martes, 18 de mayo de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 26

 



Nos alojaron en el hotel del propio hospital, todo un lujo propiciado por el doctor Jefferson. La tarde de nuestra llegada hacía frío y la ciudad estaba envuelta en una espesa capa de nubes negras que presagiaban nieve. Apenas cenamos en los comedores del hotel, nos metimos en la cama y nos dormimos. El viaje había sido largo y el día siguiente se presentaba cargado de emociones. A las nueve teníamos que presentarnos en la consulta del médico

El galeno en cuestión era una hombre alto y enjuto, de rostro afable, surcado por infinidad de pequeñas arrugas y con unos profundos ojos oscuros. Nos estaba esperando, a pesar de que no comenzaba a pasar consulta hasta más entrada la mañana, había optado por comenzar con Ginés cuanto antes.

Después de hacerle las preguntas pertinentes para su historial médico comenzaron a practicarle las pruebas necesarias para confirmar el diagnóstico inicial, pruebas que duraron casi toda la mañana. El doctor nos citó nuevamente a las seis de la tarde para conversar sobre los resultados y decidir lo que se había de hacer.

Durante el almuerzo pude comprobar que Ginés estaba intranquilo. Apenas probaba bocado y se dedicaba a juguetear con la comida.

–Todo va a ir bien – le dije colocando mi mano sobre la suya –. No te preocupes. Dentro de poco recuperarás la vista y todo volverá a ser como antes.

Asintió con la cabeza y apretó mi mano sobre el mantel. Terminamos de comer y le propuse dar un paseo por Central Park, pues quedaba muy cerca del hospital. Accedió. Nos abrigamos bien y salimos. El día había amanecido frío pero soleado, así que por el parque se veían algunas personas haciendo deporte y otras sentadas en los bancos aprovechando los tímidos rayos de sol de la tarde. Nosotros también nos sentamos. Ginés continuaba inusualmente excitado. Yo intentaba distraerlo con conversaciones triviales que al final acababan muriendo por el poco interés que él ponía en mis palabras.

–Pero a ver – le dije finalmente – ¿me vas a contar lo qué te pasa?

Antes de contestar se recostó en el banco y apoyó su cabeza sobre mis piernas. Me gustó aquel gesto espontáneo que me permitía acariciarle la cara y el pelo y me hacía sentir que yo era necesaria para él.

–Tengo miedo – dijo finalmente.

–¿A qué?

–A muchas cosas. Antes, durante la comida, dijiste que pronto todo volvería a ser como antes. Yo no quiero que vuelva a ser como antes. Quiero que mi vida sea diferente. Me gusta como está empezando a ser, y me da miedo que al recuperar la vista... pueda perder cosas.

–¿Cómo qué?

–Como tú. A veces pienso que estás ahí porque yo estoy ciego y que en el momento en que recupere la vista desaparecerás. Ahora es como... como si vivieras en mis sueños y tengo miedo de que al despertar te disipes, como se disipan las imágenes de los sueños.

El corazón se me llenó de un sentimiento tierno que me empujaba a quererle, a quererle sin derechos, sin miedo, sin mentiras, sin tiempo. Tenía que actuar con sinceridad y terminar con las dudas, con las venganzas, con las tonterías que rondaban por mi cabeza desde que me había vuelto a encontrar con él. Sus palabras me hacían sospechar que intuía mi identidad y que tal vez, de igual manera, intuyera mis intenciones. No me iba a descubrir de momento. Quería que me descubriera por sí mismo, que fueran sus ojos los que me vieran.

–Yo no me voy a ir de tu lado si tú no quieres que me vaya – contesté.

Cerró los ojos, aquellos ojos vacíos que luchaban por volver a la vida. Le acaricié la mejilla y besé su frente.

–Se acerca la hora. Es mejor que vayamos hacia el hospital.

Allí las noticias fueron las mejores. Las pruebas habían confirmado el diagnóstico del doctor y las posibilidades de que Ginés recuperara la vista eran del noventa por cien.

–Mario me ha hablado mucho de tu caso y me ha contado la amistad que os une, así que si estás de acuerdo te voy a operar en un mes. He reservado quirófano para ti el día diez de enero. Tendrás que pasar aquí una semana y si todo va bien regresarás a España con tus ojos sanos. Durante un tiempo deberás preservarte de la luz y tomar algunas precauciones, pero podrás volver a ver..

Ginés salió de la consulta exultante. Parecían haber desaparecido todos los miedos y las reticencias que apenas unas horas antes atormentaban su mente. Dimos un paseo por las calles de Nueva York y regresamos al hotel del hospital. Pedimos que nos subieran la cena a la habitación y cuando terminamos él quiso tomarse una ducha. Le ayudé un poco (se desenvolvía bastante bien solo) y mientras se duchaba lo esperé pegada a la ventana. La ciudad era un manto de luces. El cielo se había vuelto a nublar y caían unas gruesas gotas de lluvia que golpeaban el cristal con fuerza. El suelo se iba cubriendo de agua y se presentía el frío que debía de hacer en el exterior. Casi por instinto froté mis brazos, como si lo sintiera de verdad, sin embargo lo que sentí fueron los brazos de Ginés rodeando mi cintura.

–Me parece que estás al lado de la ventana contemplando el paisaje – me dijo al oído.

Recosté mi cabeza sobre su hombro y mis manos se posaron sobre sus brazos.

–Eres un atrevido. Podías haber tropezado – le regañé.

–Pero no lo hice. No he tropezado con nada, bueno, sí, contigo, pero esa era mi intención.

Sus labios, pegados a mi oído, hablaban en un susurro. La cercanía de su cuerpo hizo que perdiera el sentido y la noción de la realidad. Me di la vuelta, abracé su cuello y le besé en la boca con suavidad. Él correspondió a mi beso y nuestras lenguas surcaron la boca del otro, ávidas de un deseo que había permanecido dormido demasiado tiempo ya. A trompicones, sin dejar de besarnos, llegamos a la cama y nos tiramos en ella, entre risas.

–Te recuerdo que tienes novio – me dijo mientras me quitaba la parte de arriba del pijama –. Te lo digo por si te entran remordimientos y piensas que esto no está bien.

No esperó mi reacción a sus palabras, hundió su cabeza entre mis pechos y sus manos comenzaron a juguetear revoltosas despertando mi piel. Mi respiración se agitó y la suya también. Con torpeza y prisa nos fuimos despojando del resto de la ropa que molestaba. Cuando estuvimos desnudos, Ginés recorrió mi cuerpo no sé cuantas veces, con sus manos, con su boca, depositando besos en cada rincón de una piel que despertaba a un placer desconocido. Luego se introdujo en mi cuerpo con cuidado, lentamente, como si quisiera deshacer el agravio de años atrás, cuando me había penetrado de manera brutal rompiéndome las entrañas. Antes de comenzar su baile de amor se quedó muy quieto, muy dentro de mí, y me dijo al oído.

–No puedo verte, no sé cómo eres, no sé cómo terminará todo esto, pero hay algo que tengo muy claro: que te quiero.

Después me llevó a su mundo de placer y me hizo perder la conciencia de mí misma. Aquella noche hicimos el amor dos veces más. Casi no existían las palabras entre los dos. Sólo nos ocupamos de darnos placer y descansar un rato para comenzar de nuevo. Cuando finalmente nos quedamos dormidos ya el amanecer estaba en ciernes.

Al avión salía por la tarde, así que no teníamos prisa por levantarnos. Cuando lo hicimos era casi mediodía. Mientras nos preparábamos para dirigirnos al aeropuerto Ginés estaba muy callado. Sabía que algo raro estaba pasando por su cabeza. Antes de salir de la habitación, cuando iba a cruzar la puerta, me detuvo y me preguntó:

–Y ahora ¿qué?

No hizo falta que dijera más. En ese momento supe qué era lo que le preocupaba. Acaricié su mejilla y besé ligeramente sus labios.

–Me voy a ir a Oslo por Navidad. Después será tu operación. Te pido que me des ese tiempo para decidir qué hacer con mi vida.

Asintió levemente con la cabeza

Durante las horas que duró el viaje de regreso no soltó mi mano de entre la suya, como si quisiera apropiarse de mí para siempre. Y no sé cuántas veces me dijo “te quiero”.

*

Pasé unos días con él en su casa, los dos solos. Y confieso que deseé poder borrar mi vida anterior y partir de cero desde allí, desde aquel lugar y aquel momento. A aquellas alturas ya sabía que estaba completamente enamorada de él, pero también sabía que tenía que hacer las cosas bien y con cautela. Por un lado debía romper con Teo, por otro mostrar mi verdadera identidad a Ginés. Ni una cosa ni la otra iban a ser fáciles.

Ya de regreso a mi hogar, una tarde en la que me sentía especialmente triste, salí a caminar sin rumbo. Llegué hasta la Torre de Hércules. Hacía frío y viento. Se estaba haciendo de noche y apenas había gente en los alrededores. Mejor, pensé para mí. Era justamente lo que necesitaba, soledad, tiempo para meditar, para enfocar mi vida con objetividad y encarar la realidad con el coraje necesario para poder romper con todo. Sin embargo mis planes se fueron al traste cuando escuché una voz a mis espaldas.

–Vaya. No tenía pensado encontrarte aquí.

Yo estaba sentada en el muro que rodea la torre, mirando el mar embravecido que rompía contra la costa mucho más abajo. Miré hacia atrás y vi que era mi tía Teresa. Yo sabía que ella solía salir a caminar por la zona. Le sonreí ligeramente y la saludé.

–Hola tía. ¿Cómo estás?

Se sentó a mi lado sin contestar mi pregunta retórica. A las leguas se veía que estaba bien.

–¿Cuándo has llegado de Nueva York? – preguntó.

–Hace unos días – le dije.

–¿Y qué tal? ¿Cómo ha ido todo?

–Bien

Durante unos segundos nos mantuvimos en silencio. Yo no apartaba la vista del mar embravecido que convertía el agua en espuma a cada envite con las rocas.

–¿Y qué más? – preguntó finalmente Teresa.

–Que no sé qué hacer con mi vida, que estoy confundida y me siento mal, que tengo la vida y los sentimientos de dos personas en mis manos. A veces pienso que lo mejor que podría hacer es quitarme de en medio.

Mi tía me miró con una expresión de alarma en su rostro.

– No, no te preocupes – me apresuré a decirle – no pienso en marcharme de este mundo ni mucho menos. Pero algunas de mis compañeras están aceptando una oferta de trabajo que nos llegó de Portugal y... estoy pensando en hacerlo yo también. Aquí me parece que lo único que voy a conseguir es hacer infelices a los que más me quieren.

Teresa rodeó mis hombros con su brazo mientras unas lágrimas rebeldes que yo quería evitar se escapaban de mis ojos y rodaban impertinentes por mis mejillas.

–Me estoy convirtiendo en una mentira, tía. En una mentira absurda para dos hombres que me quieren. Y hasta ahora no me he dado cuenta de que esto no es un juego, es la vida... mi vida y la suya.

–Haz lo que tengas que hacer – me dijo – pero hazlo con sutileza, con sinceridad y con cuidado. No vas a poder evitar todo el dolor de los que te quieren, pero si eres sincera seguramente provocarás mucho menos que si sigues jugando.

La abracé y me dejé abrazar por la persona que mejores consejos me había dado. Estaba decidida a poner fin a la farsa que había montado casi sin querer.


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