domingo, 28 de febrero de 2021

Te esperaba desde siempre - Capítulo 28

 



Juan se incorporó el miércoles a su trabajo en el instituto. Lucía y él se saludaron como siempre. Ella no le preguntó por Pedro, pues al haber estado fuera suponía que no podría ponerle al corriente de ninguna novedad. Él tampoco le dijo nada. Lucía llegó a pensar de que su encuentro había sido algo casual que no volvería a repetirse. Sin embargo el viernes, cuando se disponía a salir del edificio rumbo a un fin de semana tedioso y gris, escuchó a sus espaldas una conocida voz que pronunciaba su nombre. Era él. Se dio la vuelta sintiendo que la felicidad la embargaba y sin disimular su entusiasmo se acercó a Pedro. Tuvo que reprimir un poco sus instintos para no parecer demasiado efusiva.

–Hola Pedro. ¡Cuánto tiempo! – le dijo.

–Lo siento, me hubiera gustado llamarte para quedar algún otro día, pero la semana pasada estuve con una gripe horrible y esta semana tuve que sacar un montón de trabajo atrasado.

–No importa – repuso Lucía un poco decepcionada por el orden de preferencia que parecía ocupar en la vida de su amor – Al fin y al cabo no tenías ninguna obligación de llamarme.

–Lo sé pero.... bueno, que me hubiera gustado volver a verte.

–Ya, a mí también. ¿Has venido a buscar a Juan? – preguntó sin saber muy bien hacia dónde dirigir la conversación.

–Sí, bueno....no. En realidad venía a invitarte a tomar algo si te apetece, como hoy es viernes y mañana no hay que madrugar....

Lucía había quedado con su abuela, o más bien su abuela con ella, en que aquella noche harían una sesión de cine en toda regla, cenarían comida basura y después pondrían alguna película interesante con palomitas incluidas. La invitación de Pedro la tentaba, pero se dijo a sí misma que, por un lado no deseaba dar plantón a su abuela, por otro, no estaría mal que el muchacho viera que si él podía estar quince días sin dar señales de vida, ella no se iba a tirar en sus brazos a las primeras de cambio.

–Lo siento, pero esta noche he quedado – respondió finalmente sin especificar más.

–Vaya – repuso Pedro, en cuyos ojos creyó ver Lucía un destello de desilusión – ¿Tal vez... mañana? Podemos cenar algo por ahí, tomarnos una copa, dar una vuelta....

–Mañana sí. ¿Me vendrás a buscar a casa? ¿Te acuerdas de la casa de mi abuela? Vivo allí con ella.

–Claro. A las... ¿ocho, por ejemplo?

–Perfecto.

La sesión de cine, no fue sesión de cine, fue sesión de parloteo incesante provocado por el entusiasmo. A la abuela le dio lo mismo no ver la película. Lo que ella realmente deseaba era ver a su nieta feliz.

*

La cena de aquel sábado, una cena informal y acogedora, le recordó a Lucía aquella primera vez a solas, cuando Natalia y Jorge tenían guardia en el centro de salud y Pedro le propuso cenar en una cantina al lado del río. Allí no habían cenado al lado del río, sino en una tasca típica de Madrid, al calor de la gente y de las estufas que caldeaban el ambiente en aquella fría noche de febrero. Pero como aquella otra cena de años atrás, hablaron y jugaron sin querer a descubrirse de nuevo, como si se hubieran conocido en ese preciso momento.

Después les apeteció pasear un poco. Durante el paseo Lucía le preguntó a Pedro por Jorge.

–Me llamó una vez hace tiempo, desde entonces no sé nada de él – le dijo.

–Sigue en Bolonia. Al parecer está muy a gusto allí y creo que se ha echado un novio. No creo que regrese a Galicia.

–Me alegro por él. En el fondo no es una mala persona.

–¿En el fondo? ¿Es que te ha ocurrido algo con él?

–¿No lo sabías? Jorge estaba al corriente de todas las peripecias de Natalia. Yo le oí hablar por teléfono con ella. Te lo quise decir ¿recuerdas? Te llamé unos días antes de mi regreso a Madrid y tú no quisiste escucharme.

Sí, Pedro recordaba perfectamente el momento. Recordaba cómo había sostenido por un momento el teléfono entre sus manos sin saber qué hacer, si cortar la llamada, si ignorarla, si contestar. Finalmente decidió que contestar sería lo mejor para dejar las cosas claras, no deseaba dar a Lucía falsas esperanzas. El final de la historia es de sobras conocido. Él no escuchó y por ende negó a Lucía la posibilidad de contarle algo que le hubiera ahorrado muchos quebraderos de cabeza.

–Lo recuerdo – repuso finalmente – y lo siento.

–Bah, ya no merece la pena. Ya todo eso pasó y prefiero no recordarlo. Así que no lo sientas. A lo mejor este tiempo separados a la larga puede ser mejor que estar siempre juntos o yo qué sé. Las cosas siempre ocurren por algo, supongo.

–Supongo que sí.

Caminaron un rato en silencio sumidos en sus propios pensamientos y observando el vapor que salía del interior de sus cuerpos al respirar. Hacía frío.

–¿Sabes? Cuando era una chiquilla, al principio de salir con Lázaro, y queríamos estar solos, subíamos al Cerro de los Ángeles, no sentábamos en cualquier rincón del campo, sobre la hierba, y nos dedicábamos a besarnos y a mirar las estrellas. – dijo Lucía – No sé en qué momento dejamos de ir, supongo que cuando comenzó a morir la magia entre los dos.

–¿Quieres que vayamos hasta allí? – preguntó Pedro en un impulso.

Lucía asintió con la cabeza. Casi en silencio se dirigieron al coche de él y saliendo de la ciudad tomaron la carretera de Getafe. Pronto llegaron a la cima del cerro, cerca de la ermita. Hacía frío y no salieron del coche. Desde dónde estaban podían contemplar una fantástica panorámica de un Madrid iluminado por un millón de luces, como el corazón de Lucía, prendido en aquellos momentos de un millón de ilusiones. Pedro encendió el reproductor de cd del coche y una música suave impregnó el interior del vehículo. Se miraron y se sonrieron en silencio. Parecían dos adolescentes embutidos en el corsé de una timidez que a aquellas alturas y después de lo vivido no tenía ninguna razón de ser.

–Es la primera vez que estoy aquí por la noche, dentro de un coche y con una chica. Y me parece que en lugar de los cuarenta años que tengo... es como si tuviera quince.

– Bueno... supongo que tampoco está mal regresar de vez en cuando a aquel tiempo. Dejar que brote esa parte de tierna juventud que todos tenemos escondida en algún rincón de nosotros mismos. La adolescencia era una época convulsa, pero también era un tiempo cargado de esperanzas, de anhelos, incluso de fantasías. Y creo que con cuarenta años, también se pueden disfrutar de todo eso, aunque sea de otra manera.

Lucía miró a Pedro y sus ojos se cruzaron. Él la contemplaba como si estuviera mirando a una diosa y ella se dejó envolver por la calidez de aquella mirada. Pedro alargó su brazo y acarició la mejilla de Lucía. El corazón de la chica se aceleró intuyendo lo que iba a ocurrir. Su mente voló al banco del paseo, cerca del instituto, cuando para disimular ante los padres de aquel alumno, Pedro la besó por primera vez. En aquellos momento se sentía como si también fuera la primera vez. Y cuando sintió los labios de él sobre los suyos, cerró los ojos y se dejó transportar a un mundo irreal en el que sólo cabían ellos dos.

Regresaron a la ciudad después de aquel beso, como si fueran una pareja de adolescentes disfrutando por primera vez de las mieles del amor. Pedro la despidió delante de la puerta de su casa y volvió a besarla con la misma ternura de siempre, la misma que ella recordaba de años atrás.

–Te llamaré ¿vale? – le dijo antes de que ella saliera del coche.

–Claro, esperaré tu llamada.

Lucía bajó del coche y se dirigió al portal de la casa, antes de abrirlo miró hacia Pedro y lo saludó con la mano mientras le sonreía. Él le tiró un beso y le devolvió la sonrisa.

Aquella noche Lucía tardó en dormir. La emoción le embargaba del tal manera que le impedía coger el sueño. No podía apartar su pensamiento de Pedro y del futuro a su lado que por fin la vida le ponía en bandeja. Después de haber forjado un amor ilícito, después de los equívocos y las dificultades, por fin parecía que el río volvía a su cauce y que definitivamente iban a poder disfrutar la plenitud de su cariño sincero.

Pero las ilusiones de Lucía de nuevo se truncaron cuando de nuevo la semana pasó sin que Pedro diera señales de vida, y la siguiente también. A aquellas alturas ya no estaba triste, estaba enfadada, profundamente cabreada. Consideraba que ya no estaba en edad de andar con jueguecitos ni con miramientos. No estaba dispuesta a ser el juguete de nadie ni a admitir el quiero y no quiero en el que al parecer se había instalado Pedro.

El jueves, mientras estaba en la sala de profesores, Lucía recibió la visita inesperada de Maite, una de las secretarias.

–Te estaba buscando – le dijo en cuanto la vio – ha llegado esto y pensé que podía interesarte. Échale un vistazo y me dices qué te parece, ahora tengo que irme que está la oficina sola.

Lucía tomó los papeles que Maite le daba y se dispuso a ojearlos. Se trataba de la posibilidad de realizar un cursillo sobre literatura comparada en la Universidad de Oxford, durante los cuatro últimos meses de curso. Le interesó la posibilidad, tanto que se leyó todas las bases y condiciones y cuando terminó ya decidió que se iría. De inmediato pasó por secretaría. Allí estaba Juan hablando de sus asuntos con otra de las secretarias. Lucía se dirigió a Maite y le dijo que por favor le facilitara las solicitudes y demás trámites necesarios para solicitar el curso, que se marchaba. Después se fue a impartir la última clase de la mañana. A última hora, cuando se disponía de salir del trabajo y regresar a casa, Juan la abordó.

–Lucía, espera – escuchó a sus espaldas.

–Hola, Juan. ¿Qué tal? Tengo un poco de prisa, esta tarde tengo que hacer cosas con mi abuela y debo llegar pronto a casa.

–No te preocupes, no te voy a robar tiempo, te acompaño.

Caminaron juntos hacia la boca del metro. Lucía intuía que Juan quería decirle algo y así era. Él fue directo al grano.

–No he podido evitar cuando entraste en secretaría escucharte decir que te ibas a algún lado.

–Sí, a Oxford, a un cursillo de literatura comparada.

–¿Cuándo?

–Si me admiten la solicitud me iré en tres semanas. Dura hasta final de curso, así que no volveré hasta septiembre.

–¿Te quedarás en Inglaterra hasta septiembre?

–No, no, de Inglaterra regresaré cuando el cursillo termine, me refiero al curso escolar. ¿Puedo preguntar a qué viene tanto interés?

Juan tardó unos segundos en contestar.

–Curiosidad nada más. Me extraña que te marches ahora que estás con Pedro.

Lucía paró en seco su caminata y miró fijamente a Juan.

–¿Que estoy con Pedro? ¿A qué te refieres? ¿Quién te ha dicho eso? – preguntó.

–Bueno.... nadie, pero supongo que...

–Pues no supongas nada. Pedro y yo no estamos juntos ni creo que vayamos a estarlo. No sé qué le pasa. Estuvimos juntos hace dos semanas, me invitó a cenar, paseamos y... me besó. Cuando nos despedimos quedó en llamarme y hasta hoy. Ya soy mayorcita para tonterías.

Lucía siguió su camino, que en aquel momento se separaba del de Juan, y éste, volvió sobre sus pasos y en lugar de dirigirse a su casa lo hizo a casa de Pedro. Quería saber, aunque no le incumbiera demasiado, qué estaba pasando entre aquellos dos.



jueves, 25 de febrero de 2021

Te esperaba desde siempre - Capítulo 27

 


Aquellas Navidades fueron las más extrañas en la vida de Lucía. Dos días después de su encuentro con Pedro, su abuela y ella volaban a Alemania, a pasar las fiestas con su hermana, cosa que jamás había hecho. Y seguramente aquel año no era precisamente el más idóneo para largarse de Madrid, pero quería escapar, necesitaba estar lejos unos días y hacer acopio de fuerzas para lo que pudiera encontrarse, que a lo mejor no era nada o a lo mejor era todo, era recuperar una vida que ya tenía olvidada, unos sueños que habían muerto tiempo atrás, en aquel pueblo al lado del mar.

El día ocho de enero comenzaban las clases y se presentó en el Instituto como siempre. Las Navidades habían sido tiempo de reflexión y se sentía preparada para afrontar lo que fuera, y lo primero fue Juan, que aquella mañana se acercó a saludarla en la sala de profesores con la misma jovialidad de siempre. Le dio un par de besos y le dijo que había estado todas las Navidades llamándola por teléfono.

–Me fui a Alemania con mi abuela, a pasar las fiestas con mi hermana y su familia. Nunca habíamos ido y... nos apetecía, a mí concretamente me apetecía mucho. Sentía que tenía que salir de Madrid.

Juan la miró durante un rato con una media sonrisa. Ella le sostuvo la mirada.

–Somos amigos desde niños – dijo él de pronto.

–¿De quién? – preguntó ella en un intento de disimular no sabía bien qué.

–Lucía.... me sé toda vuestra historia. Él me la contó.

Se sintió un poco incómoda pensando qué sería lo que Pedro le habría contado y no supo qué decir. Juan aprovechó su silencio para seguir hablando.

–Supongo que un encuentro así te hace temblar los esquemas. Él también está muy confundido. Tenéis que quedar un día y hablar.

–Supongo que sí – admitió ella – Pero... ¿desde cuándo sabías que él y yo...?

–Lo fui descubriendo poco a poco, con lo que él me contaba, con lo que me contabas tú.... al final llegué a la conclusión y no me equivoqué. Está deseando verte y hablar contigo. Tiene muchas cosas que contarte.

–Natalia....

–Él te contará todo, Lucía. Yo prefiero no decirte nada, no creo que deba.

Dos días más tarde Pedro la llamó por teléfono. Fue bastante escueto en la conversación y a Lucía le pareció que un poco cortante. Quedaron en una cafetería del centro el sábado por la tarde. Sábado era al día siguiente y a la hora convenida ambos se presentaron en el lugar. Llegaron juntos y juntos se sentaron y pidieron las consumiciones. Hablaban del tiempo horrible que estaba haciendo en Madrid, del frío y de lo mucho que había llovido aquellas Navidades. Parecían dos presentadores del tiempo cambiando opiniones. Luego se hizo el silencio por un momento. Pedro agarró con suavidad sus manos y Lucía cerró los ojos recordando épocas pasadas. Pero también se armo de valor y preguntó:

–¿Dónde está Natalia? ¿Y el niño?

Pedro le contó todo, y conforme iba relatando lo ocurrido Lucía pensaba en todo el tiempo perdido por culpa de una mujer que se había empeñado en alimentar un amor que ya estaba consumido. También recordó la intuición de su abuela, que le había dicho desde el primer momento que no había niño y no lo iba a haber. Siempre había pensado que su abuela era una sabia. Bueno, siempre no, menos el tiempo en que estuvieron enfadadas. Pero ahora volvía a pensarlo.

–Nunca me perdonaré lo mal que me porté contigo – terminó diciendo Pedro.

–Bueno... el tiempo todo lo borra, Pedro, y acaba difuminando incluso los sentimientos más fuertes. Yo ya no te odio, mi inquina hacia ti hace tiempo que se borró. Bueno, en realidad creo que nunca te odié, no podría hacerlo

–Te cambié por una quimera. Y ahora sé que no hubiera dado resultado ni aunque Natalia estuviera esperando aquel niño.

Mientras Pedro hablaba, Lucía no se cansaba de mirarlo. Se perdía de nuevo en aquellos ojos verdosos, un poco tristes, en aquella boca de labios finos, en aquella voz envolvente que parecía acariciarla con cada palabra. ¿Qué pasaría ahora? Ahora tenían el mundo para ellos, la vida para ellos, sin nada ni nadie que les pusiera obstáculos. ¿Querría él retomar su amor perdido?

–Supongo que un hijo no lo es todo. Lo importante es quererse.

–Eso es lo importante. Y yo te quería a ti y te dejé marchar.

–No pienses más en ello. Nos hemos vuelto a encontrar. Hagamos como que nos conocemos de nuevo y dejemos que la vida nos lleve por dónde ella quiera.

Aquella tarde se descubrieron de nuevo. Cuando Lucía regresó a su casa, ya entrada la noche, sentía que su corazón estaba de nuevo repleto de un amor que había estado dormido. Se sentía feliz como una adolescente que descubre lo que es querer por vez primera. Los meses parecían no haber transcurrido, era como si aquel tiempo distanciados no hubiera existido y su amor continuara como si tal cosa. Pero las cosas nunca eran tan fáciles.

Durante la semana que empezaba Lucía no supo nada de Pedro. Vivía pendiente del móvil, pendiente de una llamada que no sabía por qué esperaba, y con frecuencia miraba la pantalla como si aquella mirada tuviera el poder de hacer que en ella se reflejara el número esperado. A veces buscaba el número entre sus contactos y se sentía tentada a pulsar la tecla de llamada, pero nunca lo hacía, no por orgullo, no era eso, sino porque pensaba que él debía dar el siguiente paso, que si la quería debería fomentar el contacto, un contacto que no se producía.

Conforme iban pasando los días a Lucía la iba invadiendo la tristeza. Se sentía estúpida, le parecía que se había ilusionado sin razón, como si fuera la niña de quince años que un día fue y que se enamora con inusitada rapidez. Le hubiera gustado tener a Juan a su lado, al menos para preguntarle, aunque fuera disimuladamente, qué era lo que estaba pasando por la mente de su amigo, pero aquella semana Juan estaba haciendo un curso en Barcelona, así que no le quedó más remedio que resignarse y dejar que el tiempo transcurriera manteniendo la esperanza de volver a ver a Pedro, una esperanza que, irremediablemente, se iba disipando con el paso de la semana.

Soledad leía la tristeza en los ojos de su nieta. Sabía que algo no estaba bien en su cabeza pero no se atrevía a preguntar, en realidad casi no hacía falta preguntar. El sábado anterior había regresado a casa completamente ilusionada, y conforme iba pasando la semana su mirada se había ido apagando, señal de que las cosas no estaban ocurriendo como era debido, o al menos como ella pensaba que debieran ser.

El domingo amaneció soleado después de casi un mes nublado y lluvioso. A Soledad se le ocurrió que podía invitar a su nieta a dar un paseo por el rastro, a ver si se animaba un poco. Eran casi las diez de la mañana cuando se decidió a llamar a la puerta de su cuarto. Lucía no solía madrugar mucho los domingos, pero aquel día espléndido se merecía un pequeño sacrificio. Golpeó la puerta dos veces y entró despacio. La habitación estaba a oscuras y se apreciaba un bulto en la cama. Soledad descorrió un poco la cortina y distinguió el rostro de su nieta asomando entre las mantas. Se acercó despacio y pudo ver que en la mesita de noche había unos cuantos pañuelos de papel húmedos y arrugados. Había estado llorando, típico en Lucía. A veces en lugar de compartir los problemas se los comía ella sola hasta que no podía más y rompía en mil trocitos de desesperación. La abuela Soledad desistió de sus intenciones y decidió no despertar a su nieta, consciente de que cuando Lucía estaba mal anímicamente era mejor no molestarla. Pero lo cierto era que no podía dejar de sentirse preocupada ante su propia incertidumbre. No sabía si la tristeza de su chiquilla se debía a un nuevo rechazo de aquel muchacho o a alguna quimera de las suyas. Lucía a veces se montaba películas que nada tenían qué ver con la realidad. La mujer dio un suspiro profundo, echó un último vistazo a su nieta y cerró de nuevo las cortinas. Luego salió despacio del cuarto. Cuando estaba punto de cerrar la puerta escuchó una voz a sus espaldas.

–No me ha llamado en toda la semana.

Se dio la vuelta y la vio sentada en la cama, con los brazos alrededor de las piernas y la barbilla apoyada en las rodillas encogidas. Volvió sobre sus pasos y se sentó sobre el colchón al lado de su nieta.

–¿Había quedado en hacerlo? – preguntó.

Lucía negó con la cabeza con gesto triste.

–¿Entonces? Lucía, hija, no te montes quimeras, no te ilusiones antes de tiempo, a lo mejor es precisamente eso lo que necesita el muchacho, un poco de tiempo.

–Pero.... si vieras de qué manera me miraba el otro día, abuela, me tomo de las manos y me las acariciaba con sus dedos, mientras me hablaba con suavidad y me iluminaba con sus palabras. Yo pensé que me quería, que podíamos comenzar otra vez.

–Y seguramente te querrá, pero a lo mejor quiere ir despacio. Anda ¿por qué no te vistes y vamos a dar una vuelta al rastro? Hace una mañana estupenda, aprovechémosla.

Lucía dudó unos instantes. La verdad era que no tenía ganas ninguna de salir de casa. Le hubiera gustado volver a dormirse y pasarse todo el día en la cama soñando con su amor reencontrado. Pero también era consciente de que esa no era la solución. Por eso aceptó la proposición de su abuela y juntas salieron a pasear por Madrid.



martes, 23 de febrero de 2021

Te esperaba desde siempre - Capítulo 26

 





Lucía se marchó poco después del desayuno. Entre ellos no hubo intenciones de que aquello se volviera a repetir ni mucho menos promesas de nada. Había quedado claro que se habían dejado llevar por la pasión del momento y punto. Sin embargo Juan se sentía un poco molesto al haber descubierto que Lucía era la misma muchacha de la que Pedro, su amigo de siempre, le hablaba continuamente y que daba por perdida. Desde luego de haberlo sabido no se hubiera acostado con ella. De todas maneras, en último término, Pedro no tenía por qué enterarse. Así intentaba expiar su culpa, mientras pensaba si debía contar su descubrimiento a Pedro y de qué manera hacerlo.

Entretanto Lucía continuó con su vida de siempre. Lázaro parecía haber desaparecido, hasta que un día lo hizo de nuevo, aunque esta vez no parecía muy alegre. Se encontraron en la calle, cuando Lucía acababa de salir de las clases y se dirigía a la parada del metro. Caminaban por la misma acera y en dirección opuesta y el encuentro era inevitable, a pesar de que Lucía echó una vistazo mal disimulado a los alrededores por si era posible desaparecer.

–Hola Lucía – la saludó él cuando se puso a su altura – Hacía tiempo que no nos encontrábamos.

–Sí, afortunadamente ya veo que has dejado de ser mi sombra – le contestó ella.

–Lo siento – respondió él, cabizbajo – siento de veras haberte molestado, me comporté como un idiota. Cuando me dijiste que tenías novio... comprendí que estaba haciendo el imbécil.

A punto estuvo la muchacha de contarle la verdad, pero finalmente decidió no hacerlo, no fuera a ser que volviera a las andadas.

–Un poco, la verdad – dijo – mira, Lázaro, tú lo que tienes que hacer es sentar la cabeza y dejarte de tanto ligoteo fácil. Ahora tienes una hija, piensa en ella... y en su madre. María es una buena chica. A lo mejor con quién deberías recuperar algo, es con ella.

–Puede ser... en todo caso no te preocupes, no volveré a molestarte. Ahora tengo prisa. Adiós Lucía.

Siguió su camino y ella respiró aliviada sabiendo que por fin se había librado de él. Lo único que deseaba a aquellas alturas de su vida era vivir tranquila.

*

Aquella noche Juan no podía dormir. Habían pasado más de dos meses desde el día en que sus sospechas de que su Lucía y la de su amigo Pedro eran la misma persona habían ido tomando forma y a lo largo de todo ese tiempo pequeños detalles que había conseguido ir sonsacando tanto a uno como a otro le habían confirmado de manera indiscutible que era así. Ambos le hablaron de Natalia, del viaje a Oporto, del amigo común que estaba en Bolonia o del pueblo de Galicia, al lado del mar, en el que habían estado viviendo. No sabía si contárselo a su amigo. En el fondo pensaba que debía hacerlo, sin embargo, aunque no estaba enamorado de Lucía, le costaba imaginar que un noviazgo formal con otro hombre pudiera cercenar cualquier posibilidad de que la muchacha calentara de nuevo su cama, a pesar de que tal cosa sólo había ocurrido una vez y de que, ni uno ni otro, habían siquiera insinuado en ningún momento que pudiera volver a pasar. Así pues los días iban transcurriendo sin que se decidiera a darle la noticia, mientras veía cómo Pedro, por momentos, se hundía en una melancolía incomprensible. Cada vez manifestaba con más frecuencia que sentía su vida vacía, que le faltaba algo, el amor de alguien, una familia, una esposa y unos hijos. Juan le decía que saliera más, que se apuntara a algún grupo a través del cual pudiera conocer gente, a lo mejor así daba con la persona adecuada para lograr sus aspiraciones, pero él, en lugar de hacerle caso, se encerraba más en casa y demostraba una alarmante falta de interés por casi todo. Juan sospechó que Pedro iba a caer en una depresión y se le ocurrió que una de las maneras de evitarlo era que Lucía volviera a aparecer en su vida.

Al día siguiente era domingo, el primer domingo de las vacaciones de Navidad, y habían quedado en un centro comercial para pasar el día. Comprarían algún regalo, comerían en algún restaurante de los que había por allí y tal vez por la tarde verían alguna película en alguno de sus cines. Y a lo largo del día buscaría la ocasión adecuada para decírselo, para decirle que podía sentirse contento porque Lucía, a la que tanto echaba de menos, estaba mucho más cerca de él de lo que él mismo pensaba.

Así pues a la mañana siguiente se reunieron en el centro comercial. Pedro parecía un poco más animado que de costumbre y se dejó llevar por su amigo a través de las tiendas repletas de gente dadas las fechas en que se encontraban. Luego, mientras comían, Juan quiso preparar el terreno, tantear un poco a Pedro para confirmar que lo que iba a hacer era lo correcto.

–Bueno y dime – comenzó a hablar delante de su plato de comida – ¿Qué tal te encuentras estos días? Pareces mucho más animado.

–Bueno.... supongo que más o menos – contestó Pedro, encogiéndose de hombros – Sí, quizá hoy tenga un día bueno. Casi prefiero no pensar en ello.

–Y toda esta nostalgia que te ha entrado de repente... ¿es por Lucía?

–No lo sé, Juan, no lo sé. La echo tanto de menos..... me gustaría volver a verla, tenerla aquí a mi lado, junto a mí, compartiendo nuestras pequeñas cosas. Pero por otro lado yo mismo me pregunto si me atrevería a dar el paso de reconquistarla. La cambié por una quimera después de jurarle que la amaba. Si la tuviera delante de mí no sabría qué hacer ni qué decir, probablemente nada, no creo que mis fuerzas soportaran verme vapuleado por su desprecio.

–Estás siendo demasiado derrotista. Yo creo que si de verdad te quisiera aceptaría volver de nuevo a tu lado pese a lo ocurrido. ¿No dicen que el amor supera todas las barreras? A lo mejor deberías buscarla. Últimamente estás muy bajo, Pedro. Me temo que estás cayendo en una depresión y que su presencia te haría mucho bien. Además...

De pronto Juan sintió que una mano se posaba en sus ojos y una voz claramente distorsionada a propósito le preguntaba eso de “quién soy”. Por unos segundos se sintió un poco desconcertado, al cabo de los cuales se dio cuenta de que era alguien que deseaba jugar. Tocó con las yemas de los dedos la mano que le tapaba los ojos y puso comprobar que era de una mujer. Comenzó a decir nombres: Irene, Amelia, Asun.... de pronto una luz iluminó su cerebro. ¿No sería Lucía? Pronunció su nombre casi con miedo y cuando la muchacha le destapó los ojos, miró a su amigo, sentado frente a él, pálido, con la mirada puesta en la chica, que efectivamente era Lucía y que en su juego no se había dado cuenta de que el hombre sentado al otro lado de la mesa era Pedro.

–Es increíble que nos encontremos ya el primer día de vacaciones – dijo ella mientra se sentaba a su lado –¿Qué haces por aquí? No me digas que ya estás empezando con el consumismo desaforado.

–Yo.... aquí... pasando el día con un amigo – dijo señalando al frente.

Lucía echó un vistazo ligero y casual hacia Pedro y de nuevo fijó su atención en Juan, pero en cuanto su cerebro procesó adecuadamente la información recibida, miró de nuevo a Pedro. Apenas podía creer que lo tuviera delante. Se preguntó si todo lo que estaba ocurriendo en aquel momento no sería parte de un sueño.

–Pedro – dijo con un hilo de voz – ¿Pedro, eres tú?

Él no podía decir nada. Aquella sorpresa absolutamente inesperada había paralizado su garganta y su cuerpo. Ni siquiera había hecho ademán de levantarse. Fue Lucía la que se sentó a su lado y con infinita ternura, le acarició la cara mientras unas gruesas lágrimas hechas de emoción y sal, rodaban por sus mejillas.

–Pedro.... – murmuraba una y otra vez.

Ambos se miraban y parecían ignorar que el mundo continuaba a su alrededor, y que dentro de ese mundo estaba Juan, silencioso espectador del encuentro. Juan se sintió feliz de que las cosas se hubieran resuelto por sí solas. Pero en realidad no se había resuelto nada, simplemente se habían encontrado de nuevo.

De pronto Lucía fue consciente de la realidad. Miró a Juan desconcertada y se preguntó qué significaba todo aquello, por qué Juan y Pedro estaban juntos, dónde estaba Natalia y el hijo que presumiblemente habían de tener. Pensar en Natalia le dio miedo, miedo a que efectivamente apareciera por allí de un momento a otro y de pronto sintió la necesidad de huir. Se levantó y, con la excusa de que la esperaban, se alejó precipitadamente del lugar bajo las miradas estupefactas de los dos hombres. Pedro también se preguntaba qué significaba todo aquello.

–¿Qué significa esto, Juan? – preguntó – ¿De dónde la has sacado?

–Pero ¿no te das cuenta? Es la chica que trabaja en mi colegio. Hace tiempo que supe que era la misma Lucía de la que tú me hablabas. Y hoy te cité aquí para confiarte mis sospechas. Pero desde luego no tenía ni la menor idea de que iba a aparecer.

Pedro enarcó las cejas y suspiró. Estaba visiblemente nervioso. No solo por haberla encontrado sino por la propia actitud de la muchacha, que se bien en un principio parecía receptiva, después desapareció como por encanto.

–¿Y ahora? – preguntó a nadie mirando a su amigo – ¿qué voy a hacer ahora?

*

Aquella tarde Lucía había quedado en el centro comercial con una vieja amiga a la que no veía desde hacía tiempo, con la intención de dar una vuelta y tomar algo charlando, pero de pronto se le quitaron las ganas de todo. La llamó por teléfono disculpándose y le puso la excusa de que no se encontraba bien, luego tomó el metro y regresó a casa. Su abuela, cuando la vio llegar tan pronto, le preguntó preocupada si le había ocurrido algo.

–Lucía, hija, estás pálida y te veo nerviosa.

Lucía se sentó al lado de su abuela en el sofá del salón. Desde un rincón la televisión parloteaba una de aquellas empalagosas películas navideñas.

–Abuela, ¿serías tan amable de prepararme una tila? Luego te cuento lo ocurrido.

Soledad hizo lo que su nieta le pedía y al cabo de un rato, ante la tila humeante, Lucía contó a su abuela su casual y repentino encuentro con Pedro.

–Estaba allí, sentado con Juan, charlando como... como si... como si fuera normal...

Soledad no pudo reprimir una sonrisa ante las tonterías que decía su nieta. Se notaba a las leguas que estaba sumamente alterada.

–Que dos hombres charlen en la mesa de una cafetería es normal, cariño.

–Sí, pero eran ellos dos. ¿Qué relación hay entre ellos?

–Serán amigos, supongo.

–¿Y no te parece mucha casualidad? Además, no estaba Natalia, ni había ningún niño. No sé qué pensar. Ha sido todo tan... extraño. No sé por qué ha vuelto.

–Lucía, estás muy nerviosa y no piensas con claridad, creo que tienes que descansar, calmarte, y mañana seguro que ves las cosas de otra manera. Todos esos interrogantes que te planteas tienen muy fácil solución. Hablar con ellos y ya está.

La muchacha dio un sorbo a la infusión que sostenía entre las manos y se echó hacia atrás en el sofá, intentando relajarse.

–Tienes razón – repuso – estoy muy alterada. Sentí tanta emoción cuando le vi... pero después pensé en Natalia, en su familia... no estaban, pero seguro que andan por ahí...

–Nena... no te montes películas. Tenéis que hablar. Sólo así aclararéis las cosas.

domingo, 21 de febrero de 2021

Te esperaba desde siempre - Capítulo 25

 




Las esperanzas de Lucía de que Lázaro la dejara tranquila se esfumaron cuando unos días después de la cena se encontró de nuevo con él a la salida del instituto. Y otro día en una cafetería. Y otro más por la calle. De pronto parecía que aquel hombre salía de la nada para aparecer ante ella con más frecuencia que antes. Estaba casi segura de que la seguía y eso le produjo un poco de temor. Pensó en denunciarle a la policía, pero en realidad ¿qué iba a denunciar? ¿que se lo encontraba por la calle día sí y día también? Si ni siquiera le dirigía apenas la palabra, se limitaba a saludarla muy sonriente, eso sí, a pesar de que ella no correspondía a aquellas sonrisas.

La presencia continua de Lázaro volvió a producirle ansiedad. No quería acostumbrarse a tomar aquellas pastillas que le había recetado el médico y lo que intentó fue distraer la mente en otras cosas, pero no siempre lo conseguía. Un viernes, a la salida de las clases, se encontró con Juan por los pasillos del instituto. Hacía días que no hablaban y él se interesó por su estado de salud. Lucía le contó que Lázaro continuaba con sus apariciones repentinas y esos encuentros fortuitos la ponían un poco nerviosa.

–Intento distraerme en cosas, pero no siempre lo consigo.

–Bueno pues voy a ayudarte. ¿Qué te parecer si vamos a tomar unas cañas por ahí? Así te ayudo a distraerte.

Lucía no se esperaba tal invitación, pero aceptó. Juan le caía bien, era un muchacho muy agradable que se interesaba por ella y que sabía escuchar, bueno, suponía que eso formaba parte de su profesión, en todo caso creyó que sería divertido pasar un rato con él.

El rato se convirtió en horas. Comenzaron a hablar de mil cosas y el tiempo se les fue pasando mucho más deprisa de lo esperado. Tomaron las cañas, cenaron en una tasca típica y después fueron a tomar una copa. Estaban en el último bar, apoyados en la barra, charlando, cuando Lucía lo vio de nuevo, a Lázaro, entrando en el recinto.

–¡Joder! – dijo – Ahí está otra vez. Me está siguiendo, estoy segura.

Juan estaba de espaldas a la puerta, por lo que no podía verle. No se movió, ni siquiera miró hacia atrás. Lucía le iba relatando todos y casa uno de los movimientos de su ex.

–Ahora está muy cerca de nosotros. – le dijo, y de repente se le ocurrió una idea – Voy a hacer algo, Juan, no te asustes, solo quiero que él me vea.

Acercó su cuerpo al de Juan, le abrazó por el cuello y le besó en la boca con pasión. Él entendió el juego y la abrazó por la cintura y correspondió al beso. Estuvieron así, entre besos y arrumacos, durante un buen rato, hasta que Lucía vio cómo Lázaro abandonaba el local.

–Se ha ido – dijo.

–Oye ¿qué te parece si vamos a mi casa y tomamos la última copa? – le preguntó Juan, haciendo caso omiso a su comentario.

Lucía le miró fijamente durante unos segundos. Juan se había abandonado muy bien a sus besos, a lo mejor demasiado bien, y estaba seguro de que aquella invitación conllevaba algo más. Pero no le importó y accedió a ella. No estaba enamorada de Juan. Era un tipo muy atractivo y se sentía a gusto a su lado, pero nada más. Sin embargo la perspectiva de pasar una noche de pasión a su lado no le pareció del todo mal, al contrario. Era la primera vez que lo hacía, lo de acostarse con alguien por el que no sentía mucho más que atracción física, pero le apetecía, así que accedió.

El apartamento de Juan distaba apenas tres portales del bar. Cuando llegaron Juan sirvió unas copas y se sentaron en el sofá del salón. Estuvieron conversando durante un rato largo, tanto que Lucía pensó que se había equivocado con las intenciones del muchacho. Bueno, no le importó demasiado, se lo había pasado bien a su lado y durante unas horas Lázaro había desaparecido de sus pensamientos, a pesar de su fugaz aparición en el bar. Pero se estaba haciendo tarde y pensó que era mejor marcharse a su casa. Había llamado a su abuela para avisarle de su tardanza, pero de todos modos comenzaba a sentirse cansada. No estaba acostumbrada a trasnochar. Mas cuando estaba a punto de comunicar sus intenciones, sucedió todo. Él la besó de nuevo, así, de repente, con la misma pasión que lo hacía en el bar, o incluso con más, porque ahora acompañaba sus besos con caricias y jadeos entrecortados que hicieron que Lucía olvidase sus intenciones de volver a casa.

Juan se levantó del sofá y la tomó de la mano. La fue conduciendo hasta el dormitorio mientras la continuaba besando. Lucía se abandonó a aquel juego agradable, se dejó acariciar y acarició, se dejó besar y besó, se dejó desnudar y desnudó. Cuando llegaron a la cama cayeron sobre ella entre risas y jadeos y terminaron haciendo el amor mucho después de haber disfrutado de juegos excitantes. Luego, cansados y con la mente un poco embotada por el alcohol, se acabaron durmiendo.

Lucía despertó cuando ya el sol se colaba por la ventana. Al principio se desperezó un poco sin saber muy bien dónde estaba, pero pronto recordó la noche anterior. Miró a su lado y vio que Juan ya no estaba. Tomó su móvil y llamó a su abuela. La tarde anterior la había avisado de que llegaría tarde, pero a lo mejor la mujer se asustaba si al levantarse comprobaba que todavía no estaba en casa. Cuando la abuela descolgó le dijo que se le había hecho muy tarde, que se había quedado a dormir en casa de una compañera del instituto y que regresaría a casa a lo largo de la mañana. Cuando cortó la comunicación se puso una camiseta que estaba por allí encima y salió de la habitación en busca de Juan. Lo encontró en la cocina, preparando el desayuno, haciendo café y tostando pan en la tostadora. La recibió con una sonrisa.

–Buenos días – le dijo – no quise despertarte. ¿Qué tal has dormido?

–Como una bendita.

–Me alegro. ¿Te apetece desayunar? Tengo mermelada de grosella que hace mi madre. Está buenísima.

Lucía asintió y se sentó a la mesa. Se sentía un poco violenta. Tan vez porque no tenía la suficiente confianza con Juan. Lo de anoche había sido una divertida locura, pero nada más, al menos eso pensaba ella y esperaba que él también. No deseaba equívocos. Le había besado para hacer ver a Lázaro que lo de que tenía novio era verdad, aunque no lo fuera, y el beso les había llevado hasta la cama, pero hasta ahí quería llegar.

Mientras untaba la mermelada en la tostada pensaba en el modo de decirle a él todo aquello que se le pasaba por la mente, pero no fue necesario, porque él le tomó la delantera.

–Lucía, lo de anoche.... no fue.... bueno no quiero que pienses....

No le salían las palabras, o no se atrevía a decirlas por lo que ella pudiera pensar, y entonces se echó a reír, con lo que consiguió sacar hierro al asunto.

–No pienso nada. Lo de anoche fue muy divertido, pero nada más. Ni yo estoy enamorada de ti ni tú de mí. Simplemente las circunstancias nos empujaron a la cama.

Juan suspiró y sonrió.

–Uf.... no sabía cómo decirlo. Yo no estoy acostumbrado a hacer estas cosas y no me gustaría que ninguno de los dos malinterpretara lo ocurrido.

–Yo tampoco. Si te soy sincera es la primera vez que lo hago, pero me ha gustado, me lo he pasado bien. Hacía tanto tiempo que no disfrutaba de una buena sesión de sexo.... Y... bueno, espero que mi ex ahora por fin me deje tranquila. Ya ha visto que tengo novio, aunque sea postizo.

Mientras desayunaban a Juan se le vino a la memoria, sin motivo aparente, su amigo Pedro y la conversación mantenida con él semanas atrás, cuando él le había planteado la posibilidad de que las chicas, las Lucías de las que ambos hablaban, fueran la misma persona. Movido por la curiosidad, quiso hacerle preguntas y así fue reconduciendo la conversación como pudo. Le preguntó si llevaba mucho tiempo dando clase en aquel instituto.

–Este es mi segundo año. Me gusta y no creo que me vaya. Me queda bastante cerca de casa y el ambiente es bueno.

–¿Y antes? ¿En qué instituto estabas?

–En el María Moliner. También estaba bien, lo que pasa es que cuando rompí con Lázaro quise romper también con la rutina de mi vida y me marché a un pueblo de Galicia. Mis intenciones eran quedarme allí definitivamente, pero ocurrieron algunas cosas y.... tuve que volver. La verdad es que últimamente no tengo demasiada suerte en las relaciones personales.

Juan comenzaba a sospechar que el comentario inocente que le había hecho a Pedro durante aquella charla en el bar podía ser más real de lo que se imaginaban. Lucía venía de un pueblo de Galicia, como Pedro. Quiso tirarle de la lengua un poco más, aunque se sentía un poco inquieto y no deseaba que la chica pensara que la estaba sometiendo a un interrogatorio.

–¿Por qué dices eso? Eres una chica encantadora, bonita...

–Gracias por tus cumplidos, pero es lo mismo. Me gustaría encontrar a alguien a quién querer y que me quiera y …. iba decir que no soy capaz, pero no, sí que lo soy, porque lo encontré, y lo perdí.

–¿Lázaro?

–No, Lázaro no. Se llamaba Pedro y le quise con locura, pero tuvo que elegir, y no me eligió a mí.

No cabía duda, era ella.



viernes, 19 de febrero de 2021

Te esperaba desde siempre - Capítulo 24

 



Aquella mañana de sábado lo había llamado Juan. Desde que habían vuelto de Londres no se habían visto. Cada uno había estado ocupado con sus respectivas vidas, que por cierto eran bastantes parecidas. Volver a la ciudad de origen, buscarse un lugar en el que vivir, comenzar una nueva ocupación... casi la única diferencia que había entre Juan y Pedro era que el primero tenía una hija a la que veía mucho menos de lo que le hubiera gustado.

Quedaron en un bar del centro de Madrid a las siete de la tarde. Cuando Pedro llegó Juan todavía no estaba. Se sentó en una mesa cerca de la ventana y pidió un café. Al poco rato vio llegar su amigo, que caminaba con lentitud por la acera. Venía hablando por teléfono y antes de entrar permaneció un rato cerca de la puerta del bar terminando la conversación. Cuando lo hizo entró y se dirigió hacia donde estaba él.

–¿Alguna muchacha te reclamaba? – le preguntó Pedro, medio en serio, medio en broma, cuando Juan se sentó frente a él.

–No exactamente, una compañera, Lucía. El otro día le dio un ataque de ansiedad y tuve que atenderla allí mismo, en las escaleras del instituto. Luego hablamos y me contó que su ex novio la atosiga, insiste para que hablen y ella no quiere, dice que la relación está zanjada. Yo le he aconsejado que hablara con él, que lo escuchara.... y me llamaba para decirme que habían quedado. Pobre Lucía.

Pedro pensó en su propia Lucía y un velo de nostalgia nubló su mirada.

–Joder, ¿por qué las relaciones amorosas son tan complicadas? – dijo por fin.

–Desgraciadamente para eso no tengo respuesta. Pero ya ves... – Juan se percató de la tristeza de Pedro – ¿Todavía sigues pensando en esa chica?

–Sí, todavía pienso en mi Lucía... Intento no hacerlo pero no lo puedo evitar.

–Es cierto, también se llama Lucía... ¿no será la misma? – preguntó Juan en un intento de alegrar a su amigo.

–Sería demasiada casualidad ¿no crees? – respondió Pedro con una media sonrisa.

–Supongo que sí, pero nunca se sabe. ¿Dónde vive? ¿Dónde trabaja?

–A estas alturas ya no lo sé. – contestó Pedro encogiéndose de hombros – Creo que cuando se vino a Madrid se fue a vivir con su abuela. No sé si sigue con ella. Y en cuanto a dónde trabaja... no tengo ni idea.

–Pero si sabes dónde vive o por lo menos vivía... ¿qué te impide ir a buscarla?

Pedro miró a su amigo con gesto de asombro. Estaba claro de no entendía nada. Era imposible volver con Lucía. Se había portado demasiado mal con ella como para pretender que regresara a su lado. La había abandonado por otra mujer después de jurarle y perjurarle que la amaba con locura. Jamás se atrevería a buscarla y mucho menos a proponerle retomar su amor. Era imposible. Así se lo dijo a su amigo y por supuesto, como Pedro sospechaba, no lo entendió.

–Si no te arriesgas no podrás saber si estás en lo cierto o no. Pero en fin, no hemos quedado para hablar de chicas ¿no? ¿Vamos al bar de Charli? ¿Le recuerdas?

Así dieron por zanjada la conversación sobre sus Lucías, que eran la misma pero ninguno lo sabía.

*

Una semana después Lucía se arreglaba con desgana para salir aquella noche. Había llegado el momento de su cena con Lázaro. Estaba un poco nerviosa, no porque le impresionara quedar con él y tenerle delante, sino porque no le apetecía nada escuchar sus monsergas, ni discutir, ni tener que insistir para hacerle entender que entre ellos dos ya nada era posible. Después de salir de la ducha abrió su armario y miró su ropa, no quería ir hecha una piltrafa pero tampoco demasiado elegante, no fuera a ser que el idiota de su ex creyera que se ponía guapa para deslumbrarlo, nada más lejos de su intención. Eligió finalmente una blusa negra y un pantalón vaquero. Se peinó la melena, se maquilló ligeramente y se dispuso a salir de casa ante la mirada atónita de su abuela, que en el fondo se sentía contenta de que su nieta se decidiera por fin a abandonar si vida de eremita y saliera a divertirse un poco.

–¡Lucía! ¡Pero qué mona te has puesto hija! ¿A dónde vas?

–A cenar con Lázaro.

Soledad se quedó petrificada. Ni por asomo había pensado que la cita de su nieta fuera con semejante impresentable. No quería meter las narices dónde no la llamaban pero no pudo evitar dar su opinión.

–Ay, nena.... yo no sé si te conviene.... No es que quiera meterme en tu vida pero...

Lucía sonrió y aquella sonrisa tranquilizó un poco a su abuela.

–No te preocupes, abuela – le dijo – no es lo que parece, no es ninguna cita amorosa. Hace una temporada que no me deja en paz y voy a dejarle las cosas claras de una vez. No quiero nada con él, nada, de verdad, así que puedes estar tranquila.

Besó a su abuela en la mejilla y salió de casa. Soledad se quedó con una sensación extraña en el cuerpo, un sentimiento entre el alivio y la preocupación. Confiaba en su nieta, pero también sabía que había estado muy ciega por aquel muchacho y que él podía llegar a ser muy convincente. Cogió su móvil y revisó sus contactos. El teléfono de Pedro seguía ahí. De momento no tenía pensado utilizarlo, pero por si acaso. En situaciones como aquella toda precaución era poca.

Entretanto Lucía conducía su coche hacia el restaurante en que había quedado con Lázaro. Él le había propuesto ir a buscarla a casa pero ella se había negado. Quería libertad, poder marcharse y abandonar aquella especie de encerrona en la que ella misma se había metido cuando le diera la gana. Aparcó en un parking cercano y caminó los escasos metros que la separaban del local notando como su inquietud aumentaba por momentos. Lázaro la esperaba en la puerta. Cuando le vio allí, frente a ella, sonriendo, un ramalazo de nostalgia la envolvió al recordar los buenos momentos que habían compartido. Lázaro había sido un buen compañero de camino hasta que todo había cambiado. Puede que fuera un mujeriego, que ser fiel no entrara en su escala de valores, pero siempre la había tratado con cariño y a su lado se había sentido como una princesa. Pero nada iba a ser como antes, ni mínimamente parecido, por mucho que se empeñara.

Se saludaron con un beso fugaz en la mejilla y entraron. Él había reservado un mesa situada en un lugar apartado y discreto, cosa que a Lucía no le hacía mucha gracia, pero bueno, capearía el temporal como buenamente pudiera. Se sentaron, pidieron la cena, y mientras la degustaban charlaron sobre cosas triviales, asuntos de trabajo, algún recuerdo divertido entremezclado entre las clases en el instituto y los papeles de oficina. Luego, a los postres, Lázaro fue directo al grano.

--Lucía – comenzó a decir, intentando coger la mano de la muchacha sobre el mantel, que ella retiró con un gesto rápido y mal disimulado – no sabes cuánto he deseado que llegara este momento. Necesito decirte muchas cosas.

–Bueno, yo.... no sé si merecerá la pena, Lázaro, yo.... si quieres te perdono lo que me hiciste, pero no voy a volver contigo, ya no te quiero – dijo ella, queriendo ser lo más directa y tajante posible.

–Lo sé y lo entiendo. Entiendo que estés dolida y que en estos momentos no quieras saber nada de mí. Pero hemos pasado muy buenos momentos juntos. ¿No te apetecería recuperarlos?

Lucía no entendía bien qué mosca la había picado a aquel hombre para que se le diera ahora por recuperar el amor perdido. Lo miraba y le parecía estar frente a otro Lázaro, un Lázaro idiota, pusilánime, alguien que no conocía. Era cierto que el otro Lázaro le había hecho mucho daño, pero mientras tanto habían sido felices y a ella le gustaba aquel hombre fuerte, decidido, divertido y seguro.

–¿Y de qué manera pretendes recuperarlos? – le preguntó – Por curiosidad eh, no porque me interese especialmente, ni porque esté dispuesta a ello.

–Podemos volver a comenzar de cero – respondió él sonriendo estúpidamente, como si se creyera que sus palabras simples eran suficientes para convencer a Lucía – como cuando nos conocimos en el instituto ¿te acuerdas? Podemos hacer como si nos encontráramos ahora, como si nos conociéramos ahora y no hace tantos años. Borremos el pasado y comencemos de nuevo. Yo te prometo serte fiel.

–Eso se lo prometen los novios cuando se casan y tú y yo ni somos novios, ni vamos a volver a serlo, ni nos vamos a casar jamás. Lázaro, no te quiero y no puedo volver a quererte.

–Pero... ¿por qué? Cuando se comete un error siempre se está a tiempo de rectificar. Te lo he oído decir muchas veces y ahora...

–Escúchame. Deja de decir tonterías. Estoy enamorada de otro hombre, de un hombre que he estado esperando toda mi vida y que por fin he encontrado.

Lázaro la miró extrañado. No podía ser verdad, nunca la había visto con nadie y eso que durante las últimas semanas había seguido sus pasos con insistencia.

–¿Y dónde está? No te he visto con nadie.

–Eso a ti no te importa. Da igual si está o si ha estado, le quiero a él y punto. He aceptado cenar contigo esta noche para poner las cosas claras, Lázaro. Quiero que me dejes en paz ¿vale?

Lucía se levantó de la silla dispuesta a marcharse. Ya todo lo que tenía que decirle lo había dicho. Lo único que esperaba era que él hubiera captado bien el mensaje y la dejara tranquila ya de una vez por todas.

–¿Te vas? – le preguntó Lázaro, que no acababa de asimilar que su ex novia, aquella que antaño era una muchacha dulce y casi inocente, se hubiera convertido en una mujer con cierto carácter que sabía ponerle las cosas claras.

–Por supuesto que me voy. Adiós, Lázaro. Gracias por la cena.

Lucía salió del restaurante ante la mirada pensativa de él. En el fondo le gustaban las mujeres duras de pelar, las que no se rendían a las primeras de cambio. Sonrió imperceptiblemente mientras pensaba que tenía que seguir insistiendo. Estaba seguro de que el enamorado de Lucía no era más que un farol, una invención para sacárselo de encima. Pero no se iba a rendir tan fácil.

martes, 16 de febrero de 2021

Te esperaba desde siempre - Capítulo 23

 



Aquel curso llegó al colegio de Lucía un nuevo psicólogo. Se llamaba Juan y parecía un chico agradable. También era bastante guapo y alguna profesora del colegio, jovencita, soltera y cotilla, se ocupó de indagar en la existencia previa del muchacho. Pronto su vida fue de dominio público. Se supo que había estado casado, que su mujer le había dejado para irse con su jefe y que tenían una niña que vivía con la madre y con su nuevo amor. Lucía no le dio importancia ni a Juan ni a lo que se comentaba de él. Era un compañero más y como tal se trataban. Las vidas privadas de sus compañeros de trabajo nunca le habían interesado lo más mínimo. Además no se sentía con ánimo para nada. Había días en que incluso le costaba levantarse de la cama para acudir al trabajo. La llegada del otoño la había sumido en una extraña melancolía. Nunca había sido Lucía mujer de tristezas ni de nostalgias. Tal vez de rabia y de desesperación, pero de tristezas no. Pero aquel otoño, entre las apariciones furtivas e intempestivas de Lázaro, que le provocaban una incómoda y lacerante ansiedad, y la insistencia de su corazón en echar de menos a Pedro, su ánimo se estaba viendo sacudido por una tempestad de emociones contradictorias que amenazaban con desequilibrar su mente.

Una tarde Lázaro la esperaba a la salida del Instituto. No era la primera vez que aparecía de improviso después del encuentro en el Retiro. Parecía que la espiaba, y a pesar de sus desplantes, él insistía en que tenían que hablar y retomar su amor fallido. Cuando lo vio al pie de las escaleras Lucía pensó que tal vez viniera a esperar a María. Al fin y al cabo los dos tenían un hijo y por ende muchos más motivos para hablar con ella, pero no. Lázaro sonrió de oreja a oreja cuando la vio, a pesar del gesto de desesperación que se dibujó en el rostro de la muchacha.

–Hola, Lucía. Te estaba esperando – le dijo – ¿Por qué no vamos a tomar algo y hablamos?

Era el cuento de siempre. Pero aquella tarde Lucía sentía una opresión en el pecho que se le acentuó en cuanto vio a su ex novio y no pudo evitar lo que ocurrió a continuación. Le gritó a Lázaro que la dejara tranquila, y casi al mismo tiempo sintió como su corazón comenzaba a latir desesperadamente y el aire se negaba a entrar en sus pulmones. Se llevó una mano al pecho y con la otra se agarró al pasamanos de la escalera. Apenas pudo pedir ayuda. Comenzó a marearse y se desmayó.

Cuando volvió en sí se encontraba en el despacho del psicólogo. Juan estaba a su lado y le sonreía. Le acarició el pelo y la ayudó a incorporarse un poco en el sofá.

–¿Te encuentras mejor? – le preguntó.

Lucía se llevó la mano al pecho de nuevo y comprobó que su corazón seguía latiendo a ritmo un poco acelerado.

–El corazón – dijo – va demasiado deprisa. Y antes no podía respirar. ¿No me estará dando un infarto?

Juan sonrió y se sentó a su lado.

–Creo que no. – le dijo – Lo que te ha dado es una ataque de ansiedad, me parece a mí. Aunque no estaría mal que pasaras por el médico y le contaras lo que ha ocurrido. ¿Hay algo que te preocupe especialmente?

Inmediatamente Lucía pensó en Lázaro. Al principio le dio un poco igual verlo de vez en cuando, pero ahora la situación se estaba convirtiendo en agobiante. No sólo se lo encontraba en los lugares más intempestivos, sino que además él insistía en que tenían que hablar y hacía caso omiso a las negativas de ella. Ya no sabía cómo decirle que no, que no tenían nada que hablar, que lo que había existido entre los dos se había esfumado y que no iba a volver entre otras cosas porque ella no lo deseaba. Aquellos encuentros la ponían cada vez más nerviosa, y finalmente aquella tarde su mente o tal vez su corazón no pudieron soportar tanta presión.

–Sí – contesto finalmente – hay algo que me preocupa especialmente y que me está agobiando.

–¿Te apetece contármelo? A lo mejor te alivia un poco hablar conmigo.

Lucía miró a aquel muchacho durante unos instantes. Juan parecía buena persona y según lo que había oído sobre él, era un buen psicólogo. Tenía una mirada franca y limpia. A lo mejor podía ayudarle. En realidad no le podía contar a nadie lo que le estaba ocurriendo. A su abuela había dejado de hablarle de Lázaro porque sabía cómo era y podían pasar muchas cosas, entre ellas que se disgustara mucho y que se presentara delante de Lázaro a soltarle unos cuantos improperios, algo que Lucía quería evitar a toda costa. Aquel era un problema suyo y tenía que resolverlo ella solita. Así que la ocasión de poder derramar sus miedos y sus preocupaciones delante de un psicólogo no la iba a desperdiciar.

Mientras pensaba todo eso Juan había ido hasta su mesa y había sacado de un cajón unas pastillas. Llenó un vaso de agua y ofreció una de aquellas pastillas a Lucía.

– Es un tranquilizante – le dijo – te sentirás mejor.

Lucía tomó la píldora y poco a poco fue sintiendo que toda la tensión que oprimía su cuerpo se liberaba y su corazón recuperaba al ritmo normal. Cerró los ojos durante unos instantes y cuando los abrió le dijo a Juan que sí, que le gustaría contarle todo lo que le ocurría. Y sin esperar más le relató toda su aventura con Lázaro y lo que la estaban agobiando sus apariciones repentinas.

–No sé cómo solucionar el problema. No quiero verle, no quiero hablarle, no me interesa nada de lo que pueda decirme. Pero él está siempre ahí insistiendo.... no sé qué hacer.

Juan escuchó a Lucía en silencio. En cierto modo la historia de la muchacha le recordaba a la suya propia. Su mujer y él eran felices, o al menos eso parecía, hasta que un buen día le dijo que se había terminado, que no le amaba, que se había enamorado de otro y que se iba con él y que, además, se llevaba a su hija. No fue fácil superarlo pero al final lo había conseguido. Y si hoy apareciera en su vida como estaba haciendo Lázaro en la vida de Lucía, no sabía lo qué haría. Ni siquiera sabía lo que sentía por ella, prefería no pensarlo, lo único que tenía claro era que ya no sentía dolor cuando se la nombraban ni cuando la tenía que ver por causa de su hija común, único nexo que los unía.

–Te entiendo, Lucía – le dijo – pero a lo mejor deberías darle una oportunidad. No me refiero al amor por supuesto, sino una oportunidad para hablar. Si tan importante es eso que quiere decirte escúchale. ¿O acaso tienes miedo de que hablando con él puedas volver a enamorarte?

–Claro que no, Lázaro ya no significa nada para mí. Después de estar con él conocí a otro hombre del que me enamoré perdidamente. Él es el hombre de mi vida, aunque no podamos estar juntos. Yo no volveré con Lázaro jamás. Si hay algo que tengo claro en mi vida es eso.

–Entonces yo te aconsejo que no seas tan intransigente y le escuches. Una conversación puede ser la menor solución para dejar las cosas zanjadas.

Lucía dio vueltas al consejo de Juan durante unos días. Tal vez tuviera razón, así que la próxima vez que Lázaro se acercara a ella con la cantinela de siempre le diría que sí, que iban a hablar, pero una vez, una sola vez y después no querría saber nada más de él.

Mientras tanto, consultó lo que le había ocurrido a su médico de siempre. Le hicieron algunas pruebas y confirmaron el diagnóstico de Juan. Físicamente se encontraba perfectamente, pero tenía que tomarse las cosas con más calma, pues si no lo hacía los ataques de ansiedad podrían repetirse en cualquier momento. Le recetó unos tranquilizantes para tomar sólo en el caso de ser absolutamente necesario y la despidió recomendándole unos días de vacaciones.

No tardó en aparecer su ex novio de nuevo, esta vez un sábado cualquiera, mientras Lucía hacía unas compras en un centro comercial. No podía ser que aquel encuentro fuera casual, estaba claro que la controlaba y eso le daba un poco de miedo. Pero había decidido hacer caso a Juan y no abandonó su determinación.

Lázaro fingió tropezarse con ella mientras miraban ropa en una tienda.

–¡Lucía! ¡Qué casualidad! Últimamente nos encontramos en todos lados – le dijo.

Ella quiso contestarle que no, que no era ninguna casualidad, pero se prometió a sí misma comportarse de manera natural y así hizo.

–Sí, todas son casualidades. Como cuando apareciste hace dos semanas en el instituto – no pudo evitar hablar con un deje de irritación en la voz.

–Oh, por cierto ¿cómo estás? Me alarmé cuando vi que te desmayabas.

Lucía suspiró y se mordió la lengua. Mucha alarma pero en quince días no había aparecido, claro que mucho mejor, cuando menos lo viera delante más tranquila estaría. Durante aquellas dos semanas no había necesitado para nada las pastillas, y sin embargo estaba segura de que aquella noche tendría que tomar una.

–Estoy bien, gracias, solo fue un poco de agotamiento.

–¿Te apetece un café? Perdona que insista pero....

–Déjalo Lázaro, no hace falta que digas más. No sé de qué coño quieres hablar conmigo, pero lo cierto es que estoy un poco harta de tu insistencia y de tus apariciones casuales. El sábado que viene me invitas a cenar y vamos a hablar ¿de acuerdo?

Él abrió mucho los ojos, incapaz de creer su suerte, por fin iba a poder pedirle perdón y decirle lo mucho que la amaba. Estaba seguro de que en unos meses Lucía y él serían de nuevo la pareja feliz que un día habían sido.

–Oh, gracias, gracias, Lucía, yo sé que no te arrepentirás.

–Sólo te pido dos cosas, que no aparezcas ante mi vista antes del sábado y que si después de hablar mi conclusión es que no quiero volver contigo, aceptes con dignidad tu derrota y me dejes en paz.

Asintió y prometió con entusiasmo. Se despidieron. Ella no estaba muy segura de que las promesas de Lázaro se hicieran realidad, pero daba lo mismo, de momento no iba a pensar en ello. Le quedaba por delante una semana de tranquilidad.

Estaba cansada. Se sentó en un banco, cogió su móvil y llamó a Juan. Tenía que contárselo.

sábado, 13 de febrero de 2021

Te esperaba desde siempre - Capítulo 22

 



El curso comenzó de nuevo y con él la vida tranquila y rutinaria que Lucía tanto amaba. Ella y María se encontraron de nuevo y continuaron con su amistad retomada meses antes, aunque ya no hubiera ni la confianza ni la complicidad de antaño. En realidad Lucía era consciente de que quién se empeñaba en mantener cierta distancia era ella misma, y lo hacía porque no deseaba ninguna cercanía a Lázaro. Irremediablemente la amistad con María, madre de su hijo, conllevaba cierta implicación con el hombre que un día le había destrozado el corazón, y eso era lo último que deseaba.

Pero el único lugar en que nuestros deseos se cumplen es en nuestra imaginación, en la vida real y tangible las cosas casi nunca ocurren como nos empeñamos en idear. Y Lázaro apareció de nuevo en la vida de Lucía a través, como no, de su amiga.

Una tarde de viernes se encontraron en casa de María. Lucía había tenido que ir a llevarle unos libros y él había ido a recoger a su hijo. La casualidad quiso que coincidieran durante los escasos minutos que Lucía pasó en la casa, pues se limitó a dejar los libros y poco más. Pero estando allí sonó el timbre y Lucía sospechó que podía ser él, como así fue. María abrió la puerta de la casa y Lázaro entró casi sin saludar, más cuando vio a su ex novia, allí parada en el medio del pasillo, una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro.

–¡Lucía! ¡Pero qué sorpresa!

Él hizo ademán de acercarse a ella con intención de saludarla con un beso, pero ella reaccionó rápidamente y se despidió.

–Yo ya me iba. María, puedes quedarte los libros el tiempo que quieras, no me hacen falta. Nos vemos el lunes. Adiós.

Salió hacia el ascensor aliviada de poder dejar atrás a Lázaro, pero no lo consiguió. Él cogió a su hijo y la bolsa que le tenía preparada María y se apresuró para tomar el ascensor con Lucía y así intentar una conversación con ella.

Durante un segundo Lucía pensó en la posibilidad de bajar por las escaleras, pero en último término desistió. Tenía que demostrar a su ex amor que ni sentía nada por él, ni le molestaba encontrárselo frente a frente.

–¿Qué tal Lucía? – le preguntó él con una sonrisa.

–Bien, gracias – respondió ella escuetamente.

–Hace tanto tiempo que no nos vemos..... Estás muy guapa.

–Ya.

Se hizo un silencio un poco tenso, al menos para ella, pues él continuaba mirándola y sonriendo como un idiota. Lucía deseaba que el recorrido del ascensor terminara de una puñetera vez.

–He pensado tantas veces en volver a verte....

Aquella frase pronunciada por parte de quién la había despreciado vilmente le sacudió la rabia que guardaba dentro.

–¿Para qué? ¿Para volver a darme por saco? Mira Lázaro, he vivido muy tranquila sin ti, y sin ti quiero seguir viviendo, espero que lo entiendas y que te quede claro desde ya mismo.

El ascensor llegó abajo y Lucía empujó la puerta con fuerza. No tuvo la deferencia de sujetarla para que Lázaro saliera con el niño, no deseaba darle la más mínima posibilidad de conversación. Salió del edificio disparada y se perdió en la bulliciosa calle madrileña.

No le inquietó demasiado encontrarse con su ex. Estaba segura de que había sido algo puntual y casual. Pero Lucía ya no recordaba bien la personalidad de Lázaro. Él era, siempre lo había sido, tozudo e insistente, y volver a verla le revolvió el ánimo. Desde hacía tiempo sentía que el arrepentimiento rondaba su cabeza y su corazón. Se había cansado de andar de flor en flor y al lado de María no había encontrado la estabilidad que deseaba, aquélla que Lucía le proporcionaba sin que él se diera cuenta y sin que por ello la apreciara. Ahora, después de haber hecho lo que no debía, era cuando se percataba de que lo que había gozado al lado de Lucía era el amor de verdad. Y no deseaba quedarse solo. Necesitaba que alguien lo quisiera, lo aceptara con sus defectos y sus virtudes, como había hecho ella desde siempre. Sabía que Lucía lo había amado de manera incondicional y estaba seguro de que ahora, a pesar de lo ocurrido, si le suplicaba perdón y le demostraba que de verdad había cambiado, ella volvería a caer en sus brazos y disfrutarían de nuevo la felicidad perdida.

Mientras caminaba hacia el coche con su hijo en brazos y veía a la que fuera su amor alejarse caminando a paso ligero, pensaba que tenía que intentarlo de nuevo y una ligera sonrisa iluminó su rostro.

*

Los fines de semana de Lucía eran esencialmente tranquilos. Ahora que había descubierto a su maravillosa y activa abuela, le gustaba pasar las horas a su lado conversando, o paseando, o metidas en la cocina. Cualquier actividad era buena para disfrutar del tiempo juntas. Los domingos por la tarde la abuela Soledad tenía reunión de amigas, momento que aprovechaba Lucía para gozar de su soledad, cosa que también le satisfacía. Leía, navegaba por internet, iba al cine o quedaba con alguna amiga o compañera del colegio. No se aburría, no quedaba tiempo para ello.

En ocasiones le gustaba pasear, caminar sin rumbo por la ciudad recorriendo aquellas calles conocidas en las que siempre descubría algo nuevo. Madrid es una ciudad llena de encanto y sus edificios antiguos y señoriales envuelven al viandante con el poder de la historia, aunque se hayan recorrido mil veces.

Con frecuencia tales paseos desembocaban en el parque de El Retiro, lugar por el que Lucía sentía una predilección especial, porque le recordaba los domingos de su infancia, cuando sus padres las llevaban a ella y a su hermana a pasar las tardes en el estanque y les compraban aquellos deliciosos barquillos que vendía el señor Ramiro, el viejo que siempre se ponía en la misma esquina, en una de la entradas.

Una de aquellas tardes Lucía también compró unos barquillos, aunque ya no era el señor Ramiro el que los vendía, y se sentó en un banco frente al estanque. Hacía sol y la gente se había animado a salir a pasear. Le gustaba el ambiente festivo y bullicioso que se respiraba, como si en lugar del otoño lo que estuviera a punto de comenzar fuera el caluroso verano.

–Por lo que veo no has variado tus costumbres. Te siguen gustando los mismos sitios.

Lucía dio un respingo al oír la voz de Lázaro y en su rostro se dibujó un gesto de contrariedad. Lo que menos le apetecía en aquellos plácidos momentos era aguantar su conversación insulsa que no le interesaba en absoluto. Así que no contestó. Se limitó a seguir con la vista fija en el estanque y a continuar mordisqueando su barquillo.

–Lucía me gustaría hablar contigo – dijo él sentándose a su lado.

–Pues a mí no. Entre tú y yo está todo dicho. Y te rogaría que me dejaras en paz. Parece que me estás siguiendo.

–Por supuesto que no lo hago. Pero confieso que he salido a pasear por aquí con la esperanza de encontrarte. Todavía recuerdo lo mucho que te gustaba hacerlo.

–Lázaro ¿de qué vas, tío? – preguntó Lucía, profundamente irritada por aquellas palabras – ¿Qué es lo que pretendes después dejarme tirada para irte con mi mejor amiga sin importarte ni una mierda cómo me quedaba? ¡Déjame en paz!

–Sólo quiero que me escuches, por favor. Sé que me porté mal contigo, pero...

–Que no quiero escucharte. No me interesa nada de lo que puedas decirme. Que me dejes tranquila de una puñetera vez.

Se levantó y dejó a su ex novio allí, con la palabra en la boca, sumamente enfada por no poder disfrutar de aquel espacio de soledad.

Cuando llegó a casa su abuela aún no había regresado. Se sentó en el sofá y encendió la televisión, pero apenas conseguía prestarle atención. No quería, pero la irrupción de Lázaro en su vida la estaba alterando y la súbita aparición de esa tarde había tenido el poder de ponerla nerviosa. Ojalá fuera Pedro el que un día apareciera de nuevo y no aquel idiota al lado del cual había perdido veinte años de su vida.

Cuando Soledad por fin llegó y encontró a su nieta sentada ante la televisión con gesto distraído tuvo la sospecha de que algo le había ocurrido. Lucía casi nunca se sentaba delante de la televisión sin más, salvo cuando las noches de los fines de semana veían juntas alguna película interesante. La encendía con frecuencia porque decía que le gustaba escuchar las voces de fondo, pero mientras se dedicaba a otras cosas, como leer o trabajar en su ordenador. Además, cuando su abuela llegaba, siempre la saludaba con una sonrisa y un cariñoso beso en la mejilla, y aquella tarde se limitó a decir un “hola abuela” sin mucho entusiasmo.

Soledad no le dio demasiada importancia y después de cambiarse de ropa se metió en la cocina para hacer la cena. Preparó unos espagueti con salsa de pesto, que tanto le gustaban a Lucía, y cuando los tuvo listos colocó los platos en unas bandejas y se dirigió al salón. Mientras cenaban Lucía permanecía en silencio, cosa extraña, y fue entonces cuando su abuela, con mucho tacto,le preguntó qué le ocurría.

–Lucía ¿estás bien, hija? Te noto un poco rara. Tan callada...

Lucía posó el tenedor encima del plato y miró a su abuela. Necesitaba contarle a alguien el encuentro con Lázaro.

–He visto a Lázaro – dijo, y contó a Soledad con todo detalle los dos encuentros que había tenido con él.

–Pensé que no iba a ser así, pero verlo de nuevo me está trastocando, abuela.

–¿No estarás pensando en volver con él? – preguntó la mujer alarmada.

–Por supuesto que no, estás loca. Simplemente no quiero verle. Me hace daño recordar todo lo ocurrido.

La abuela tomó la mano de su nieta y la acarició con fuerza.

–No le des tanta importancia, Lucía. Él forma parte de tu pasado y eso no lo puedes cambiar. Aprende a convivir con ello sin que te afecte. Al fin y al cabo, él nunca fue el amor de tu vida ¿no?

–Al amor de mi vida también lo perdí – respondió la muchacha con gesto pensativo y melancólico – Me voy a la cama, abuela. Me siento cansada.

Mientras su nieta subía las escaleras hacia su dormitorio, Soledad tomó su móvil de dentro de su bolso y buscó el número de Pedro. Tal vez pronto tuviera que usarlo. Su nieta merecía ser feliz.



jueves, 11 de febrero de 2021

Te esperaba desde siempre - Capítulo 21

 



Natalia intentó que Pedro se quedara a su lado. Se inventó argumentos tan peregrinos que caían por su propio peso. Lloró e hizo reproches, algunos de los cuales Pedro admitió. Reconoció haberla engañado, haberse estado acostando con Lucía a sus espaldas, haberle mentido... pero ¿qué importaba ya todo eso? Se sentía defraudado y enfadado consigo mismo por no haber hecho las cosas bien, por haber engañado y por haberse dejado engañar. Seguramente ambas cosas irían unidas. Ahora ya nada tenía remedio, nada, ni siquiera la marcha de Lucía y su evidente pérdida, ni, por supuesto, el fin de su relación con Natalia, aunque a ella le costase admitirlo.

Pedro se alquiló una pequeña casa cerca del Instituto y se dispuso a afrontar un curso que no se preveía demasiado halagüeño, al menos en el terreno personal. Al principio tuvo que soportar la insistencia de Natalia, sus visitas a deshoras, sus intentos de seducción e incluso, en algún momento, sus rabietas cuando se daba cuenta de que no podía conseguir nada. Un día, hacia mitad de curso, dejó de aparecer por su casa. Sabía que estaba bien porque la veía todos los días de camino a su trabajo. Poco después se enteró, por terceras personas, que había iniciado una relación con un muchacho del pueblo. A lo mejor eso era lo que necesitaba, encontrar a alguien que le hiciera olvidar. También a él le hubiera gustado, no encontrar a nadie, sino reencontrar a quién nunca debería haber dejado escapar. Lucía ocupaba su mente y su corazón de hombre enamorado, ocupaba esos espacios preñándolos de nostalgia y de derrota. Porque Pedro estaba seguro de que Lucía nunca aceptaría volver a su lado, y por eso ni siquiera se planteaba la posibilidad de un acercamiento, acercamiento que, por otro lado, dada la distancia a la que vivían, no sería sencillo. Así pues Pedro se sumió en una especie de letargo, en una rutina que llenaba sus días convirtiéndolo casi en un autómata. De la casa al trabajo y del trabajo a casa, muchos fines de semana a Madrid, a pasarlos con la familia que había tenido un poco olvidada durante los últimos años. Preparó el regreso definitivo a su ciudad para el próximo curso, se buscó un piso de alquiler pequeño y céntrico y fue llevando en cada viaje sus cosas hasta que la casa de pueblo se quedó medio desnuda y vacía. Entonces, cuando apenas quedaban tres semanas de curso y el regreso era inminente, Natalia volvió a hacer acto de presencia.

La casita en la que vivía Pedro tenía un pequeño patio en la parte de delante, con un enorme naranjo en una esquina debajo del cual había un coqueto banco de madera. A veces, por las noches, él salía y se sentaba en aquel acogedor rincón a leer, a fumar un cigarrillo o simplemente a pensar un poco. Aquella noche fumaba y se entretenía mirando el humo que exhalaba de sus pulmones, mientras pensaba que dentro de poco su vida daría un giro considerable que le llevaría casi a comenzar de cero. Había cumplido ya los cuarenta y por momentos tenía la sensación de que el tiempo pasaba demasiado rápido, y de que había cosas que se le estaban quedando por el camino.

–Buenas noches, Pedro.

Se asustó y dio un respingo al escuchar la voz que había tenido el poder de rescatarlo de sus pensamientos. Miró hacia el desgastado portal de madera y vio la silueta de Natalia que se apoyaba en el mismo, colgando ligeramente la mitad superior de su cuerpo hacia el interior del patio.

–Buenas noches – le devolvió el saludo sin mucho entusiasmo.

Ella pareció no haber notado el tono de fastidio y continuó hablando como si nada.

–Hace una buena noche, efectivamente. Hemos tenido una estupenda primavera este año.... ¿Cómo estás? Hace tiempo que no hablamos.

Pedro tiró al suelo la colilla de su cigarro y la pisó. Luego miró a Natalia.

–Estoy bien, gracias, preparando mi regreso a Madrid. – contestó de forma un poco cortante.

–Entonces..... te vas definitivamente. Vaya.... todavía tenía la esperanza de que recapacitaras y decidieras....

–Natalia no sigas, por favor. Pensé que esto ya estaba superado. Creí que tu nuevo amor te había ayudado a olvidar y que eras feliz con él. Así que te ruego que me dejes en paz. No deseo volver a guerrear contigo.

–¿Estás celoso? – preguntó ella sonriendo feliz.

–¿Celoso? Estás loca. Mis sentimientos no han cambiado, Natalia, nada ha cambiado. Así que vete con ese muchacho, rehaz tu vida a su lado y olvídate de mí. Por favor.

A ella se le heló la sonrisa en el rostro. Comprendió que de nada habían servido aquellos meses al lado de un hombre insulso al que no amaba. No había conseguido despertar el interés de Pedro de nuevo.

–Te estás equivocando – le dijo – con nadie serás más feliz de lo que fuiste conmigo.

–Pues si me equivoco, estoy en mi derecho de hacerlo. Ahora vete, anda, déjame en paz. Y sé muy feliz.

Antes de regresar a Madrid se la encontró varias veces más. Siempre le decía lo mismo. No cejó en su empeño de recuperarle. Pero Pedro no la amaba y nada pudo hacer.

*

En Londres estaba Juan, su amigo de siempre. Había pasado aquel último año en Inglaterra por motivos laborales y a finales de verano regresaba a Madrid. Pedro le había contado sus desdichas y él le había propuesto que le visitara y luego regresarían juntos. Aceptó sin dudarlo, viendo en la situación una manera de evadir su mente de sus oscuros pensamientos.

En Londres hicieron turismo y hablaron mucho sobre las situaciones personales de cada uno. A Juan tampoco le iban las cosas demasiado bien. Antes de venirse a Londres se había separado de su mujer, Rebeca, con la que llevaba casado seis años y con la que tenía a Lía, una hija de dos años que se había quedado con su madre

–Y entonces ¿qué piensas hacer? ¿ir a buscar a esa chica? – le preguntó Juan una tarde lluviosa y gris mientras tomaban unas pintas de cerveza en un pub, después de que Pedro le hubiera contado a grandes rasgos, todo lo que había ocurrido.

–¿Para qué? ¿Qué crees? ¿Que me va a recibir con los brazos abiertos después de que yo hubiera elegido quedarme con Natalia?

–Pues entonces olvídala. El mundo está lleno de mujeres, Pedro. Yo sé que ahora estás dolido por lo que te ha ocurrido, pero la vida sigue y en cualquier momento puede surgir un nuevo amor a la vuelta de la esquina. Deja que todo fluya. Al principio se pasa mal, pero el tiempo todo lo cura y yo soy de los que piensan que las cosas ocurren porque tienen que ocurrir.

Tal vez tuviera razón. Lo mejor sería dejar que la vida fluyera poco a poco y que trajera consigo lo que tuviera que traer. Puede que incluso, en uno de sus caprichosos giros, le devolviera a Lucía.

*

En San Francisco, Lucía consiguió olvidarse por unas semanas de su drama personal. Era una ciudad fantástica, diferente, llena de luz, de diversión, del color dorado que acompañaba las tardes de aquel verano incandescente. Conectó bien desde el primer momento con Marion, la nieta de los primos de su abuela, tanto que incluso marcharon juntas y con algunos amigos de la misma, a pasar unos días a Santa Mónica, donde Lucía se sintió como si estuviera dentro de la serie Los Vigilantes de la Playa.

Una de aquellas tardes, paseando por las calles de la ciudad de regreso de la playa, Lucía se fijó en un hombre que, con un bebé de unos meses en un cochecito, compraba unos refrescos en un puesto callejero. Iba conversando con Marion y ante semejante visión se quebraron las palabras en su boca. El hombre estaba de espaldas pero ella no dudó ni un instante en identificarlo con Pedro. La misma altura, la misma espalda, la misma cabeza afeitada casi al cero... Lucía echó a correr en pos de él, dejando a su amiga estupefacta ante su estampida.

–Lucía.... ¿Qué ocurre? ¿A dónde vas?

Lucía no le respondió. En su mente sólo estaba alcanzar al muchacho que había comenzado a caminar empujando el carrito con el niño. Cuando ya estaba bien cerca de él pronunció su nombre, pero el chico no se giró. Ella apuró un poco más el paso y le adelantó. Sólo al verlo por delante se percató de que se había equivocado. El chico, al darse cuenta de que era observado, le sonrió ligeramente y la miró con asombro, mas al ver que ella giraba sobre sus pasos, él también siguió su camino sin dar más importancia al asunto.

Lucía volvió al lado de Marion, que la esperaba intrigada después de haber observado la reacción de su nueva amiga.

–¿Qué ha pasado Lucía? – le preguntó sonriendo – ¿Conocías a ese hombre?

–Me dio un vuelvo el corazón cuando le vi – respondió Lucía mientras continuaban su camino – Creí que era... un amigo.

–¿De España? Demasiada casualidad tendría que ser ¿no?

–Tienes razón. No me lo encuentro en Madrid y creo haberlo encontrado en Santa Mónica. Qué bobada.

Marion no preguntó más, cosa que Lucía agradeció. No le apetecía contar a nadie sus peripecias con Pedro. Intentó apartarlo de su mente, como lo había estado todos aquellos días, pero no lo consiguió del todo. Ver a aquel muchacho le había revuelto el cuerpo y sentía que los recuerdos golpeaban su mente con insistencia. Cuando se acostó dio muchas vueltas en la cama, sin poder conciliar el sueño. A su cabeza volvían una y otra vez los días pasados en Oporto. Habían sido los más felices de su vida. Los meses posteriores, escondiendo su amor en hoteles discretos, ocultando ante todos sus verdaderos sentimientos. No, no lo habían hecho bien y seguramente lo ocurrido finalmente había sido la consecuencia lógica. Si desde el principio hubieran puesto las cosas en claro no les habría dado tiempo ni a Jorge ni a Natalia a sospechar y a conjurar en su contra. Pero eso era algo para lo que ya no había remedio. Seguramente Natalia había conseguido quedarse embarazada y a aquellas alturas ya tendrían a ese hijo que ella no quería y por el que él había renunciado a ser feliz.

Lucía se levantó de la cama y se asomó a la ventana. Sacó el tabaco del bolsillo de su pantalón vaquero, que estaba sobre una butaca, y encendió un cigarrillo. Lo fumó con lentitud mientras miraba el cielo plagado de estrellas. Pensaba que a lo mejor Pedro, en aquellos momentos, puede que estuviera también mirando las estrellas. Solían hacerlos juntos cuando las circunstancias se lo permitían. Miraban las estrellas y soñaban despiertos, imaginaban su vida y pedían deseos. Aquella noche del tórrido verano californiano Lucía cerró los ojos un instante y pidió que la vida volviera a unirles.

A muchos kilómetros de allí, en la noche de Londres, unas horas antes, Pedro también fumaba un cigarrillo asomado a la ventana. El cielo estaba gris y caía una lluvia fina que impedía ver las estrellas. Recordó sus noches con Lucía, mirando el cielo, y quiso pedir un deseo, quizás a la lluvia, que un día, cuando fuera, volviera a encontrarse con ella.