domingo, 15 de marzo de 2015

EL OTRO AMOR


-¿Me alcanzas un vaso de agua, por favor?
     Mara abandonó por unos segundos su bordado, se levantó, se dirigió a la cocina y al poco rato regresó al salón con el vaso de agua que le había pedido su marido. Se lo acercó con una sonrisa y, sentándose de nuevo en el mullido sofá de piel marrón, continuó con su labor, mientras él se entretenía pintando un cuadro que probablemente no terminaría nunca y la televisión mostraba imágenes y emitía sonidos a los que ni uno ni otro prestaban atención. No era más que una forma de paliar los incómodos silencios que se asentaban entre ambos cuando estaban juntos, pero solos, casi todas las tardes de casi todos lo días de su vida.
Mara era consciente de que el amor habían abandonado su casa y su lecho hacía ya mucho tiempo, lo fue desde el instante en que supo que ya era hora e cambiar de vida y decidió marcharse con la maleta vacía, sin llevarse ni siquiera los recuerdos de una etapa que, a pesar de todo, tuvo sus buenos momentos. Pero entonces llegó aquel accidente inesperado y todo cambió, todo tuvo que cambiar, no hubo más remedio. Rafa, el amor de su vida, aquél por el que había renunciado a tanto y por quién lo había dado todo, aquel a quién quería pero había dejado de amar asediada por la rutina y el desencanto, aquel al que estaba a punto de decir adiós, se había quedado, de pronto, atado a una silla de ruedas y a unos dolores que sólo a veces daban tregua. Ya no podía dejarlo, no podía marcharse y echarlo de su vida como si tal cosa, no podía. Se resignó a vivir una vida que no le pertenecía, a sonreír cuando deseaba llorar, a mirar un futuro que no existía, se resignó a morir un poquito cada día al lado de un hombre al que no amaba, pero que la necesitaba, y eso era lo único que importaba. Daba igual si ya no había besos, si su cuerpo ya no vibraba con unas caricias que antaño lo despertaban al tiempo que el sol se colaba por la ventana, daba lo mismo si el mundo de los sentidos había dejado de existir; él precisaba de sus cuidados y su compañía, y eso estaba por encima de todo.
Mara no puede precisar en qué momento de su ingrata existencia llegó el otro amor trayendo de nuevo ilusión a su vida. Conocía a Luca desde hacía tiempo. Era el muchacho que se ocupaba del mantenimiento del sistema informático de la tienda en la que trabajaba. Pasaba por allí al menos una vez por semana, y cuando la veía la saludaba, le sonreía, la miraba con aquellos ojos negros y profundos y le decía dos o tres cumplidos, “hoy te has cortado el pelo”, “te queda muy bien ese vestido” “qué guapa estás esta mañana”, arrastrando las palabras con aquel leve acento italiano que a Mara tanto le gustaba escuchar. Siempre había pensado que los italianos hablaban música y Luca no era diferente.
Un día la invitó a tomar un café y Mara aceptó. Fue un encuentro extraño. La muchacha, tímida de por si, no sabía qué decir, y se limitaba a escuchar lo que Luca le contaba sobre su Italia natal, sobre los campos verdes de la Toscana, aquel lugar que se dibujaba tranquilo y casi enigmático en la imaginación de la mujer. Mara a veces preguntaba, Luca siempre respondía y sonreía, y aquella sonrisa de dientes blanquísimos iluminaba sin intención las tristes horas que la chica pasaba trabajando en aquella tienda gris y anodina.
Después de aquel café vino otro, y otro, y otro más, y muchos más, y un día Mara se vio haciendo confidencias ante quien se estaba convirtiendo en un amigo necesario. Y las confesiones de una vida insatisfecha se hicieron mutuas. Luca no era feliz con su mujer y soportaba las cenizas de una unión que agonizaba porque no quería perderse la infancia de su hija. Mara no era feliz, y soportaba el abandono de un matrimonio fenecido porque nunca sería capaz de echar más dolor sobre el dolor de alguien a quien una día había amado tanto. Ninguno de los dos se cuestionaba si valía la pena el sacrificio porque no era cuestionable. Su vida tenía que ser así, no había más. Se conformaban con los minutos que pasaban juntos un día a la semana, descubriéndose, destapándose y, de regreso a casa, soñando el uno con el otro en un baile de ilusiones, de anhelos, de esperanzas.
Mara se enamoró de Luca y Luca se enamoró de Mara. Ninguno de los dos lo pudo evitar, porque nadie manda en los sentimientos y éstos a menudo brotan en el momento menos adecuado. Y en el mismo instante en que ese amor surgió, ambos renunciaron a él y guardaron el secreto en su corazón cansado.

Todavía siguen reuniéndose una vez a la semana para tomarse un café. Se hablan, se sonríen y a veces se dicen cosas que les da miedo decir, “te echo de menos”, “quedemos para cenar un día”, “¿a dónde me llevarás?” “a un hotel”, y ambos ríen a carcajadas, como dos chiquillos, sabiendo que aquellas palabras que se dicen juegan a no ser la verdad que son, el deseo que son, la realidad que nunca llegarán a ser. O tal vez sí...

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