miércoles, 3 de febrero de 2021

Te esperaba desde siempre - Capítulo 18

 


Cuando le comentó a su abuela su proyecto de hacer un pequeño viaje sola la mujer se mostró un poco reticente. A pesar de que Lucía tenía ya treinta y cinco años ella la veía todavía como una niña. Le parecía mucho más vulnerable de lo que en realidad era y siempre había desarrollado un enorme instinto de protección hacia la muchacha, sobre todo desde la muerte de sus padres, aunque cuando había ocurrido la desgracia ya era mayor. Era consciente, sin embargo, de que ese mismo instinto de protección le había llevado en su día a enemistarse con su nieta, pues Lucía, independiente como era, lo había confundido con un afán desmesurado por meterse en su vida. No la culpaba, al fin y al cabo los jóvenes a veces no entendían ciertas actitudes de sus mayores hasta que ellos mismo lo eran, pero había llevado ciertamente mal aquellos años de hostilidad y ahora que la había recuperado no deseaba perderla de nuevo. Por eso fue muy prudente a la hora de mostrarle su recelo a ese proyectado viaje que deseaba hacer sin más compañía que ella misma. A la abuela Soledad no le parecía que ese deseo fuera real. La verdad era que Lucía estaba sola, pues sus amigas de antaño tenían sus vidas, unas vidas en las que su nieta ya no encajaba porque las circunstancias de unas y de otras eran bien distintas. Las amigas de Lucía estaba casadas o vivían en pareja, algunas de ellas tenían hijos, y todo eso a ella se le había quedado por el camino, pegado a la piel de un hombre que la había abandonado.

Por todo ello, unos días después de que le comunicara sus descabelladas intenciones, se le ocurrió una idea que, seguramente, la haría desistir de las mismas. Tenían unos parientes en San Francisco, unos primos lejanos a los que no veía desde hacía muchos años, aunque mantenían contacto frecuente por diversos medios. Desde hacía tiempo insistían en que tenía que ir a hacerles una visita y a ella no le parecía mal del todo, simplemente le echaba para atrás le idea, precisamente, de viajar sola y tener que hacer transbordo de aviones en enormes aeropuertos desconocidos. Si le proponía a Lucía que la acompañara y ella aceptaba habría matado dos pájaros de un tiro, por un lado evitaría su viaje solitario y por otro habría encontrado la ocasión ideal para hacer aquella visita tantas veces pospuesta.

Así pues una noche de aquellas en las que tomaban el fresco sentadas en el porche trasero de la casa, le propuso la idea de manera sutil, para no despertar reticencias.

–Lucía, hija ¿sigues con la idea de tu viaje? – le preguntó.

–Supongo que sí, abuela. El verano pasado me agobió quedarme todo el tiempo aquí, en Madrid, así que este verano me gustaría ir a algún lado.

–Y.... ¿a dónde irás? Supongo que deberías ir preparando, mirando destinos.... ¿no?

–Es que no sé todavía a dónde quiero ir, tal vez a Atenas... o a Londres.... no sé.

Aquellas dudas eran perfectas. Estaba segura de que Lucía no vacilaría un instante en acompañarla a su aventura californiana.

–Lucía ¿recuerdas a Francisca y a Mateo?

–¿Tus primos de San Francisco? Claro que los recuerdo. Hace tiempo que no vienen por España. Tienen una nieta que debe ser de mi edad ¿verdad abuela?

–Exactamente. Marion se llama. Oye, Lucía, estoy pensando en ir a visitarlos. Me han invitado muchas veces y aunque nunca les he dicho que no, la verdad es que no me decido a hacer el viaje yo sola. No quiero estropear tus planes ni forzarte pero ¿te gustaría acompañarme este verano?

Lucía abrió los ojos como platos y miró a su abuela atónita. Nunca hubiera esperado semejante proposición, no tenía ni idea de que su moderna abuela pensara hacer un viaje a los Estados Unidos, pero desde luego estaba encantada de acompañarla.

–¿De verdad crees que necesitas preguntármelo? A la mierda mi viaje sola. ¿Cuándo nos vamos?

*

El tres de agosto Lucía y su abuela tomaban el avión rumbo a San Francisco con escala en Londres. Eran catorce horas de vuelo que a la chica no le hacían ninguna gracia. La abuela, sin embargo, se sentía entusiasmada ante aquel viaje tantas veces proyectado y soñado que nunca se había materializado hasta entonces, y era tal la emoción que la embargaba, que no pensaba ni le importaba lo más mínimo el hecho de tener que pasarse un montón de horas encerradas en aquel pájaro de hierro.

Llegaron al aeropuerto a las doce de la mañana y facturaron el equipaje. El vuelo salía a la una y media de la tarde. Mientras esperaban dieron una vuelta por el aeropuerto, tomaron un café y compraron unas revistas para entretenerse un poco durante el vuelo. Finalmente se subieron al aparato y pusieron rumbo a Londres y después a San Francisco.

Cuando ya estaban cruzando el Atlántico la abuela se quedó dormida. Lucía cerró los ojos e intentó hacer lo mismo, pero no lo conseguía. Entonces se puso a pensar en Pedro. No lo había olvidado, pensaba en él de manera puntual durante el día y casi todas las noches cuando se acostaba. A pesar de la decisión que él había tomado, no le guardaba rencor y nada le gustaría más que un día apareciese por sorpresa y le dijera que se había equivocado, que había comprendido que un hijo no es motivo suficiente para mantener unida a una pareja que ya no se ama, que no había podido olvidarla y que le perdonase. Sería hermoso que sus sueños se convirtiera en realidad y que pudieran emprender una vida juntos, esa vida tranquila y sencilla que ella había imaginado tantas veces. Una casa, unos hijos, un perro tal vez, algún viaje de vez en cuando, cenas y reuniones con los amigos, sus trabajos... no pedía más... ni menos. Con Lázaro le había faltado poco para conseguirlo, pero ese poco indefinido se había convertido en un escollo insalvable. Y luego todo se fue al garete. Con Pedro había pensado conseguirlo. Había tenido la sensación de que él era el hombre que esperaba desde siempre, ese ser a medida, esa otra mitad que existe en algún lugar del mundo y que a veces es imposible de encontrar. Ella había tenido la inmensa suerte de encontrarle, pero se le había escurrido entre las manos, como cuando de pequeña iba a pescar con su padre y los peces le resbalaban entre los dedos al intentar quitarlos del anzuelo.

A aquellas alturas ya tenía que haber sido padre y estaría inmensamente feliz con su hijo, tanto, que aquella felicidad ciega y rebosante le haría olvidar que Natalia no era la mujer de su vida y que ella, la mujer de su vida, había volado lejos de su lado y lo añoraba con insistencia

Miró por la ventanilla y vio el mar azul e inmenso allí abajo y sin saber muy bien por qué la invadió una incomprensible melancolía que hizo brotar de sus ojos una lágrima traicionera. Pedro... cómo lo echaba de menos, cuánto había llegado a amarlo pese al poco tiempo que pudieron disfrutar de su amor prohibido.

Cuando volvió la cabeza hacia su abuela, ésta había despertado y la miraba. Lucía se limpió apresuradamente las lágrimas con el dorso de su mano y le sonrió intentando disimular su congoja.

–¿Qué tal abuela? ¿Cómo te ha sentado esa cabezadita?

La abuela, en lugar de responderle, la siguió mirando con aquellos ojos grises normalmente tan vitales y que en aquellos momentos destilaban preocupación, inquietud.

–¿Qué ocurre, Lucía? ¿Por qué lloras? Pensé que estarías feliz de hacer este viaje conmigo y que se te olvidarían las preocupaciones.

Lucía tomó la mano de su abuela y la apretó entre las suyas. Le dedicó una sonrisa con la que intento borrar su pesadumbre y le dijo:

–Y estoy feliz, muy feliz de viajar contigo, abuela. Pero a veces, aunque no quiera, los recuerdos me abruman. Echo mucho de menos a Pedro. A lo mejor es una tontería lo que voy a decir, pero añoro la vida que nunca tuve junto a él, la vida que yo me imaginaba junto a él. Y... bueno, miraba el mar y me entró un poco la nostalgia. Pero estoy bien, de verdad.

Soledad se sintió aliviada y también sonrió levemente. Luego pensó en el número de teléfono de Pedro que guardaba en su propio teléfono. Tal vez algún día fuera necesario utilizarlo.

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