viernes, 19 de febrero de 2021

Te esperaba desde siempre - Capítulo 24

 



Aquella mañana de sábado lo había llamado Juan. Desde que habían vuelto de Londres no se habían visto. Cada uno había estado ocupado con sus respectivas vidas, que por cierto eran bastantes parecidas. Volver a la ciudad de origen, buscarse un lugar en el que vivir, comenzar una nueva ocupación... casi la única diferencia que había entre Juan y Pedro era que el primero tenía una hija a la que veía mucho menos de lo que le hubiera gustado.

Quedaron en un bar del centro de Madrid a las siete de la tarde. Cuando Pedro llegó Juan todavía no estaba. Se sentó en una mesa cerca de la ventana y pidió un café. Al poco rato vio llegar su amigo, que caminaba con lentitud por la acera. Venía hablando por teléfono y antes de entrar permaneció un rato cerca de la puerta del bar terminando la conversación. Cuando lo hizo entró y se dirigió hacia donde estaba él.

–¿Alguna muchacha te reclamaba? – le preguntó Pedro, medio en serio, medio en broma, cuando Juan se sentó frente a él.

–No exactamente, una compañera, Lucía. El otro día le dio un ataque de ansiedad y tuve que atenderla allí mismo, en las escaleras del instituto. Luego hablamos y me contó que su ex novio la atosiga, insiste para que hablen y ella no quiere, dice que la relación está zanjada. Yo le he aconsejado que hablara con él, que lo escuchara.... y me llamaba para decirme que habían quedado. Pobre Lucía.

Pedro pensó en su propia Lucía y un velo de nostalgia nubló su mirada.

–Joder, ¿por qué las relaciones amorosas son tan complicadas? – dijo por fin.

–Desgraciadamente para eso no tengo respuesta. Pero ya ves... – Juan se percató de la tristeza de Pedro – ¿Todavía sigues pensando en esa chica?

–Sí, todavía pienso en mi Lucía... Intento no hacerlo pero no lo puedo evitar.

–Es cierto, también se llama Lucía... ¿no será la misma? – preguntó Juan en un intento de alegrar a su amigo.

–Sería demasiada casualidad ¿no crees? – respondió Pedro con una media sonrisa.

–Supongo que sí, pero nunca se sabe. ¿Dónde vive? ¿Dónde trabaja?

–A estas alturas ya no lo sé. – contestó Pedro encogiéndose de hombros – Creo que cuando se vino a Madrid se fue a vivir con su abuela. No sé si sigue con ella. Y en cuanto a dónde trabaja... no tengo ni idea.

–Pero si sabes dónde vive o por lo menos vivía... ¿qué te impide ir a buscarla?

Pedro miró a su amigo con gesto de asombro. Estaba claro de no entendía nada. Era imposible volver con Lucía. Se había portado demasiado mal con ella como para pretender que regresara a su lado. La había abandonado por otra mujer después de jurarle y perjurarle que la amaba con locura. Jamás se atrevería a buscarla y mucho menos a proponerle retomar su amor. Era imposible. Así se lo dijo a su amigo y por supuesto, como Pedro sospechaba, no lo entendió.

–Si no te arriesgas no podrás saber si estás en lo cierto o no. Pero en fin, no hemos quedado para hablar de chicas ¿no? ¿Vamos al bar de Charli? ¿Le recuerdas?

Así dieron por zanjada la conversación sobre sus Lucías, que eran la misma pero ninguno lo sabía.

*

Una semana después Lucía se arreglaba con desgana para salir aquella noche. Había llegado el momento de su cena con Lázaro. Estaba un poco nerviosa, no porque le impresionara quedar con él y tenerle delante, sino porque no le apetecía nada escuchar sus monsergas, ni discutir, ni tener que insistir para hacerle entender que entre ellos dos ya nada era posible. Después de salir de la ducha abrió su armario y miró su ropa, no quería ir hecha una piltrafa pero tampoco demasiado elegante, no fuera a ser que el idiota de su ex creyera que se ponía guapa para deslumbrarlo, nada más lejos de su intención. Eligió finalmente una blusa negra y un pantalón vaquero. Se peinó la melena, se maquilló ligeramente y se dispuso a salir de casa ante la mirada atónita de su abuela, que en el fondo se sentía contenta de que su nieta se decidiera por fin a abandonar si vida de eremita y saliera a divertirse un poco.

–¡Lucía! ¡Pero qué mona te has puesto hija! ¿A dónde vas?

–A cenar con Lázaro.

Soledad se quedó petrificada. Ni por asomo había pensado que la cita de su nieta fuera con semejante impresentable. No quería meter las narices dónde no la llamaban pero no pudo evitar dar su opinión.

–Ay, nena.... yo no sé si te conviene.... No es que quiera meterme en tu vida pero...

Lucía sonrió y aquella sonrisa tranquilizó un poco a su abuela.

–No te preocupes, abuela – le dijo – no es lo que parece, no es ninguna cita amorosa. Hace una temporada que no me deja en paz y voy a dejarle las cosas claras de una vez. No quiero nada con él, nada, de verdad, así que puedes estar tranquila.

Besó a su abuela en la mejilla y salió de casa. Soledad se quedó con una sensación extraña en el cuerpo, un sentimiento entre el alivio y la preocupación. Confiaba en su nieta, pero también sabía que había estado muy ciega por aquel muchacho y que él podía llegar a ser muy convincente. Cogió su móvil y revisó sus contactos. El teléfono de Pedro seguía ahí. De momento no tenía pensado utilizarlo, pero por si acaso. En situaciones como aquella toda precaución era poca.

Entretanto Lucía conducía su coche hacia el restaurante en que había quedado con Lázaro. Él le había propuesto ir a buscarla a casa pero ella se había negado. Quería libertad, poder marcharse y abandonar aquella especie de encerrona en la que ella misma se había metido cuando le diera la gana. Aparcó en un parking cercano y caminó los escasos metros que la separaban del local notando como su inquietud aumentaba por momentos. Lázaro la esperaba en la puerta. Cuando le vio allí, frente a ella, sonriendo, un ramalazo de nostalgia la envolvió al recordar los buenos momentos que habían compartido. Lázaro había sido un buen compañero de camino hasta que todo había cambiado. Puede que fuera un mujeriego, que ser fiel no entrara en su escala de valores, pero siempre la había tratado con cariño y a su lado se había sentido como una princesa. Pero nada iba a ser como antes, ni mínimamente parecido, por mucho que se empeñara.

Se saludaron con un beso fugaz en la mejilla y entraron. Él había reservado un mesa situada en un lugar apartado y discreto, cosa que a Lucía no le hacía mucha gracia, pero bueno, capearía el temporal como buenamente pudiera. Se sentaron, pidieron la cena, y mientras la degustaban charlaron sobre cosas triviales, asuntos de trabajo, algún recuerdo divertido entremezclado entre las clases en el instituto y los papeles de oficina. Luego, a los postres, Lázaro fue directo al grano.

--Lucía – comenzó a decir, intentando coger la mano de la muchacha sobre el mantel, que ella retiró con un gesto rápido y mal disimulado – no sabes cuánto he deseado que llegara este momento. Necesito decirte muchas cosas.

–Bueno, yo.... no sé si merecerá la pena, Lázaro, yo.... si quieres te perdono lo que me hiciste, pero no voy a volver contigo, ya no te quiero – dijo ella, queriendo ser lo más directa y tajante posible.

–Lo sé y lo entiendo. Entiendo que estés dolida y que en estos momentos no quieras saber nada de mí. Pero hemos pasado muy buenos momentos juntos. ¿No te apetecería recuperarlos?

Lucía no entendía bien qué mosca la había picado a aquel hombre para que se le diera ahora por recuperar el amor perdido. Lo miraba y le parecía estar frente a otro Lázaro, un Lázaro idiota, pusilánime, alguien que no conocía. Era cierto que el otro Lázaro le había hecho mucho daño, pero mientras tanto habían sido felices y a ella le gustaba aquel hombre fuerte, decidido, divertido y seguro.

–¿Y de qué manera pretendes recuperarlos? – le preguntó – Por curiosidad eh, no porque me interese especialmente, ni porque esté dispuesta a ello.

–Podemos volver a comenzar de cero – respondió él sonriendo estúpidamente, como si se creyera que sus palabras simples eran suficientes para convencer a Lucía – como cuando nos conocimos en el instituto ¿te acuerdas? Podemos hacer como si nos encontráramos ahora, como si nos conociéramos ahora y no hace tantos años. Borremos el pasado y comencemos de nuevo. Yo te prometo serte fiel.

–Eso se lo prometen los novios cuando se casan y tú y yo ni somos novios, ni vamos a volver a serlo, ni nos vamos a casar jamás. Lázaro, no te quiero y no puedo volver a quererte.

–Pero... ¿por qué? Cuando se comete un error siempre se está a tiempo de rectificar. Te lo he oído decir muchas veces y ahora...

–Escúchame. Deja de decir tonterías. Estoy enamorada de otro hombre, de un hombre que he estado esperando toda mi vida y que por fin he encontrado.

Lázaro la miró extrañado. No podía ser verdad, nunca la había visto con nadie y eso que durante las últimas semanas había seguido sus pasos con insistencia.

–¿Y dónde está? No te he visto con nadie.

–Eso a ti no te importa. Da igual si está o si ha estado, le quiero a él y punto. He aceptado cenar contigo esta noche para poner las cosas claras, Lázaro. Quiero que me dejes en paz ¿vale?

Lucía se levantó de la silla dispuesta a marcharse. Ya todo lo que tenía que decirle lo había dicho. Lo único que esperaba era que él hubiera captado bien el mensaje y la dejara tranquila ya de una vez por todas.

–¿Te vas? – le preguntó Lázaro, que no acababa de asimilar que su ex novia, aquella que antaño era una muchacha dulce y casi inocente, se hubiera convertido en una mujer con cierto carácter que sabía ponerle las cosas claras.

–Por supuesto que me voy. Adiós, Lázaro. Gracias por la cena.

Lucía salió del restaurante ante la mirada pensativa de él. En el fondo le gustaban las mujeres duras de pelar, las que no se rendían a las primeras de cambio. Sonrió imperceptiblemente mientras pensaba que tenía que seguir insistiendo. Estaba seguro de que el enamorado de Lucía no era más que un farol, una invención para sacárselo de encima. Pero no se iba a rendir tan fácil.

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