sábado, 13 de febrero de 2021

Te esperaba desde siempre - Capítulo 22

 



El curso comenzó de nuevo y con él la vida tranquila y rutinaria que Lucía tanto amaba. Ella y María se encontraron de nuevo y continuaron con su amistad retomada meses antes, aunque ya no hubiera ni la confianza ni la complicidad de antaño. En realidad Lucía era consciente de que quién se empeñaba en mantener cierta distancia era ella misma, y lo hacía porque no deseaba ninguna cercanía a Lázaro. Irremediablemente la amistad con María, madre de su hijo, conllevaba cierta implicación con el hombre que un día le había destrozado el corazón, y eso era lo último que deseaba.

Pero el único lugar en que nuestros deseos se cumplen es en nuestra imaginación, en la vida real y tangible las cosas casi nunca ocurren como nos empeñamos en idear. Y Lázaro apareció de nuevo en la vida de Lucía a través, como no, de su amiga.

Una tarde de viernes se encontraron en casa de María. Lucía había tenido que ir a llevarle unos libros y él había ido a recoger a su hijo. La casualidad quiso que coincidieran durante los escasos minutos que Lucía pasó en la casa, pues se limitó a dejar los libros y poco más. Pero estando allí sonó el timbre y Lucía sospechó que podía ser él, como así fue. María abrió la puerta de la casa y Lázaro entró casi sin saludar, más cuando vio a su ex novia, allí parada en el medio del pasillo, una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro.

–¡Lucía! ¡Pero qué sorpresa!

Él hizo ademán de acercarse a ella con intención de saludarla con un beso, pero ella reaccionó rápidamente y se despidió.

–Yo ya me iba. María, puedes quedarte los libros el tiempo que quieras, no me hacen falta. Nos vemos el lunes. Adiós.

Salió hacia el ascensor aliviada de poder dejar atrás a Lázaro, pero no lo consiguió. Él cogió a su hijo y la bolsa que le tenía preparada María y se apresuró para tomar el ascensor con Lucía y así intentar una conversación con ella.

Durante un segundo Lucía pensó en la posibilidad de bajar por las escaleras, pero en último término desistió. Tenía que demostrar a su ex amor que ni sentía nada por él, ni le molestaba encontrárselo frente a frente.

–¿Qué tal Lucía? – le preguntó él con una sonrisa.

–Bien, gracias – respondió ella escuetamente.

–Hace tanto tiempo que no nos vemos..... Estás muy guapa.

–Ya.

Se hizo un silencio un poco tenso, al menos para ella, pues él continuaba mirándola y sonriendo como un idiota. Lucía deseaba que el recorrido del ascensor terminara de una puñetera vez.

–He pensado tantas veces en volver a verte....

Aquella frase pronunciada por parte de quién la había despreciado vilmente le sacudió la rabia que guardaba dentro.

–¿Para qué? ¿Para volver a darme por saco? Mira Lázaro, he vivido muy tranquila sin ti, y sin ti quiero seguir viviendo, espero que lo entiendas y que te quede claro desde ya mismo.

El ascensor llegó abajo y Lucía empujó la puerta con fuerza. No tuvo la deferencia de sujetarla para que Lázaro saliera con el niño, no deseaba darle la más mínima posibilidad de conversación. Salió del edificio disparada y se perdió en la bulliciosa calle madrileña.

No le inquietó demasiado encontrarse con su ex. Estaba segura de que había sido algo puntual y casual. Pero Lucía ya no recordaba bien la personalidad de Lázaro. Él era, siempre lo había sido, tozudo e insistente, y volver a verla le revolvió el ánimo. Desde hacía tiempo sentía que el arrepentimiento rondaba su cabeza y su corazón. Se había cansado de andar de flor en flor y al lado de María no había encontrado la estabilidad que deseaba, aquélla que Lucía le proporcionaba sin que él se diera cuenta y sin que por ello la apreciara. Ahora, después de haber hecho lo que no debía, era cuando se percataba de que lo que había gozado al lado de Lucía era el amor de verdad. Y no deseaba quedarse solo. Necesitaba que alguien lo quisiera, lo aceptara con sus defectos y sus virtudes, como había hecho ella desde siempre. Sabía que Lucía lo había amado de manera incondicional y estaba seguro de que ahora, a pesar de lo ocurrido, si le suplicaba perdón y le demostraba que de verdad había cambiado, ella volvería a caer en sus brazos y disfrutarían de nuevo la felicidad perdida.

Mientras caminaba hacia el coche con su hijo en brazos y veía a la que fuera su amor alejarse caminando a paso ligero, pensaba que tenía que intentarlo de nuevo y una ligera sonrisa iluminó su rostro.

*

Los fines de semana de Lucía eran esencialmente tranquilos. Ahora que había descubierto a su maravillosa y activa abuela, le gustaba pasar las horas a su lado conversando, o paseando, o metidas en la cocina. Cualquier actividad era buena para disfrutar del tiempo juntas. Los domingos por la tarde la abuela Soledad tenía reunión de amigas, momento que aprovechaba Lucía para gozar de su soledad, cosa que también le satisfacía. Leía, navegaba por internet, iba al cine o quedaba con alguna amiga o compañera del colegio. No se aburría, no quedaba tiempo para ello.

En ocasiones le gustaba pasear, caminar sin rumbo por la ciudad recorriendo aquellas calles conocidas en las que siempre descubría algo nuevo. Madrid es una ciudad llena de encanto y sus edificios antiguos y señoriales envuelven al viandante con el poder de la historia, aunque se hayan recorrido mil veces.

Con frecuencia tales paseos desembocaban en el parque de El Retiro, lugar por el que Lucía sentía una predilección especial, porque le recordaba los domingos de su infancia, cuando sus padres las llevaban a ella y a su hermana a pasar las tardes en el estanque y les compraban aquellos deliciosos barquillos que vendía el señor Ramiro, el viejo que siempre se ponía en la misma esquina, en una de la entradas.

Una de aquellas tardes Lucía también compró unos barquillos, aunque ya no era el señor Ramiro el que los vendía, y se sentó en un banco frente al estanque. Hacía sol y la gente se había animado a salir a pasear. Le gustaba el ambiente festivo y bullicioso que se respiraba, como si en lugar del otoño lo que estuviera a punto de comenzar fuera el caluroso verano.

–Por lo que veo no has variado tus costumbres. Te siguen gustando los mismos sitios.

Lucía dio un respingo al oír la voz de Lázaro y en su rostro se dibujó un gesto de contrariedad. Lo que menos le apetecía en aquellos plácidos momentos era aguantar su conversación insulsa que no le interesaba en absoluto. Así que no contestó. Se limitó a seguir con la vista fija en el estanque y a continuar mordisqueando su barquillo.

–Lucía me gustaría hablar contigo – dijo él sentándose a su lado.

–Pues a mí no. Entre tú y yo está todo dicho. Y te rogaría que me dejaras en paz. Parece que me estás siguiendo.

–Por supuesto que no lo hago. Pero confieso que he salido a pasear por aquí con la esperanza de encontrarte. Todavía recuerdo lo mucho que te gustaba hacerlo.

–Lázaro ¿de qué vas, tío? – preguntó Lucía, profundamente irritada por aquellas palabras – ¿Qué es lo que pretendes después dejarme tirada para irte con mi mejor amiga sin importarte ni una mierda cómo me quedaba? ¡Déjame en paz!

–Sólo quiero que me escuches, por favor. Sé que me porté mal contigo, pero...

–Que no quiero escucharte. No me interesa nada de lo que puedas decirme. Que me dejes tranquila de una puñetera vez.

Se levantó y dejó a su ex novio allí, con la palabra en la boca, sumamente enfada por no poder disfrutar de aquel espacio de soledad.

Cuando llegó a casa su abuela aún no había regresado. Se sentó en el sofá y encendió la televisión, pero apenas conseguía prestarle atención. No quería, pero la irrupción de Lázaro en su vida la estaba alterando y la súbita aparición de esa tarde había tenido el poder de ponerla nerviosa. Ojalá fuera Pedro el que un día apareciera de nuevo y no aquel idiota al lado del cual había perdido veinte años de su vida.

Cuando Soledad por fin llegó y encontró a su nieta sentada ante la televisión con gesto distraído tuvo la sospecha de que algo le había ocurrido. Lucía casi nunca se sentaba delante de la televisión sin más, salvo cuando las noches de los fines de semana veían juntas alguna película interesante. La encendía con frecuencia porque decía que le gustaba escuchar las voces de fondo, pero mientras se dedicaba a otras cosas, como leer o trabajar en su ordenador. Además, cuando su abuela llegaba, siempre la saludaba con una sonrisa y un cariñoso beso en la mejilla, y aquella tarde se limitó a decir un “hola abuela” sin mucho entusiasmo.

Soledad no le dio demasiada importancia y después de cambiarse de ropa se metió en la cocina para hacer la cena. Preparó unos espagueti con salsa de pesto, que tanto le gustaban a Lucía, y cuando los tuvo listos colocó los platos en unas bandejas y se dirigió al salón. Mientras cenaban Lucía permanecía en silencio, cosa extraña, y fue entonces cuando su abuela, con mucho tacto,le preguntó qué le ocurría.

–Lucía ¿estás bien, hija? Te noto un poco rara. Tan callada...

Lucía posó el tenedor encima del plato y miró a su abuela. Necesitaba contarle a alguien el encuentro con Lázaro.

–He visto a Lázaro – dijo, y contó a Soledad con todo detalle los dos encuentros que había tenido con él.

–Pensé que no iba a ser así, pero verlo de nuevo me está trastocando, abuela.

–¿No estarás pensando en volver con él? – preguntó la mujer alarmada.

–Por supuesto que no, estás loca. Simplemente no quiero verle. Me hace daño recordar todo lo ocurrido.

La abuela tomó la mano de su nieta y la acarició con fuerza.

–No le des tanta importancia, Lucía. Él forma parte de tu pasado y eso no lo puedes cambiar. Aprende a convivir con ello sin que te afecte. Al fin y al cabo, él nunca fue el amor de tu vida ¿no?

–Al amor de mi vida también lo perdí – respondió la muchacha con gesto pensativo y melancólico – Me voy a la cama, abuela. Me siento cansada.

Mientras su nieta subía las escaleras hacia su dormitorio, Soledad tomó su móvil de dentro de su bolso y buscó el número de Pedro. Tal vez pronto tuviera que usarlo. Su nieta merecía ser feliz.



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