mis buenos dineros. Tuvimos a nuestro único hijo, Perico, que nos salió un poco idiota, pero ese es otro tema, y todos los veranos nos íbamos de vacaciones a Benidorm. A mí la playa nunca me gustó, pero a Aniceta le encantaba, se pasaba el día tirada en la arena, o de compras, o sentada en un chiringuito bebiendo cerveza y hablando sin parar. Yo iba detrás de ella como un perrito faldero, si había que estar en la playa me ponía debajo de la sombrilla y dormía, si había que comprar le acarreaba las bolsas, si había que beber, bebía y si tenía que comer comía, así eran mis vacaciones.

Cuando la burbuja inmobiliaria estalló las cosas cambiaron. Mi sueldo dejó de ser tan boyante y hubo que hacer algún recorte en gastos superfluos, el primero, las vacaciones. Benidorm dejó de ser nuestro destino y no nos quedó otra que pasar el mes de verano en el pueblo, en casa de la hermana y el cuñado de Aniceta. Yo no los soportaba, ni a la una ni al otro. Ambrosia era una mujer desagradable, altanera, marrana y repulsiva. Le faltaban unas cuantas piezas dentales, su pelo era una mata de grasa, despedía un olor extraño, como a rancio, aunque duchar se duchaba todos los días, debía de ser su piel de arpía que soltaba aquel aroma embriagador por naturaleza. Me miraba retorcido y siempre estaba dispuesta a criticarme. Su marido, Arbaces Colmenares, era parecido, pero peor, puesto que además todo sabía y entendía. Insoportables. Para colmo de males tenían una gata, llamada Ercolina, que me tenía manía la muy hija de puta, y no hacía más que arañarme en cuanto se le presentaba ocasión. En resumen, que si para mí las vacaciones en Benidorm eran jodidas, en el pueblo eran una verdadera tortura.

Pero he aquí que este verano se me presentó la ocasión para librarme de las putas vacaciones y encima cumplir mi sueño de quedarme de “rodríguez”. La empresa, ya superada la crisis, volvía a tener mucho trabajo y el jefe nos reunió una tarde para decirnos que de momento vacaciones nada de nada, que era urgente terminar unas tareas importantes y que durante el mes de agosto había que trabajar al menos por las mañanas, que luego a partir de septiembre ya se vería lo de las vacaciones. Aquellas palabras me sonaron a Gloria divina. Aniceta y Perico se marcharían para el pueblo en Agosto y yo me quedaría solo en casa y a mi bola.

Poco me duró el entusiasmo. Aquella misma tarde, antes de terminar la jornada, mi jefe me llamó a su despacho, o debería decir a su cuchitril, pero eso da lo mismo, y me dio una “fantástica” noticia. Puesto que yo era el más antiguo en la empresa, y trabajaba como un negro, yo sí tendría vacaciones en agosto. A tomar por culo mis planes.

Mientras regresaba a casa iba pensando en mi mala suerte. Para una vez que iba a poder cumplir mi ilusión de quedarme en casa de “rodríguez”, va el capullo del jefe y me da vacaciones pensando que me hace un favor.

Aquella noche no pude dormir pergeñando un plan que me permitiera quedarme en la ciudad, y sobre la mañana se me ocurrió lo más fácil: mentirle a Aniceta diciéndole que, como todos mis compañeros, yo también tendría que trabajar en agosto. Y no esperé mucho. Faltaban seis días para las vacaciones así que no era cuestión de retrasar la noticia. Se lo tomó mejor de lo que pensaba. Total, ella en el pueblo estaba en su salsa y a mí me prestaba más bien poca atención. Me hizo prometer que iría a buscarla al finalizar el mes y así lo hice.

Y comenzó mi mes de “rodríguez”. Vaya, delicia. Me levantaba tarde, salía a dar un vuelta, tomaba un café o dos, leía el Marca, otro paseo, a casa, me comía las delicias que Aniceta me había dejado en la nevera, me dormía una siesta, veía la tele, tomaba cervezas.... Aquello duró una semana, al cabo de la cual me di cuenta de que las provisiones de mi mujer se habían agotado. Quise freír un huevo y me saltó el aceite a un ojo. Tuve que ir a urgencias y de allí salí con el ojo vendado. Los platos, vasos y demás utensilios de cocina ya no cabían en el fregadero, me pasé toda la tarde fregando, secando y colocando. Ya no tenía calzoncillos ni camisetas, me di cuenta de que había que poner la lavadora de vez en cuando, lo intenté, pero uno de los botones terminó rodando por el suelo. Una noche me quedé dormido con el cigarro en la mano, cosa que mi mujer siempre me recriminaba, el que fumara en la cama, y desperté oliendo el humo que salía del colchón, ni que decir tiene que fue a parar a la basura y tuve que comprarme otro, cuatrocientos euros del ala que me cobraron, también tuve que comprar sábanas nuevas, a ver cómo le explicaba yo a Aniceta aquellos dispendios con útiles del hogar que en realidad no hubieran sido necesarios sino fuera por aquel desastre. Por no hablar de la mierda que pululaba por toda la casa, de las bolsas de basura, fundamentalmente con latas de cervezas, que se acumulaban en la cocina, de la capa de polvo que tenían los muebles, del olor a pis del cuarto de baño.... creo que no voy a seguir. Estar de “rodríguez” me hizo darme cuenta de que yo era un puto desastre y de lo mucho que echaba de menos a mi Aniceta, así que no me lo pensé mucho más. Contraté a una empresa de limpieza que me dejó la casa como los chorros del oro, fui a una agencia de viajes y me saqué dos billetes de avión a Mallorca, la ilusión de mi mujer. Después la fui a buscar al pueblo, le dije que la quería mucho y nos fuimos de viaje. Perico se quedó con los tíos, total, era igual de idiota que ellos y estaba muy a gusto. Aniceta alucinó no solo por el estupendo viaje que nos marcamos y por los estupendos polvos con los que la obsequié todas las noches, sino porque al regresar y comenzar de nuevo la rutina, yo había aprendido la lección, algo que nunca le confesé, y comencé a fregar los cacharros, a sacar la basura por las noches, incluso a plancharme las camisas... vamos, a cumplir con mis obligaciones hogareñas, como tiene que ser.

viernes, 6 de agosto de 2021

La niña María -Relato corto

 



La niña María era la mas pequeña de siete hermanos, con los que se llevaba mucha diferencia de edad. Vivían en un hermoso pueblo pesquero del sur. Su padre no tenía oficio conocido. A veces ganaba dinero y otras no, por eso la gente pensaba, o en realidad sabía, que se dedicaba a lo mismo que sus hijos mayores, a trapichear, a negocios que no eran del todo legales, droga y cosas de esas. Aún así, a nadie parecía importarle demasiado, a Miguel menos que a nadie.

Miguel vivía en el mismo barrio que María y ambos jugaban juntos en la calle durante los largos y tórridos días de verano. Ni uno ni otro eran conscientes de la triste situación de la niña. La madre de Miguel le decía que jugara mucho con ella, que la tratara bien porque era el único amigo que tenía, que bastante cruz llevaba encima la pobre con pertenecer a la familia a la que pertenecía, criaturita. Miguel no entendía, pero daba igual. Para él María lo era todo, era la persona con la que compartía lo mejor de su vida, los juegos, las tardes cogiendo bígaros en la playa, los paseos secretos a lugares desconocidos, las confidencias infantiles, las risas.

A veces, mientras disfrutaban momentos de ocio, aparecía Ramón, el hermano mayor, un tipo chulo y mal encarado, que siempre le decía lo mismo.

–Niña María, tienes que ir a casa de Juan “el gorrino”, que tiene un paquete para mí.

–No quiero –le contestaba la pequeña.

–Y yo no quiero repetírtelo, o vas a saber lo que es bueno.

Entonces la niña María murmuraba por lo bajo un “vete a tomar por el culo” que despertaba las carcajadas de Miguel y también las suyas propias, y después obedecía, no le quedaba más remedio.

Un día, de la noche a la mañana, la niña Maria y su familia desaparecieron del barrio. Se comentaron muchas cosas, unos decían que huían de la policía, otros que el padre había encontrado un trabajo en la ciudad. Miguel lloró muchas noches. Intuía que no la volvería a ver jamás.

Años más tarde, cuando comenzó sus estudios en la Universidad, Miguel también se fue a vivir a la ciudad. Una tarde lluviosa y húmeda entró en aquel bar desconocido con la única intención de tomar un café que espantara el frío. Se fijó en la muchacha que estaba detrás de la barra y la niña María regresó a su mente con inusitada fuerza. Los mismos ojos negros, los mismos labios carnosos, la misma melena rizada y oscura. ¿Y si era ella?

Tarde tras tarde Miguel entraba en el bar, se sentaba en la mesa más apartada y mientras degustaba su café, contemplaba a la muchacha, y cuanto más la observaba, más seguro estaba de que era su amiga de la infancia. Las dudas se disiparían de la forma más fácil si se atreviera a preguntarle por su identidad, pero inexplicablemente sentía una tonta cobardía que no le dejaba ni levantarse de su silla.

Una de aquellas tardes, una voz surgió de la pequeña cocina que había al fina de la barra.

–¿Quieres terminar de hacer esos pedidos de una vez, Maria? Las he visto más rápidas.

Y la muchacha murmuró un “vete a tomar por el culo” que diluyó la cobardía de Miguel convirtiéndola en osada valentía.

–¿Eres la niña María? – le preguntó acercándose a la barra.

La chica le miró cual si estuviera delante de un extraterrestre.

–Pues de niña no tengo nada. Y no me llamó María. Ese imbécil, que como no sabe mi nombre me dice lo primero que se le ocurre. ¡Qué harta estoy de él!

La decepción se dibujó en el rostro de Miguel y la ilusión se desvaneció de la misma manera intempestiva con que había surgido.

Aquella noche, en la residencia de estudiantes en la que vivía, el chico hizo lo de siempre, cenar a las nueve en punto y retirarse a su habitación a estudiar. No se dio cuenta, nunca se daba cuenta, de la chica que lo miraba desde la puerta de la cocina, una muchacha de ojos tristes, con la piel ajada y una melena estropajosa que en sus días había sido una hermosa mata de rizos.

–Venga, María, espabila, que hay que dejar las mesas puestas para el desayuno de los chicos y me quiero ir a casa de una vez. Pareces tonta, siempre estás en la inopia.

–Vete a tomar por el culo –murmuraba la chica por lo bajo. Y obedecía. Como siempre.