domingo, 30 de mayo de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 29

 



No sólo no paré aquella locura, sino que poco después tomé un avión rumbo a Oslo dispuesta a hacer a Teo cómplice de mi trama. No lo había avisado, así que le sorprendió mi presencia. Y me recibió fríamente. Después de nuestra última conversación se suponía que lo nuestro ya no tenía arreglo.

–¿A qué has venido, Dunia? – me preguntó con voz cansada.

–A arreglar lo nuestro, Teo.

–¿Y Ginés?

Le conté lo ocurrido, y al igual que su madre también mostró su contrariedad por mis chifladuras.

–Estás loca. Olvídate de una vez de esa maldita venganza que ha rondado tu cabeza desde siempre. Vive y déjale vivir. ¿No te parece que ya bastante castigo ha tenido con su accidente?

–Es posible – repuse – pero de pronto sentí que tenía que hacerlo. Es como...como...si necesitara hacer justicia.

–Oh vamos, no digas tonterías. ¿Me estás contando que te presentaste en su casa, os acostasteis y después le fuiste a denunciar por violación porque se te ocurrió en ese momento u tod ello para hacer justicia?

–Pues sí, fue más o menos así.

–¿Pero a quién pretendes engañar? A parte de a ti misma, por supuesto. Dunia, lo quieres. Lo sé desde siempre. Todos estos años has estado amándole y yo he sido un estúpido por pensar que podía sustituirle. Lo nuestro no tiene arreglo. Vete con él, retira la denuncia y vuelve a su lado.

Regresé a casa con el alma encogida. Era posible que todos estuvieran en lo cierto y la equivocada fuera yo, al fin y al cabo castigando a Ginés me castigaba a mí misma. Pero contrariamente a lo que se pudiera pensar, no paré mi locura, seguí con ella, inventando, mintiendo.

Ginés estaba en libertad provisional en espera de celebración de juicio. Por supuesto en el juzgado lo había negado todo. Era mi palabra contra la suya, pero yo llevaba todas las de ganar. Había contratado un buen abogado y además me habían hecho pruebas de ADN para comprobar que me había defendido y que en mis uñas había restos de la piel de Ginés. El juicio no sería inminente, ya se sabe lo lenta que es la justicia en ocasiones, pero en este caso no me importaba, lo que yo deseaba es que se dictara el veredicto que a mí me interesaba, que lo declararan culpable de algo que no había ocurrido exactamente como yo había hecho creer, pero que en todo caso había ocurrido.

Un día me estaba esperando a la salida del hospital. Me sorprendió verle y me puse un poco nerviosa. Se acercó a mí a pesar de que sabía que no podía hacerlo.

–Tenemos que hablar, Dunia. No trates de ignorarme más – me dijo.

–No tenemos nada que hablar – le dije continuando mi camino –. Entre tú y yo ya está todo dicho.

–No, no lo está. ¿Por qué me estás haciendo esto? Yo te quería... y pensé que tú a mi también.

–¿Y también pensaste que te ibas a ir de rositas por lo que me hiciste hace años? Un día te dije que acabarías pagando por ello. Pues ya ves, ha llegado el momento. Hace años no te denuncié porque no tenía pruebas, pero ahora tengo más experiencia y me las he fabricado.

Mientras hablaba me temblaban las piernas y el corazón. No me quería dar cuenta de que estaba tirando mi vida por la borda, de que no podría vivir sin él por mucho que me empeñara, de que tarde o temprano acabaría echándole de menos y deseando sentir de nuevo sus caricias, sus besos, sus palabras susurradas a media voz junto a mi oído cuando me hacía el amor.

Ginés negó con la cabeza mientras se iba alejando de mí. Sus ojos grises brillaban y me pareció ver que alguna lágrima pugnaba por rodar por su mejilla.

–Es posible que me lo merezca, tienes razón. Pero yo te quería, Dunia, te amaba y ahora.... ahora ya todo está perdido.

Se alejó caminando apresuradamente y yo me quedé allí, en medio de la acera, mirando cómo se marchaba. De repente me sentí muy sola y quise llamarle, quise decirle que tenía razón, que nada de lo que estaba haciendo tenía sentido, pero los demonios que manejaban mi cerebro me impidieron hacerlo y le dejé ir. Iba a seguir adelante, pasara lo que pasara, ya no había remedio.

*

El juicio se señaló para seis meses más tarde. Cuando se acercaba la fecha me llamó mi abogada para preparar el interrogatorio. Me aleccionó sobre las cosas que debía de decir, las preguntas que ella me iba a hacer e incluso la actitud que debería de tomar. Pero ya aquellas alturas me encontraba arrepentida de lo que había hecho.

Durante aquellos meses no había vuelto a ver a Ginés. Tampoco a Teo, que había salido definitivamente de mi vida y se había quedado a vivir en Oslo, donde al parecer le iban muy bien las cosas. Teresa era la única persona que me quedaba en La Coruña y tampoco con ella la relación era demasiado fluida. No estaba de acuerdo con mis actuaciones y me lo hacía ver con demasiada frecuencia; tanto, que para no soportarla me fui alejando de ella poco a poco. Me estaba quedando sola.

De Ginés supe a través de comentarios casuales de algún conocido. Había vuelto a su trabajo como abogado laboralista y no se conocían escándalos en su vida, salvo mi agresión sexual. Supe también que mucha gente se la cuestionaba. A pesar de la vida desordenada que había llevado cuando era un jovencito alocado, a aquellas alturas Ginés despertaba en sus conocidos y amigos la suficiente confianza como para creer en sus negativas. Sin embargo yo tenía suerte y la parte jurídica estaba de mi lado, o al menos eso decía mi abogada. Pero ya eso no me satisfacía. Un día me paré a pensar en lo que podía ocurrir. Si Ginés salía declarado culpable podía pasarse de seis a doce años en la cárcel. Tal vez debiera haberlos pasado ya, pero a aquellas alturas....

Finalmente el juicio se señaló para el nueve de septiembre. Aquel verano hice mis maletas y me fui a Madrid, a casa de mi madre. Ella no sabía nada del tema y yo no tenía pensado contárselo. Se extrañó de que malgastara mi mes de vacaciones ahogada entre los calores de Madrid, pero después de saber que había roto con Teo y que no me encontraba demasiado bien anímicamente, acabó comprendiendo mi locura. Preocupada por mí, cada poco me preguntaba si estaba bien. Y no, no estaba bien, aunque no por mi ruptura con Teo, sino por el juicio y por enfrentarme de nuevo a Ginés.

No sé por qué un día mamá me preguntó por él. Fue como si intuyera que él era el causante de mi melancolía, aunque yo jamás le había contado lo ocurrido entre nosotros. Le contesté que se había recuperado bien del accidente y que sabía que trabajaba como abogado en su prestigioso despacho.

–¿Sabes? Durante mucho tiempo, cuando tuvimos que irnos a vivir a La Coruña, pensé que era el chico idóneo para ti.

Me sorprendieron aquellas palabras, jamás se me pasó por la mente la posibilidad de que mi madre quisiera emparejarme con Ginés.

–Estuve enamorada de él como una estúpida – le confesé –. A veces creo que nunca he dejado de estarlo.

–¿De veras? – me preguntó sorprendida – Pues a lo mejor ahora....

–Estoy cansada, mamá, cansada de relaciones fallidas.

–¡Ay hija! Hablas como si hubieras salido con cientos de hombres. Pero bueno, entiendo que si acabas de romper con Teo, no estés de humor para pensar en esas cosas.

Mi madre no volvió a hablar sobre el tema y yo se lo agradecí. A aquellas alturas me encontraba no sólo cansada, sino también confundida y harta de la película que me había montado yo misma. Me dediqué a reflexionar. Me pasé las vacaciones tirada sobre una hamaca al borde de la piscina recapitulando sobre mi vida. A veces pensaba que estaba haciendo bien. Otras creía que con mi venganza lo único que estaba consiguiendo era tirar por la borda mis propias posibilidades de ser feliz. Ginés no era el mismo de antes y yo estaba siendo injusta con él. Me estaba comportando como el tribunal de justicia que manda a la cárcel a quién cometió un delito tiempo atrás, cuando su vida no era la misma, y en la actualidad ya está rehabilitado. Me dejé llevar por un impulso estúpido, por una idea que cruzó mi mente en el momento más inoportuno. Y lo peor de todo es que no sabía si podría arreglarlo.

Regresé a La Coruña cuando faltaba apenas unas semana para el juicio. Me incorporé al trabajo e intenté abstraerme en los quehaceres cotidianos. La noche anterior apenas pude dormir. Los nervios me lo impedían, la inquietud de saber que estaba cometiendo una injusticia me soliviantaba la conciencia. Por eso cuando llegó la hora de levantarme de la cama no había pegado ojo. Me levanté con desgana y me tomé un tranquilizante que le había robado a mi madre durante mi estancia en Madrid. Poco a poco me fui calmando. Pasada la inquietud comencé a ver las cosas mucho más claras. Me tomé una ducha larga y relajante. Me vestí de manera discreta y me encaminé al juzgado. Anuncié mi llegada a una muchacha joven que parecía estar esperando a los actores de aquel teatro. Me preguntó si deseaba declarar de manera protegida y le dije que no. Me señaló un banco en el medio de un pasillo, cerca de la puerta de la sala de vistas y me indicó que podía esperar allí sentada. Así lo hice. Al poco rato llegó Ginés. Lo acompañaba un hombre mayor que identifiqué como su abogado. Vestía un impecable traje gris oscuro. La camisa azul claro, sin corbata. Estaba realmente guapo, aunque parecía unos años más mayor de lo que en realidad era. Pasaron a mi lado y se sentaron en el banco que estaba más allá. Ginés ni me miró, pero su acompañante sí lo hizo, me dirigió una mirada de lo más elocuente; estoy segura de que si sus ojos hablasen me hubieran dicho de todo menos bonita. Al poco rato apareció mi abogada. Se sentó a mi lado y comenzó a hablar y a decirme cosas que yo no escuchaba, mientras lanzaba a Ginés miradas cargadas de odio y resentimiento, como si fuera ella la ofendida. Desde luego parecía una buena abogada, al menos se metía muy bien en su papel.

Al poco rato los jueces entraron en la sala y luego la misma muchacha que me había atendido al principio llamó a Ginés y a su abogado. Al cabo de un rato me llamaron a mí. Entré, mi abogada ya estaba en la sala, y me senté dónde me indicó la muchacha, en una silla frente al Tribunal. El más viejo de ellos me preguntó si juraba o prometía decir la verdad a lo que se me preguntara y yo dije que sí, que prometía. A continuación el señor Fiscal comenzó su interrogatorio.

–¿Podría contar usted lo que ocurrió en la tarde del día veinte de enero?

Antes de comenzar a hablar suspiré, carraspeé un poco y empecé a hablar.

–Aquella tarde acudí a visitar a Ginés, a su casa. Él acaba de llegar de Nueva York, donde se había sometido a una intervención quirúrgica para recuperar la vista perdida en un accidente de tráfico.

–¿Desde cuándo se conocían? – me preguntó de nuevo sin darme tiempo a que yo terminara mi relato.

–Le conocí cuando yo tenía diecisiete años. Me vine a vivir a La Coruña con mi madre y entré a trabajar con asistenta en casa de su madre.

–¿Mantenían una relación de amistad?

Me quedé callada durante unos segundos sin saber qué contestar a la pregunta. Porque en realidad ¿qué habíamos sido Ginés y yo? Además, ¿qué sentido tenía continuar con aquel estúpido interrogatorio?

–Ginés no me violó.

Y un murmullo se dejó oír en la sala.



miércoles, 26 de mayo de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 28

 


Durante el tiempo que estuvo en Nueva York, Ginés me enviaba algún mensaje de vez en cuando. En casi todos me decía que estaba deseando recuperar la vista, que contaba los días para regresar a España y poder verme y que estaba un poco nervioso esperando la intervención. Por fin ésta llegó. El día que lo operaban supe que ahí comenzaba el final de toda aquella historia en que se había convertido mi vida. Ya no había vuelta atrás, lo cual, si por un lado me inquietaba, por el otro me regalaba el alivio de saber que mi mente y mi corazón alcanzarían pronto el sosiego y la paz que necesitaban desde hacía tiempo.

Diez días después de la intervención me llamó por teléfono. Cuando escuché su voz y sentí a través del aparato el entusiasmo que emanaba, supe que todo había salido como era debido. Me contó que cuando le quitaron el vendaje su corazón latía como un caballo desbocado, que pensaba en mí y le hubiera gustado que fuera yo la primera persona que viera al recobrar la vista, que esperaba con ansia el momento de regresar a España y poder reunirse conmigo. No tardó demasiado. Pronto le dieron el alta y un día gélido de principios de febrero el avión que traía al amor de mi vida aterrizaba en el aeropuerto de La Coruña. Yo no le fui a esperar. Prefería que el encuentro tuviera lugar en un sitio tranquilo y en soledad. Por eso quedamos en su casa aquella misma tarde.

Recuerdo que el corto viaje en coche se me hizo interminable. Intuía que el encuentro tendría sus luces y sus sombras y estaba deseando que tuviera lugar para desterrar de una vez por todas la incertidumbre que me reconcomía por dentro. Pero el tráfico denso y lento se empeñaba en poner trabas a mis intenciones. Llegué a su casa casi con media hora de retraso y cuando por fin pulsé el timbre mi corazón latía de manera desordenada. Los escasos segundos que pasaron hasta que la puerta se abrió se me hicieron eternos y cuando por fin lo hizo y tuve a Ginés frente a mí, me quedé paralizada, tal vez esperando que fuera él el que diera el primer paso. Tenía puestas unas gafas oscuras, por lo que no pude verle los ojos, aunque estaba segura de que me miraba fijamente y sin ningún pudor. Por fin abrió la boca.

–¿Qué.... qué haces tú aquí?

Ya estaba, ya se había despejado mi incógnita. Me había reconocido, sabía quién era realmente, y por el tono de su voz deduje que no le hacía mucha gracia mi presencia.

–Habíamos quedado a las cinco ¿recuerdas? Ya sé que son las cinco y media pero no te imaginas el tráfico que había para salir de la ciudad.

–Entonces.... eres tú, Dunia.

–Lo soy. ¿Me vas a dejar pasar? Aquí en la puerta está empezando a hacer un poco de frío.

Me franqueó la entrada. Pasé a su lado como si fuera una extraña, cualquier vendedora de seguros o de enciclopedias que se cuela en las casas dispuesta a dar la turra sabiendo que no va a conseguir nada. Yo casi tenía la seguridad de que aquella tarde saldría de allí con la desilusión como único equipaje, pero me equivoqué.

Nos quedamos frente a frente, sin hablar. Yo tenía ganas de abrazarle, de besarle, de sentir el contacto de su piel, pero él no se decidía a mostrar cariño alguno.

–Me gustaría.... darte un abrazo – le dije casi con timidez.

Entonces no se hizo de rogar. Se acercó a mí y me estrechó entre sus brazos con calidez. Luego de retenerme un rato contra sí, hundió sus manos en mi pelo y me besó larga y profundamente en la boca. Después me tomó de la mano y me llevó al sofá. Me hizo sentar a su lado y me miró con sus preciosos ojos grises, ya desprovistos de las gafas, que de nuevo emanaban luz y vida. Y fue entonces, cuando me di cuenta de que me miraba, de que podía verme, de que sus ojos estaban vivos de nuevo, cuando un destello se cruzó en mi mente y tomé la decisión que seguramente nunca debiera haber tomado. Le besé con fuerza y pasión y él correspondió a mi beso.

–Oh Dunia, mi vida, en el fondo sabía que eras tú, tenías que ser tú. Dime que me has perdonado lo que un día te hice, dímelo.

Por toda respuesta le sonreí mientras le acariciaba el rostro. Luego comencé a desabrocharle la camisa y me senté a horcajadas sobre él sin dejar de besarle. Hicimos el amor de manera casi salvaje, en el sofá del salón, en su cama, en la alfombra, era como si se nos fuera la vida en ello, como si aquellos ratos de pasión fueran los últimos que viviríamos juntos. Él me miraba mientras me acariciaba. Parecía como si necesitara asegurarse de que era yo, y aquellos ojos grises fijos en los míos despertaban en mí una ira inexplicable que ya pensaba muerta. Durante aquellos meses lo había tenido en mis manos, lo había manejado a mi antojo, a sabiendas de que su vida no era precisamente ninguna maravilla y que me necesitaba cada día un poco más, pero ahora se había terminado el castigo, y algo en mi interior me decía que no podía ser.

Salí de su casa de madrugada. Él dormía plácidamente y no se enteró de mi huida. Antes de abandonarle me entretuve mirándole durante un buen rato. Hubiéramos podido ser tan felices si no hubiera ocurrido lo ocurrido. Pensé que lo había superado, pero no, no lo había hecho y no iba a demorar ni un segundo más aquello por lo que había vivido todos esos años. Le besé levemente en la frente siendo consciente de que era la última vez que lo hacía, de que cuando le volviera a ver él sentiría por mí un odio visceral, pero tenía que ser así. Era la única manera de poder recuperar mi vida. Teo era el hombre que yo necesitaba a mi lado y sólo podía permanecer conmigo si yo era capaz de espantar todos mis fantasmas. Aquella noche estaba camino de hacerlo.

Me vestí despacio y en silencio, para no despertarle, y salí a la calle. Hacía frío y una densa niebla lo envolvía todo. Me metí en el coche y puse rumbo al hospital. Estaba segura y decidida a hacer lo que tenía que hacer. El tráfico era prácticamente inexistente y llegué pronto a mi destino. Rogué para que no hubiera demasiada gente en urgencias. Antes de bajarme del coche rasgué mi blusa e hice saltar algunos botones. Luego me dirigí con decisión al interior del hospital y con mi rostro desencajado y aparentando un nerviosismo que estaba lejos de sentir dije que había sido violada. De inmediato se desplegó todo un teatro a mi alrededor. Los médicos me examinaron, confirmaron que había habido relación sexual y posteriormente me trasladaron a comisaria para cursar la correspondiente denuncia. Así empezó mi mentira. Así empezó mi venganza.

No sé por qué lo hice. Ni yo misma entiendo el motivo por el cual aquella tarde mi amor por Ginés dio paso a la revancha que tantas veces había estado machacándome la cabeza. Y lo más extraño de todo es que no dejé de quererle. Le seguía amando pero sentía que tenía que hacer aquello.

En comisaría conté con todo lujo de detalles mi encuentro sexual forzado con Ginés. Les dije que éramos amigos, que le había conocido hacía años y que me había reencontrado con él a raíz de su accidente, les conté lo de su operación en los ojos, que le había ido hacer una visita aquella tarde y que, seguramente confundido por unos sentimientos que no eran tales, me había besado. Yo le rechacé y entonces él me forzó. No me tembló la voz al mentir. Me interrogaron varias veces y fui muy cuidadosa contando la misma versión. Al final casi me la creía yo misma. Finalmente me dejaron marchar a mi casa no sin antes decirme que procederían a su detención e interrogatorio a la mayor brevedad posible.

*

Durante unos días no dudé ni un segundo en que había hecho lo correcto. No contesté a las llamadas de Ginés y desde el juzgado me comunicaron que habían dictado una orden de alejamiento contra él, por lo que no se podía acercar a mí. Una semana después de todo aquello me decidí a contárselo a mi tía Teresa. Lo hice sin vacilar y con frialdad, y sólo cuando vi que no producía en ella la reacción esperada las dudas hicieron acto de presencia.

–No puedo creer que tú hayas hecho eso. Pero ¿por qué? ¿no te das cuenta de que le estás destrozando la vida?

–Vaya, ahora resulta que le estoy destrozando la vida. Te recuerdo que él también me la destrozó a mí – repuse enfurecida.

Mi tía levantó las cejas en un gesto de asombro, mirándome como si me estuviera viendo por primera vez.

–Realmente no te conozco, Dunia – me dijo – ¿Qué pretendes conseguir con todo esto? Hace apenas una semana le querías, creí que estabas dispuesta a romper con Teo por él y ahora.... ¿Teo lo sabe?

–No, no se lo he dicho. Pero lo haré en seguida. Hablaremos y en cuanto este asunto esté zanjado todo volverá a su cauce entre Teo y yo.

–No sabes lo que dices. Nada volverá a ser como antes. No soy quién para decirte lo que tienes que hacer pero te recomiendo que frenes toda esta locura. De lo contrario harás sufrir a mucha gente... y sufrirás tú también.


viernes, 21 de mayo de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 27

 


Llegué a Oslo el día anterior a la nochebuena. Teo me estaba esperando en el aeropuerto. Cuando lo vi a través de la puerta de la sala de equipaje la angustia encogió mi corazón. Le saludé con un gesto de mi mano y él correspondió con una sonrisa. Cuando recogí mi maleta corrí a su encuentro y nos fundimos en un abrazo. Me reconfortó sentirme entre sus brazos, a pesar de que era consciente de que no eran en los que yo quería perderme. Aún así me había propuesto no amargarle las fiestas. Quería hacerle feliz, se lo debía.

–Estaba deseando verte – me susurró al oído mientras me retenía junto a él –. No te imaginas cuánto te he echado de menos.

Nos besamos fugazmente en los labios y salimos de la terminal del aeropuerto rumbo a su coche. Mientras viajábamos hacia la ciudad me puso al corriente de su trabajo, de los proyectos que habían de llevar a cabo y de sus planes para la semana que íbamos a pasar juntos.

–Mañana y pasado serán sólo para nosotros. A partir del sábado tendré que trabajar pero intentaré robar algún tiempo para ti.

Aquella noche no fuimos a la ciudad. Me llevó a una cabaña perdida en el medio de un bosque de abetos y de nieve, cerca de un pequeño pueblo próximo a un fiordo de nombre impronunciable. Tengo que afirmar que durante los días que permanecimos en aquel lugar idílico me olvidé de mi drama personal y de todas las preocupaciones que atormentaban mi conciencia. Me entregué a Teo y a su amor como seguramente no debiera haberme entregado, con pasión, con frenesí, con el abandono de quien siente que la ternura llena toda su existencia.

Tenía que hablarle de Ginés. Tal vez no era el momento de confesarle que estaba enamorada de él, pero sí debía poner los cimientos de una confesión que no se presentaba nada fácil. Pero no me atrevía. Nunca me consideré una persona cobarde, sin embargo enfrentarme a aquella situación no me resultaba sencillo y no encontraba ni el momento ni las palabras adecuadas para intentar ir poniendo fin a todo aquello. Además, cada noche, cuando Teo y yo compartíamos cama y él me regalaba sus caricias y sus besos como nunca lo había hecho, yo no podía evitar abandonarme a aquel cariño que me entregaba y por unos momentos me empeñaba en revivir nuestra historia como si no tuviera su fecha de caducidad escrita.

La última noche, antes de mi regreso, Teo me puso las cosas fáciles. Ni él ni yo habíamos hecho alusión a Ginés durante aquellos días. Supongo que tanto él como yo no deseábamos invitarlo a nuestra fiesta. Pero ahora que la fiesta tocaba a su fin....

–¿Has continuado viendo a Ginés? – preguntó de pronto, mientras estábamos echados en la cama, después de hacer el amor como locos.

No quise mentirle, ni podía, ni él se merecía una mentira.

–Sí – contesté de manera escueta y cortante.

–¿Y? – insistió.

–Lo van a operar. Volverá a ver en unos días.

–Me alegro, pero no me refiero a su salud. Me refiero a ti y a él. Ya sabes..... pretendías enamorarlo... luego dejarlo...

Me revolví en la cama incómoda. Había llegado el momento de poner los cimientos de una verdad incómoda, de una verdad que iba a lastimar.

–Me he equivocado con él, Teo. Creo que nada va a salir como esperaba.

–A lo mejor me podrías explicar con más claridad lo que ha ocurrido... o está ocurriendo.

–Ginés está... enamorado de mí. O por lo menos eso dice. Pero a la vez me parece que sospecha que yo soy yo y seguramente no le va a gustar nada descubrirlo.

–Bueno... pues a lo mejor eso no está tan mal. Descubre quién eres, descubre que le has engañado, se lleva una tremenda decepción y se acabó la historia. Ya te has vengado. Salvo que....

–¿Qué? – pregunté casi a sabiendas de la respuesta que me iba a dar.

–Que tú no quieras que la historia termine así.

Teo jugueteaba con mis dedos, con la vista fija en mi mano. Supongo que no tenía el valor de mirarme a los ojos.

–Yo no sé cómo quiero que termine la historia, Teo.

Me dio la callada por respuesta, cosa que casi agradecí. No me sentía con fuerzas para nada más.

–Vamos a dormir – dijo –, mañana el avión sale muy temprano.

*

Las Navidades se terminaron y yo retomé mi trabajo. Había quedado con Ginés en que a la vuelta de Noruega sería yo lo la que me pusiera en contacto con él, y que si veía que no lo hacía, que no se preocupara, sería que necesitaba tiempo. En realidad no sabía ya ni lo que necesitaba. O sí, lo que precisaba era terminar de una vez con toda aquella historia en la que se había convertido mi vida. Y lo iba a hacer, pero primero necesitaba que Ginés recobrara la vista y mostrarme ante él.

El día anterior a su partida para Nueva York me presenté en su casa. Estaba solo, preparando las maletas.

–Te eché de menos – me dijo –. He pasado las Navidades más aburridas y tristes de mi vida. Aunque me han servido para recuperar un poco la relación con mi padre. He estado en su casa y hemos hablado mucho sobre... sobre mi vida pasada y mis proyectos de futuro, bueno en realidad no hay proyectos, solo... esperanzas.

Cerró la maleta y la posó en el suelo. Me admiraba ver como hacía las cosas a tientas. Luego se sentó en la cama, a mi lado.

–Va acompañarme a Nueva York. Y yo no se lo pedí. En cuanto supo que me iba a operar dio por hecho que tenía que venir conmigo y además quiere hacerse cargo de los gastos de la intervención.

–Supongo que estarás.... contento – le dije cogiendo su mano y depositando sobre ella un suave beso.

–Bueno.... supongo que sí. Creo que he sido muy injusto con mi padre. En realidad yo nunca fui un hijo modélico y mi madre tapaba todas mis fechorías. Pero además estoy nervioso, no por la operación en sí, sino por lo que vendrá después y me hará bien disfrutar de su compañía.

–¿Después? Después será todo maravilloso, Ginés. Volverás a ver y volverás a hacer tu vida. Recuperarás tu trabajo, tu mundo.

–Es cierto. Y además podré verte por fin.

–¿Y si soy muy fea y no te gusto?

–No eres muy fea – respondió sonriendo – y además no me importaría que lo fueras. Para mi seguirías siendo la más bonita del mundo. Te quiero, Dunia.

–¿Dunia? ¿Me has llamado Dunia? – pregunté temerosa de que por algún motivo hubiera descubierto mi verdadera identidad.

–Perdona, me he equivocado. Son los nervios. ¿Me perdonas?

Lo abracé con fuerza. Le perdonaba, claro que le perdonaba, si al fin y al cabo no se había equivocado.

Estuvimos charlando durante casi toda la tarde y al caer la noche nos despedimos. Cuando nos volviéramos a ver sería de verdad. En la puerta de su casa me abrazó con fuerza y me besó largo y profundo. Parecía como si en aquel beso quisiera atrapar esa parte de mí que quedaría atrás después de su operación, cuando yo volviera a ser la Dunia que nunca debiera haber dejado de ser.

–Te quiero, Ginés. No lo olvides nunca. Te estaré acompañando durante todo el tiempo que estés allí.

–Yo también te quiero. No voy a preguntarte cómo te ha ido en Noruega con tu novio. Cuando regrese hablaremos de ello.

–Claro, claro.

Me metí en el coche pensando que a su vuelta habíamos de hablar de muchas cosas, reorganizar unas cuantas vidas, olvidarnos de un pasado turbulento y encarar el futuro con esperanza, con las mismas esperanzas que decía tener él.

No estaba yo muy segura de que tales esperanzas, todavía difusas, llegaran a cumplirse. Me sentía triste, decepcionada, incompleta, vacía... como siempre hacía en mis momentos malos puse mi coche rumbo a la torre, aparqué y me dirigí caminando al emblemático edificio. Ya era noche cerrada y las luces del faro refulgían con rítmica cadencia. Me senté en el murete mirando hacia el mar, que aquel día estaba bastante calmado, a pesar de lo cual, si se aguzaba el oído, se podía escuchar el sonido de las olas al romper. El timbre de mi móvil rompió la quietud del momento. Vi reflejado en la pantalla el nombre de Teo. No habíamos hablado desde mi regreso a La Coruña, hacía unos quince días. Él no me había llamado y el par de veces que lo había hecho yo, no me había cogido el teléfono. Respeté su silencio y no insistí. Sabía que necesitaba tiempo para meditar él solo, sabía que estaba pensando qué decisión tomar para hacerme las cosas más sencillas.

–Hola Teo – saludé al descolgar.

–Hola.... ¿cómo estás?

–No sabría que decirte. Supongo que... bien... o mal.... no sé. Todo esto me está resultando muy difícil.

–Para mí tampoco está siendo fácil. He estado pensando mucho y he llegado a la conclusión de que yo no quiero ser una carga para ti. Puede que sea mejor que lo dejemos, al menos por un tiempo. Creo que tú debes...

–Espera, Teo, no sigas, por favor. Las cosas no son tan sencillas. Yo te debo una explicación y te la voy a dar. Y después podemos hablar y...

–No es necesario, Dunia. Yo sé que...

–Sí, sí es necesario. Y lo es porque yo quiero. Dame un poco de tiempo. Te llamaré.

–Está bien. Espero entonces tu llamada – contestó Teo finalmente, después de rato

Colgué y me eché a llorar. Lloré mucho y con fuerza, total nadie podía verme. Lloré por todo en lo que se había convertido mi vida, por el camino que había tomado por culpa de una violación que me dejó una enorme herida en el alma porque el hombre que amaba fue el autor. Es inexplicable por qué no podemos dejar de amar a la persona de la que nos hemos enamorado perdidamente y sin motivo aparente, a pesar de que nos haya humillado y ultrajado como él hizo conmigo. En algún lugar escuché decir que el odio es otra forma de amor. Si es así, yo nunca había dejado de amarle. Pero al esconder mi cariño bajo la forma del rencor no había conseguido otra cosa que hacer daño a la gente que me había querido, a Teo, que se había desvivido por mí desde el momento en que me conoció, incluso al propio Ginés, que se había convertido en alguien capaz de emanar amor de su corazón y me lo había regalado a mí, a su enfermera, a una chica simple y sencilla que encontró de casualidad por culpa de un desgraciado accidente.

Me levanté del murete y emprendí el camino de regreso hacia mi coche. Tendría que esperar tres o cuatro semanas para poder fin a todo aquello. Y dependiendo de la reacción de Ginés al verme escogería una final u otro, como en algunas películas.

martes, 18 de mayo de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 26

 



Nos alojaron en el hotel del propio hospital, todo un lujo propiciado por el doctor Jefferson. La tarde de nuestra llegada hacía frío y la ciudad estaba envuelta en una espesa capa de nubes negras que presagiaban nieve. Apenas cenamos en los comedores del hotel, nos metimos en la cama y nos dormimos. El viaje había sido largo y el día siguiente se presentaba cargado de emociones. A las nueve teníamos que presentarnos en la consulta del médico

El galeno en cuestión era una hombre alto y enjuto, de rostro afable, surcado por infinidad de pequeñas arrugas y con unos profundos ojos oscuros. Nos estaba esperando, a pesar de que no comenzaba a pasar consulta hasta más entrada la mañana, había optado por comenzar con Ginés cuanto antes.

Después de hacerle las preguntas pertinentes para su historial médico comenzaron a practicarle las pruebas necesarias para confirmar el diagnóstico inicial, pruebas que duraron casi toda la mañana. El doctor nos citó nuevamente a las seis de la tarde para conversar sobre los resultados y decidir lo que se había de hacer.

Durante el almuerzo pude comprobar que Ginés estaba intranquilo. Apenas probaba bocado y se dedicaba a juguetear con la comida.

–Todo va a ir bien – le dije colocando mi mano sobre la suya –. No te preocupes. Dentro de poco recuperarás la vista y todo volverá a ser como antes.

Asintió con la cabeza y apretó mi mano sobre el mantel. Terminamos de comer y le propuse dar un paseo por Central Park, pues quedaba muy cerca del hospital. Accedió. Nos abrigamos bien y salimos. El día había amanecido frío pero soleado, así que por el parque se veían algunas personas haciendo deporte y otras sentadas en los bancos aprovechando los tímidos rayos de sol de la tarde. Nosotros también nos sentamos. Ginés continuaba inusualmente excitado. Yo intentaba distraerlo con conversaciones triviales que al final acababan muriendo por el poco interés que él ponía en mis palabras.

–Pero a ver – le dije finalmente – ¿me vas a contar lo qué te pasa?

Antes de contestar se recostó en el banco y apoyó su cabeza sobre mis piernas. Me gustó aquel gesto espontáneo que me permitía acariciarle la cara y el pelo y me hacía sentir que yo era necesaria para él.

–Tengo miedo – dijo finalmente.

–¿A qué?

–A muchas cosas. Antes, durante la comida, dijiste que pronto todo volvería a ser como antes. Yo no quiero que vuelva a ser como antes. Quiero que mi vida sea diferente. Me gusta como está empezando a ser, y me da miedo que al recuperar la vista... pueda perder cosas.

–¿Cómo qué?

–Como tú. A veces pienso que estás ahí porque yo estoy ciego y que en el momento en que recupere la vista desaparecerás. Ahora es como... como si vivieras en mis sueños y tengo miedo de que al despertar te disipes, como se disipan las imágenes de los sueños.

El corazón se me llenó de un sentimiento tierno que me empujaba a quererle, a quererle sin derechos, sin miedo, sin mentiras, sin tiempo. Tenía que actuar con sinceridad y terminar con las dudas, con las venganzas, con las tonterías que rondaban por mi cabeza desde que me había vuelto a encontrar con él. Sus palabras me hacían sospechar que intuía mi identidad y que tal vez, de igual manera, intuyera mis intenciones. No me iba a descubrir de momento. Quería que me descubriera por sí mismo, que fueran sus ojos los que me vieran.

–Yo no me voy a ir de tu lado si tú no quieres que me vaya – contesté.

Cerró los ojos, aquellos ojos vacíos que luchaban por volver a la vida. Le acaricié la mejilla y besé su frente.

–Se acerca la hora. Es mejor que vayamos hacia el hospital.

Allí las noticias fueron las mejores. Las pruebas habían confirmado el diagnóstico del doctor y las posibilidades de que Ginés recuperara la vista eran del noventa por cien.

–Mario me ha hablado mucho de tu caso y me ha contado la amistad que os une, así que si estás de acuerdo te voy a operar en un mes. He reservado quirófano para ti el día diez de enero. Tendrás que pasar aquí una semana y si todo va bien regresarás a España con tus ojos sanos. Durante un tiempo deberás preservarte de la luz y tomar algunas precauciones, pero podrás volver a ver..

Ginés salió de la consulta exultante. Parecían haber desaparecido todos los miedos y las reticencias que apenas unas horas antes atormentaban su mente. Dimos un paseo por las calles de Nueva York y regresamos al hotel del hospital. Pedimos que nos subieran la cena a la habitación y cuando terminamos él quiso tomarse una ducha. Le ayudé un poco (se desenvolvía bastante bien solo) y mientras se duchaba lo esperé pegada a la ventana. La ciudad era un manto de luces. El cielo se había vuelto a nublar y caían unas gruesas gotas de lluvia que golpeaban el cristal con fuerza. El suelo se iba cubriendo de agua y se presentía el frío que debía de hacer en el exterior. Casi por instinto froté mis brazos, como si lo sintiera de verdad, sin embargo lo que sentí fueron los brazos de Ginés rodeando mi cintura.

–Me parece que estás al lado de la ventana contemplando el paisaje – me dijo al oído.

Recosté mi cabeza sobre su hombro y mis manos se posaron sobre sus brazos.

–Eres un atrevido. Podías haber tropezado – le regañé.

–Pero no lo hice. No he tropezado con nada, bueno, sí, contigo, pero esa era mi intención.

Sus labios, pegados a mi oído, hablaban en un susurro. La cercanía de su cuerpo hizo que perdiera el sentido y la noción de la realidad. Me di la vuelta, abracé su cuello y le besé en la boca con suavidad. Él correspondió a mi beso y nuestras lenguas surcaron la boca del otro, ávidas de un deseo que había permanecido dormido demasiado tiempo ya. A trompicones, sin dejar de besarnos, llegamos a la cama y nos tiramos en ella, entre risas.

–Te recuerdo que tienes novio – me dijo mientras me quitaba la parte de arriba del pijama –. Te lo digo por si te entran remordimientos y piensas que esto no está bien.

No esperó mi reacción a sus palabras, hundió su cabeza entre mis pechos y sus manos comenzaron a juguetear revoltosas despertando mi piel. Mi respiración se agitó y la suya también. Con torpeza y prisa nos fuimos despojando del resto de la ropa que molestaba. Cuando estuvimos desnudos, Ginés recorrió mi cuerpo no sé cuantas veces, con sus manos, con su boca, depositando besos en cada rincón de una piel que despertaba a un placer desconocido. Luego se introdujo en mi cuerpo con cuidado, lentamente, como si quisiera deshacer el agravio de años atrás, cuando me había penetrado de manera brutal rompiéndome las entrañas. Antes de comenzar su baile de amor se quedó muy quieto, muy dentro de mí, y me dijo al oído.

–No puedo verte, no sé cómo eres, no sé cómo terminará todo esto, pero hay algo que tengo muy claro: que te quiero.

Después me llevó a su mundo de placer y me hizo perder la conciencia de mí misma. Aquella noche hicimos el amor dos veces más. Casi no existían las palabras entre los dos. Sólo nos ocupamos de darnos placer y descansar un rato para comenzar de nuevo. Cuando finalmente nos quedamos dormidos ya el amanecer estaba en ciernes.

Al avión salía por la tarde, así que no teníamos prisa por levantarnos. Cuando lo hicimos era casi mediodía. Mientras nos preparábamos para dirigirnos al aeropuerto Ginés estaba muy callado. Sabía que algo raro estaba pasando por su cabeza. Antes de salir de la habitación, cuando iba a cruzar la puerta, me detuvo y me preguntó:

–Y ahora ¿qué?

No hizo falta que dijera más. En ese momento supe qué era lo que le preocupaba. Acaricié su mejilla y besé ligeramente sus labios.

–Me voy a ir a Oslo por Navidad. Después será tu operación. Te pido que me des ese tiempo para decidir qué hacer con mi vida.

Asintió levemente con la cabeza

Durante las horas que duró el viaje de regreso no soltó mi mano de entre la suya, como si quisiera apropiarse de mí para siempre. Y no sé cuántas veces me dijo “te quiero”.

*

Pasé unos días con él en su casa, los dos solos. Y confieso que deseé poder borrar mi vida anterior y partir de cero desde allí, desde aquel lugar y aquel momento. A aquellas alturas ya sabía que estaba completamente enamorada de él, pero también sabía que tenía que hacer las cosas bien y con cautela. Por un lado debía romper con Teo, por otro mostrar mi verdadera identidad a Ginés. Ni una cosa ni la otra iban a ser fáciles.

Ya de regreso a mi hogar, una tarde en la que me sentía especialmente triste, salí a caminar sin rumbo. Llegué hasta la Torre de Hércules. Hacía frío y viento. Se estaba haciendo de noche y apenas había gente en los alrededores. Mejor, pensé para mí. Era justamente lo que necesitaba, soledad, tiempo para meditar, para enfocar mi vida con objetividad y encarar la realidad con el coraje necesario para poder romper con todo. Sin embargo mis planes se fueron al traste cuando escuché una voz a mis espaldas.

–Vaya. No tenía pensado encontrarte aquí.

Yo estaba sentada en el muro que rodea la torre, mirando el mar embravecido que rompía contra la costa mucho más abajo. Miré hacia atrás y vi que era mi tía Teresa. Yo sabía que ella solía salir a caminar por la zona. Le sonreí ligeramente y la saludé.

–Hola tía. ¿Cómo estás?

Se sentó a mi lado sin contestar mi pregunta retórica. A las leguas se veía que estaba bien.

–¿Cuándo has llegado de Nueva York? – preguntó.

–Hace unos días – le dije.

–¿Y qué tal? ¿Cómo ha ido todo?

–Bien

Durante unos segundos nos mantuvimos en silencio. Yo no apartaba la vista del mar embravecido que convertía el agua en espuma a cada envite con las rocas.

–¿Y qué más? – preguntó finalmente Teresa.

–Que no sé qué hacer con mi vida, que estoy confundida y me siento mal, que tengo la vida y los sentimientos de dos personas en mis manos. A veces pienso que lo mejor que podría hacer es quitarme de en medio.

Mi tía me miró con una expresión de alarma en su rostro.

– No, no te preocupes – me apresuré a decirle – no pienso en marcharme de este mundo ni mucho menos. Pero algunas de mis compañeras están aceptando una oferta de trabajo que nos llegó de Portugal y... estoy pensando en hacerlo yo también. Aquí me parece que lo único que voy a conseguir es hacer infelices a los que más me quieren.

Teresa rodeó mis hombros con su brazo mientras unas lágrimas rebeldes que yo quería evitar se escapaban de mis ojos y rodaban impertinentes por mis mejillas.

–Me estoy convirtiendo en una mentira, tía. En una mentira absurda para dos hombres que me quieren. Y hasta ahora no me he dado cuenta de que esto no es un juego, es la vida... mi vida y la suya.

–Haz lo que tengas que hacer – me dijo – pero hazlo con sutileza, con sinceridad y con cuidado. No vas a poder evitar todo el dolor de los que te quieren, pero si eres sincera seguramente provocarás mucho menos que si sigues jugando.

La abracé y me dejé abrazar por la persona que mejores consejos me había dado. Estaba decidida a poner fin a la farsa que había montado casi sin querer.


sábado, 15 de mayo de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 25

 


El teléfono sonó cuando ya me había metido en la cama. Había decidido leer un rato antes de dormirme pero apenas podía concentrarme. La pantalla se iluminó con el nombre de Teo. Me puse ligeramente nerviosa no sé bien por qué, al fin y al cabo no llevaba ningún cartel que hablara de mi culpabilidad pegado en la frente y aunque así fuera Teo no podría verme.

–Hola cariño – dije al descolgar –. Me llamas muy tarde. ¿Has trabajado mucho?

–Acabo de llegar al apartamento – me respondió con voz cansada –. Estamos trabajando a destajo, esto tiene que comenzar a funcionar después de las Navidades y aún queda mucho por hacer. Estoy deseando meterme en la cama.

–Vaya, pues descansa. Además mañana es sábado, supongo que no tendrás que trabajar.

–Me temo que por la mañana sí.... Además, tengo una mala noticia que darte. No vamos a poder ir por ahí en Navidad. Pero he estado pensando y.... ¿qué te parece si vienes tú? Esto es precioso y aunque yo esté ocupado... por lo menos la Nochebuena y la Navidad. Estoy deseando verte.

Su voz me sonó triste, cargada de melancolía y de sinceridad y por unos segundos me sentí mezquina. En el fondo yo también deseaba verle, estar a su lado, sentir sus caricias. Necesitaba que la piel de Teo consiguiera borrar de mí la piel de Ginés. A lo mejor era buena idea poner tierra por medio unos días y disfrutar de un descanso en un país diferente y lejos de todo lo que me hablara de Ginés.

–Pues... claro, es una idea excelente. Mañana mismo iré a la agencia y miraré los billetes de avión.

–No es necesario. La empresa te paga el viaje y te prepararán todo desde aquí. Tú sólo tienes que decirme las fechas de ida y vuelta.

–Vale pues... debo consultar los días que tengo libres en el trabajo y ya te lo comunico lo más pronto posible. Me encanta la idea Teo. Estoy deseando verte.

–Yo también cariño. Ahora voy a acostarme, estoy muy cansado. Te quiero. Un beso.

–Yo también te quiero.

Corté la comunicación ilusionada por el viaje. Por unas horas Teo volvió a tomar el papel principal en mi vida. Antes de dormirme imaginé volver a estar con él, imaginé los pueblos noruegos, helados, nevados, como postales de Navidad y me sentí contenta. Sin embargo al dormirme, el protagonista de mi vida volvió a ser Ginés. Ganaba terrero a Teo, y yo no sé si no me daba cuenta, si no quería dármela.

Al día siguiente planifiqué las fechas de mi viaje. Debido a los turnos de noche que había hecho tenía bastantes días de descanso acumulados. Como Nochebuena y Navidad caían en jueves y viernes y por lógica, después venía el fin de semana, me cogí tres días y con ello podía marchar de viaje una semana. Aún así todavía me quedaban días de vacaciones. Aquella noche llamaría a mi novio para comunicarle mis intenciones.

Una semana más tarde, a principios del mes de diciembre, el médico amigo de mi padrastro me llamó a su consulta. Tenía buenas noticias. El día nueve había conseguido cita para Ginés en el hospital Monte Sinaí.

–La cita es inamovible. El doctor me ha hecho un favor muy grande, así que espero que tu amigo no me falle. Supongo que podrá estar allí en esa fecha ¿no?

–Por supuesto – contesté – está deseando recuperar la vista. ¿Sabes, en el caso de que su dolencia sea operable, cuánto tardarían en intervenirlo?

–Le he preguntado al doctor Jefferson y me dijo que podía operarlo dentro de un mes más o menos. Os deseo suerte, Dunia. Estáis en las mejores manos.

Aquella misma tarde me presenté en casa de Ginés. No sé por qué lo hice sin avisar. No sé si quería darle una sorpresa o fastidiarle. El caso era que desde que había planeado el vieja a Noruega sentía que mis antiguos pensamientos de venganza revoloteaban de nuevo por mi cabeza. Supongo que semejante sinsentido no era más que el fruto de mis inseguridades.

Ginés me abrió la puerta de su casa después de preguntar quién era y su sonrisa iluminó mi día cuando me franqueó la entrada.

–Me alegra que hayas venido – dijo – estaba pensando en ti.

–¿Ah si? ¿Y qué pensabas? – pregunté mientras entraba en la casa y me dirigía al acogedor salón.

–Que cada vez te echo más de menos y que no me atrevo a llamarte por miedo a molestar.

Nos sentamos en el sofá. Antes yo me quité mi chaquetón de paño negro y lo coloqué en el respaldo de una silla cercana. Mientras lo hacía una flash cruzó mi cabeza. Tenía ganas de jugar. Ahora que se acercaba el momento en que Ginés recuperaría la vista casi con seguridad, le iba a dejar pistas que me señalaran a mí misma como la Dunia que recordaba.

–¿Por qué me vas a molestar? Teo está en Noruega y tardará semanas o meses en volver. No te preocupes por ello.

–¿Teo? ¿Quién es Teo? – preguntó con curiosidad.

–Mi novio – respondí con despreocupación.

Durante unos segundos no dijo nada. Yo lo miraba fijamente mientras le comentaba mi proyectado viaje a Oslo y pude observar que parecía no escucharme.

–No pueden ser tantas coincidencias – dijo finalmente – Dunia tenía un primo que se llamaba así. ¿No será tu novio?

–No creo, no le conozco ninguna prima. Él vivía con su madre. Además, olvídate de eso, tengo una buena noticia que darte. El día nueve de diciembre tienes consulta con el doctor Jefferson. Vete sacando los pasajes.

Se recostó contra el respaldo del sofá y suspiró.

–Oh, Dios, por fin. Gracias por tu ayuda. Vendrás conmigo ¿verdad?

No me esperaba su proposición y en principio no supe qué decir. No creía ser yo la persona más adecuada para acompañarle. Pensé que el que debería hacerlo sería su padre y así se lo dije. Pero insistió.

–¿Mi padre? Desde que salí del hospital mi padre ha estado aquí tres o cuatro veces. Está demasiado ocupado con su trabajo. Por favor, ven tú conmigo. Yo correré con todos los gastos.

–No es por eso Ginés. Pero.... a Teo no creo que le haga mucha gracia.

–No tiene por qué enterarse. Dile que te vas a Nueva York con unas amigas. Al fin y al cabo él no está....

Salí de aquella casa confundida y con una sensación de desasosiego extrema. Me estaba comportando de una manera que no era normal en mí. Estaba engañando a dos hombres, llevando una doble vida que ni yo misma entendía. Mientras conducía de regreso a la ciudad mi cerebro parecía estar procesando toda la información sobre mi vida reciente y haciendo balance de la misma. Me producía inquietud, no me gustaba lo que mi conciencia trataba de decirme y le di más volumen a la música, como si con ello pudiera borrar mis pensamientos. Pero ni cantando a grito pelado aquella canción en francés de Moustaki, de la que apenas entendía dos o tres palabras, logré espantar mi desasosiego. Necesitaba desahogarme con alguien, y aunque a lo mejor no fuera la persona adecuada por la implicación que tenía en el problema, lo quisiera o no, puse rumbo a casa de mi tía Teresa.

Me la encontré en el portal, llegando de trabajar, e inmediatamente que me vio supo que algo no andaba bien, pura intuición, como siempre. Subimos a casa, preparó unos cafés y cuando estuvimos cómodamente sentadas encendimos unos cigarrillos y me conminó a contarle lo que ocurría.

–No sé bien ni por dónde comenzar – dije suspirando –. Tengo la cabeza hecha un lío.

–¿Ginés? – me preguntó mientras echaba el humo de su cigarrillo.

–Siempre me ha sorprendido tu sagacidad, pero ahora me estás dejando anonadada. Ni que llevara en la frente un letrero de culpabilidad.

–Bueno.... no lo llevas, pero esos ojillos brillantes.... no sé de qué modo interpretarlos. Anda cuenta, y dime la verdad sin miedo. Aunque sea la madre de Teo, no me ocultes nada, por favor.

Le conté todo, incluso mucho más de lo que yo misma sabía, incluso lo que me empeñaba en negarme a mí misma.

–No sé a quién quiero. Mis deseos de venganza ya no son deseos de venganza ni nada. Se han convertido en un juego. Tengo ganas de ir a Oslo y estar con Teo, pero también me siento a gusto cuando estoy con Ginés. Quiere que lo acompañe a Nueva York, a la consulta con el oftalmólogo y creo que voy a ir. Después me iré unos días a Noruega y... cuando regrese tomaré una decisión.

–¿Estás segura de que yéndote a Nueva York con él haces lo correcto? – preguntó mi tía con rostro serio.

–Claro que no estoy segura. Sé que corro un riesgo importante. Soy consciente de que esta atracción que siento por él puede que se convierta en algo más fuerte, pero necesito probar.

–¿Te has acostado con él?

–No, no lo he hecho. Pero a veces... he sentido ganas de hacerlo.

Teresa aplastó su segundo cigarrillo contra el cenicero y me miró. En sus ojos pude leer una expresión de reprobación que aún así se guardó para ella.

–Verás, Dunia, me es muy difícil decirte algo...productivo. Soy la madre de Teo y lo que menos deseo es que le hagas daño, pero creo que tampoco debes hacértelo a ti misma. Tienes que buscar tu camino y no atarte a una relación que si es forzada no llegará a buen término. Creo que te estás metiendo en un juego peligroso y que cualquiera puede salir muy mal parado, así que lo único que voy a pedirte es que andes con tiento y que ante todo seas sincera, contigo misma y con ellos dos. Tomes la decisión que tomes. Prométeme que será así.

–Prometido.

Cinco días más tarde volaba con Ginés rumbo a Nueva York. A Teo le había dicho que me iba con unas compañeras del hospital.





domingo, 9 de mayo de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 24

 



Supongo que no debía haber aceptado, lo sé, pero en aquel momento no pensé en nadie ni en nada que no fuera el placer de verme sumergida en el agua caliente, cerca de Ginés y arropada por la espuma. Unos instantes después de darle el sí me vi allí, sentada dentro de la bañera, entre sus piernas, con mi espalda apoyada en su pecho y sus brazos fuertes y firmes rodeando los míos. Recosté mi cabeza contra su hombro y su boca quedó a la altura de mi oído. Durante unos minutos nos mantuvimos en silencio. Él a veces me acariciaba el pelo mojado y yo jugueteaba con la esponja. Hacía tiempo que no me sentía tan especialmente bien y confieso que si se me hubiera permitido pedir un deseo, tal deseo no sería otro que detener el mundo, que la vida se parara en aquel instante. No me sentía culpable, ni era consciente de que estuviera haciendo algo malo. Teo no existiría hasta unas horas más tarde.

–¿Te sientes bien? – me preguntó en un susurro.

–No recuerdo haberme sentido mejor desde hace mucho tiempo – le respondí, tratando de no girar mi cabeza hacia su boca, sabiendo que si lo hacía corríamos el riesgos de que nuestros labios quedaran unidos por un beso.

–No sabes lo que me gusta oírte decir eso.

Suspiré y cerré los ojos. Deseaba empaparme no sólo del agua, sino también del momento, de él mismo, de aquel sentimiento que crecía en mi interior sin que yo pudiera ponerle freno.

–Por cierto, creo recordar que tenías algo que decirme. ¿Son buenas noticias? Espero que sí, porque en este momento no me apetece recibir noticias malas.

–Son las mejores noticias, Ginés. El doctor americano cree que podrás recuperar la vista. Quiere verte y te hará un hueco para reconocerte lo más pronto posible.

Pensé que iba a mostrar su entusiasmo, pero se quedó quieto y callado, incluso dejó de juguetear con mi pelo. Le miré y me pareció ver que lloraba en silencio.

–¡Ginés! Pero... ¿estás llorando?

Vi como tragaba saliva y casi noté yo misma el nudo en la garganta impidiéndole articular palabra. El hombre que años atrás parecía no tener sentimientos lloraba como si fuera un niño. Una infinita ternura se adueñó de mí y olvidé las afrentas, los rencores, las venganzas. Sus lágrimas limpiaron mi alma de resentimiento y aquellos años de animadversión hacia él dejaron de tener sentido por unos minutos.

–¿Sabes? – comenzó a decir – Cuando me di cuenta de que no podía ver me desesperé. Incluso dejé de darle importancia al hecho de que tampoco pudiera caminar. Hubiera preferido pasarme la vida entera sentado en una silla de ruedas a quedarme ciego. Poco a poco fui aceptando la situación. Hasta llegué a pensar que lo ocurrido no era más que un castigo de la vida por lo mal que me había portado con mucha gente, por mi egoísmo, por mi falta de ética. Pero de un tiempo a esta parte volví a sentir el desaliento del principio. No quería estar toda la vida sin verte, no puedo estar toda mi vida sin verte.

Aquella palabras me turbaron. Recordé de nuevo al Ginés de antaño, al que un día me había susurrado al oído palabras bonitas que después se quedaron en nada, pero no, ahora era distinto, ahora destilaban sinceridad. Aquellas palabras me sonaron a amor.

Me moví un poco hasta que nuestros rostros quedaron frente a frente. Tomé una de sus manos y la acerqué a mi cara, nunca lo había hecho y en aquel momento deseaba que me viera a través de sus dedos, no me importaba correr el riesgo de que en mí reconociera a la Dunia que en realidad era. Movió las yemas de sus dedos lentamente por mi rostro, explorando cada recoveco, cada trozo de piel, mientras sonreía feliz.

–Debes de ser tan bonita.

–Supongo que soy una chica normal y corriente.

–No, eso no es verdad. Eres bonita, la más bonita del mundo para mí. Nunca pensé que me fuera a enamorar de verdad en el momento en que no puedo ver la cara de la persona querida.

–¿Enamorarte? – pregunté con el corazón latiéndome a cien por hora.

–Sí, ya ves que sinsentido. He tenido novia durante muchos años, una chica guapa con la cabeza vacía, detalle éste del que no me di cuenta hasta hace bien poco. He tenido líos con chicas mientras tenía esa novia, chicas con físicos espectaculares en las que solo buscaba un momento de placer y sin embargo ahora, que no veo lo que tengo frente a mí, he aprendido a valorar el interior de las personas y me he enamorado de verdad, de la persona equivocada, pero de verdad. Ya sé que tienes novio, Damia, yo no pretendo meterme en vuestra relación. Pero en este momento he necesitado ser sincero contigo. Me estoy enamorando de ti perdidamente.

No pude y no quise esconder mis instintos y le besé en los labios. No fue un beso lascivo, fue un beso ligero, liviano, casi inocente, que prolongue un poco más para que mi boca y la suya no se separaran tan pronto.

–Me has besado – dijo como asombrado – ¿Por qué lo has hecho? ¿Qué sientes por mí, Damia?

–No lo sé, Ginés. Estoy confundida. A veces pienso que yo también me estoy enamorando de ti. Y tengo miedo.

–¿A qué tienes miedo?

–A todo, a mis inseguridades, a hacer daño a quién no se lo merece, a que nada salga bien... yo qué sé –no quise continuar con aquella conversación y le puse fin bruscamente – El agua se está enfriando. Es mejor que salgamos de la bañera.

Salimos del agua y nos secamos. Mi ropa, después de permanecer encima de los radiadores de la calefacción, ya estaba seca también, así que me la puse. Después nos dirigimos a la cocina en silencio. Ginés se guiaba con su bastón y a pesar de carecer de expresión en su mirada parecía pensativo. Le ayudé a poner la mesa y fue trayendo la comida que había preparado su asistenta. Cuando ya nos sentamos en el sofá a degustar la cena pronunció mi nombre.

–Dunia.

Yo di un respingo. Me asusté. ¿Sería posible que me hubiera reconocido sólo por un beso?

–Dunia – dijo de nuevo – Me ha venido el nombre a la mente de pronto. No sé por qué me la recuerdas tanto.

–No entiendo bien por qué te la recuerdo tanto ni por qué la recuerdas tanto. Tú mismo dijiste que no había significado casi nada en tu vida. Yo no sé qué camino vamos a tomar tú y yo, Ginés, pero no quisiera vivir con la sombra de esa muchacha planeando continuamente sobre mí.

Comenzó entonces a hablarme de mí misma, de lo que había sentido hacia mí y de lo que signifiqué para él, y no dejó de asombrarme y por momentos de enternecerme. Al escucharle pensé una vez más que la venganza no tenía ningún sentido, aunque cambiaba de opinión de un minuto para otro.

–Nunca me perdoné haberle hecho aquello, forzarla de la manera en que lo hice y despreciarla como lo hice. En algún momento de mi vida me di cuenta de lo mezquino que había sido. Fue durante alguno de mi enfados con Adela. Después la olvidaba, y cuando Adela se enfadaba de nuevo Dunia regresaba a mi mente con fuerza. No nos conocimos en el momento adecuado, ella se ilusionó conmigo como cualquier chica con su primer amor y yo estaba de vuelta de todo y sólo pensaba en divertirme. Jugué con sus sentimientos.

–Sí, lo hiciste – le dije confirmando no sólo sus palabras sino también mis propios sentimientos – ¿Cómo era?

–Era alta, más o menos de tu estatura, con generosas curvas, tenía la piel morena y los ojos más verdes que yo he visto nunca. Sonreía siempre. Tenía carácter, pero a la vez era tan inocente.... Y besaba... así... como tú.

–¿Y si fuera yo? ¿Y si me hubiera acercado a ti para vengarme de todo lo que me hiciste?

–Lo he pensado muchas veces, constantemente... hasta ahora. Si fueras tú y quisieras vengarte no creo que te preocuparas por que recuperara la vista. Te hubiera gustado que purgara mi delito quedando ciego para siempre.

Tomó su copa de vino y bebió un sorbo. Yo me mantuve en silencio, analizando sus palabras. En el fondo tenía razón. Una persona normal no estaría fraguando una venganza y a la vez ayudando a alguien. El caso es que, a aquellas alturas, a ratos me daba la impresión de que mi mente no se estaba comportando como la de una persona normal.

Cambié de tema bruscamente una vez más, puesto que hablar de mí me hacía sentir incómoda, y permanecimos un rato más charlando. El tiempo se pasó demasiado deprisa, como siempre que estaba a su lado y llegó el momento de marchar a casa. Sabía que no podía quedarme y que él no me lo pediría. Había que ir despacio, en el caso de que hubiera algún lugar a dónde ir.

Había parado de llover y me acompañó hasta la puerta del coche.

–¿Cuándo nos vamos a ver de nuevo? – preguntó – Bueno, a vernos exactamente no....

–Cualquier día de estos. En cuanto sepa algo de la cita para la consulta te avisaré.

Estábamos uno frente al otro. Aunque sus ojos se perdían en no sé dónde, me sentía junto a él. Parecía que ni uno ni otro deseaba despedirse del todo.

–Bueno... adiós, Ginés. He pasado una tarde muy agradable a tu lado.

Me introducía en el coche cuando sentí su mano firme que sujetaba mi brazo y tiraba de mí.

–Espera – me dijo mientras me acercaba a él.

Me besó, pero no como había hecho yo en la bañera. Me besó de verdad, paseando su lengua por el interior de mi boca. Cuando nos separamos yo mordisqueé ligeramente su labio inferior. Así se lo hacía cuando chica. Luego me metí en el coche y lo encendí. Él se había llevado la mano a la boca. Ya tenía un recuerdo más de la Dunia que un día había conocido.



viernes, 7 de mayo de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 23

 



A lo largo de las tres semanas siguientes no supe nada de Ginés, a pesar de lo cual me dediqué a tocar los contactos precisos para conseguirle una cita con el doctor americano que tal vez pudiera devolverle la vista. Me extrañó su silencio, pero traté de no pensar demasiado en ello. Al fin y al cabo, si analizaba con detenimiento el interior de mi desmadejada cabeza, llegaba a la conclusión de que lo mejor que podría ocurrirnos sería dejar de vernos, incluso dejar de saber nada el uno del otro, aunque a aquellas alturas de la película era algo que yo veía sumamente difícil. Estaba segura de que sería capaz de buscarle con cualquier excusa. En aquellos momentos tenía la perfecta: su curación.

Mientras me encontraba ocupada con mi trabajo y con las gestiones de la operación de Ginés, mi vida continuaba al lado de Teo como si nada estuviera ocurriendo, como si aquel otro amor que se gestaba en mi corazón no existiera. Teo no me preguntaba y yo no contaba nada. A veces me daba la impresión de que sabía de los sentimientos que Ginés removía dentro de mí y no preguntaba por no revolverlos más. Era como si mantener el silencio escondiera la situación. Mi novio seguía siendo el mismo de siempre y yo procuraba serlo también. Vivíamos nuestra vida tranquila y sin grandes sobresaltos, salíamos a cenar, al cine o a pasear los domingos, mientras que durante la semana cada uno se sumergía en sus respectivas ocupaciones. En la intimidad todo seguía igual y hacíamos el amor con la misma frecuencia de siempre. Nada parecía haber cambiado... salvo en mi confundido corazón.

Una noche Teo regresó del trabajo más tarde de lo normal. Venía cansado y con cara de pocos amigos. Yo estaba un poco preocupada por su tardanza y cuando escuché la llave meterse en la cerradura sentí un enorme alivio, no le había ocurrido nada malo. Aunque las noticias que traía eran agridulces.

–Tengo algo importante que decirte – me dijo dejándose caer en el sofá y sin prestar la menor atención a la cena que le esperaba sobre la mesita del salón – anda ven, siéntate a mi lado.

Hice lo que me mandaba y me quedé a la expectativa. Estaba serio, pero eso era normal en Teo, jamás había sido unas castañuelas.

–Suelta de una vez – dije – ¿Qué pasa?

–La empresa me manda a Noruega durante tres meses. Abren una filial y me toca supervisar todo el proceso. Es posible incluso que los tres meses se alarguen.

No sabría decir qué me provocó su noticia. No fue alegría, tampoco fue indiferencia. Yo no quería que se marchara, no me gustaba la soledad, sin embargo Ginés pasó fugazmente por mi mente y la posibilidad de vivir una historia a su lado tomó forma por unos segundos. Pero yo no era así, yo no quería engañar a nadie ni jamás había entrado en mis planes ser infiel, así que borré de mi mente esas tonterías e intenté asimilar la noticia que me había dado Teo. Tres meses fuera, prorrogables. No era muy agradable.

–¿Y por qué tienes que ir tú? ¿No hay más gente que pueda ir?

–No voy sólo yo, vamos tres. Es un proyecto muy importante, según ellos necesitan gente bien preparada y de confianza. Para mi es un honor que piensen eso de mí, pero reconozco que me jode bastante tener que hacer maletas

–¿Cuándo te marchas? – pregunté después de soltar un suspiro de resignación.

–Pasado mañana.

–¿Tan pronto? O sea, que encima pasarás las Navidades fuera – exclamé irritada.

Teo sonrió para quitarle hierro al asunto. Se acercó a mí y me abrazó.

–No lo sé, pero en todo caso si yo no puedo venir siempre puedes ir tú. Y pasaremos las Navidades más blancas que hayas imaginado nunca. Me voy a Oslo, Dunia ¿No te parece que en Navidad el ambiente allí tiene que ser como si te metieras en un cuento?

Le di un beso en la punta de nariz y le dije que le quería. Sí, le quería, aunque a lo mejor no de la manera en que debiera, pero en aquellos momentos no pensé en nada de eso.

–Anda, vamos a cenar que la cena está ya fría. Mañana libro, así que saldré a comprarte alguna cosa para el viaje.

–A mí también me han dado el día libre. Y pasado mañana el avión sale a las seis de la mañana. Podemos hacer las comprar juntos.

Claro que podíamos y así lo hicimos. Al día siguiente, por la tarde, fuimos a unos grandes almacenes a comprar algo de ropa de abrigo. Mientras estábamos comprando me sonó el móvil. Pude ver en la pantalla el nombre de Ginés y me quedé mirándola como una idiota. No quería descolgar en presencia de Teo.

–¿No lo coges?

Levanté la vista y me encontré con su mirada penetrante, como si fuera capaz de leer mis pensamientos, como si pudiera descifrar en mis ojos la culpabilidad que en ocasiones me brotaba del interior.

–No, ya sabes que no cojo los números desconocidos.

Metí apresuradamente el móvil en el bolso y continuamos con las compras. Lo sentí vibrar dos veces más, pero ni siquiera lo saqué de nuevo del bolso. No obstante durante el resto de la tarde me sentí nerviosa y contenta al cincuenta por ciento. Por fin Ginés había dado señales de vida. Y estaba deseando escuchar aquello que tuviera que decirme. Aunque sería necesario esperar.

Aquella noche, en la intimidad de nuestro dormitorio, Teo se mostró especialmente cariñoso conmigo. No es que no lo fuera normalmente, solo que no acostumbraba a ser demasiado detallista en la cama. Sin embargo aquella noche, como despedida, me hizo tocar el cielo con la punta de los dedos. Y me dormí pensando en su ausencia.

*

A la mañana siguiente cuando desperté Teo ya se había ido. Yo también debía trabajar así que me di una ducha, desayuné algo rápido y me marché al hospital. A media mañana me llamó el médico amigo de mi padrastro para que pasara por su consulta. Supuse que querría decirme algo relacionado con Ginés, como así fue. Había hablado con el doctor Jefferson, del Monte Sinaí, y le había puesto al corriente de la situación. Dadas las características de la lesión que padecía Ginés, la operación en principio parecía posible, pero tenía que hacerle un estudio previo in situ.

–Le he pedido el gran favor de que nos diera cita lo más pronto posible y me ha prometido que así sería. Tiene una agenda muy apretada pero nos buscará un hueco. En unos días me llama, Dunia. Puedes decírselo a tu amigo, seguro que se pondrá muy contento.

–Desde luego que sí. Muchas gracias, Mario, espero tu llamada.

En cuanto salí de la consulta cogí el teléfono para llamar a Ginés. Me contestó a la primera.

–Hola Damia. ¿Cómo estás? Ayer te llamé unas cuantas veces.

–Lo sé, pero no pude atenderte y no he podido llamarte yo hasta ahora. Hacía mucho tiempo que....

–Perdóname, es verdad – dijo sin dejarme acabar la frase y sin siquiera saber lo que yo iba a decirle – tres semanas sin dar señales de vida. He estado muy ajetreado, aprendiendo a manejarme solo, al menos en mi casa. Y he tenido momentos de bajón intenso. No me apetecía ver a nadie.

–Vaya, lo siento, Ginés.

–No te preocupes, supongo que es normal en mi situación, es que a veces me pongo a recordar mi vida de antes y.... me desmorono.

Se hizo un silencio de unos segundos al otro lado de la línea. Luego volvió a escucharse su voz.

–Me gustaría volver a verte – me dijo – ¿Por qué no vienes un día por aquí? Así me haces compañía y charlamos un rato.

–Claro. Además tengo algo importante que decirte. Los próximos tres días trabajo por la noche, pero el fin de semana libro. ¿Qué te parece si nos vemos el viernes por la tarde?

–Me encantará. ¿Cenarás conmigo? Le diré a Pilar, la asistenta, que prepare algo rico.

–Eso está hecho. Llevaré una botella de vino.

Pasé el resto de la semana nerviosa ante la perspectiva de volver a verle. Mientras, Teo llegó a Oslo, se instaló en un pequeño apartamento cerca del trabajo y comenzó su frenética actividad laboral. Me llamaba todas las noches y yo lo echaba de menos. Pero había alguien que podía paliar su ausencia.

*

El viernes no paró de llover en todo el día. La mañana me la pasé durmiendo y cuando entrada la tarde me desperté ya casi había anochecido. Me di una ducha rápida y me vestí con un jersey de cuello cisne negro y un pantalón vaquero. Después bajé al super a comprar una botella de vino y me fui a casa de Ginés. Tuve la mala suerte de que a mitad de camino se me pinchó una rueda del coche y tuve que cambiarla bajo el aguacero. Cuando por fin llegué a mi destino y llamé al timbre estaba completamente empapada.

–Hola Ginés – saludé en cuanto él mismo me abrió la puerta – menos mal que no puedes verme. Estoy calada hasta los huesos. Te voy a poner la casa perdida de agua.

–Pero... ¿qué ha ocurrido?

Le conté mi odisea mientras me retorcía el pelo y dejaba un nada desdeñable charco en el suelo.

–¿No tendrás por ahí algo de ropa seca? – le pregunté – si continúo mucho tiempo con ésta encima creo que pillaré una neumonía.

–Tengo una idea mejor. Ven.

Me tomó de la mano y con sorprendente agilidad me condujo hasta el cuarto de baño, situado al fondo del salón. Era una estancia amplia y decorada con gusto, pero lo que más llamó mi atención fue la fantástica bañera que parecía estar llamándome desde su esquina.

–¿Nos damos un baño calentito? – preguntó sonriendo.

–¿Nos? – pregunté yo a mi vez.

–Bueno, si no quieres... Yo iba a tomar un baño ahora mismo. La bañera es suficientemente grande para los dos. Y no puedo verte, lo digo por si te da pudor ponerte desnuda; y tú a mí ya me has visto desnudo muchas veces. Prometo portarme bien.

No lo pensé demasiado. Era una auténtica chifladura, pero acepté.

domingo, 2 de mayo de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 22

 



Durante unos días mi cabeza fue un hervidero de ideas a punto de estallar. Si en un instante decidía hacer una cosa, al instante siguiente decidía hacer otra y no fue hasta el día anterior a aquél en que Ginés tenía que marcharse del hospital cuando finalmente opté por la que en aquellos momentos me pareció mejor opción: olvidarme de todo y no volver a verle. Y como no me gustaban las despedidas y mucho menos en este caso, en el que corría el riesgo de que mi corazón y mi cabeza se ablandaran y me dejara llevar por los sentimientos, tomé la determinación de no despedirme de él, a pesar de que me había pedido una y otra vez que pasara por su habitación antes de que lo viniera a buscar su padre. Le dije que sí, que allí estaría, a sabiendas de que no iba a aparecer. Así fue. Me mantuve toda la mañana ocupada en cosas variopintas con otros pacientes y evité pasar por su cuarto. Sabía que a las doce y media el doctor le daba el alta y que a partir de entonces podría marcharse a su casa. A esa hora me ausenté del hospital con no recuerdo qué excusa. Cuando regresé ya casi era el momento de terminar mi jornada. Antes de irme a casa, guiada por una sensación que podía más que mi propia voluntad, me dirigí a la que hasta aquella mañana había sido habitación de Ginés. No sé para qué lo hice, tal vez para despedirme de su espíritu, por si parte de él se hubiera quedado prendido entre aquellas cuatro paredes frías e impersonales. Pero una sorpresa me estaba aguardando: el propio Ginés, solo, con cara de amargura, sentado en un sillón, con la maleta preparada a su lado.

–¡Ginés! – exclamé – Pero ¿qué haces aquí todavía? ¿No venía tu padre a buscarte hace rato?

–Vaya, pues ya ves, no ha venido. Me ha llamado diciendo que tenía una reunión muy importante y que era probable que no terminara hasta bien entrada la tarde. Y por cierto, tú también ibas a venir para despedirte y no has aparecido por aquí en toda la mañana.

Me senté en la cama, frente a él, y le cogí una mano. La acerqué a mi boca y deposité en ella un pequeño beso.

–Lo siento – respondí – no me gustan las despedidas y en este caso.... no me hace ninguna gracia saber que no voy a verte más.

–Bueno.... eso será si tú no quieres. Mi intención era que nos intercambiáramos los teléfonos. Ya sé que tienes novio, pero yo no pretendo ocupar su lugar. Sólo me gustaría que siguiéramos siendo buenos amigos.

–Tienes razón, lo siento. Anda, coge tus cosas que te llevo yo a casa. Desde luego tu padre... ya le vale.

Vivía en un pequeño chalet ubicado a las afueras de la ciudad. Durante el trayecto me contó que la relación con su padre no era buena, nunca lo había sido, pero mucho menos desde la muerte de su madre.

–La verdad es que yo nunca he sido un dechado de virtudes, más bien al contrario, y mi padre no aceptaba mi comportamiento. Creo que mi única cualidad era que siempre fui buen estudiante. Por lo demás era un juerguista, derrochador, caprichoso..... Mi madre siempre tapó mis defectos, a pesar de que tampoco le gustaban. La echo terriblemente de menos, sobre todo ahora que tanto la necesito.

–Y... ¿tu novia? – pregunté, temerosa de escuchar la respuesta, pues durante todo aquel tiempo de conversaciones apenas había hecho referencia a ella en alguna ocasión y muy de pasada.

–Adela.... no sé en qué momento me di cuenta de que no la quería. El verano en que conocí a esa chica a la que me recuerdas tuvimos una discusión muy fuerte y se largó de la casa en la que pasábamos las vacaciones. Fue entonces cuando me lie con la muchacha y ocurrió lo que te conté. Fui un cretino. Aquella niña me amaba y yo sé que a su lado hubiera podido intentar ser feliz y superar todas mis estupideces. Pero en lugar de buscarla y suplicarle perdón, busqué a Adela. Fue mi novia hasta las pasadas Navidades. Me sentí cansado, cansado de ella, de sus caprichos, de sus tonterías, de mí mismo.... Quise cambiar y comenzar de cero, y empecé por apartarme de ella. No le importó demasiado. Poco después ya salía con otro chico y ya ves, durante mi estancia en el hospital no vino a visitarme ni una vez.... tampoco mi padre vino apenas. Supongo que es mi sino. Sembré vientos... y ahora me toca recoger tempestades.

Mientras lo escuchaba notaba como mi corazón se iba encogiendo poquito a poco y un nudo en la garganta me impedía hablar y empujaba alguna lágrima traicionera que se escapaba de mis ojos. Suerte que en ese preciso momentos llegamos a su casa y así evité decir nada. Era una coqueta casita de campo, rodeada de un cuidado césped y con una piscina en la parte trasera. El porche delantero era de madera oscura y la puerta de entrada también. Sacó las llaves del bolsillo de su vaquero y a tientas metió la llave en la cerradura. Nos recibió un pequeño hall a la izquierda del cual estaba una amplia y luminosa cocina, de frente el salón, a dos alturas; al fondo, una amplia cristalera daba al porche trasero, y al lado de la pared izquierda las escaleras que subían al piso de arriba.

–¡Qué bonita es tu casa! – exclamé – Y muy acogedora. Pero ¿vas a estar solo? ¿Nadie te va a cuidar? No sé... tu padre, algún familiar... al menos mientras no recuperes la vista.

--No te preocupes. Mi padre no me ha ido a buscar al hospital, pero ya ha contratado un monitor para que me enseñe a desenvolverme solo por la casa y una señora de servicio. Realmente espero que esta situación no se prolongue durante mucho tiempo. Necesito ver. Necesito verte, Damia, no sabes cuánto.

Le miré mientras él miraba al infinito. No estaba yo muy segura de que fuera posible que recuperara la vista. En todo caso, si lo conseguía, la sorpresa que se llevaría al verme sería mayúscula... o tal vez no... o tal vez no dejaría que me viera... ¡Qué confundida estaba! Tanto, que en cuanto mi mente comenzaba a liarse prefería apartar de ella los problemas y vivir el presente, el momento, al lado de aquel muchacho que ya no era el mismo que había conocido años atrás.

–¿No tienes hambre? – le pregunté evitando responder a su comentario – Son casi las tres y media. A lo mejor tu padre ha tenido la deferencia de llenarte la nevera y te puedo apañar algo. Anda, siéntate.

Me dirigí a la cocina y al abrir la nevera comprobé que estaba repleta.

–Hay mucha comida – dije – ¿Qué te parece si hago unas pizzas?

–¿Te quedarás a comer conmigo?

–Pues claro. Ya que voy a hacerte la comida, qué menos que me invites ¿no?

Le escuché soltar una carcajada mientras ponía las pizzas en el horno. Entretanto se hacían me acerqué a la ventana de la cocina y miré hacia fuera. El sol calentaba tímidamente. Aunque estábamos casi en diciembre el invierno todavía no había querido llegar y eso me gustaba. De pronto Ginés apareció detrás de mí y puso su mano derecha sobre mi hombro. Yo di un respingo.

–¿Te he asustado? Perdona. Estas mirando por la ventana ¿verdad?

–Sí. Hace un día muy bonito. El cielo está muy azul... y la hierba muy verde.

Me sentía mal describiéndole lo que se veía a través del cristal. Me daba mucha pena que no pudiera verlo él mismo.

–Anda – le dije – vamos a sentarnos al sofá, que las pizzas ya están y estaremos más cómodos allí ¿no te parece?

Al cabo de un rato compartíamos la comida y una botella de vino sentados en el sofá de su salón. La luz de la tarde entraba por el amplio ventanal trasero dando calidez a la estancia. Me sentía tan bien que por momentos deseaba quedarme allí para siempre.

–Damia ¿Tú crees que volveré a ver? – preguntó de pronto.

Su interrogante trajo de nuevo a mi mente mis antiguas ansias de venganza. No porque deseara hacerle daño ya, sino por la posibilidad en sí que se me presentaba. Podría ser mala con él y decirle que aquí, en España, nada podría devolverle la vista, que se olvidara de ello y se mentalizara de que tenía que adaptarse desde ya a su nueva vida de invidente. Podría soltarle aquello y dejarlo así. Pero yo sabía algo más y aunque no había decidido cómo ni cuándo se lo iba a contar, de hecho mi primera intención había sido no volver a verle, supe que aquel era el momento preciso y adecuado.

–Verás, Ginés, aquí en España no hay solución para tu ceguera, no voy a engañarte ni a darte falsas esperanzas, pero estuve hablando con uno de los oftalmólogos del hospital. Es un hombre muy competente y muy estudioso, amigo de mi padrastro. Me comentó que hay un médico que opera este tipo de lesiones con un alto grado de efectividad. Primero tendría que evaluar la tuya y a la vista de los resultados te operaría o no. Sus intervenciones tienen un éxito del noventa por ciento. El inconveniente es que trabaja en el hospital Monte Sinaí de Nueva York y el coste económico es bastante alto.

Mientras yo hablaba se le iba mudando el rostro. De la preocupación inicial daba paso a la alegría contenida.

–Pero... eso es maravilloso. ¿Cuándo puedo verle? Tengo que concertar una consulta con él.

–Tranquilo, Ginés. Si quieres yo puedo enterarme de todo y te informo. Hablaré de nuevo con el amigo de mi padrastro y me pondré en contacto con el médico americano, a ver qué podemos hacer.

Me abrazó efusivamente y yo me dejé abrazar. Cuando nos separamos vi que tenía la cara bañada en lágrimas.

–Pero ¿por qué lloras, tonto? – le dije mientras limpiaba con mi mano sus mejillas.

–Lloro de alegría. Muchas gracias, Damia, nunca podré agradecerte lo que estás haciendo por mí. No me he equivocado contigo, desde el principio un sexto sentido me hizo confiar en ti. Es... es una lástima que tengas novio, si no lo tuvieras, yo no te iba a dejar escapar.

Correspondí a su cariño abrazándole yo también. Mientras estaba con mi cara pegada a la suya, con mis brazos entrelazando su cuello, quise decirle que yo era Dunia, y que aunque tenía novio, de pronto me habían entrado dudas de si lo quería realmente o no, y que aunque al principio me había acercado a él para vengarme, ahora ya no estaba segura si seguir con mis planes o ayudarle a recuperar su vida. Pero no dije nada. Me desasí suavemente de sus brazos y en ese momento sonó el timbre.

–Debe ser la señora que envía mi padre – dijo.

Me acerqué a abrir la puerta y efectivamente eran la mujer que lo iba a atender y el monitor que le iba ayudar a desenvolverse. Aprovechando la circunstancia me despedí.

–Tengo que irme, se me ha hecho tarde – dije –. Adiós, Ginés. Estamos en contacto.

Me acompañó hasta la puerta del coche.

–Adiós, Damia. Vuelve pronto, por favor. Me gusta estar contigo.

No le respondí con palabras. Me armé de valentía y deposité un suave beso en sus labios. Luego me metí en el coche y regresé a mi hogar.