martes, 24 de marzo de 2015

EL ÚLTIMO VUELO





Susana se miraba al espejo con la indiferencia de la costumbre, sin apenas percatarse de la cruel imagen que el cristal le devolvía: el pelo estropajoso y sin brillo, la piel ajada y con evidentes síntomas de descolgamiento prematuro, las pupilas de un azul desvaído que en nada recordaba ya al color marino de antaño….. Se sentó al borde de la bañera y se ajustó los pantis con resignación, terminando de vestirse con la desgana propia de quién no espera nada nuevo. La jornada que tenía por delante en nada se iba a diferenciar de la anterior, ni de la que comenzaría mañana, ni, previsiblemente, de ninguna otra que fuera llegando a lo largo de su insulsa vida.
Se dirigió a la cocina y se sirvió una generosa taza de café negro, su gasolina indispensable para poder afrontar los interminables quehaceres diarios, limpiar la casa, ir a la compra, preparar la comida para dos hijos adolescentes que la ignoraban y para un marido al que su sola presencia molestaba…. Se acercó a la ventaba con la taza humeante entre las manos y miró hacia fuera. Caía una lluvia fina y persistente y una espesa niebla gris envolvía la ciudad. “¡Qué día más triste!” pensó, mas de inmediato se dijo que no, que no era especialmente triste, era simplemente como todos sus días, daba igual que lloviera o que luciera un sol radiante, que los relámpagos iluminaran el cielo o que la nieve cayera extendiendo su manto blanco de seda. Por vez primera sintió una punzada de dolor en su pecho y un deseo de llorar que se le antojó nuevo y extraño y por primera vez, igualmente, se atrevió a cuestionar su pobre vida.
Había conocido a su marido siendo una niña, con apenas quince años, y la ilusión del cortejo la cegó llevándola a cambiar los libros del bachillerato por unas promesas de amor hechas a escondidas en las tibias noches de un verano de fiesta que quedaba ya muy lejano; promesas que quedaron tiradas en el cajón del olvido cuando el matrimonio convirtió en rutina el entusiasmo. De pronto se terminaron los besos, los gestos de cariño, los regalos de cumpleaños…. Pero Susana pensó que así debía ser, al fin y al cabo el matrimonio conllevaba unas obligaciones mucho más serias que todos aquellos detalles sin importancia.
Pronto llegaron los hijos, pedacitos de su propia persona en cuyo cuidado se volcó de manera casi obsesiva, olvidándose hasta de sí misma y de aquel marido que pronto dejó de prestarle atención. Ni siquiera la reclamaba ya por las noches, aunque eso era lo que menos le importaba, pues ella siempre había aceptado los juegos amorosos como una tediosa obligación que debía afrontar sin remedio. Su cuerpo de mujer hoy entrada en la cuarentena jamás se había sentido vivo.
Un día, cuando sus pequeños fueron creciendo y comenzaron a necesitarla menos, Susana quiso rescatar sus sueños de juventud, las pequeñas cosas, o tal vez no tan pequeñas, a las que había ido renunciando con gusto y abandonando por el camino en un gesto de generosidad que jamás nadie le había agradecido. Tal vez fuera el momento de retomar sus estudios. O quizá pudiera montar algún negocio que le permitiera aportar algo de dinero a la maltrecha economía familiar y a la vez matar el tedio de sus horas vacías. Pero cuando se lo planteó a su marido éste le dijo que ni hablar, que una mujer casada y respetable no debía hacer más que ocuparse de la familia y de la casa y que dinero ganaba él bastante, no iba a pasar por la vergüenza de poner a trabajar a su mujer. Y Susana transigió de nuevo, y de nuevo pensó que su marido tenía razón, siempre tenía razón, también el día en que se enteró de que tenía una amante, una muchacha joven y guapa con la que compartía únicamente momentos felices y a la cual no importaban nada sus miserias, al fin y al cabo ella ya hacía tiempo que había dejado de mostrar el más mínimo interés por el sexo.
Así fueron pasando los años, demasiado rápido para unas cosas, demasiado lentos para otras, pero siempre inexorables y firmes, convirtiendo en rutinarias desde las más bellas ilusiones hasta los más simples gestos, como las miradas que Susana echaba en el espejo del baño todas las mañanas mientras se preparaba para afrontar un día más, un día cualquiera, un momento cualquiera que pasaría sin pena ni gloria a engrosar la abultada lista de los momentos perdidos, de los días perdidos, de una vida perdida.
Aquella mañana húmeda y gris, después de tomar su taza de café negro, Susana regresó al cuarto de baño y se miró de nuevo al espejo, pero esta vez sin rutina, sin indiferencia y lo que vio no fue lo que el espejo reflejó, sino lo que guardaba dentro de sí sin darse cuenta, una mujer con ganas de vivir, de recuperar el tiempo perdido.
Empezó a tejer son sutileza unas alas con las que echar a volar, discretamente y en silencio. Fraguó la huida sin que nadie se diera cuenta, tan poca era la atención que le prestaban. En la peluquería arreglaron su pelo, en el salón de belleza devolvieron la tersura a su piel, en la tienda de la esquina se compró ropa bonita y su ilusión y su empeño devolvieron el azul intenso a sus ojos desvaídos. Y el espejo, todas las mañanas, le devolvía generoso la imagen real en la que se estaba convirtiendo, la imagen que siempre deseó ver y que siempre le fue negada.
El día en que se atrevió a disfrazar su cobardía de coraje se levantó temprano, metió unas pocas pertenecías en una maleta, se tomó su café de todas las mañanas y por unos instantes se sentó en el sofá de la sala y se dedicó a recordar. Por su mente pasaron retazos de su vida como si de una
sucesión de fotogramas se tratara. “Dicen que esto es lo que ocurre cuando uno se ve cerca de la muerte” pensó, y no le faltaba razón, porque si bien ella no se iba morir, sí que iba a dejar atrás aquello por lo que hasta entonces había vivido y que tan pocas satisfacciones le había reportado. El amor de su marido, su odio, su indiferencia; el cariño de sus hijos, su desapego, su indiferencia; sus propias ilusiones, su indiferencia…..sus ganas de volar.

Recorrió la estancia con la mirada antes de levantarse. Cuando lo hizo tomó papel y lápiz y garabateó unas letras: “Me voy, no intentéis buscarme, no pienso volver”. Depositó la nota encima de la mesa de la cocina y sin sentir el más mínimo atisbo de nostalgia ni remordimiento tomó su maleta y salió de la casa. Cuando escuchó el ruido sordo de la puerta al cerrarse sonrió y respiró aliviada por primera vez en mucho tiempo. Había terminado de tejer sus alas y con la seguridad que le daba la satisfacción de estar a punto de conseguir sus anhelos hizo lo que siempre había deseado hacer: volar

domingo, 22 de marzo de 2015

HISTORIAS DE UN VECINDARIO



       Os dejo aquí un capítulo  de una de mis novelas publicadas. Espero que os divierta. Si alguien estuviera interesado en hacerse con ella me puede enviar un privado por facebook.

Alonso Ardavín salió de la tienda de Olvita absolutamente satisfecho por el trabajo realizado. En el fondo sabía, dados los antecedentes que obraban en su poder, que no le sería demasiado difícil desenmascarar a aquella impostora. Tenía pruebas suficientes para empaquetarla bien empaquetada, pero había querido comprobar con sus propios ojos hasta dónde llegaba el descaro de aquella mujer, sobre todo desde la última denuncia que había presentado en el Colegio de Médicos un tal Arnulfo Pasolini y que él mismo había recogido. Ahora únicamente se tenía que entrevistar con dos de las afectadas, elegidas por el director del Colegio considerando la gravedad de los hechos: Cornelia Argüelles, que era, a la postre, la dueña del salón de baile, barra americana y única pensión que había en el pueblo y en la que él mismo se hospedaba, y una tal Antoñita García, apodada Pasión al parecer por los muchos varones a los que había calentado la cama a lo largo de su vida, detalle éste que no le interesaba en absoluto, pero que alguien se había molestado en incluir en el resumen de las muchas denuncias interpuestas.
Esa misma noche, cuando bajó a cenar un frugal refrigerio consistente en un poco de tocino frito, un par de huevos con dos chorizos y un plato de patatas fritas suficientes para reventar el estómago de un cavador, Alonso aprovechó para solicitar una entrevista con la dueña del negocio, a lo que la camarera, una negra entrada en años y en carnes, le contestó que tenía que consultar la agenda de su ama para ver si estaba libre de ocupaciones esa noche y tenía a bien recibirle. Esperó Alonso el regreso de la sirvienta dando buena cuenta de la suculenta cena y cuando a punto estaba de tragar el último bocado, apareció de nuevo la negra haciéndole saber que Doña Cornelia estaría encantada de recibirle en el saloncito azul, donde compartirían un delicioso café traído directamente de Colombia.
El saloncito en cuestión no era más que una habitación oscura y sin ventilación cuyas paredes aparecían forradas de una consistente tela azul llena de lamparones. Por mobiliario una vieja mesa baja, dos o tres estanterías medio vacías y dos butacas orejeras a las que hacía falta un buen tapizado. En una de ellas estaba sentada una mujer de edad indefinida cuyo rostro evidenciaba todavía la belleza de la que seguramente gozara si no fuera por el hundimiento de sus labios. Sonrió al caballero y de esa manera mostró su dentadura hueca que le daba un aspecto extraño.
-Siéntese por favor – le dijo amablemente – he dado orden a la mucama para que nos sirva el café en breves instantes. Tengo entendido que se aloja en mi pensión y que desea hablar conmigo, pues usted dirá en qué puedo servirle.
Alonso se sentó en el sillón orejero que quedaba justo en frente al que ocupaba la mujer y no se anduvo con muchos rodeos. Aquel cuarto azul lo agobiaba y deseaba terminar la conversación que lo había llevado allí cuanto antes.
-¿Conoce usted a Olivita Torres?
-Si viene de parte de ella ya puede usted largarse. Estoy harta de sus monsergas – contestó Doña Cornelia con evidentes signos de inquietud, incluso de ira mal contenida.
-No por Dios, nada de eso. Soy representante del Colegio de Médicos y estoy investigando las atrocidades de esa mujer. La negligencia que cometió con usted es una de las más graves y simplemente quería que me relatara lo que considere conveniente sobre su caso. Me gusta tener información de primera mano.
En ese preciso instante la criada entró con la bandeja de café y la depositó en la mesita.
-Gracias Marciana, puedes retirarte, yo misma sirvo el café. A veces pienso que la culpa la tuve yo por acudir a ella – comenzó a decir Doña Cornelia mientras derramaba el humeante café en las tacillas de porcelana china – pero en los momentos de desesperación....ya sabe usted, podemos llegar a actuar de la manera más ilógica. Hacía unos días que sufría de dolor de muelas que iba calmando con aspirinas, pero la noche del viernes al sábado aquel dolor lacerante se volvió insoportable. Ni si quiera las aspirinas tomadas de dos en dos conseguían hacerlo desaparecer. Mi dentista estaba de viaje y yo necesitaba sacarme aquella muela como fuera. No se me ocurrió mejor cosa que buscar ayuda en Olivita. Debí de volverme a mi casa cuando me dijo que me quitaba la muela de mil amores, pero que tenía que pedir instrumental a Luisíñolo pues ella no tenía. Luisíñolo es el herrero que vive dos casas más abajo y que se dedica fundamentalmente a herrar burros y caballos. Ella regresó de la herrería con unas tenazas de considerables dimensiones y se puso manos a la obra. Ni siquiera me preguntó cuál era la muela afectada, me hizo abrir la boca y me la arrancó así en vivo, sin anestesia ni nada. No se imagina usted el dolor que sentí, la sangre salía a borbotones y en seguida de mi cuenta de mi error. Pero lo peor fue cuando al llegar a mi casa me percaté de que no me había quitado la muela que me dolía sino la de al lado. Imagínese. Pasé el fin de semana más horrible de mi vida. Cuando el lunes acudí a mi dentista tenía una infección de caballo provocada por las bacterias que contenían las tenazas con las que aquella desgraciada me quitó la muela. Como consecuencia de la misma he perdido la mayoría de mis piezas dentales y he tenido que aumentar el negocio para poder pagarme una buena dentadura postiza, pues todo lo que tenía ahorrado se me fue con esta historia. Créame usted que una mujer de mi posición en la vida hubiera regentado una barra americana si no fuera por una necesidad grave. En cuanto consiga el dinero que me hace falta la cierro.
-La entiendo perfectamente. ¿Y no ha pensado en reclamarle daños y perjuicios?
-Para qué. He interpuesto un montón de denuncias contra ella, pero la muy ladina tiene buenos contactos en los juzgados y siempre sale de rositas. Lo único que quiero es volver a ser la de antes y olvidarme de este horrible episodio para siempre. Me ha trastocado la vida. ¿Usted se cree que me gusta tener la casa como la tengo? Los muebles medio desvencijados, las paredes con este papel lleno de mierda....que va, pero ahora mismo no puedo hacer otra cosa más que ahorrar para tener mi sonrisa de antes.
-Créame que lo siento. En fin, ya me ha dicho usted suficiente y le estoy muy agradecido. No debe ser agradable recordar esos horribles episodios de su vida.
-Claro que no, pero si sirve para darle a esa vieja zorra su merecido.... en fin, yo también me voy a retirar a mis aposentos. Por cierto ¿le ha gustado el café?
-Realmente delicioso.
*
Entretanto, Olivita consultaba con afán su enciclopedia médica, aquella que le había comprado a plazos a un vendedor que había aparecido un buen día por su tienda y esta vez se sorprendió de lo pronto que llegó a un diagnóstico. La madre de Don Alonso padecía candidiasis intertriginosa, una enfermedad cutánea que se caracterizaba entre otras cosas, a las que por supuesto no dio importancia, por las pústulas purulentas y el prurito, síntoma este último que a aquellas alturas nuestra versada en medicina no había conseguido averiguar lo que era. La dolencia podía ser consecuencia de falta de higiene, obesidad o diabetes. Se inclinó por eso último, pues le parecía poco probable que la madre de un señor tan educado y elegante fuera puerca o gorda. No encontró explicación alguna al hecho de que las lesiones se agravaran con la niebla o la tormenta, pues precisamente en la enciclopedia se señalaba que tal agravamiento iba ligado a la estación seca, pero de nuevo obvió ese pequeño detalle que a su juicio no llevaba a ninguna parte. Se concentró entonces en buscar solución a la enfermedad y efectivamente dio con ella: loción a base de detergente o gel tópico formulado con sulfuro de selenio. No sabía qué era el sulfuro de selenio ni falta que le hacía, pero detergente y gel...de eso había a raudales en su tienda. Echó una cucharadita de detergente barato de lavadora en un botecillo de cristal y lo mezcló con gel de baño del peor que vendía en la tienda. Completó la mezcla con unas gotitas de aceite de ricino y un chorrito de agua. Luego guardó el frasco en la nevera, convencida de que Don Alonso iba a quedar gratamente sorprendido de su eficiencia.
*
Alonso Ardavín pospuso la visita que tenía pensado hacerle a Antoñita Pasión hasta el último día. Había llegado a sus oídos que la mujer era un poco lela y que a pesar de todo lo ocurrido entre ambas conservaba una muy buena relación con Olivita Torres. Siendo así, no quería que Antoñita pusiera sobre aviso a la otra de su visita ni de sus verdaderas intenciones, por lo que se presentó en casa de la esposa de Piero el mismo día que había quedado en regresar a la tienda de Olivita a buscar los resultados del examen médico a distancia que aquélla se había comprometido a realizar a su madre.
Llamó a la puerta con tres golpes suaves, pero firmes, y al poco le abrió la puerta una mujer pequeña, entrada en carnes, pero hermosa, con los ojos más bellos y dulces que hubiera visto en su vida.
-Buenos días, disculpe ¿vive aquí Antoñita.... eh...Antoñita? -no recordaba Alonso un apellido tan simple como García, en parte porque se le venía a la mente el apodo de “Pasión”, en parte porque la visión de aquella mujer lo dejó un tanto desconcertado.
-¿Antoñita García, más conocida como Antoñita Pasión? Esa soy yo misma. - respondió la mujer.
El desconcierto inicial del hombre aumentó unos cuantos puntos. Nunca se hubiera imaginado que la mujer que buscaba fuera poseedora de semejante belleza.
-Si, esa es la mujer que busco. Eh..... verá, necesitaba hablar con usted unos minutos.
Antoñita dudó unos segundos. No sabía muy bien el motivo, pero desde que le había abierto la puerta a aquel hombre sentía un cosquilleo en salva sea la parte, como cuando estaba soltera y se dedicaba a dar cariño a los mozos en el pajar de la parte de atrás del salón de baile. No podía ser, era una mujer casada y le debía fidelidad a su esposo. Si dejaba entrar en su casa al caballero que tenía delante era probable que no pudiera hacer otra cosa que dar rienda suelta a sus instintos.
-¿Hablar de qué? -preguntó – no está mi marido y no sé si será correcto dejar pasar a un hombre a mi casa.
El decoro del que hacía gala la buena mujer despertó todavía más el incipiente interés que Alonso comenzaba a sentir y fue por ello que no le quedó más remedio que insistir para que lo dejara entrar en la casa y mantener una conversación con ella que, sin lugar ha dudas, resultaría muy interesante.
-No se preocupe – le dijo – no traigo malas intenciones, sólo deseo hablar de Olivita, la tendera. Soy delegado del Colegio de Médicos, me han encargado una investigación por ciertos hechos nada agradables y pienso que usted tiene algo que contarme.
Antoñita miró al hombre durante unos segundos, recelosa y tímida, mas enseguida pensó que aquella era la mejor ocasión para limpiar la reputación de la buena de Olivita, que siempre se había portado tan bien con su familia y a la que ahora atacaban por todos los flancos por culpa del metiche de su cuñado. Franqueó la entrada a Alonso y lo hizo pasar a la salita, donde sus tres hijos pequeños, milagrosamente, se entretenían en dibujar unos bellos paisajes en papeles de periódico pasados de fecha.
-Niños, salid a jugar al patio, que hace muy buen tiempo. Yo tengo que hablar con este señor.
Obedecieron los pequeños sin rechistar, mas mientras los dos mayores se dedicaban a dar patadas a un balón, Catarino pegó la oreja a la puerta de la sala, muerto de la curiosidad por la conversación que su madre iba a mantener con aquel desconocido.
-Dígame usted, ¿qué quiere que le cuente? Pero siéntese, siéntese, no se quede de pie, disculpe mi torpeza.
Se acomodó Alonso en el sofá marrón, al lado de Antoñita, y comenzaron la conversación.
-Tengo entendido que la tal Olivita le ha prestado servicios médicos en más de una ocasión.
-Si...bueno....ella sabe mucho de esas cosas, de hecho creo que la mayoría de los niños del pueblo nacieron gracias a ella. Es partera ¿sabe usted? Y además es muy estudiosa y con el tiempo aprendió no sólo a traer niños al mundo sino otras cosas relacionadas con la medicina. No puedo decir nada en contra de ella, a mi familia siempre la trató muy bien.
-Pues a mí me han dicho lo contrario. Según mis informes cuando usted dio a luz a su quinto hijo estuvo a punto de morir por la absurda pasividad de esa mujer, que por cobrar una importante cantidad de dinero, no fue capaz de admitir que el niño venía mal y que era necesario llamar al médico. Por otra parte también tengo conocimiento de que hace bien poco ejerció de psicóloga para su hijo con nulos resultados, cobrándoles, igualmente, más de la cuenta.
-¿Quién le ha contado eso? Mi cuñado ¿verdad? Él no la puede ver, por eso dice esas cosas sobre ella.
-¿Insinúa usted que lo que su cuñado me ha contado es mentira?
-Bueno, lo del parto fue un descuido y lo del niño..... hacía preguntas muy raras y después de las sesiones con Olivita dejó de hacerlas.
-Quiero hablar con el niño, si es usted tan amable.
-No creo que sea necesario, el niño....
-Olivita es una vieja puta - manifestó a voz en grito Catarino a la vez que abría de pronto la puerta de la salita – y a mi hermano sólo le mandaba dibujar, y le hacía preguntas sobre mis padres, que dónde guardaban el dinero y cosas así. Mi tío Arnulfo dice que es una vieja puta.
-Me parece que tengo ya las cosas bastante claras -dijo Alonso levantándose después de escuchar al pequeño – a esa mujer se le va a caer el pelo. Buenas tardes, señora, un placer charlar con usted.
-¡Espere! No se vaya. ¿Qué puedo hacer para evitar todo esto? - rogó Antoñita.
-¿Qué quiere decir?
-No quiero que perjudiquen a Olivita. Puede que tenga sus fallos pero....tengo miedo de que tome represalias contra nosotros si le ocurre algo. Estoy dispuesta a hacer lo que sea a cambio de que no salga perjudicada de todo este lío.
De pronto Alonso vio en aquel ofrecimiento la posibilidad de saciar sus ansias de mujer, de aquella mujer que, sin saber por qué, le zarandeaba los sentidos.
-¿Qué estaría dispuesta hacer? -preguntó con su voz más sugerente.
-Le dejo elegir -contestó Antoñita a la vez que obsequiaba al hombre con una sensual caída de párpados.
Y eligió, vaya si eligió.




jueves, 19 de marzo de 2015

DÍAS DE ENSUEÑO


Mamá se murió una soleada tarde marzo, cuando la incipiente primavera comenzaba a hacer brotar de nuevo la vida. Sus últimos meses habían transcurrido a mi lado, pues cuando la atacó la enfermedad y no se pudo valer por sí misma, no me quedó más remedio que llevarla conmigo para poder atenderla como era debido. Y digo que no me quedó más remedio porque mi madre y yo nunca nos llevamos bien. Recién cumplidos los veinte años, harta de nuestros continuos enfrentamientos, hice las maletas y me marché bien lejos, a la capital, donde el bullicio y las prisas me permitieran olvidar el pueblo y toda mi existencia anterior, incluida a ella, a mi propia madre. Siempre fui consciente, sin embargo, de que una de las causas de mi inquina hacia ella fue el resentimiento que me horadó el corazón por no permitir que me despidiera de mi padre.
Aquel verano, el verano de mis doce años, fue el último que pasé con papá. Y fue especial, tan especial que no pasó un día de mi vida sin que asomara a mi mente el recuerdo de aquellas semanas. Mi padre nunca fue muy cariñoso. Era un hombre rudo, tosco, un hombre de campo que llegaba por las noches a casa oliendo a tierra y a hierba seca, cansado del trabajo y sin muchas ganas de cuentos. Cenaba lo que mamá le ponía en la mesa y se sentaba un rato a ver la tele, aunque la mayoría de las veces acababa durmiéndose en el sofá y cuando despertaba se marchaba a la cama refunfuñando. Así era su vida un día tras otro.
Un día de aquel verano, papá me preguntó si quería acompañarle a pescar al río. Él iba con frecuencia, pero jamás me había invitado, así que, gratamente sorprendida y sin saber a ciencia cierta si sería muy de mi agrado el tema de la pesca, le dije que sí. Me enseñó a poner el cebo en el anzuelo, a lanzar el hilo de seda que surcaba el aire con un silbido tenue que me recordó al viento, a desprender de la caña las truchas que se agitaban inútilmente en un vano intento por esquivar la muerte, y cuando regresamos a casa, al anochecer, juntos cocinamos nuestros tesoros robados al río. Aquella noche, en la oscuridad de mi cuarto, observando en el techo las extrañas formas que reflejaba la luz de la luna, fui consciente por primera vez de que papá, a pesar de su carácter huraño, me quería. Y yo, a mi vez, le amé mucho más de lo que ya le había amado hasta entonces.
Aquella sensación de amor paternal se fue haciendo más intensa durante las semanas siguientes. Mi padre no desaprovechaba instante alguno para estar conmigo, incluso robando momentos a sus duros quehaceres en el campo. Juntos cazamos grillos, compramos golosinas en la tienda de la señora Martina, me llevó a la era montada en la carretilla e incluso un domingo fuimos al cine, en la ciudad. Fueron los días más felices de mi vida.
A principios del mes de septiembre, como todos los veranos, me fui a pasar unos días a casa de mis tíos, que vivían en un pueblo de la costa, a disfrutar un poco de la playa y de los últimos rayos del sol. Antes de subir al tren, mi padre me abrazó con fuerza y después de darme un sonoro beso en la mejilla me dijo:
-Te quiero, lagartija, no lo olvides nunca.
Fue la primera vez y la última que me declaró su cariño. Cuando regresé de mis vacaciones papá no estaba en casa, ni en el campo, ni siquiera estaba ya en la vida. Papá se había muerto de un infarto fulminante. Cuando escuché a mi madre darme la noticia solté un grito desgarrador y llorando desconsoladamente le reproché el no haberme avisado. Me dijo que no quería hacerme sufrir, como si no fuera sufrimiento regresar al hogar y enterarme de que mi padre estaba bajo tierra y que jamás podría disfrutar de nuevo de su compañía. La odié por ello y ese odio me acompañó toda mi vida. Hoy sé que de manera injusta.
Con la muerte de mi madre, el arreglo de papeleos me llevó a regresar al pueblo a buscar una partida de defunción de mi padre, mas para mi sorpresa, en el registro civil me comunicaron que allí no constaba defunción alguna a nombre de Constantino González. Supuse que tenía que ser un error así que, una vez en nuestra casa de antaño, me puse a revolver todo papel que encontré a ver si, de casualidad, mamá había guardado algo relacionado con el deceso, por lo menos una esquela, pero mi búsqueda no dio fruto alguno. Durante unos días le di vueltas una y otra vez al problema que se me presentaba hasta que algo en mi interior me dijo que tal vez mi padre no se hubiese muerto, al fin y al cabo yo jamás había visto el cadáver.
Supe que la única que podía disipar mis dudas era mi tía Virtudes, la que vivía en la costa y a ella acudí dispuesta a descubrir lo que fuera, incluso una verdad cuya cada vez más tangible posibilidad me daba miedo. No hizo falta insistir mucho para que mi tía hablara. Hacía ya tantos años que había ocurrido todo que ya no tenía sentido guardar el secreto.
-Es verdad, tu padre no murió, se enamoró de otra mujer y os abandonó a tu madre y a ti. Aquellas semanas que vivió intensamente a tu lado, de las que tú tanto hablas todavía y mantienes vívidas en tu memoria, sólo fueron el preludio de su despedida silenciosa. Él ya le había dicho a tu madre que se iba, que se iba muy lejos con aquella mujer y que no volvería jamás. Le rogó que le permitiera pasar contigo aquellos días y ella, haciendo un esfuerzo sobrehumano, accedió, al fin y al cabo tú también eras su hija, aunque desde luego él no se merecía tal deferencia. Luego, cuando finalmente se marchó, tu madre nos hizo prometer a todos que jamás te contaríamos la verdad. Sabía que le querías ciegamente, y que seguramente, a la larga, te dolería menos su muerte que sentirte abandonada. Él vive en Francia y allí tiene otra familia.
Salí de aquella casa con el corazón oprimido por la angustia. En apenas unos segundos mis ojos se habían abierto a una realidad cruel. Los días de ensueño al lado de mi padre habían sido sólo una quimera absurda, una ilusión ciega que me había llevado a despreciar a quien con mucho esfuerzo había conseguido lanzarme a la vida. Pero ya era tarde para pedir perdón. Seguirá siendo tarde para siempre.


martes, 17 de marzo de 2015

SILENCIOSA DESPEDIDA


EL
La vi hacer las maletas a través de la ventana de su habitación, escondido yo entre las azaleas que adornan su jardín, como si fuera un cazador esperando su presa. No lo pude evitar, me sentía, me siento, demasiado atraído por ella como para estar cerca y no prestarle atención
La noche anterior habíamos acudido a una cena familiar y la ignoré deliberadamente, ni una mirada, ni una sonrisa, apenas dos palabras cuando nos retiramos. Permaneció sentada en su esquina, mirando con expresión ausente a aquellos que la rodeaban y se divertían, en medio de una algarabía que parecía no ir con ella. Ardía yo en deseos de ir a su lado, de sacarla a bailar, de rodear con mis brazos su cuerpo para que me trasmitiera aquella calidez que parecía emanar de su piel canela y llamarme con desesperado frenesí. Tal vez por ello fue que tuve que ignorarla. Temía que al prestarle la más mínima atención, mis gestos me delataran y todos se dieran cuenta del deseo que me consume cuando estamos cerca.
Todo comenzó unos días atrás, o tal vez unos meses atrás, quizás incluso en el momento exacto en que nos conocimos, el cual se pierde en mi memoria amontonado entre los recuerdos de la infancia. La vi apoyada en la columna del porche, al fresco de la noche, sola. Los niños dormían y el marido se había tenido que marchar por motivos de trabajo. Me acerqué a ella y cuando me vio me sonrió. Me invitó a un café o a una cerveza que rechacé. No debía entretenerme mucho, mi mujer me esperaba en casa, pero aquella oportunidad no podía perderla.....estaba sola.
En mitad de una conversación trivial, aprovechando un silencio, me acerqué a ella y rodeando su cintura con mis brazos la atraje hacia mi y me atreví a besarla. No opuso resistencia, al contrario, sus labios se entreabrieron y dejaron que mi lengua explorara su boca, agitando su respiración. Cuando nos separamos me sonrió y me miró con ojos pícaros. No dijo nada, yo tampoco. Volví a besarla y deslicé mi mano a través de la fina tela de la camiseta que vestía, acariciando sus pechos y arrancándole un leve gemido. El sonido de mi móvil rompió el hechizo. Mi mujer se preocupaba por mi tardanza.
-Vete – me dijo – te está esperando impaciente.
Me hubiera gustado suplicarle, rogarle que me dejara dormir a su lado esa noche, pero sólo fui capa de sugerirle que me acompañara hasta el coche. Lo hizo y al lado del portal volvimos a besarnos. Luego me fui y ella me acompañó ocupando todo mi cerebro, todo mi corazón, cada centímetro de mi piel que se erizaba con sólo imaginarla.
Esta tarde la dejé marchar sin siquiera despedirme. La vi meter las maletas en el coche y emprender el viaje al lado de sus hijos, al encuentro con su marido, con otra vida en la que yo no pinto nada. Sé que volverá pronto, sé que volveré a besarla y me corresponderá y también sé que probablemente no ocurrirá nada más entre nosotros. Somos demasiado cobardes o tal vez demasiado cuerdos y yo no puedo hacer otra cosa que desearla en silencio, así, de la misma manera que la he dejado marchar.

ELLA.
Le he visto como me observaba entre las azaleas, pero he fingido no darme cuenta de su presencia. Tengo la cabeza hecha un lío, sumida en una lucha encarnizada entre la pasión que me provoca su sola presencia y la lógica aplastante de nuestras vidas. Me digo una y otra vez que nada es posible entre nosotros. Lo conozco desde que era un niño y casi un niño sigue siendo a mis ojos de mujer madura. No puedo permitir que se derrumben su matrimonio ni el mío, y sin embargo sacude mis sentidos en una atracción de deseos inconfesables
No sé por qué no me sorprendieron sus besos de aquella noche. No puedo decir que los esperara, pero tampoco me parecieron extraños. Me gustó sentir sus labios sobre los míos, su lengua que se abría paso en mi boca, el batir de las alas de las mariposas en mi estómago.... Me gustó darme cuenta de que todavía soy capaz de levantar pasiones, de hacer tejer sueños prohibidos en la mente de aquél que no debe soñar conmigo. La inconsciencia del momento casi me lleva a pedirle que ocupara el hueco vacío que aquella noche habría en mi cama, pero pudo más el miedo a que aceptara que la ilusión de un encuentro furtivo a la luz de una luna descarada que se adivinaba cómplice de nuestra locura.
Hace unos días, durante una cena familiar, me ignoró por completo. Ni una vez sentí sus ojos sobre mí, ni una palabra susurrada a escondidas... Confieso que me sentí un poco desilusionada, me hubiera gustado disfrutar de nuevo de un encuentro clandestino, pero es demasiado peligroso. No quiero imaginar el revuelo que se podría armar en la familia si se descubriera que hay algo entre nosotros. Yo, la madre y esposa amantísima y él, el hermano pequeño de mi marido, recién casado y aparentemente feliz. Acaso la felicidad en estos casos no deja de ser la apariencia necesaria que esconde el submundo real en el que casi todos viven pero nadie conoce... qué sé yo. Creo que, pensándolo bien, lo nuestro es simplemente consecuencia inevitable de la conjunción de dos factores, la desidia que acompaña la rutina y la curiosidad que provoca lo nuevo.


   Sé que esta tarde me vio partir sin atreverse a despedirse de mi. No importa. Dentro de nada volveré y él seguirá estando ahí. Desearé estar a su lado, provocaré su caricia furtiva, sus besos a escondidas y no ocurrirá nada más, aunque él lo desee, aunque lo desee yo, continuaremos siendo demasiado cobardes o demasiado cuerdos y no nos quedará otra opción que seguir deseándonos en silencio, así, de la misa manera que hoy me ha dejado marchar.

lunes, 16 de marzo de 2015

VIAJE SIN FINAL

    
Tengo la seguridad de que todo va a cambiar, pero con este ruido no consigo oír ni mis pensamientos. Llevo dos horas parada en esta autopista y tan sólo consigo pensar en los ojos azules del conductor, al que espero volver a ver pronto cuando por fin pueda bajarme de este maldito trasto. El bus comienza a moverse un poco, pero lo hace tan lentamente que me pone nerviosa, muy nerviosa, aunque no hay motivo para ello, no tengo prisa en llegar a mi destino, nadie me espera, ni siquiera sé con seguridad cuál es mi destino, puede que me apee al final del trayecto, o que decida quedarme en la primera parada. El caso es escapar del infierno en que se ha convertido mi vida, ya no soporto más sus golpes, sus desplantes, sus miserias. Necesito cambiar, olvidar, sentir que valgo mucho más de lo que él me dice y no he visto más salida que alejarme
El ruido de la música se me hace insoportable por momentos. Me levanto y le pido al conductor que baje un poco el volumen, me mira un segundo y me dejo envolver de nuevo en la absurda ilusión que me provoca el azul de sus ojos, pero él lo ignora y sin mediar palabra hace lo que le pido. Es guapo, realmente guapo y su cara me suena, sé que lo he visto en algún lugar pero no consigo recordar dónde, tampoco importa demasiado, en realidad nada importa salvo escapar.
El bus sigue avanzando lentamente, miro el reloj y me doy cuenta de que ya deberíamos haber llegado al final del viaje y sin embargo todavía no ha hecho la primera parada. Esto es desesperante. No consigo apartar de mi mente la posibilidad de que mi marido me persiga y me de alcance si este trasto continúa parado mucho tiempo más.
Por fin rebasamos el obstáculo que impedía nuestra marcha, un accidente brutal. Los bomberos están intentando rescatar a alguien del interior de unos coches. Vuelvo la cabeza hacia el otro lado, ya me es suficiente con soportar mi propia tragedia, pero las luces de las ambulancias parecen decirme que no, que no puedo evadirme de la realidad, que está ahí fuera, tan cerca que sólo me separa de ella el fino cristal de la ventanilla. Son muy puñeteras las luces de las ambulancias, también las sirenas, ambas desgraciadas y asiduas compañeras en estos últimos meses, compañeras mías y compañeras también de los golpes que desfiguraban mi rostro y ajaban mi menudo cuerpo.
Recorremos unos cuantos kilómetros a velocidad normal. De pronto el autobús se desvía a la derecha, entramos en una pequeña ciudad y aparca en una gris y lúgubre estación.
-Haremos una parada de media hora – dice el conductor a voz en grito –si quieren pueden aprovechar para comer algo, ir a los baños o estirar las piernas.
La gente comienza a levantarse y a bajar del bus. Yo me mantengo acomodada en mi asiento hasta que queda vacío. Dudo qué hacer pero finalmente opto por bajarme también e ir a la cafetería a tomar algo caliente. Es una estancia oscura y sucia que invita más bien poco a permanecer allí mucho tiempo, pero no hay otra cosa. Me siento en un rincón apartado, pero de pronto me doy cuenta de que el conductor está sentado en la barra, revolviendo con parsimonia y un café y me acerco a él.
-Hola – le digo –¿Por casualidad no serás de Cuenca? Es que me parece haberte visto por la ciudad, haciendo fotos, como si fueras reportero o algo así.
El muchacho me mira como si fuera estúpida y me responde igualmente como si se estuviera dirigiendo a una estúpida:
-¿Te crees que si fuera reportero iba a estar conduciendo un bus?
-Bueno... ya. En realidad lo de ser reportero ha sido una apreciación mía, bien podía ser que sólo estuvieras haciendo fotos por afición.
-Pues no, no era yo, la fotografía no está entre mis hobbies.
Parece que no tiene muchas ganas de hablar así que me vuelvo a mi esquina, me tomo mi café mientras observo sus movimientos y cuando termino me vuelvo al bus.
Es de noche y hace frío. Me acurruco en mi asiento y me tapo con mi cazadora forrada de borreguillo. Cierro los ojos e intento dormirme pero no lo consigo. Entonces entra el conductor y se dirige a mi asiento, se sienta a mi lado y me habla.
-Oye tía siento haberte contestado como lo hice en la cafetería. Hoy no es un buen día.
Me mira mientras me habla y pienso una vez más que es muy guapo y que no estaría mal acostarse con él. A lo mejor es tierno, cariñoso y puede incluso que ponga empeño en que el asunto nos guste a los dos.
-No te preocupes – le contesto mientras intento apartar de mi cabeza tan perversos pensamientos- Yo tampoco estoy en mi mejor momento.
-Vivo en Cuenca, si quieres, cuando vuelvas, podemos quedar un día y tomarnos un café.
-No voy a volver a Cuenca nunca más – le digo – mi marido me maltrata y tengo que escapar lejos, lo más lejos posible, dónde él no pueda encontrarme nunca. Pero sí que me gustaría verte de nuevo, y me gustaría también hacer el amor contigo y sentir unas manos que me acarician... hace tanto tiempo que no las siento....
La puerta de la habitación se abrió de repente y Celia escondió debajo de la mesa el papel con la historia que estaba escribiendo, pero cuando vio que era él, sonrió y se lo tendió.
-Hola Celia ¿cómo estás? ¿Escribiendo otra vez? Muy bien, así me gusta. Escribes muy bien, me encantan tus cuentos. ¿Sabes que los tengo todos guardados en una carpeta?
Celia no contestaba, nunca lo hacía, simplemente esbozaba una tímida sonrisa y se ponía a escribir de nuevo, mientras su marido, sabedor de sus males y de sus secretos, le acariciaba el pelo y con gesto cansino se sentaba a su lado y leía aquel relato que era siempre el mismo. Luego lo doblaba con cuidado y lo guardaba en su carpeta azul, mientras recordaba una vez más el tiempo en el que la vida les sonreía y Celia y él eran una pareja feliz.
Aquella noche, hacía ya muchos años, Celia había tomado un autobús para visitar a una amiga que necesitaba su ayuda, una mujer a la que su marido maltrataba y estaba en el hospital víctima de una brutal paliza, pero nunca llegó a su destino, un fatal accidente se cruzó en su camino y dejó su vida pendiente de un hilo. Cuando volvió en sí una parte de su mente se había quedado en algún lugar desconocido e inaccesible y jamás regresó. Desde entonces su limitada existencia consistía en pasar las horas delante de su escritorio escribiendo siempre la misma historia, increíblemente lúcida, increíblemente real, pero fruto de su imaginación enferma.
Jonás se inclinó y besó a su mujer en la mejilla. Ella cesó por un instante en su incansable labor escritora y le miró. Se quedó, una vez más, prendada de aquellos ojos azules y pensó, una vez más, que había tenido mucha suerte. El conductor del autobús se había quedado a su lado.



domingo, 15 de marzo de 2015

EL OTRO AMOR


-¿Me alcanzas un vaso de agua, por favor?
     Mara abandonó por unos segundos su bordado, se levantó, se dirigió a la cocina y al poco rato regresó al salón con el vaso de agua que le había pedido su marido. Se lo acercó con una sonrisa y, sentándose de nuevo en el mullido sofá de piel marrón, continuó con su labor, mientras él se entretenía pintando un cuadro que probablemente no terminaría nunca y la televisión mostraba imágenes y emitía sonidos a los que ni uno ni otro prestaban atención. No era más que una forma de paliar los incómodos silencios que se asentaban entre ambos cuando estaban juntos, pero solos, casi todas las tardes de casi todos lo días de su vida.
Mara era consciente de que el amor habían abandonado su casa y su lecho hacía ya mucho tiempo, lo fue desde el instante en que supo que ya era hora e cambiar de vida y decidió marcharse con la maleta vacía, sin llevarse ni siquiera los recuerdos de una etapa que, a pesar de todo, tuvo sus buenos momentos. Pero entonces llegó aquel accidente inesperado y todo cambió, todo tuvo que cambiar, no hubo más remedio. Rafa, el amor de su vida, aquél por el que había renunciado a tanto y por quién lo había dado todo, aquel a quién quería pero había dejado de amar asediada por la rutina y el desencanto, aquel al que estaba a punto de decir adiós, se había quedado, de pronto, atado a una silla de ruedas y a unos dolores que sólo a veces daban tregua. Ya no podía dejarlo, no podía marcharse y echarlo de su vida como si tal cosa, no podía. Se resignó a vivir una vida que no le pertenecía, a sonreír cuando deseaba llorar, a mirar un futuro que no existía, se resignó a morir un poquito cada día al lado de un hombre al que no amaba, pero que la necesitaba, y eso era lo único que importaba. Daba igual si ya no había besos, si su cuerpo ya no vibraba con unas caricias que antaño lo despertaban al tiempo que el sol se colaba por la ventana, daba lo mismo si el mundo de los sentidos había dejado de existir; él precisaba de sus cuidados y su compañía, y eso estaba por encima de todo.
Mara no puede precisar en qué momento de su ingrata existencia llegó el otro amor trayendo de nuevo ilusión a su vida. Conocía a Luca desde hacía tiempo. Era el muchacho que se ocupaba del mantenimiento del sistema informático de la tienda en la que trabajaba. Pasaba por allí al menos una vez por semana, y cuando la veía la saludaba, le sonreía, la miraba con aquellos ojos negros y profundos y le decía dos o tres cumplidos, “hoy te has cortado el pelo”, “te queda muy bien ese vestido” “qué guapa estás esta mañana”, arrastrando las palabras con aquel leve acento italiano que a Mara tanto le gustaba escuchar. Siempre había pensado que los italianos hablaban música y Luca no era diferente.
Un día la invitó a tomar un café y Mara aceptó. Fue un encuentro extraño. La muchacha, tímida de por si, no sabía qué decir, y se limitaba a escuchar lo que Luca le contaba sobre su Italia natal, sobre los campos verdes de la Toscana, aquel lugar que se dibujaba tranquilo y casi enigmático en la imaginación de la mujer. Mara a veces preguntaba, Luca siempre respondía y sonreía, y aquella sonrisa de dientes blanquísimos iluminaba sin intención las tristes horas que la chica pasaba trabajando en aquella tienda gris y anodina.
Después de aquel café vino otro, y otro, y otro más, y muchos más, y un día Mara se vio haciendo confidencias ante quien se estaba convirtiendo en un amigo necesario. Y las confesiones de una vida insatisfecha se hicieron mutuas. Luca no era feliz con su mujer y soportaba las cenizas de una unión que agonizaba porque no quería perderse la infancia de su hija. Mara no era feliz, y soportaba el abandono de un matrimonio fenecido porque nunca sería capaz de echar más dolor sobre el dolor de alguien a quien una día había amado tanto. Ninguno de los dos se cuestionaba si valía la pena el sacrificio porque no era cuestionable. Su vida tenía que ser así, no había más. Se conformaban con los minutos que pasaban juntos un día a la semana, descubriéndose, destapándose y, de regreso a casa, soñando el uno con el otro en un baile de ilusiones, de anhelos, de esperanzas.
Mara se enamoró de Luca y Luca se enamoró de Mara. Ninguno de los dos lo pudo evitar, porque nadie manda en los sentimientos y éstos a menudo brotan en el momento menos adecuado. Y en el mismo instante en que ese amor surgió, ambos renunciaron a él y guardaron el secreto en su corazón cansado.

Todavía siguen reuniéndose una vez a la semana para tomarse un café. Se hablan, se sonríen y a veces se dicen cosas que les da miedo decir, “te echo de menos”, “quedemos para cenar un día”, “¿a dónde me llevarás?” “a un hotel”, y ambos ríen a carcajadas, como dos chiquillos, sabiendo que aquellas palabras que se dicen juegan a no ser la verdad que son, el deseo que son, la realidad que nunca llegarán a ser. O tal vez sí...

sábado, 14 de marzo de 2015

HOTEL VILLA PARAÍSO


Hacía tiempo que no venía por la ciudad, y sin embargo esta tarde, cuando de nuevo entré en el pequeño hotel, fue como sentirme de nuevo en mi casa. Lo descubrí un día por casualidad. Me gustó su fachada caleada en un blanco inmaculado, sus ventanas perfectamente cuadriculadas arropadas por graciosas cortinas de encaje, su pintoresco nombre grabado discretamente en una placa metálica colocada sobre la puerta de entrada, su ambiente cálido y acogedor... y sobre todo me gusta Sebastián, uno de sus recepcionistas, un morenazo joven, mucho más joven que yo, con unos enormes ojos negros y un cuerpo que se adivina de escándalo debajo del elegante y sobrio traje oscuro que viste como uniforme. Todo un placer para la VISTA.
Me alegró encontrarlo detrás del mostrador de recepción y después de actuar con la mayor discreción del mundo, casi como si nunca nos hubiéramos visto, nos sonreímos imperceptiblemente mientras yo comenzaba a subir las escaleras que me conducirían a mi habitación. Una vez allí no me entretuve ni en deshacer mi pequeña maleta. Estaba cansada y me tiré en la cama con la intención de echar una pequeña siesta antes de bajar a cenar. Pero entonces comenzó la fiesta.
Los sonidos procedían de la habitación de al lado. Se ESCUCHABAN claramente, tanto que casi parecía que la pared que nos separaba era de papel. Aquella mujer se deshacía en suspiros y pedía más con voz casi desgarradora. Mis intenciones de descansar se disiparon por arte de magia. Era mucho más interesante lo que ocurría en aquel cuarto que, junto con mi imaginación calenturienta, estaban despertando mis bajos instintos sin que yo pudiera, ni quisiera, hacer nada por aplacarlos. Me vi retozando en aquella cama con Sebastián, sintiendo el TACTO de sus dedos recorriendo cada centímetro de mi piel, su boca de labios gruesos y lascivos SABOREANDO el fruto jugoso de mi intimidad. Ya una vez había estado a punto de ocurrir, durante mi última estancia en el hotel, cuando el muchacho me subió la cena al cuarto y paseó su mirada por mi cuerpo recién salido de la ducha, envuelto en una suave toalla de algodón blanco. Supe que sólo sería necesario un mínimo gesto por mi parte para que tanto uno como otro nos decidiéramos a dar rienda suelta a la pasión contenida. Pero en el último instante, no sé bien por qué, me contuve y me comporté como una buena chica. Después de arrepentí. Es tan aburrido ser siempre buena....
Así que esta tarde me dije que de buena nada. En esta vida hay que disfrutar los momentos que se presentan de la forma en que se presenten, y si a mí se me ponía en bandeja echar un polvo, disculpen la expresión, con un treintañero guapísimo con un cuerpo más que sugerente... pues qué quieren que les diga, que no me dio la gana de desperdiciar la ocasión.
Tomé el teléfono y llamé a recepción. A pesar de que sólo había escuchado su voz en tres o cuatro ocasiones, la reconocí en seguida. Le pedí que me subiera a la habitación una jarra de agua con mucho hielo y no pasaron ni tres minutos cuando sonaron unos golpecitos suaves en la puerta. Cuando la abrí allí estaba él, sosteniendo la jarra de agua y mirándome con aquellos ojos negros como el carbón. Le hice pasar y no le di tiempo a nada. Le saqué la jarra de las manos y de inmediato le abracé y le besé en el cuello. OLER su perfume con esencia a madera acabó de excitarme y de un empujón lo tiré en la cama. La expresión de sorpresa en su cara le duró apenas unos segundos, luego se relajó y se dejó hacer... como a mí me gusta.
No voy a entrar en detalles, no creo que sea necesario, únicamente decir que nuestra sesión sexual se prolongo hasta bien entrada la noche y fue plenamente satisfactoria, yo diría incluso que agotadora. Convertimos este cuarto de hotel en lo que su nombre indica, un paraíso, sexual, por supuesto. Ahora voy llamar a mi marido para decirle que he llegado bien y desearle buenas noches y después debo descansar. Mañana tengo trabajo.

Por cierto, no me he presentado, me llamo Virtudes González, soy teóloga y mañana doy una conferencia en el Paraninfo de la Universidad sobre la castidad de las santas mujeres durante la Edad Media. Ya sé lo que están pensando pero qué le vamos a hacer. Yo soy así, todo pasión. Y la vida, no lo duden, está plagada de contradicciones.

miércoles, 11 de marzo de 2015

DE VIAJE CON MARÍA


La señora Enedina estaba encantada con sus nuevos vecinos. Era una pareja de jovencitos, recién casados, o eso era lo que ella pensaba, un poco descuidados en el vestir y tal vez en el aseo personal, pues subir detrás de ellos en el ascensor a veces era una verdadera tortura, pero atentos y agradables al trato.
La chica, Marta, según le había contado a la señora Enedina, era una forofa de la repostería. Le gustaba preparar toda clase de dulces y bizcochos, que después vendía por las casas para sacarse una pelillas extra, pues su sueldo como empleada de un supermercado no daba para muchas estridencias.
-Hay que pagar la hipoteca y las facturas – solía decir cuando sacaban a relucir el tema – y si no hay dinero es la HECATOMBE completa, y como la repostería se me da bien... ya verá doña Enedina, un día de estos le voy a hacer un bizcocho de naranja que está para chuparse los dedos.
Así fue que una tarde, la joven cumplió su promesa y se presentó en casa de la buena mujer con el susodicho pastel, que tenía una pinta bárbara.
-Déjelo enfriar – le dijo a la vieja – que lo acabo de sacar del horno y caliente le puede sentar mal.
Pero Enedina era muy golosa y tal y como posó el bizcocho en la mesa de la cocina se comió el primer trozo, y el segundo y el tercero también y así fue cayendo el dulce entero, acompañado de una copita de anís peleón, del que compraba en la tienda de la señora Marcela, que era una usurera de cuidado y donde tenía que vender un litro vendía tres cuartos, pero eso ahora carece de importancia para la historia que nos ocupa. El caso es que la señora Enedina se zampó el bizcocho y se bebió un cuartillo de anís y se sintió muy bien, mejor que lo que se había sentido nunca.
Estaba esperando a su nieto Andrés, que iría a su casa directamente al salir del colegio, y más tarde pasaría a buscarlo su madre, a la postre nuera de Enedina, con la que no se llevaba demasiado bien porque desde que se había casado con su hijo éste había perdido muchos kilos, señal inequívoca de que no lo alimentaba como era debido.
Cuando el pequeño Andrés llamó al timbre su abuela acudió a abrirle la puerta presa de una euforia inexplicable y lo recibió entre risas estúpidas, conminándole a entrar y a ponerse a hacer los deberes en la mesa del salón mientras ella veía el programa de variedades que echaban en la tele. En aquel preciso instante estaban entrevistando a un político acusado de PEDERASTA, palabra que la vieja no entendió pero que le hizo mucha gracia.
-Andresito – preguntó a su nieto muerta de risa - ¿tú sabes lo que significa pederasta?
El niño la miró con ojos asustados y sin contestar se sentó a la mesa de la cocina a hacer sus tareas.
-¿Y ADLÁTERE? ¿sabes lo que significa? La he leído en el periódico esta mañana, hablando de un político y sus secuaces. Yo creo que se refería a que el hombre era un ladrón de cuidado. ¿Tú qué opinas Andresito?
-No sé. Tengo que hacer los deberes.
-Tienes razón, ponte a hacer tus tareas que yo voy a ver un poco la tele y hacer macramé, que últimamente me relaja mucho.
La señora Enedina se sentó delante del aparato de televisión, mas su mente estaba distraída en un serie de pensamientos cada cual más absurdos que a ella le parecían lógica pura y que le producían una sensación de bienestar desconocida.
“Yo creo que mi joven vecina debería tener un hijo pronto. Tengo que decírselo en cuanto la vea, los hijos es mejor tenerlos cuando se es joven. Claro que, bien pensado, la muchacha no tiene apenas tetas, no sé como va a alimentar a la criatura así que voy a tener que actuar yo de NODRIZA, que para eso tengo unos buenos cántaros, como decía mi difunto Eustaquio” Y ante semejante absurdo pensamiento se echó a reír a carcajadas de forma tal que asustó a su nieto, el cual comenzaba a pensar, no sin razón, que a su abuela le faltaba un tornillo.
“Y otra cosa que tengo que hacer sin falta es comentarle a la enfermera del centro de salud este color morado que tengo en el pie izquierdo, supongo que será de las varices, pero no vaya a ser que me entre la GANGRENA y me quede sin pié, que había de dar gusto verme coja, apoyada en una muleta, y lo peor es que no podría bailar la conga el sábado en el centro de mayores. Con las ganas que le tengo a Don Francisco, con ese bailaba yo la conga y alguna otra cosa más.”
-Andresito ¿conoces a Don Francisco, hijo? - preguntó a su nieto sin ton ni son
El niño levantó la cabeza de sus tareas y la sacudió en sentido negativo.
-Pues está muy curioso ¿sabes? Incluso puede que me case con él, así será tu abuelo ¿no te hace ilusión?
Andrés, que era un niño, pero que no tenía un pelo de tonto, comenzó a preocuparse seriamente por la salud mental de su abuela. No era normal que una mujer como ella, siempre seria y comedida, incluso a veces demasiado, se comportara con la ligereza con la que lo estaba haciendo. Andresito se preguntaba que INFAUSTO motivo tendría para hacer lo que hacía, igual hasta había una explicación lógica, pero por si acaso decidió avisar a su madre. Aprovechó el momento en el que su abuela fue a su cuarto, a buscar la foto de Don Francisco que estaba empeñada en enseñarle y llamó a su mamá por teléfono.
-Mamá, por favor, ven pronto que la abuela está muy rara.
Así fue que Laura, la mamá de Andrés, a la postre nuera de la señora Enedina, suspendió la importante reunión de trabajo en la que estaba inmersa y se presentó rauda en casa de su suegra, pudiendo así comprobar con sus propios ojos que la preocupación de su hijo no era sin fundamento. Su suegra la recibió entre besos y abrazos exagerados, como si hubiesen pasado años desde la última vez que se habían visto, aunque habían estado juntas el día anterior.
-¿Enedina está usted bien?
-Siiii, creo que jamás he estado mejor en mi vida. Mira, mira la foto de Don Francisco. Este sábado he quedado con él para echar unos bailes. Es muy guapo ¿verdad? Es posible que acabemos casándonos y todo....
Definitivamente aquella mujer no estaba en sus cabales. Antes de tomar decisión alguna Laura pensó que sería mejor preguntarle a Marta, la nueva vecina, si había notado algo extraño en su suegra. Sabía que ambas mujeres se llevaban muy bien así que tal vez la muchacha pudiera darle alguna pista. Y se la dio, vaya que si. En cuanto abrió la puerta y vio a Laura en el umbral la hizo pasar y ni siquiera hizo falta que abriera la boca.
-Supongo que vienes a preguntarme por tu suegra. Lo siento tía, yo he tenido la culpa de todo. Verás, esta tarde he hecho dos bizcochos y le regalé uno a ella, pero le di el equivocado, en el nuestro había puesto un poco de maría, está noche vienen unos amigos y queríamos sorprenderlos. No somos drogadictos eh, no vayas a pensar cosas raras, pero de vez en cuando... no te imaginas lo bien que se pasa.
-Claro que me lo imagino. Mi suegra está desvariando y riendo como una estúpida, sin contar como los efectos que pueda tener en su salud, es una mujer mayor.
Laura estaba muy enfadada y en aquellos momentos le hubiera gustado estrangular con sus propias manos a la muchachita menuda y de apariencia dulce que tenía en frente.
-No te enfades mujer, si colocarse con un poco de maría de vez en cuando no es perjudicial, al contrario, estoy segura de que a tu suegra se le ha pasado el dolor del reuma. He hecho otro bizcocho ¿quieres probar?
Por un segundo Laura estuvo a punto de materializar su deseo de asesinar a aquella impresentable, pero se lo pensó mejor, mucho mejor. Había tenido un día horrible, habían anulado unos pedidos y su jefe le había echado una bronca monumental culpándola a ella, para colmo le había llegado el borrador de Hacienda y tenía que pagar mil doscientos euros por eso de que había tenido dos pagadores, ni que semejante circunstancia la convirtiera en millonaria. Pensándolo bien, a lo mejor el bizcocho le ayudaba a olvidar.
-Venga, dame la prueba.


domingo, 8 de marzo de 2015

BUSCANDO MI LUGAR


La mayoría de la gente se piensa que los personajes de los cuadros somos seres inertes que no sienten ni padecen. Nada más lejos de la realidad. Desde el mismo momento en que el pincel comienza a embadurnar el lienzo, el pintor no sólo crea una figura, también le insufla un alma, ese ente de origen incomprensible del que el género humano se cree único propietario. Y nosotros, las figuras pictóricas, les dejamos que se lo crean por no armar un escándalo. En realidad no sería muy agradable encontrarse con el toro del Guernica pastando por ahí, con lo feo y deforme que es, o a alguno de los bufones de Velázquez dándose un garbeo por la Puerta del Sol, por poner algún lugar de ejemplo, o al fusilado del dos de mayo con su cara de susto tomándose un café por las Ramblas. Somos conscientes de nuestras limitaciones, así que la mayoría de nosotros optamos por estarnos quietecitos por toda la eternidad en el lugar que la azarosa mano del pintor nos ha asignado
Pero de vez en cuando surge algún alma inquieta, y esa ha sido la mía. Me pintó un muchacho holandés de nombre impronunciable, conocido por todos como El Bosco, y me colocó en un prado verde, de la mano de Dios el creador y al lado de un Adán con cara de bobo, rodeada de animales exóticos, y cerca de un gato comiéndose un ratón cuya visión de daba bastante repelús. Mi propio aspecto nunca me hizo demasiada gracia, pues me pintó una melena larga hasta los pies que en verano me daba un calor exagerado, sin contar con que mi rostro no era precisamente bonito. Para colmo de males estaba desnuda, y la mayoría de los personajes del cuadro también, algunos en actitudes bastante obscenas, incluso había un hombre al que le salía del culo un precioso ramillete de flores, que ya me dirán ustedes a qué viene semejante escenita. Y no digamos ya la última parte del cuadro, que al parecer refleja los infiernos, allí proliferan los objetos introducidos por los traseros de los caballeros que da gusto, y aquella especie de pajarraco tragándose un hombre... en fin, que todo lo que me rodeaba me era bastante desagradable. Lo único que me fascinaba era el magnífico lago en el cual muchos de mis compañeros se refrescaban y se lo pasaban en grande, algo que a mi siempre me fue negado, pues mi sitio, como madre de la humanidad, era estar allí, en el medio del prado, al lado de Dios y de mi Adán con cara de tonto.
Lo cierto es que me armé de paciencia y resignación y así me mantuve muchos años, soportando las miradas de admiración de la gente que pasaba por el museo y hacía ociosos comentarios resaltando la belleza y magnificencia de la obra de arte que tenía ante si, con lo que yo no estaba nada de acuerdo. Además en el fondo siempre creí que aquellas manifestaciones eran falsan, que aquel conjunto de incongruencias no podía gustarle a nadie.
Un día mi paciencia llegó a su fin. Llevaba una temporada acariciando la idea de buscarme otro cuadro en el que habitar, y lo decidí finalmente una tarde en la que un mocoso de no más de cinco años le dijo a su madre: “Mira, mamá, esa señora de la melena larga, qué fea es” Y su madre observándome con detenimiento repuso: “Si, hijo, es horrible”. Me ofendió tanto que, como el pequeño no quitaba los ojos de mi, no pude evitar echarle la lengua, gesto ante el cual abrió mucho los ojos y corrió a los brazos de su madre llorando a lágrima viva porque la señora del cuadro le había echado la lengua. No debía hacerlo, lo sé, pero estaba tan harta que no me pude resistir.
Lo cierto es que aquella misma noche mi alma salió del delicioso jardín en en que había reposado durante varios siglos en busca de alguna otra pintura en la que me sintiera como yo quería, tranquila, sin visiones maquiavélicas ni sobresaltos extraños. Lo primero que se me ocurrió fue hacerme dueña de la Mona Lisa, dentro de ella iba a encontrar el sosiego que buscaba, aunque sospeché que iba a estar ocupada, como así fue. En cuanto me planté en el Louvre, delante de tan magna obra, la muy ladina amplió su enigmática sonrisa y me largó con viento fresco. “De aquí no me echa nadie, monina”, me dijo, “por nada del mundo dejo yo de ser la más admirada”. Así que me tuve que largar con el rabo entre las piernas.
Ya que estaba allí me di una vuelta por el museo pero ninguno de los cuadros que estaban libres me pareció idóneo para pasar el resto de mis días. “La libertad guiando al pueblo” estaba libre, pero no me extraña, tanta guerra, tanta batalla, y encima enseñando las tetas... descartada; también me pasé por “La Virgen de las Rocas”, la primera gran pintura de Leonardo da Vinci y estuve un rato contemplándola, pensando si hacerme con semejante personaje, pero me lo pensé mejor; está rodeada de niños, y los niños acaban siempre dando jaleo, ya lo dice el refrán, quien con niños se acuesta meado se levanta.
Me volví al Museo del Prado, y me di un garbeo rápido por las salas. La Maja vestida, pues la desnuda, ni pensarlo, me parecía muy aburrida. Pasarme el resto de mis días recostada en un sillón no iba conmigo. Las Meninas ni soñarlo. Si estando en el Jardín de las delicias me habían tachado de fea, aquí no quiero ni pensar lo que dirían de mí, fea y encima deforme. Las Tres Gracias de Rubens parecían estar pasándoselo muy bien jugando a la rueda como tres estúpidas, y encima estaban desnudas y les sobraban unos kilos... descartadas.
Decidí marcharme al museo Reina Sofía, pero una vez allí enseguida me di cuenta de que dentro de aquellos extraños cuadros no iba a estar a gusto. Ya casi me iba a dar por vencida y a regresar al Jardín asqueroso del que había salido, cuando escuché un siseo que parecía llamarme. Miré a mi alrededor y no vi a nadie, hasta que escuché la voz alta y clara.
-Soy yo, la que está asomada a la ventana, de espaldas, como comprenderás no me puedo dar la vuelta.
Me fijé entonces en el cuadro que estaba a mi derecha. Era una muchacha asomada a una ventana, mirando el mar, con un trasero sugerente y una melena morena recogida de forma descuidada. Me gustaron los tonos azules del entorno y sobre todo, me encantaron el mar y el cielo que la chica contemplaba. Cuando vio que había conseguido captar mi atención siguió hablando.
-¿No estarás buscando un cuadro en el que meterte, por un casual? - me preguntó.
-Pues si, chica – le contesté, previendo que la conversación se presentaba interesante – llevo cinco siglos en el Jardín de las Delicias y ya estoy un poco harta. Tendrá mucho colorido y mucha variedad de personajes, no digo que no, pero es un antro de perdición subrealista que ya me tiene un poco hastiada. Necesito asentarme en un lugar relajado y tranquilo.
-¡Ay madre! No me digas que vienes del Jardín ese, llevó tanto tiempo soñando con formar parte de toda esa pandilla de personajes depravados... porque entre tantos que sois supongo que de vez en cuando os cambiaréis de personaje.
-Ni lo sé ni me importa, pero supongo que si.
-Oye y ¿qué te parece si me cambias? Tú te quedas en este cuadro y yo me voy al tuyo. Tengo ganas de darle algo de marcha al cuerpo. Ver el mar y el cielo de Cadaqués está muy bien, pero en su justa medida.


      No me lo pensé ni un instante. Le di las instrucciones necesarias para llegar a mi cuadro sin complicaciones y aquí me quedé yo, frente a esta venta, contemplando un paisaje precioso y siendo elogiada por la mayoría de la gente. No les quiero ni contar la de caballeros que se quedan enamorados de mi trasero.

viernes, 6 de marzo de 2015

SÁBADO DE CARNAVAL



SÁBADO DE CARNAVAL
Rosa miraba con nostalgia el paisaje que se extendía al otro lado de la ventana. Era temprano y el rocío vestía la hierba de las praderas con miles de diamantes a los que el sol arrancaba fulgurantes destellos. Se auguraba un día soleado, el día perfecto para la fiesta, la que ella también iba a disfrutar, aunque hubiera de hacerlo a escondidas.
Era sábado de carnaval. Aquella noche en el pueblo se volvería a celebrar el “antroido” como muchos años atrás, volverían las máscaras, las gentes anónimas que jugaban entre ellas a acertar quién era quién. Rosa recordaba los sábados de carnaval de antes de la guerra, cuando las calles se llenaban de algarabía, de felicidad, de sueños... luego la contienda había terminado con todo, también con la alegría. Decían que habían prohibido el carnaval, que aquello de andar con las caras tapadas era cosa indecente, que sólo a las mentes enfermas de pecado les podría atraer semejante atrocidad... Pero el tiempo había ido transcurriendo y los vetos se habían ido relajando. Algunos incluso decían que el carnaval nunca se había ido del todo, que las gentes se las arreglaban para celebrarlo a escondidas, incluso en los claros del bosque, a la orilla del río, lejos de miradas censuradoras e indiscretas.
Aquel año, el señor alcalde había dado permiso para celebrar una pequeña fiesta de carnaval, con la única condición de que nadie fuera con la cara tapada del todo. Rosa estaba entusiasmada, pues sabía que allí estaría Marcos, el hijo del molinero, aquél que había conocido el día que había acompañado al pueblo a Maruxiña, la hija de los jornaleros que trabajan las tierras del pazo y que ayudaba a su madre en las tareas de la casa. Maruxiña había llevado una saca de maíz a moler y allí estaba Marcos, vaciando los sacos de cereal para que el molino hiciera su tarea, con aquellos ojos verdes y aquella sonrisa de fábula que secuestraron el corazón virgen de Rosa. Desde aquel día no habían dejado de verse a escondidas. Rosa era muy joven, sólo tenía quince años, y además pertenecía a la nobleza del pueblo. Era la hija de los señores del pazo, y ellos nunca permitirían, nunca, que su pequeña se desposara con un simple molinero. Pero no era momento de pensar en dificultades. Ya se solventarían cuando llegara el momento.
Rosa tenía prohibido acudir a la fiesta de carnaval. Su madre le había dicho que por nada del mundo le permitiría mezclarse entre aquellas gentes simples y zafias que jamás podrían estar a su altura, y menos en una fiesta de disfraces, indecente dónde las haya. Ni siquiera sabía cómo el señor alcalde se había atrevido a permitir semejante atrocidad.
Ante tal situación, Rosa acudió a pedir ayuda a Maruxiña, mas para su sorpresa la muchacha no se mostró presta a ayudarla, sino todo lo contrario.
-¿Ir el sábado a los carnavales del pueblo? Ni hablar,conmigo no cuentes Rosiña, y más vale que te vayas sacando esa idea de la cabeza.
Maruxa se persignó después de la negativa e hizo un gesto extraño con los ojos mirando al cielo, como si pidiera disculpas a Dios por pensar siquiera en la posibilidad de disfrutar de las diversiones del antroido. Idéntica reacción tuvo en las tres o cuatro ocasiones en que Rosa intentó convencerla de tal cosa. Entonces la muchacha se decidió a sonsacarla.
-Pero vamos a ver, Maruxiña, ¿cuántas veces me has ayudado para que pudiera encontrarme con Marcos? ¿Por qué ahora no?
-La noche de sábado de carnaval no debes salir de casa. Hazme caso, Rosiña. Yo te ayudo cualquier otro día, pero ese no.
-¿Y por qué?
-Pues porque no.
-Esa no es una razón.
-Pues tendrá que serlo
Se disponía Maruxa a retomar sus quehaceres, pero Rosa la tomó por el brazo con brusquedad y la obligó a encararse con ella.
-De eso nada – le dijo – me vas a explicar cuál es el motivo por el que no quieres acompañarme a la fiesta. Y ahora mismo, si no quieres que le diga a mi madre que no lavas bien las verduras de la comida.
-¡Eso no es verdad! - protestó la otra.
-Lo sé. ¿Pero a quién te piensas que va a creer?
Maruxa no replicó y se rindió a la evidencia. Tomó a su amiga de la manó y la llevó hacia el banco de piedra situado bajo al rosaleda, en el jardín. Luego suspiró, como si quisiera tomar fuerzas antes de hablar.
-Es una noche maldita, la noche del sábado de carnaval es una noche endemoniada, perversa, maligna... ellos salen a la búsqueda de las almas y no dudarán en hacer lo que sea para encontrarlas, hasta matar.
Maruxa hablaba con la mirada nublada por el miedo, mientras Rosa estaba a punto de echarse a reír ante lo que consideraba ingenuidad de su amiga.
-Pero Maruxa, ¿qué tonterías estás diciendo? ¿No ves que esos sólo son cuentos de viejas?
-No, Rosiña, yo tengo unos años más que tú y todavía lo recuerdo. El primer crimen, y el segundo, y el tercero... y como comenzaron a relacionar las muertes con la noche del sábado de antroido. Siempre era gente joven, hombres o mujeres, daba lo mismo, siempre aparecían muertos en el bosque, con un enorme boquete en el pecho a través del que les habían extraído el corazón, y la cruz de Santiago marcada a fuego en el cuello. Así murió Iria, la hija de Raimundo el cartero, Senén, el hijo de la señora María, la que vivía al lado del lavadero, y Pedro, y Jesusa, y no sé cuántos más.
-¿Y no cogieron al asesino? ¿Quién era?
-Ni lo cogieron ni lo han de coger nunca. Es el demonio, Rosiña, es el mismo diablo que viene a este mundo a castigar a los que se atreven a unirse a esta fiesta maldita. Por eso no te voy a ayudar a escapar, y por supuesto ni se te ocurra hacerlo tú sola.
Maruxa volvió a sus tareas dando la conversación por zanjada. Rosa no dio ninguna importancia a las tonterías que le había contado. No eran más que leyendas estúpidas que circulaban por todos los pueblos. Así que decidió que el sábado se las apañaría para bajar sola al pueblo. No iba a quedar sin ver a Marcos por nada del mundo.
Y el día por fin había llegado, pero las horas pasaban lentas, mucho más lentas que los demás días, y Rosa no tenía calma. Andaba por la casa de un lado a otro sin sentido, sin saber qué hacer, sintiendo una desasosiego extraño. Por primera vez pensaba en las tonterías que le había contado Maruxiña con cierta preocupación, aunque suponía que no era más que miedo por tener que cruzar la zona boscosa que separaba su casa del pueblo en plena noche. Así que luchó por apartarlas de su mente y cuando por fin dieron las nueve dijo que se retiraba a su cuarto aduciendo dolor de cabeza, se vistió con ropajes antiguos y medio harapientos que había encontrado en el desván y puso rumbo al pueblo. Cruzó el bosque deprisa y en menos de quince minutos ya estaba en la plaza. Allí reinaba la algarabía. Los muchachos bailaban al son de la música de una banda de segunda, pero daba lo mismo, el caso era divertirse. Rosa buscó con la mirada a Marcos y pronto lo distinguió. Se acercó a él con premura y lo saludó con entusiasmo.
-Hola, Marcos.
Él la miró extrañado, como si hubiera visto un fantasma.
-¿Qué haces tú aquí? ¿Has venido sola? ¡Estás loca! ¿No sabes lo que ocurre en el bosque todas las noches de sábado de carnaval?
-¿Tú también? Igual que Maruxiña... no decís más que tonterías.
-No son tonterías Rosa. Es la verdad. No sé qué te ha contado Maruxiña pero esta noche está maldita y todo aquel que pise el bosque tiene que saber que le ronda la muerte. Es la maldición.
Rosa miró de hito en hito la chico. Jamás había creído en brujas, diablos, meigas y cosas por el estilo, pero al parecer estaba equivocada y las conexiones del pueblo con el inframundo existían y eran peligrosas.
-Pero... no puede ser verdad.
Marcos tomó de la mano a la muchacha y la llevó hacía un lugar apartado. Luego le contó la terrible historia que todo el pueblo guardaba dentro de sí.
-Hace mucho tiempo habitaba en el bosque una meiga llamada Águeda que se jactaba de que con sus pócimas conseguía cumplir los deseos de la gente. A ella acudió una muchacha llamada Iria, que estaba enamorada de Roi, el herrero, el cual no le hacía demasiado caso. Iria deseaba que el joven se fijara en ella, pero por más pócimas y hechizos que le recetaba la meiga, éstos no producían el efecto deseado. Entonces Águeda, temerosa de que su buena fama se fuera al traste por aquel fracaso, decidió dar un paso más y conectar con las fuerzas del mal, las cuales se prestaron a ayudarla pero con un horrible pacto de por medio. Accederían a los deseos de la muchacha y Roi se enamoraría perdidamente de ella, pero el siguiente sábado de carnaval Águeda les tenía que ofrecer como sacrificio el corazón de una joven virgen que no se prestara a los desmadres del antroido. La meiga accedió, pero desgraciadamente murió de unas fiebres antes de poder cumplir el trato. Los demonios estuvieron tranquilos durante unos años, pero de pronto comenzaron a cobrarse lo que se les debía. El hechizo sólo llegará a su fin cuando una joven virgen se entregue voluntariamente a ellos.
Rosa estaba lívida y comenzaba a sentir frío y miedo. Aquella historia desconocida le ponía los pelos de punta.
-Pero... ¿por qué sabéis todo eso? Lo del pacto...atribuir al demonio las muertes...
-Águeda se lo confesó al señor cura unas horas antes de su muerte. Él lo sabe. Y ahora vámonos Rosa, yo te acompañaré a tu casa. Enciérrate allí y no salgas hasta mañana.
Marcos acompañó a Rosa de vuelta a su hogar. Cuando se despidieron, en la puerta de la casa, Rosa lo abrazó con fuerza.
-Ahora tienes que regresar sólo al pueblo y cruzar el bosque. ¿No será mejor que te quedes aquí? Puedes dormir en el cobertizo.
-No te preocupes, no me pasará nada, tengo que regresar al pueblo, he de vigilar a los muchachos para que nadie se acerque al bosque.
Marcos emprendió el viaje de vuelta dejando a Rosa con el corazón encogido. La chica se retiró a su cuarto con negros presagios revoloteando por su mente. Poco antes de la media noche escuchó el grito profundo y horrible que anunciaba la muerte. Supo que Marcos había caído en manos del diablo. Al día siguiente lo encontraron en un claro del bosque, sin corazón y con la marca de rigor en la cuello.
Rosa lloró su muerte con desconsuelo. Se sentía culpable de la misma. Si no se hubiera empeñado en acudir a la fiesta de disfraces aquella noche... Entonces se le ocurrió la mejor forma de expiar su culpa. Un año después, la noche de sábado de carnaval, Rosa salió de su casa, se adentró en el bosque y se sentó en un tronco. Sólo era cuestión de esperar y todo habría terminado.



jueves, 5 de marzo de 2015

DOROTHY LA TUERTA


Ayer Dorothy la tuerta pasó a mejor vida. Al parecer Julián el tabernero se la encontró muerta cuando se acercó a llevarle su ración de comida diaria. Hoy el periódico local se hacía eco de tan luctuoso suceso, cosa que no es de extrañar. Dorothy la tuerta había sido toda una institución en el vecindario, y no precisamente porque hubiera sido una glamurosa DAMA de la alta sociedad.
Apareció por el pueblo muchos años atrás, una calurosa y húmeda tarde de verano, cuando el sol calentaba las piedras y el polvo del camino se arremolinaba al pie de las casas y de los TRONCOS de los escasos árboles que arropaban las calles. Llamaban la atención sus vestimentas de colores llamativos y el parche que ocultaba su ojo derecho cual si fuera un pirata. Parecía, efectivamente, que fuera la corsaria que abanderara la mayor FLOTA de barcos de filibusteros, tal era el desparpajo del que hacía gala con sus andares. Arrastraba tras de sí una vieja maleta en la que parecía acarrear su vida entera y de semejante guisa recaló en la tasca de Julián, atestada a aquellas horas de parroquianos que mataban sus horas muertas jugando al dominó o a las cartas y emborrachándose hasta casi perder el sentido. El silencio se hizo cuando Dorothy penetró en el local, pues no estaba bien visto que las mujeres visitaran lugares tan inoportunos como prohibidos para el sexo femenino, mas ella obvió aquel detalle sin importancia y con el descaro que la caracterizó a lo largo de su vida se dirigió al tabernero.
-Ponme una ginebra que estoy muerta de sed.
Julián,una vez recuperado del asombro inicial, le sirvió la ginebra y miró cómo ella se la tomaba de un trago sin apenas inmutarse. Después aquella extraña fémina le hizo una pregunta que a todos les pareció sin mucho sentido.
-Y dime tabernero ¿hay muchos jóvenes casaderos en el pueblo?
Don Servando, el cura-párroco, sintiendo que aquel momento era perfecto para recuperar un alma descarriada, como sin duda era la de aquella desvergonzada, pretendió tomar las riendas de las conversación.
-No creo que eso sea de su incumbencia – le contestó - ¿Acaso quiere convertirse en la AMANTE de todos ellos?
Dorothy se acercó al hombre sonriendo. Cuando le tuvo en frente apoyó su mano en la cadera y ladeó la cabeza antes de replicarle.
-Usted ocúpese de sus santos y de sus oraciones, que el PLACER que tengo guardado aquí – dijo señalándose la entrepierna – le está a usted vedado.
Días después por todo el pueblo se había corrido la voz de su llegada. Nadie sabía quién era, pero todos tenían una ligera sospecha de lo que pretendía llevar a cabo en aquel recóndito lugar del mundo. Efectivamente, Dorothy ocupó la casa de la cañada, un viejo caserón abandonado cerca del cauce seco del río y poco a poco lo fue adecentando ayudada por otras mujeres desconocidas que fueron apareciendo tal y como había hecho ella, de forma repentina y sorpresiva.
Una noche las luces de neón se encendieron y el club “El gato negro” comenzó su actividad. Era una casa de alterne peculiar, pues sólo admitía a caballeros solteros con el loable fin de prepararlos para que supieran hacer felices a sus futuras esposas. Al menos esa fue la explicación que dio Dorothy el día que la acorralaron en la plaza del pueblo, asediada por los que estaban en contra de su indecente trabajo.
-Y que sepáis que me da absolutamente lo mismo que os guste o no lo que mis chicas y yo practicamos. No me pienso marchar de este pueblo. Quien desee entrar en mi burdel que lo haga y quien no, que no lo haga, yo no obligo a nadie. Y vosotros, viejas beatas – dijo dirigiéndose a un grupo de mujeres que parecían llevar las riendas de aquel juicio popular – podéis estar tranquilas. Vuestros maridos jamás pondrán pié en mi local y vuestras hijas y nueras me darán las gracias por lo felices que las harán sus propios esposos cuando los tengan.
Escandalizadas, aquellas señoras decentes la dejaron por imposible y se fueron olvidando de ella poco a poco, mientras que las jóvenes recién desposadas le agradecían en silencio las enseñanzas impartidas a aquellos que se convertían en sus maridos, los cuales, sin excepción, las transportaban noche tras noche hasta unos mundos de goce cuya existencia jamás llegaron a sospechar.
Un mal día un grupo de fanáticos religiosos se hizo con el poder. Cambiaron leyes y costumbres y sumieron al pueblo en el aburrimiento y en la desidia. Cerraron todos los burdeles del país, pues prohibieron el sexo libre bajo pena de muerte. Las chicas del prostíbulo de Dorothy huyeron antes de que le tocara el turno a su antro, dejando a la pobre mujer desamparada y sola, viviendo de la caridad de Julián y de unos pocos que se apiadaron de su desgracia.


      Ayer el tabernero la encontró muerta. Dicen que le destapó el ojo y que no era tuerta. Su parche no había sido más que otro signo de rebeldía, o tal vez de coquetería, vayan ustedes a saber.