miércoles, 22 de septiembre de 2021

QUE ME SALGO

 



(Relato sobre un grupo de whatsapp)


Nunca me han gustado los grupos de whatsapp. Me ponen nerviosa, me producen ansiedad, me llenan de una inquietud extraña, algo así como... como... no sé, como si tuviera urticaria en el cerebro, por decir algo. Precisamente por eso los tengo todos silenciados, no quiero saber nada de las tonterías que dice la gente y es que esto de los grupos es la reoca. Los grupos tienen su lógica, o deberían tenerla, grupo de manualidades, por ejemplo, pues lo normal es que sus componentes lo utilicen para hablar de eso, de manualidades, pero no, se dedican a mandar lo que se les ocurre, fotitos románticas con frases estúpidas, gifts picantes para revolucionar la calentura del personal, en fin, un desastre. Así que cuando las mamás propusieron crear un grupo de eso, de mamás de niños que van a tercero de infantil del colegio X, me negué rotundamente, era lo que me faltaba, un montón de histéricas protestando por todo, conmigo que no contaran. Pero me salió el tiro por la culata, mis reticencias fueron en vano. Hicieron el dichoso grupo y me metieron en él contra mi voluntad y cuando me salía, enseguida alguien me metía de nuevo, no sé quién, ni cómo, pero así era. Al final no me quedó más remedio que claudicar. Lo silencié, como hacía con todos los demás, y lo miraba poco, más bien nada. La verdad es que durante todo el curso estuvieron bastante tranquilas, era como la calma que precede a la tempestad, porque hubo tempestad y gorda.

Unos días antes de que finalizaran las clases, Carlos, mi hijo, me dijo no sé qué de un regalo a la maestra. Como no se explicó muy bien, esta vez sí, cogí el teléfono y desaté la furia. Transcribo el diálogo:

YO.- Me ha dicho Carlitos que se ha hablado de comprarle un regalo a la profesora. ¿Es así?

MADRE DE KATIA.- Así es, se comentó el otro día a la salida de clase. Es que es tan maja...

YO:- Ya, pero por muy maja que sea no veo por qué se le tiene que regalar nada, ella solo está haciendo su trabajo, a mí por hacer el mío como es debido no me dan ningún obsequio.

MADRE DE KATIA.- Ya... bueno... fue lo que se habló... no sé.

MADRE DE ERIK.- Solo son 20 euros, bueno eso fue lo que se acordó, poner 20 euros por niño, tampoco es tanto.

YO.- Si no es por el dinero, simplemente es que a mí esos regalitos no me parecen de recibo.

MADRE DE LUIS.- Le compré un marco de plata grabado para que ponga una foto con los niños. Le quedará un recuerdo precioso.

MADRE DE JESÚS.- ¿Cómo que le compraste? No se había decidido nada todavía.

MADRE DE ROSALÍA.- ¿Qué recibo hay que pagar Marta? (Esa soy yo, Marta) ¿Quedó algo pendiente?

MADRE DE LUIS.- Bueno, como dije que me encargaba yo de la compra, lo vi, me gustó y se lo cogí, eso sí, subió un poco más, hay que poner 35 euros por niño.

MADRE DE ROSALÍA.- ¿Un recibo de 35 euros? ¿De qué? Yo no me entero.

MADRE DE PEDRO.- ¿Pero se había decidido comprar un marco?

MADRE DE CORAL.- ¿Y por qué es tan caro? ¿Tiene incrustaciones de diamantes o algo así?

MADRE DE LUIS.- Diamantes no, pero tiene unos cristales de Svarosky, por eso subió tanto, pero vaya, si no estáis de acuerdo se devuelve y ya está.

MADRE DE CORAL.- No es eso, es que no deberías haberlo comprado sin consultarnos antes a las demás.

MADRE DE ERIK.- Y son 15 euros más de lo acordado... que yo tengo que pagar el seguro del coche este mes, me viene fatal.

MADRE DE KATIA.- Con 15 euros no pagas el seguro maja. Vaya excusa más tonta.

MADRE DE ERIK.- Ese es mi problema. O me vas a arreglar tú mi economía, era lo que me faltaba.

MADRE DE NOELIA.- Susana (esta es la madre de Luis, la que por su cuenta y riesgo compró el marco) te has pasado tres pueblos, conmigo no contéis. Además yo pienso como Marta (yo) qué regalo ni qué narices.

MADRE DE JULIA.- ¿Qué le pasa a las narices?

MADRE DE BERTA.- ¿Qué pasó? ¿Alguien se contagió de coronavirus o qué?

MADRE DE LUIS.- ¿Sabéis que os digo? Que os den a todas.

MADRE DE ROSALÍA.- O sea que a las que participamos en el regalo nos dais un recibo ¿no?

MADRE DE JULIA.- ¿Qué regalo? ¿No estaba alguien malo de las narices?

MADRE DE BERTA.- Pero entonces ¿qué es? ¿un simple resfriado o coronavirus?

MADRE DE KATIA.- ¿Coronavirus? ¿Pero no estábamos hablando del regalo?

MADRE DE BERTA.- ¿Qué regalo?

MADRE DE JULIA.- Pues vaya jodienda, ahora que se acaba el curso cuarentena ¿Quién se contagió?

MADRE DE ROMÁN.- Buenas tardes ¿de qué va el tema?

En ese punto me salí del grupo, de ese y de todos, por si acaso. Mi mente sentía que no era capaz de soportar más conversaciones de besugos. Ahora estoy tranquila. Por cierto ¿en qué quedaría lo del regalo?

domingo, 8 de agosto de 2021

Como tiene que ser

 



Me llamo Rodrigo Aquilino Rodríguez Martínez, tengo 57 años y soy albañil. Esta es mi carta de presentación, nada del otro mundo, como pueden ver. Mis padres no fueron muy originales al bautizarme. Como Rodrigo Rodríguez sonaba fatal, mi padre se empeñó en meter en medio el Aquinilo, que era el nombre de su propio padre, mi abuelo, aunque no resultó, porque siempre fui Rodrigo Rodríguez para diversión de unos y asombro de otros. Mis compañeros de vez en cuando se burlaban de mí, con cariño, eso sí, diciéndome que a ver cuándo me quedaba unas vacaciones de “rodríguez” y así hacía honor a mí mismo. No les faltaba razón y un día lo conseguí, aunque para que entiendan bien el asunto voy a contarles la historia desde el principio.

Estoy casado con Aniceta Canales y tenemos un hijo de quince años. Nos casamos ya teniendo una edad. La madre de Aniceta y la mía eran amigas íntimas de jovencitas. Cuando la suya se casó se fue a vivir al pueblo de al lado, pero siempre conservó la amistad con la mía, por eso yo conocía a mi mujer desde siempre. Aniceta y yo fuimos haciéndonos mayores a la par. Ella vivía con sus padres y yo con mi madre, pues mi padre falleció cuando yo era muy niño.

Hace unos años después de pasar una larga temporada en el paro, me salió un trabajo en la capital. Mamá estaba muy mayor y yo no quería dejarla sola, mas ella insistió en que me marchara, que era un buen trabajo y una magnífica oportunidad para hacer cuartos, pero me aconsejó, no obstante, que me buscara una mujer con la que casarme para así tener alguien que me atendiera en la ciudad, puesto que yo era un inútil para las tareas domésticas, palabras textuales. Me habló de la Aniceta, que se acababa de quedar sola, y era una buena muchacha. Aniceta no era ni guapa ni fea, ni alta ni baja, ni rubia ni morena, ni gorda ni flaca, era una mujer que pasaba desapercibida de una manera alarmante, pero tal vez fuera lo mejor. A mí nunca se me hubiera pasado por la cabeza casarme con ella, pero tampoco me pareció tan mala idea, así que siguiendo los consejos de mi madre, le pedí matrimonio, sin noviazgo ni nada, para qué perder el tiempo, y aceptó enseguida, como si estuviera esperando mi proposición desde siempre.

Así pues contrajimos matrimonio e iniciamos una nueva vida en la ciudad. Yo comencé a trabajar de encofrador. Eran los años previos a la burbuja inmobiliaria y ganaba mis buenos dineros. Tuvimos a nuestro único hijo, Perico, que nos salió un poco idiota, pero ese es otro tema, y todos los veranos nos íbamos de vacaciones a Benidorm. A mí la playa nunca me gustó, pero a Aniceta le encantaba, se pasaba el día tirada en la arena, o de compras, o sentada en un chiringuito bebiendo cerveza y hablando sin parar. Yo iba detrás de ella como un perrito faldero, si había que estar en la playa me ponía debajo de la sombrilla y dormía, si había que comprar le acarreaba las bolsas, si había que beber, bebía y si tenía que comer comía, así eran mis vacaciones.

Cuando la burbuja inmobiliaria estalló las cosas cambiaron. Mi sueldo dejó de ser tan boyante y hubo que hacer algún recorte en gastos superfluos, el primero, las vacaciones. Benidorm dejó de ser nuestro destino y no nos quedó otra que pasar el mes de verano en el pueblo, en casa de la hermana y el cuñado de Aniceta. Yo no los soportaba, ni a la una ni al otro. Ambrosia era una mujer desagradable, altanera, marrana y repulsiva. Le faltaban unas cuantas piezas dentales, su pelo era una mata de grasa, despedía un olor extraño, como a rancio, aunque duchar se duchaba todos los días, debía de ser su piel de arpía que soltaba aquel aroma embriagador por naturaleza. Me miraba retorcido y siempre estaba dispuesta a criticarme. Su marido, Arbaces Colmenares, era parecido, pero peor, puesto que además todo sabía y entendía. Insoportables. Para colmo de males tenían una gata, llamada Ercolina, que me tenía manía la muy hija de puta, y no hacía más que arañarme en cuanto se le presentaba ocasión. En resumen, que si para mí las vacaciones en Benidorm eran jodidas, en el pueblo eran una verdadera tortura.

Pero he aquí que este verano se me presentó la ocasión para librarme de las putas vacaciones y encima cumplir mi sueño de quedarme de “rodríguez”. La empresa, ya superada la crisis, volvía a tener mucho trabajo y el jefe nos reunió una tarde para decirnos que de momento vacaciones nada de nada, que era urgente terminar unas tareas importantes y que durante el mes de agosto había que trabajar al menos por las mañanas, que luego a partir de septiembre ya se vería lo de las vacaciones. Aquellas palabras me sonaron a Gloria divina. Aniceta y Perico se marcharían para el pueblo en Agosto y yo me quedaría solo en casa y a mi bola.

Poco me duró el entusiasmo. Aquella misma tarde, antes de terminar la jornada, mi jefe me llamó a su despacho, o debería decir a su cuchitril, pero eso da lo mismo, y me dio una “fantástica” noticia. Puesto que yo era el más antiguo en la empresa, y trabajaba como un negro, yo sí tendría vacaciones en agosto. A tomar por culo mis planes.

Mientras regresaba a casa iba pensando en mi mala suerte. Para una vez que iba a poder cumplir mi ilusión de quedarme en casa de “rodríguez”, va el capullo del jefe y me da vacaciones pensando que me hace un favor.

Aquella noche no pude dormir pergeñando un plan que me permitiera quedarme en la ciudad, y sobre la mañana se me ocurrió lo más fácil: mentirle a Aniceta diciéndole que, como todos mis compañeros, yo también tendría que trabajar en agosto. Y no esperé mucho. Faltaban seis días para las vacaciones así que no era cuestión de retrasar la noticia. Se lo tomó mejor de lo que pensaba. Total, ella en el pueblo estaba en su salsa y a mí me prestaba más bien poca atención. Me hizo prometer que iría a buscarla al finalizar el mes y así lo hice.

Y comenzó mi mes de “rodríguez”. Vaya, delicia. Me levantaba tarde, salía a dar un vuelta, tomaba un café o dos, leía el Marca, otro paseo, a casa, me comía las delicias que Aniceta me había dejado en la nevera, me dormía una siesta, veía la tele, tomaba cervezas.... Aquello duró una semana, al cabo de la cual me di cuenta de que las provisiones de mi mujer se habían agotado. Quise freír un huevo y me saltó el aceite a un ojo. Tuve que ir a urgencias y de allí salí con el ojo vendado. Los platos, vasos y demás utensilios de cocina ya no cabían en el fregadero, me pasé toda la tarde fregando, secando y colocando. Ya no tenía calzoncillos ni camisetas, me di cuenta de que había que poner la lavadora de vez en cuando, lo intenté, pero uno de los botones terminó rodando por el suelo. Una noche me quedé dormido con el cigarro en la mano, cosa que mi mujer siempre me recriminaba, el que fumara en la cama, y desperté oliendo el humo que salía del colchón, ni que decir tiene que fue a parar a la basura y tuve que comprarme otro, cuatrocientos euros del ala que me cobraron, también tuve que comprar sábanas nuevas, a ver cómo le explicaba yo a Aniceta aquellos dispendios con útiles del hogar que en realidad no hubieran sido necesarios sino fuera por aquel desastre. Por no hablar de la mierda que pululaba por toda la casa, de las bolsas de basura, fundamentalmente con latas de cervezas, que se acumulaban en la cocina, de la capa de polvo que tenían los muebles, del olor a pis del cuarto de baño.... creo que no voy a seguir. Estar de “rodríguez” me hizo darme cuenta de que yo era un puto desastre y de lo mucho que echaba de menos a mi Aniceta, así que no me lo pensé mucho más. Contraté a una empresa de limpieza que me dejó la casa como los chorros del oro, fui a una agencia de viajes y me saqué dos billetes de avión a Mallorca, la ilusión de mi mujer. Después la fui a buscar al pueblo, le dije que la quería mucho y nos fuimos de viaje. Perico se quedó con los tíos, total, era igual de idiota que ellos y estaba muy a gusto. Aniceta alucinó no solo por el estupendo viaje que nos marcamos y por los estupendos polvos con los que la obsequié todas las noches, sino porque al regresar y comenzar de nuevo la rutina, yo había aprendido la lección, algo que nunca le confesé, y comencé a fregar los cacharros, a sacar la basura por las noches, incluso a plancharme las camisas... vamos, a cumplir con mis obligaciones hogareñas, como tiene que ser.

viernes, 6 de agosto de 2021

La niña María -Relato corto

 



La niña María era la mas pequeña de siete hermanos, con los que se llevaba mucha diferencia de edad. Vivían en un hermoso pueblo pesquero del sur. Su padre no tenía oficio conocido. A veces ganaba dinero y otras no, por eso la gente pensaba, o en realidad sabía, que se dedicaba a lo mismo que sus hijos mayores, a trapichear, a negocios que no eran del todo legales, droga y cosas de esas. Aún así, a nadie parecía importarle demasiado, a Miguel menos que a nadie.

Miguel vivía en el mismo barrio que María y ambos jugaban juntos en la calle durante los largos y tórridos días de verano. Ni uno ni otro eran conscientes de la triste situación de la niña. La madre de Miguel le decía que jugara mucho con ella, que la tratara bien porque era el único amigo que tenía, que bastante cruz llevaba encima la pobre con pertenecer a la familia a la que pertenecía, criaturita. Miguel no entendía, pero daba igual. Para él María lo era todo, era la persona con la que compartía lo mejor de su vida, los juegos, las tardes cogiendo bígaros en la playa, los paseos secretos a lugares desconocidos, las confidencias infantiles, las risas.

A veces, mientras disfrutaban momentos de ocio, aparecía Ramón, el hermano mayor, un tipo chulo y mal encarado, que siempre le decía lo mismo.

–Niña María, tienes que ir a casa de Juan “el gorrino”, que tiene un paquete para mí.

–No quiero –le contestaba la pequeña.

–Y yo no quiero repetírtelo, o vas a saber lo que es bueno.

Entonces la niña María murmuraba por lo bajo un “vete a tomar por el culo” que despertaba las carcajadas de Miguel y también las suyas propias, y después obedecía, no le quedaba más remedio.

Un día, de la noche a la mañana, la niña Maria y su familia desaparecieron del barrio. Se comentaron muchas cosas, unos decían que huían de la policía, otros que el padre había encontrado un trabajo en la ciudad. Miguel lloró muchas noches. Intuía que no la volvería a ver jamás.

Años más tarde, cuando comenzó sus estudios en la Universidad, Miguel también se fue a vivir a la ciudad. Una tarde lluviosa y húmeda entró en aquel bar desconocido con la única intención de tomar un café que espantara el frío. Se fijó en la muchacha que estaba detrás de la barra y la niña María regresó a su mente con inusitada fuerza. Los mismos ojos negros, los mismos labios carnosos, la misma melena rizada y oscura. ¿Y si era ella?

Tarde tras tarde Miguel entraba en el bar, se sentaba en la mesa más apartada y mientras degustaba su café, contemplaba a la muchacha, y cuanto más la observaba, más seguro estaba de que era su amiga de la infancia. Las dudas se disiparían de la forma más fácil si se atreviera a preguntarle por su identidad, pero inexplicablemente sentía una tonta cobardía que no le dejaba ni levantarse de su silla.

Una de aquellas tardes, una voz surgió de la pequeña cocina que había al fina de la barra.

–¿Quieres terminar de hacer esos pedidos de una vez, Maria? Las he visto más rápidas.

Y la muchacha murmuró un “vete a tomar por el culo” que diluyó la cobardía de Miguel convirtiéndola en osada valentía.

–¿Eres la niña María? – le preguntó acercándose a la barra.

La chica le miró cual si estuviera delante de un extraterrestre.

–Pues de niña no tengo nada. Y no me llamó María. Ese imbécil, que como no sabe mi nombre me dice lo primero que se le ocurre. ¡Qué harta estoy de él!

La decepción se dibujó en el rostro de Miguel y la ilusión se desvaneció de la misma manera intempestiva con que había surgido.

Aquella noche, en la residencia de estudiantes en la que vivía, el chico hizo lo de siempre, cenar a las nueve en punto y retirarse a su habitación a estudiar. No se dio cuenta, nunca se daba cuenta, de la chica que lo miraba desde la puerta de la cocina, una muchacha de ojos tristes, con la piel ajada y una melena estropajosa que en sus días había sido una hermosa mata de rizos.

–Venga, María, espabila, que hay que dejar las mesas puestas para el desayuno de los chicos y me quiero ir a casa de una vez. Pareces tonta, siempre estás en la inopia.

–Vete a tomar por el culo –murmuraba la chica por lo bajo. Y obedecía. Como siempre.

martes, 6 de julio de 2021

El silencio habla

 



No sé bien cómo comenzar a relatar mi experiencia. Podría decir que todos los hombres son gilipollas, pero no me gusta generalizar porque seguro que hay muchos que no lo son. Quizá mejor decir que todos los gilipollas me tocan a mí. Sobre todo mi último novio. En fin, creo que voy a empezar por el principio.

Me llamo María y soy maestra, aunque mi verdadera pasión es la fotografía. Siempre que voy a algún lado lo hago acompañada de mi cámara y así dejo testimonio de la vida, de la común y corriente, porque mis fotos no son nada extraordinario, son fundamentalmente escenas cotidianas y lo cierto es que aunque tengo un blog y alguna red social dedicada a ello en los que me sonríe bastante el éxito, no deja de ser un pasatiempo sin más, a través del cual conocí al tipo en cuestión.

No soy yo mucho de novios. Me casé muy jovencita para escapar de casa y de la represión de unos padres demasiado autoritarios y aquello duró lo que tenía que durar, más bien poco. Cuando ambos nos dimos cuenta de que no funcionaba nos fuimos cada uno por su lado y a otra cosa mariposa. Con Carlos, mi exmarido, siempre conservé una buena amistad, él rehizo su vida con otra mujer, le va de maravilla y de vez en cuando nos vemos, nos saludamos con cariño y nos tomamos un café o unas cañas. Por mi parte no he vuelto a tener nunca ningún compromiso serio, tampoco lo he buscado, conocí a tres o cuatro tíos cada cual más imbécil que el anterior y ninguno me llegó a enamorar, hasta que apareció Javier.

Javier comenzó a hacer comentarios sobre mis fotos. A él también le gustaba la fotografía y llegó un momento en que pasamos de hablar de nuestra afición a hacerlo de nuestra vida personal. No vivíamos demasiado cerca, aunque tampoco extraordinariamente lejos y un día decidimos conocernos. Nos caímos bien y nos hicimos novios. Nos veíamos cada vez que nuestro trabajo nos lo permitía, siempre una vez al mes por lo menos y nos lo pasábamos muy bien juntos. Pero en algún momento de la relación yo empecé a notar cosas que no quise ver, el amor me cegaba, como no. Javier recién había terminado una relación de varios años y no la había superado en absoluto. Ana, su ex, salía a relucir bastante en las conversaciones, tanto, que llegué a hacerme una imagen bastante clara de como debía ser. Un día me enseñó una foto de la tipa de espaldas, desnuda, en una playa. Es que eran asiduos a las playas nudistas. Había colgado la foto en cuestión en una red social, lo cual a mí me pareció un poco fuera de lugar, pero no dije nada, no era cosa mía. Aparte de esa foto, tenía muchas de más de la tal Ana, todas ellas posando cual modelo. La tía no era guapa, pero tenía un estilazo impresionante y en conjunto resultaba, cosa a la que yo, la verdad, no di la menor importancia porque era algo que no me interesaba en absoluto. Llamar la atención por mi físico nunca entró dentro de mis preferencias en la vida, me gustaba más que se me apreciara por otras cosas, la verdad, y si no ya me apreciaba yo a mí misma, no me hacían falta los halagos de los demás.

A veces me hablaba de lo que hacían juntos, que era ver estupideces en la televisión y poco más. Poco a poco yo me iba dando cuenta de varias cosas, de que no había olvidado a Ana, de que si pretendía hacer las mismas cosas conmigo que con ella, la llevaba clara, y de que cuando yo, por algún casual en la conversación, criticaba alguna de las chorradas que le gustaban a Ana, él se ponía a la defensiva.

El día que le dije que era fea, me miró con cara de espanto y me dijo que estaba equivocada, que Ana llamaba la atención por la calle. Valiente hazaña, pensé yo. Cosas como esas dieron al traste con la relación. Yo hacía tiempo que me había dado cuenta de que no me quería, que la quería ella, y le dejé, no por voluntad propia, sino porque estaba segura de que era lo que él deseaba y no se atrevía a hacer, de hecho lo noté aliviado cuando se lo dije. Se acabó y no voy a decir que no me doliera, me dolió mucho, lloré bastante y me costó olvidarlo, a pesar de ser consciente de que era lo mejor. Me dejó tan tocada que cerré mi corazón al amor y me centré en mi profesión y mi afición. No quise saber nada de tíos. Lideré en el colegio un proyecto educativo que tuvo muy buena acogida y por otro lado me organizaron una exposición de mis trabajos de fotografía. Me olvidé de Javier, de Ana y todo lo que no fuera lo que me gustaba hacer en la vida.

A raíz de la exposición me hiceron una entrevista en la prensa y, vaya casualidad, el mismo día que la publicaron recibí una llamada de Javier. Por cuestiones de trabajo venía a la ciudad y si quería tomar un café... creo que no, que no quería, pero por educación y en aras a los buenos tiempos, quedamos. Me contó que había vuelto con Ana y que era muy feliz. Me alegré y me dio pena al cincuenta por ciento. Si era feliz, pues estupendo, pero en el fondo no entendía cómo le gustaba estar con una persona tan simple. Sé que debí de callarme pero mi lengua fue más rápida y se lo dije. Se sonrió y con un deje de rabia en su voz me dijo que lo que yo tenía era envidia. Envidia... yo... de esa tía. Me mordí la lengua. Pensé que la callada por respuesta era lo mejor. Yo también sonreí. Cogí el periódico, lo abrí por mi entrevista y se lo tiré encima de su café.

–Lee – le dije – esta vez no te voy a dar réplica. Lee y que mi silencio te haga pensar.

Y me fui. No le he vuelto a ver, ni falta que me hace. Prefiero mis fotos.

viernes, 25 de junio de 2021

NO sé por qué te quiero - Final

 



Unos días después recibí una llamada de mi madre a través de la que me comunicaba que tenía trabajo en una clínica en Madrid y que podía comenzar a trabajar en septiembre. Me quedaba por delante un mes de vacaciones, que iba a aprovechar para hacer la mudanza. Una nueva vida me esperaba en Madrid. Era como regresar a los orígenes, aunque no lo hacía con ilusión, sino llevando de la mano el regusto amargo de una relación que había muerto por no haber sabido actuar bien.

Comencé a empaquetar mis cosas, ayudada por mi tía Teresa en su tiempo libre, que no paraba de decirme que me pensara bien lo que estaba haciendo, que no era lo correcto y que acabaría arrepintiéndome. Yo procuraba no hacerle caso, aunque por momentos no podía evitar que me entraran las dudas y pensar si no tendría razón. Además, y como es evidente, Ginés no se volvió a poner en contacto conmigo y yo lo echaba mucho de menos.

Por fin llegó el día en que tendría que celebrarse la boda. No había vuelto a saber de ellos dos, por lo que deduje que Lidia tenía que saber algo sobre mí que no le había gustado. Bien que yo me había liado con su novio, entonces casi seguro que no habría boda; bien cualquier otra cosa inventada por Gines, con lo cual la boda tal vez siguiera adelante. Aquella misma tarde yo tomaría un tren hacia Madrid, así que supuse que me iría sin saber el resultado de mis cavilaciones. Por un momento pensé en acercarme a la Iglesia en la que se casaban y cerciorarme por mí misma de si mis sospechas era ciertas o no, pero enseguida desistí. No merecía la pena hurgar más en una herida que ya de por sí tardaría mucho en cerrarse. Sin embargo poco sospechaba yo que mis dudas se iban a disipar mucho más pronto de lo que creía, cuando poco después del mediodía sonó el timbre de mi casa y una sorpresa me esperaba al otro lado de la puerta. Pensé que sería la casera que se había acercado a buscar la llave del piso, aunque habíamos quedado en que se la dejaría en el buzón. Sin embargo cuando abrí la puerta me encontré a la misma Lidia en persona. Al verla allí, frente a mí, con el rostro hinchado y los ojos acuosos y rojos, señal de haber estado llorando, mis piernas se echaron a temblar. De lo que menos ganas tenía era de enfrentarme a nadie, y menos a ella. Así que no le dije nada y dejé que fuera ella la que rompiera el silencio incómodo que se instaló entre nosotras cuando estuvimos frente a frente.

–Quiero hablar contigo – dijo finalmente – ¿Puedo pasar?

–Sí, claro, pasa. Pero ¿tú no tenías que estar casándote? – le pregunté. Aunque inmediatamente me arrepentí de haberlo hecho, no quería que Lidia pensara que me quería hacer la inocente o incluso que intentaba burlarme de ella. Nada más lejos que mi intención.

Pasamos al salón, en el que solo quedaban los muebles desnudos, y se dejó caer en una silla con gesto de derrota.

–Sabes perfectamente que no me he casado, que la boda se suspendió.

Vi tanta tristeza en su mirada que me sentí la mujer más mezquina del mundo. Quería disculparme por lo que había hecho, pero no encontraba las palabras, porque en realidad no tenía que pedir disculpas por nada. El amor no es algo por lo que se deba pedir perdón y yo quería a Ginés, a pesar de todo lo que había pasado entre nosotros. Le quería de manera inexplicable. Le quería sin saber ni desear saber el motivo, porque no había motivo.

–Lidia yo...

–Déjame hablar a mí, Dunia – dijo con el tono de voz suave que la caracterizaba. Suspiró, tomando una bocanada de aire antes de comenzar a hablar –. Hacía tiempo que sospechaba que Ginés tenía otra mujer y también que la boda no se iba a celebrar, a pesar de que me empeñaba en convencerme a mí misma de lo contrario. Lo que no me imaginaba era que tú fueras la causante de todo.

–Lo siento, Lidia, es que....

–No me interrumpas, por favor. Hace unos días me lo contó todo. Y cuando digo todo, digo todo. Cuando te conoció porque fuiste a trabajar a su casa, como te forzó una noche en la piscina, el tiempo que estuvisteis separados, su accidente, tu denuncia.... todo. Incluso que un domingo te habías presentado en su casa y después de haberos acostado le dijiste que se casara conmigo y que tú te volvías a Madrid. Me lo contó todo antes de decirme que aunque tú te hubieras marchado, no se podía casar conmigo porque te quería a ti. A pesar de estar furioso, de maldecirte mil veces por haberle abandonado de nuevo, te quería, te quiere, sin saber bien por qué. Al principio te odié con todas mis fuerzas, me dolió tanto tu traición... – en este punto sus ojos se llenaron de lágrimas y su barbilla comenzó a temblar – Lo que pasa que conforme fueron pasando los días pensé y....todo fue tan casual... que nadie tuvo la culpa. A lo mejor Ginés, por no haberme dicho hace tiempo que te amaba.

Lloraba intentando tragarse el llanto. Me dio tanta pena que me acerqué a ella y la abracé. Pensé que me iba a rechazar, pero no, se dejó abrazar y lloró un rato sobre mi hombros, sacudiendo los suyos en un movimiento convulsivo imposible de evitar.

–Lidia yo me voy a Madrid – le dije cuando se calmó un poco –. Ya he tomado la decisión. No puedo estar al lado de Ginés. Debe ser mi propia estupidez pero las cosas siempre acaban mal entre nosotras.

–No lo hagas. Ahora es distinto, ahora ya no hay un obstáculo que impida vuestro amor. Él está muy triste, está echo polvo y todo esto le está afectando mucho. Yo ya no seré un impedimento para lo vuestro. He comprendido que no tengo nada que hacer y me quito del medio.

–No, Lidia, no lo hagas, tienes que luchar.

–¿Luchar? ¿Para qué voy luchar? Tú eres la que tiene que luchar y yo soy la que debería irse lejos para olvidar. Búscalo, Dunia, te quiere y a pesar de todo lo que hizo es un buen chico.

Pero de nada sirvió su insistencia y aquella misma tarde tomé el primer tren y me fui a Madrid. Me despedí de Teresa. De Teresa, de la ciudad y de una vida que había tenido sus luces y sus sombras. Cuando el tren comenzó a moverse, me pareció ver un hombre que corría a lo lejos en dirección al andén. Puede que fuera Ginés. Y por un segundo me arrepentí de marchar.

*

No conseguía acostumbrarme de nuevo a Madrid. Echaba de menos mi antiguo trabajo. El nuevo estaba bien, pero los compañeros no tenían nada que ver conmigo y no acababa de cuadrar entre ellos. Añoraba también a mi tía, los paseos por la calle Real o por la Torre de Hércules para ver batir el mar contra las rocas. Añoraba incluso las tardes de lluvia y el viento frío del nordeste. Y por supuesto a quien más echaba de menos, era a Ginés. Mis pensamientos giraban continuamente en torno a él. Cuando hacía algo, cualquier cosa, pensaba en cómo lo haría él y si tenía que tomar alguna decisión también pensaba en la que hubiera tomado él. A veces incluso soñaba con que, en cualquier momento, iba a aparecer por una esquina, iba a buscarme para estar juntos de nuevo y para siempre.

Llevaba ya casi tres meses en Madrid cuando sucedió todo. No había amanecido todavía y llovía. Era el día de Navidad y yo volvía a casa después de haber pasado toda la noche trabajando. Iba pensando en acostarme en la cama y descansar. Había sido una noche ajetreada y no tenía ganas de nada más. En casa reinaba el silencio. Todos estaban aun en la cama. Yo también me acosté y me dormí enseguida. Mi tía Teresa y Teo con su novia también estaban en casa, habían venido a pasar las fiestas y habían llegado el día anterior justo para la cena, cena que yo no había podido disfrutar con todos ellos por motivos laborales. Habíamos decidido pues intercambiar los regalos aquel mediodía, antes del almuerzo, para darme tiempo a descansar.

Cuando desperté eran casi las dos de la tarde. Me levante despacio, me di una ducha larga y bajé al piso de abajo. En el comedor mamá ya había puesto la mesa. Todos estaban esperándome en el salón, alrededor de la chimenea encendida, ansiosos por abrir los presentes, como si fuéramos niños. En cuanto yo llegué nos pusimos a ello. De los paquetes salieron bolsos, gafas de sol, pendientes, libros, discos y alguna corbata. Finalmente quedaba un paquete amarillo debajo del árbol que nadie cogía. Estaba medio escondido entre las hojas del abeto.

–Eh, queda un paquete – dije – ¿Para quién es?

Lo cogí y vi que en el papel estaba escrito mi nombre. Paseé mi vista por los demás miembros de mi familia, que también me miraban expectantes.

–Para mí no puede ser – dije –, yo ya he abierto uno de mamá, otro de Teresa y el de Teo....

–Tiene tu nombre – dijo mi madre –. Anda, ábrelo.

No sé por qué me puse nerviosa. Quité el papel amarillo de manera torpe y a trompicones. Quedó al descubierto una pequeña cajita de nácar ámbar, de esas que daban antes en las joyerías. La abrí, pero dentro no había una joya. Había un papel cuidadosamente doblado. Lo desdoblé con cuidado, absolutamente intrigada. En el papel blanco estaba escrita una sola palabra: “YO”

–Pero... ¿esto qué es? – no entendía nada, pero ellos, en vista de sus sonrisas, sí parecían entender.

Entonces unos pasos ligeros y lentos se dejaron escuchar desde el pasillo y entraron en el comedor. Vestía un jersey de cuello alto azul marino y un pantalón vaquero desgastado. Su pelo estaba medio revuelto, como casi siempre, y seguía conservando aquellos preciosos ojos grises y la sonrisa que me había encandilado desde el día en que le conocí. Ginés entraba de nuevo en mi vida.

Me puse en pie y durante unos instantes no pude moverme, hasta que él llegó a mí y nos echamos uno en brazos del otro, queriendo olvidar todos aquellos meses que habíamos estado separados por culpa de mi cabezonería.

–Te quiero, Dunia, te quiero. Y ahora estoy seguro de que nada podrá separarnos.

Yo tenía un nudo en la garganta que me impedía hablar, así que por toda respuesta le besé en los labios. Luego mamá apuró a todos a sentarse a la mesa. Yo pregunté quién había sido el artífice de todo aquello. Mi tía Teresa se acercó a mí y regañándome, como si fuera una niña que ha hecho una travesura, me dijo:

–No lo pude evitar. No podía dejar que cometieras de nuevo una estupidez. Y me lo traje conmigo.

Una vez más Teresa se convertía en mi salvadora. Me había devuelto al hombre que amaba, y junto al que, por fin, conseguiría ser feliz.







EPÍLOGO

Dentro de tres meses Teo se casa con su novia Noruega. Me hace ilusión ir a una boda en Noruega, en pleno mes de noviembre, con las ciudades nevadas y el frío calándonos hondo en los huesos.

Teresa, que será madrina, dice que no quiere llevar a Andrés, que todavía es muy pronto para incluirlo ya en la familia, a pesar de que ya lo conocemos y sabemos que se siente feliz a su lado. Se conocieron en Madrid, las pasadas Navidades, cuando Teresa trajo de nuevo a Ginés a mi vida. Estuvieron comunicándose por internet durante un tiempo. Teresa comenzó a venir con frecuencia a Madrid y finalmente se ha trasladado de manera definitiva para estar cerca de él. Después de todo lo pasado, de tanta soledad no buscada, se ha merecido encontrar a alguien con quien compartir su mundo.

Hace unos días he recibido una carta de Lidia. No sé cómo ha conseguido mi dirección, pero lo ha hecho. En ella me cuenta que se ha marchado a Londres, que allí trabaja como enfermera y que poco a poco ha ido olvidando a Ginés. Se siente a gusto y dice que, probablemente, no regrese nunca a España.

Y Gines y yo.... Gines y yo mantuvimos nuestra relación a distancia durante unos meses, hasta que finalmente, al igual que Teresa, decidió dejar La Coruña y venirse a Madrid, a mi lado. Juntos hemos decidido comenzar una nueva vida y hacer las cosas bien, sin caer en las tonterías que hemos estado cometiendo desde que nos conocimos. Vivimos mirando al futuro y nos comportamos como si no tuviéramos pasado, de hecho, cada vez que alguno de nosotros, sin querer, vuelve la vista atrás para recordar lo que tiene que quedar en el olvido, el otro le da una colleja. A veces pensamos que nacimos abocados a estar juntos y que fuimos nosotros mismos, estúpidamente, los que fuimos poniendo obstáculos a un destino que, inevitablemente, ha acabado por unirnos. Ya eso terminó. Ginés y yo nos queremos, a pesar de lo ocurrido, a pesar de que en algún momento de nuestra vida pareciese no tener lógica ese amor que nos profesábamos. Da igual. Si al fin y al cabo el amor es el sentimiento más ilógico que existe. Pero también el que hace a uno más dichoso. Como a nosotros.


miércoles, 23 de junio de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 37

 


Al día siguiente era sábado. Me pasé el día preparando algunas cosas y al atardecer fui a casa de mi tía Teresa. Para mi sorpresa mi primo Teo y su novia noruega estaban allí. Me alegré mucho de verlos. Teo parecía haber recuperado la felicidad al lado de aquella muchacha, incluso se le veía mucho más risueño y parecía más distendido de lo que era antes.

Me invitaron a cenar y acepté la invitación. En realidad yo había ido allí para decirle a mi tía que me iba, que regresaba definitivamente a Madrid, pero no encontraba el momento oportuno para ello. Durante la cena todas eran risas, alegrías y charlas intrascendentes. Mientras nos tomábamos un café, Teo me preguntó qué tal me iba la vida. Yo me encogí de hombros y lancé una mirada elocuente a mi tía, que supo captarla enseguida.

–¿Ocurre algo Dunia? – preguntó.

–Me regreso a Madrid – dije –. Este mediodía he estado hablando con el marido de mi madre y le he dicho que me buscara un trabajo por allí, que daba igual de lo que fuera, que me quería marchar. En cuanto me llame, me iré.

–¿Y eso por qué? – preguntó de nuevo.

–Porque yo aquí ya no pinto nada... y estaré más tranquila allí, lejos de todo.

Teo me miraba interrogante. Supongo que no entendía nada, pero también supongo que se lo imaginaba. Su madre le aclaró las cosas enseguida. Le habló de mi encuentro casual con Ginés, de su inminente boda con Lidia... Pero mi tía todavía no conocía las últimas novedades, mi lío con él y la posible suspensión de su boda. Así que yo se lo conté todo. También que finalmente había decidido renunciar a él para que sí se casara con ella, y que ese era el motivo por el que regresaba a Madrid.

Mi tía hizo un gesto con los ojos típicamente suyo. Quería decir exactamente “vaya tonterías que dice esta mujer”, frase que no solo salió de sus ojos, también lo hizo de su boca.

–Menuda sarta de bobadas acabas de decir. ¿De verdad harás eso? ¿Lo empujarás a una boda que no desea con una mujer que no quiere? Por lo que cuentas ha dejado claro que a quién quiere es a ti.

–Yo sé que me quiere a mí. Pero no podemos hacer sufrir a esa pobre chica – repuse con un convencimiento que estaba lejos de sentir.

–Si pierde a su novio y a su amiga, sufrirá durante un tiempo, pero se le pasará. Pero si se casa con un hombre que no la quiere, sufrirá toda la vida – dijo Teo.

Pero nada de lo que pudiera decirme iba convencerme. Yo había tomado mi decisión y no la iba a cambiar. Ahora solo faltaba comunicársela a Ginés. Eso iba a ser lo más difícil.

*

Pasé el fin de semana pensando cómo hacerlo. Finalmente me decidí. Sabía que los domingos Ginés y Lidia no solían salir hasta muy tarde, así que arriesgándome a encontrarla a ella, el domingo por la noche me encaminé a casa del amor de mi vida. Al llegar aparqué detrás de unos arbustos y me mantuve dentro del coche durante un tiempo, vigilando la casa, por si ella salía. Finalmente me acerqué y llamé al timbre del portal. La voz de Ginés preguntó quién era y yo muy bajito, por si acaso, le contesté.

–Ginés, soy Dunia. ¿Puedo entrar?

Por toda respuesta el portalón comenzó a abrirse. Cuando entré en la finca le vi a él esperándome en la puerta de casa, sonriente. Por un momento mi determinación flaqueó. ¿De verdad iba a terminar mi relación con aquel hombre para entregárselo a otra? Estaba totalmente chiflada, sí, lo estaba, pero también tenía claro que no deseaba vivir toda mi vida con el peso de una traición. Durante unos segundos pensé en mi madre. Ella lo había hecho. Había buscado su propia felicidad a costa de la de su hermana y yo nunca la había visto mal por ello. Quizá en ocasiones un poco melancólica. Mas al final todo se había arreglado. Además Lidia no era mi hermana ni nada que se le pareciera. Apenas la había conocido unos meses antes y no sabía que era la novia de Ginés. Pensamientos liados, absurdos y contradictorios que se mezclaban en mi mente y que no tenían el poder de cambiar mi decisión.

Al llegar al lado de Ginés le abracé y le di un largo beso en los labios.

–Mmmm, que saludo más maravilloso. ¿Qué te trae por aquí? Lidia se acaba de ir hace apenas una hora. Está muy enfadada.

–Me apetecía verte – respondí – ¿Y por qué está enfadada? ¿Se lo has dicho?

–Me ha faltado poco. Le he dejado claro que la boda me superaba y que no estaba demasiado seguro de querer una celebración por todo lo alto tal y como estaba organizando.

No contesté y entré en la casa. Crucé el salón y me dirigí al jardín trasero. Él venía detrás de mí. Me senté en el sofá de mimbre gris y él se sentó a mi lado.

–¿Te apetece algo fresco? – me preguntó.

Le dije que sí y entró en la casa. Al rato apareció en el jardín con dos botellines de cerveza. De nuevo se sentó a mi lado y me abrazó. Yo me dejé envolver por sus brazos. Luego buscó mi boca con la suya y yo correspondí a su beso cálido y pasional que nos fue arrastrando a las caricias. Sus manos se colaron por debajo de mi vestido y juguetearon traviesas con mi piel. Ginés tenía el poder de hacer que el mínimo roce de nuestros cuerpos despertara mi deseo. Me senté a horcajadas sobre sus piernas mientras le desabotonaba su camisa azul. Cuando lo hube hecho besé despacio y con ternura aquel pecho que subía y bajaba al compás de una respiración cada vez más rápida. Por un instante le miré a los ojos y le sonreí. Él me devolvió la sonrisa.

–Te quiero – le dije – no sé por qué, pero te quiero.

–Yo también te quiero – me respondió – Y sí sé el motivo. Porque eres la chica más maravillosa del mundo.

Hubiera detenido el tiempo en aquel preciso instante si hubiera podido. Si alguien me hubiera preguntado qué era la felicidad le hubiera descrito aquel momento en el que Ginés y yo nos entregamos sin tapujos a disfrutar del amor que sentíamos. Durante el tiempo que me regaló sus caricias y sus besos, que me susurró al oído palabras que me hacían tocar el cielo con la punta de los dedos, que me hizo el amor de manera pausada pero firme, no pensé en Lidia ni en la decisión que había tomado, simplemente me entregué a un amor que se estaba haciendo tangible por última vez. Solo cuando dimos por finalizados aquellos hermosos momentos de pasión, mi mente recuperó su lucidez y supe que tenía que poner fin a aquella situación de una vez por todas. Me había despedido de Ginés, aunque él no lo sabía.

Estábamos tirados en el sofá de mimbre, entrelazados todavía nuestros cuerpos medio desnudos, Ginés me abrazaba y me acariciaba el pelo mientras me daba tenues besos en la frente. Yo me incorporé de pronto y comencé a vestirme. Y le solté mi decisión sin pensarlo más:

–Me voy a Madrid – dije simplemente.

–¿De vacaciones? ¿A casa de tu madre? ¿Cuándo? – preguntó Ginés mientras se abotonaba la camisa y se componía un poco.

-Pronto, cuando mi padrastro me llame. No me voy de vacaciones. Me voy definitivamente.

–¿Y crees que ahora es el momento oportuno para marcharte? Acabamos de volver....No... no entiendo nada – dijo mirándome de forma interrogante.

–He pensado que no puedes hacerle esto a Lidia. No puedes dejarla ahora, cuando apenas faltan dos semanas para la boda. Es una buena chica y debes casarte con ella. Por eso me voy, para dejaros vía libre y no volver a verte nunca más. Me dolería demasiado vivir en la misma ciudad que vosotros y ver como el hombre a quien quiero hace su vida al lado de otra mujer que no soy yo.

Ginés me miraba mientras yo hablaba y en su cara se iba dibujando una media sonrisa, que terminó en carcajada cuando por fin me callé. Se echó sobre mí abrazándome por la cintura y haciéndome cosquillas.

–Tienes ganas de broma ¿eh? Pero nada, no cuela, no eres buena actriz.

Yo lo separé de mi lado con suavidad y le miré a los ojos directamente y de frente.

–Estoy hablando totalmente en serio Ginés. Créeme que me duele haber tomado esta decisión pero no puedo traicionar así a Lidia. Estaría toda mi vida luchando contra los remordimientos. Y quiero vivir tranquila.

Ginés se puso serio y su rostro dejó entrever una extraña palidez. Meneo la cabeza ligeramente de un lado a otro antes de hablar.

–No... no puedes estar hablando en serio. No entiendo nada. Sabes que no amo a Lidia, que te amo a ti. Nunca me casaré con una mujer a la que no quiero.

–Si yo no hubiera aparecido en tu vida te hubieras casado con ella.

–¡Pero apareciste! – dijo alzando un poco la voz – ¡Joder, apareciste! Y volví a enamorarme de ti y no quiero perderte. Por favor Dunia, no me hagas esto. No vuelvas a salir de mi vida. No podría soportarlo. ¿Es que acaso no me quieres?

–Más que a nada, Ginés. Desde el día en que te conocí te quiero más que a nadie. Y créeme que hubo un tiempo en que intenté odiarte y.... no lo conseguí. Pero Lidia es una chica maravillosa y me siento ruin y mezquina robándole a la persona que ama.

–Pero Dunia, ¿no te das cuenta de que aunque me dejes no me voy a casar con ella?

–Claro que lo harás.

Nos quedamos en silencio. Ginés apoyó sus codos en las rodillas y hundió la cabeza entre sus manos, mirando al suelo. Yo me sentía mal, pero en aquellos momentos estaba segura de haber tomado la decisión correcta y no iba a cambiar de opinión.

–Ginés yo....

–Vete – me espetó cortante.

–Déjame decirte que....

–¡Vete! – gritó con furia – ¡He dicho que te vayas! No quiero verte nunca más. Cada vez que apareces no haces más que joderme la vida. ¡Vete!

Recogí mis cosas en silencio y me fui.

domingo, 20 de junio de 2021

No sé por qué te quiero -- Capítulo 36

 



No volví a saber de él hasta algún tiempo después. Al final las aguas parecieron volver a su cauce. Las semanas iban pasando y a mediados de junio Lidia finalizó las prácticas en el hospital, por lo que comenzamos a vernos con menos frecuencia. Además estaba muy ocupada con los preparativos de su boda, lo que no era obstáculo para que quedásemos para tomar un café al menos un día a la semana No volvió a quejarse de Ginés ni tampoco insistió para que quedáramos a cenar de nuevo. Supongo que se dio cuenta de que entre su primo y yo, aunque nos caíamos bien, no había la chispa suficiente para prender la llama del amor.

Mientras tanto yo me revolvía en un mar de dudas. Además me daba cuenta de que conforme se iba acercando la fecha de la boda una inquietud sin nombre se iba adueñando de mí. Sentía que iba a perder a Ginés de manera definitiva y no me gustaba nada la idea.

Quiso la casualidad que un día me lo encontrara en la calle. Apenas faltaban tres semanas para el enlace, al que yo estaba invitada y al que, desde luego, no pensaba ir, ya me inventaría alguna excusa, una enfermedad de última hora, por ejemplo. Aquel día mi moral estaba por los suelos. No paraba de imaginar a Lidia entrando en la iglesia con su maravilloso vestido de novia, mientras Ginés la esperaba feliz ante el altar. Aquella novia debía de ser yo, pero ni lo era, ni lo iba a ser, y cuanto antes lo asumiera mejor.

La tarde estaba fría y húmeda. El verano parecía no querer llegar y la primavera con su tiempo alocado se alargaba ya demasiado. El desasosiego que sentía encerrada entre las cuatro paredes de mi casa me empujó a salir a dar una vuelta a pesar de que el tiempo no invitara a ello. Dirigí mis pasos al Paseo de la Marina y a los jardines de Méndez Núñez. Era sábado y a pesar de que la climatología no acompañaba había gente por la calle. Me senté en un banco, en el mismo banco en que me había sentado algunos años atrás acuciada por la angustia de una aciaga mañana en el hospital y me encontré con un Ginés que pareció no reconocerme, pero sí lo hizo. La casualidad quiso que de nuevo la historia se repitiera y aquella tarde otra vez apareció como un fantasma en el mismo lugar de antaño.

Esta vez lo vi llegar, lo vi dirigirse hacia mí con paso firme y decidido, mientras mi corazón latía a cien por hora y era presa de un sentimiento sin nombre, mezcla de miedo, desconfianza y aquel amor inútil e inservible que continuaba sintiendo por él. Aminoró un poco el paso según se fue acercando. Cuando finalmente llegó a mi altura me preguntó si podía sentarse a mi lado y así hizo cuando con un gesto de la cabeza le indiqué que sí. Durante un tiempo permanecimos en silencio, como si ni uno ni otro supiera cómo iniciar una conversación. Realmente yo no sabía qué decirle, además consideré que le tocaba hablar a él.

–Te vi de lejos – dijo por fin –. Lidia no está este fin de semana. Fue a llevar a su madre a casa de una tía. Estarán dos días y luego volverán todas para la boda.

–¿Y por qué me cuentas todo eso? – le pregunté – Como comprenderás me importa muy poco tu lista de invitados a la maldita boda.

Volvió la cabeza hacia mí. Sentir sus ojos grises mirándome me provocó una ligera turbación.

–Tienes razón. Desde hace un tiempo necesito hablar contigo de verdad, en serio, pero no me atrevo a dar el paso. Así que hoy, cuando te vi desde lejos, me dije que ahora o nunca. Quiero pedirte perdón, Dunia, por todo lo que te dije aquella noche en tu casa, por lo que estuve a punto de hacerte y por lo que te hice hace mucho tiempo. Realmente a veces pienso que.... no sé, que soy un monstruo o algo parecido. O puede que me deje arrastrar con demasiada facilidad por mis instintos.

Durante unos minutos permanecí en silencio contemplando su amargura. Me hablaba con los codos apoyados en sus rodillas y sus manos mesándose los cabellos en un gesto mecánico y nervioso. Pobre Ginés. Me di cuenta de que estaba siendo esclavo de sus equivocaciones, de sus convencionalismos, incluso de un rencor hacia mí que seguramente no existía.

–Te perdono, Ginés – le dije finalmente – . Aunque realmente no creo que este perdón sirva para algo. Lo mejor que podemos hacer es despedirnos aquí e intentar no volver a vernos.

–¿Realmente piensas eso? – preguntó volviendo sus ojos hacia mí, con gesto de resignación.

–Por supuesto que no – respondí – pero creo que es lo mejor para los dos. No supimos aprovechar nuestro momento. Tú lo hiciste mal hace muchos años y yo lo hice mal cuando te volví a encontrar. Ahora hay alguien por el medio y ya nuestra oportunidad pasó.

Ginés se acercó más a mí y su cercanía me turbó. Sabía que si me quería como yo pensaba que me quería y lo había asumido de una vez no se iba a rendir tan fácilmente. Él era así, no pensaba en las consecuencias, tal vez fueran reminiscencias de su etapa de niño caprichoso y consentido. Lo malo era que a aquellas alturas ya no solo importaba el amor. Lidia ocupaba un lugar en aquella historia, ella era la actriz principal, y yo solo la secundaria, la que finalmente desaparece de la escena para dejar que la protagonista brille por sí misma y sin obstáculos.

–Dunia – tomó mis manos entre las suyas y nos quedamos frente a frente –, te quiero.

Aquellas dos palabras me sacudieron por dentro. Mi mente regresó al pasado, a cuando sólo éramos él y yo, y borró el presente como por encanto. Ginés me besó suavemente en los labios y por unos minutos no existió nada, solo él y yo de nuevo, allí, sentados en el banco de un parque, ignorando la vida que bullía alrededor nuestro.

Un trueno se dejó escuchar y un aguacero repentino comenzó a caer cuando nuestras bocas todavía estaban unidas. La lluvia caía persistente y furiosa, como si vaciaran calderos del cielo. Me levanté del banco y tomando a Ginés de la mano, lo arrastré conmigo.

–Vamos, corre – le dije –, menos mal que mi casa está cerca.

Corrimos por las calles de La Coruña cogidos de la mano, mirándonos y riendo como si de un anuncio publicitario se tratara. Cuando entramos en el portal de mi casa estábamos completamente empapados, pero no parecía importarnos. Subimos por la escaleras hasta el primer piso dejando a nuestro paso un reguero de agua. Cuando entramos, Ginés me acorraló contra la puerta y me besó de nuevo.

–¿Qué te parece si nos damos un baño caliente, como una vez en tu casa? Mi bañera no es tan fantástica como la tuya pero....

Dio igual si la bañera era grande o pequeña. La llenamos de agua caliente y nos metimos dentro y allí, arrullados por la espuma y el vapor que nos envolvía, nos amamos sin importarnos otra cosa que nosotros mismos.

Ginés se quedó en mi casa todo el fin de semana. Durante aquellos dos días Lidia pareció no existir, pero el hecho era que existía y que dentro de apenas poco más de un mes, iba a casarse con ella. Pero él fue claro cuando yo le planté el problema.

–Tengo que dejarlo con ella, Dunia, no puedo hacer otra cosa.

–Le vas a romper el corazón.

–Tal vez, pero no voy a casarme con ella.

Intenté imaginar el revuelo que se iba a armar y quise desaparecer del mapa. Además decidí no volver a ver a Lidia. Ahora que ya había terminado las prácticas y que ya no tenía que ir al hospital sería mucho más fácil. Me sentía mal, pero recordé las palabras de mi tía y supe que tenía razón. Cada uno tiene que luchar por su propia felicidad.

Le aconsejé a Ginés que fuera sutil, que se comportara con ella lo más delicadamente posible y que se tomará unos días para darle la noticia. Me prometió hacerlo así.

–La iré preparando – me dijo – no sé de qué manera pero lo haré.

Como si fuera tan fácil. Algunos días después Lidia me llamó al móvil en mi jornada laboral. Me extrañó tanta urgencia y pensé que Ginés le habría dado la noticia y que ella deseaba ponerme en mi lugar. A pesar de los remordimientos que sentía, o tal vez a causa de ellos, no quería escucharla y no atendí su llamada. Pero cuando insistió una vez, y otra, pensé que algo grave podría haberle ocurrido, algo que no tuviera nada que ver con el triángulo amoroso en que estaba metida sin saberlo. Así pues descolgué el móvil.

–Hola Lidia, ¿ocurre algo? Acabo de ver que tengo dos llamadas perdidas tuyas – mentí.

–Dunia, necesito hablar contigo – me dijo con la voz en un susurro –. Estoy desesperada. Por favor.

–Pero.... dime qué pasa. ¿Estas enferma? – pregunté creyendo, ante su actitud, que Ginés y yo no teníamos nada que ver con el tema.

–No, no estoy enferma, es algo mucho peor. ¿Puedo verte a la salida de tu turno? Es que no sé con quién hablar ni qué hacer.

–Está bien, salgo dentro de media hora. Espérame en la cafetería de siempre.

Aquella media hora me la pasé cavilando qué sería aquello que quería decirme. Hablaba todos los días con Ginés y la verdad es que el entusiasmo de ambos por haber retomado de nuevo, y esta vez parecía que de forma definitiva, nuestro amor perdido, hacía que la conversación girara solo en torno a nosotros mismos.

Por fin salí del hospital, me subí a mi coche y me dirigí a la cafetería donde había quedado con Lidia, que estaba muy cerca de mi casa. Cuando llegué ella ya me esperaba. Según me fui acercando a la mesa me fijé en sus ojos hinchados y en su rostro demacrado y triste. Empecé a sentirme mal, mezquina, indigna de la amistad de una persona como ella.

–Hola Lidia – dije a la vez que me sentaba frente a ella – ¿Qué ocurre?

–Es Ginés – respondió sin rodeos –. Está muy raro, creo que me va a dejar y....

Rompió a llorar desconsoladamente.

–Y no podría vivir sin él.

Intenté consolarla con palabras vacías y falsas. No sabía si estaba haciendo lo correcto. Probablemente no. En algún momento pensé en llamar a Ginés para que se presentara allí y así entre los dos decirle la verdad y abrirle los ojos de una vez, pero no pude. Yo no era así y el corazón se me rompía en mil pedazos al tiempo que escuchaba las palabras de aquella mujer sumida en la desesperación.

–Cada vez que saco a colación la boda se queda callado, como si no le importara, como si no fuera con él. Esta mañana pasé por su despacho para hablarle de las alianzas y me dijo que quería hablar conmigo, que estaba muy agobiado con esto de la boda y que no le gustaba toda esta parafernalia que tenía armada. Y me lo dice ahora, cuando faltan solo quince días. Yo creo que no quiere casarse, Dunia. Si me deja yo me muero, me muero, no podría vivir sin él, no podría.

Rompió a llorar de nuevo. Había logrado ponerme nerviosa y me estaba dando pena.

–Mujer no pienses eso – conseguí decirle –. Seguro que son los nervios al ver tan cerca el momento. Supongo que casarse es algo muy serio y a lo mejor tiene dudas de última hora.... no sé.

–Hace unos días, sin venir a cuento, me habló de una antigua novia, una chica con la que no se portó bien cuando eran muy jóvenes y que no se pudo quitar de la cabeza. Me dijo que se había vuelto a encontrar con ella. A lo mejor sigue enamorado de ella y me quiere dejar. Oh, Dunia, no sé qué pensar. Estoy desesperada.

Suspiré e intenté calmarme. Yo no podía destrozarle el corazón a aquella muchacha. Y no lo iba a hacer, aunque tuviera que sacrificar mi propia felicidad.