jueves, 19 de marzo de 2015

DÍAS DE ENSUEÑO


Mamá se murió una soleada tarde marzo, cuando la incipiente primavera comenzaba a hacer brotar de nuevo la vida. Sus últimos meses habían transcurrido a mi lado, pues cuando la atacó la enfermedad y no se pudo valer por sí misma, no me quedó más remedio que llevarla conmigo para poder atenderla como era debido. Y digo que no me quedó más remedio porque mi madre y yo nunca nos llevamos bien. Recién cumplidos los veinte años, harta de nuestros continuos enfrentamientos, hice las maletas y me marché bien lejos, a la capital, donde el bullicio y las prisas me permitieran olvidar el pueblo y toda mi existencia anterior, incluida a ella, a mi propia madre. Siempre fui consciente, sin embargo, de que una de las causas de mi inquina hacia ella fue el resentimiento que me horadó el corazón por no permitir que me despidiera de mi padre.
Aquel verano, el verano de mis doce años, fue el último que pasé con papá. Y fue especial, tan especial que no pasó un día de mi vida sin que asomara a mi mente el recuerdo de aquellas semanas. Mi padre nunca fue muy cariñoso. Era un hombre rudo, tosco, un hombre de campo que llegaba por las noches a casa oliendo a tierra y a hierba seca, cansado del trabajo y sin muchas ganas de cuentos. Cenaba lo que mamá le ponía en la mesa y se sentaba un rato a ver la tele, aunque la mayoría de las veces acababa durmiéndose en el sofá y cuando despertaba se marchaba a la cama refunfuñando. Así era su vida un día tras otro.
Un día de aquel verano, papá me preguntó si quería acompañarle a pescar al río. Él iba con frecuencia, pero jamás me había invitado, así que, gratamente sorprendida y sin saber a ciencia cierta si sería muy de mi agrado el tema de la pesca, le dije que sí. Me enseñó a poner el cebo en el anzuelo, a lanzar el hilo de seda que surcaba el aire con un silbido tenue que me recordó al viento, a desprender de la caña las truchas que se agitaban inútilmente en un vano intento por esquivar la muerte, y cuando regresamos a casa, al anochecer, juntos cocinamos nuestros tesoros robados al río. Aquella noche, en la oscuridad de mi cuarto, observando en el techo las extrañas formas que reflejaba la luz de la luna, fui consciente por primera vez de que papá, a pesar de su carácter huraño, me quería. Y yo, a mi vez, le amé mucho más de lo que ya le había amado hasta entonces.
Aquella sensación de amor paternal se fue haciendo más intensa durante las semanas siguientes. Mi padre no desaprovechaba instante alguno para estar conmigo, incluso robando momentos a sus duros quehaceres en el campo. Juntos cazamos grillos, compramos golosinas en la tienda de la señora Martina, me llevó a la era montada en la carretilla e incluso un domingo fuimos al cine, en la ciudad. Fueron los días más felices de mi vida.
A principios del mes de septiembre, como todos los veranos, me fui a pasar unos días a casa de mis tíos, que vivían en un pueblo de la costa, a disfrutar un poco de la playa y de los últimos rayos del sol. Antes de subir al tren, mi padre me abrazó con fuerza y después de darme un sonoro beso en la mejilla me dijo:
-Te quiero, lagartija, no lo olvides nunca.
Fue la primera vez y la última que me declaró su cariño. Cuando regresé de mis vacaciones papá no estaba en casa, ni en el campo, ni siquiera estaba ya en la vida. Papá se había muerto de un infarto fulminante. Cuando escuché a mi madre darme la noticia solté un grito desgarrador y llorando desconsoladamente le reproché el no haberme avisado. Me dijo que no quería hacerme sufrir, como si no fuera sufrimiento regresar al hogar y enterarme de que mi padre estaba bajo tierra y que jamás podría disfrutar de nuevo de su compañía. La odié por ello y ese odio me acompañó toda mi vida. Hoy sé que de manera injusta.
Con la muerte de mi madre, el arreglo de papeleos me llevó a regresar al pueblo a buscar una partida de defunción de mi padre, mas para mi sorpresa, en el registro civil me comunicaron que allí no constaba defunción alguna a nombre de Constantino González. Supuse que tenía que ser un error así que, una vez en nuestra casa de antaño, me puse a revolver todo papel que encontré a ver si, de casualidad, mamá había guardado algo relacionado con el deceso, por lo menos una esquela, pero mi búsqueda no dio fruto alguno. Durante unos días le di vueltas una y otra vez al problema que se me presentaba hasta que algo en mi interior me dijo que tal vez mi padre no se hubiese muerto, al fin y al cabo yo jamás había visto el cadáver.
Supe que la única que podía disipar mis dudas era mi tía Virtudes, la que vivía en la costa y a ella acudí dispuesta a descubrir lo que fuera, incluso una verdad cuya cada vez más tangible posibilidad me daba miedo. No hizo falta insistir mucho para que mi tía hablara. Hacía ya tantos años que había ocurrido todo que ya no tenía sentido guardar el secreto.
-Es verdad, tu padre no murió, se enamoró de otra mujer y os abandonó a tu madre y a ti. Aquellas semanas que vivió intensamente a tu lado, de las que tú tanto hablas todavía y mantienes vívidas en tu memoria, sólo fueron el preludio de su despedida silenciosa. Él ya le había dicho a tu madre que se iba, que se iba muy lejos con aquella mujer y que no volvería jamás. Le rogó que le permitiera pasar contigo aquellos días y ella, haciendo un esfuerzo sobrehumano, accedió, al fin y al cabo tú también eras su hija, aunque desde luego él no se merecía tal deferencia. Luego, cuando finalmente se marchó, tu madre nos hizo prometer a todos que jamás te contaríamos la verdad. Sabía que le querías ciegamente, y que seguramente, a la larga, te dolería menos su muerte que sentirte abandonada. Él vive en Francia y allí tiene otra familia.
Salí de aquella casa con el corazón oprimido por la angustia. En apenas unos segundos mis ojos se habían abierto a una realidad cruel. Los días de ensueño al lado de mi padre habían sido sólo una quimera absurda, una ilusión ciega que me había llevado a despreciar a quien con mucho esfuerzo había conseguido lanzarme a la vida. Pero ya era tarde para pedir perdón. Seguirá siendo tarde para siempre.


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