domingo, 20 de junio de 2021

No sé por qué te quiero -- Capítulo 36

 



No volví a saber de él hasta algún tiempo después. Al final las aguas parecieron volver a su cauce. Las semanas iban pasando y a mediados de junio Lidia finalizó las prácticas en el hospital, por lo que comenzamos a vernos con menos frecuencia. Además estaba muy ocupada con los preparativos de su boda, lo que no era obstáculo para que quedásemos para tomar un café al menos un día a la semana No volvió a quejarse de Ginés ni tampoco insistió para que quedáramos a cenar de nuevo. Supongo que se dio cuenta de que entre su primo y yo, aunque nos caíamos bien, no había la chispa suficiente para prender la llama del amor.

Mientras tanto yo me revolvía en un mar de dudas. Además me daba cuenta de que conforme se iba acercando la fecha de la boda una inquietud sin nombre se iba adueñando de mí. Sentía que iba a perder a Ginés de manera definitiva y no me gustaba nada la idea.

Quiso la casualidad que un día me lo encontrara en la calle. Apenas faltaban tres semanas para el enlace, al que yo estaba invitada y al que, desde luego, no pensaba ir, ya me inventaría alguna excusa, una enfermedad de última hora, por ejemplo. Aquel día mi moral estaba por los suelos. No paraba de imaginar a Lidia entrando en la iglesia con su maravilloso vestido de novia, mientras Ginés la esperaba feliz ante el altar. Aquella novia debía de ser yo, pero ni lo era, ni lo iba a ser, y cuanto antes lo asumiera mejor.

La tarde estaba fría y húmeda. El verano parecía no querer llegar y la primavera con su tiempo alocado se alargaba ya demasiado. El desasosiego que sentía encerrada entre las cuatro paredes de mi casa me empujó a salir a dar una vuelta a pesar de que el tiempo no invitara a ello. Dirigí mis pasos al Paseo de la Marina y a los jardines de Méndez Núñez. Era sábado y a pesar de que la climatología no acompañaba había gente por la calle. Me senté en un banco, en el mismo banco en que me había sentado algunos años atrás acuciada por la angustia de una aciaga mañana en el hospital y me encontré con un Ginés que pareció no reconocerme, pero sí lo hizo. La casualidad quiso que de nuevo la historia se repitiera y aquella tarde otra vez apareció como un fantasma en el mismo lugar de antaño.

Esta vez lo vi llegar, lo vi dirigirse hacia mí con paso firme y decidido, mientras mi corazón latía a cien por hora y era presa de un sentimiento sin nombre, mezcla de miedo, desconfianza y aquel amor inútil e inservible que continuaba sintiendo por él. Aminoró un poco el paso según se fue acercando. Cuando finalmente llegó a mi altura me preguntó si podía sentarse a mi lado y así hizo cuando con un gesto de la cabeza le indiqué que sí. Durante un tiempo permanecimos en silencio, como si ni uno ni otro supiera cómo iniciar una conversación. Realmente yo no sabía qué decirle, además consideré que le tocaba hablar a él.

–Te vi de lejos – dijo por fin –. Lidia no está este fin de semana. Fue a llevar a su madre a casa de una tía. Estarán dos días y luego volverán todas para la boda.

–¿Y por qué me cuentas todo eso? – le pregunté – Como comprenderás me importa muy poco tu lista de invitados a la maldita boda.

Volvió la cabeza hacia mí. Sentir sus ojos grises mirándome me provocó una ligera turbación.

–Tienes razón. Desde hace un tiempo necesito hablar contigo de verdad, en serio, pero no me atrevo a dar el paso. Así que hoy, cuando te vi desde lejos, me dije que ahora o nunca. Quiero pedirte perdón, Dunia, por todo lo que te dije aquella noche en tu casa, por lo que estuve a punto de hacerte y por lo que te hice hace mucho tiempo. Realmente a veces pienso que.... no sé, que soy un monstruo o algo parecido. O puede que me deje arrastrar con demasiada facilidad por mis instintos.

Durante unos minutos permanecí en silencio contemplando su amargura. Me hablaba con los codos apoyados en sus rodillas y sus manos mesándose los cabellos en un gesto mecánico y nervioso. Pobre Ginés. Me di cuenta de que estaba siendo esclavo de sus equivocaciones, de sus convencionalismos, incluso de un rencor hacia mí que seguramente no existía.

–Te perdono, Ginés – le dije finalmente – . Aunque realmente no creo que este perdón sirva para algo. Lo mejor que podemos hacer es despedirnos aquí e intentar no volver a vernos.

–¿Realmente piensas eso? – preguntó volviendo sus ojos hacia mí, con gesto de resignación.

–Por supuesto que no – respondí – pero creo que es lo mejor para los dos. No supimos aprovechar nuestro momento. Tú lo hiciste mal hace muchos años y yo lo hice mal cuando te volví a encontrar. Ahora hay alguien por el medio y ya nuestra oportunidad pasó.

Ginés se acercó más a mí y su cercanía me turbó. Sabía que si me quería como yo pensaba que me quería y lo había asumido de una vez no se iba a rendir tan fácilmente. Él era así, no pensaba en las consecuencias, tal vez fueran reminiscencias de su etapa de niño caprichoso y consentido. Lo malo era que a aquellas alturas ya no solo importaba el amor. Lidia ocupaba un lugar en aquella historia, ella era la actriz principal, y yo solo la secundaria, la que finalmente desaparece de la escena para dejar que la protagonista brille por sí misma y sin obstáculos.

–Dunia – tomó mis manos entre las suyas y nos quedamos frente a frente –, te quiero.

Aquellas dos palabras me sacudieron por dentro. Mi mente regresó al pasado, a cuando sólo éramos él y yo, y borró el presente como por encanto. Ginés me besó suavemente en los labios y por unos minutos no existió nada, solo él y yo de nuevo, allí, sentados en el banco de un parque, ignorando la vida que bullía alrededor nuestro.

Un trueno se dejó escuchar y un aguacero repentino comenzó a caer cuando nuestras bocas todavía estaban unidas. La lluvia caía persistente y furiosa, como si vaciaran calderos del cielo. Me levanté del banco y tomando a Ginés de la mano, lo arrastré conmigo.

–Vamos, corre – le dije –, menos mal que mi casa está cerca.

Corrimos por las calles de La Coruña cogidos de la mano, mirándonos y riendo como si de un anuncio publicitario se tratara. Cuando entramos en el portal de mi casa estábamos completamente empapados, pero no parecía importarnos. Subimos por la escaleras hasta el primer piso dejando a nuestro paso un reguero de agua. Cuando entramos, Ginés me acorraló contra la puerta y me besó de nuevo.

–¿Qué te parece si nos damos un baño caliente, como una vez en tu casa? Mi bañera no es tan fantástica como la tuya pero....

Dio igual si la bañera era grande o pequeña. La llenamos de agua caliente y nos metimos dentro y allí, arrullados por la espuma y el vapor que nos envolvía, nos amamos sin importarnos otra cosa que nosotros mismos.

Ginés se quedó en mi casa todo el fin de semana. Durante aquellos dos días Lidia pareció no existir, pero el hecho era que existía y que dentro de apenas poco más de un mes, iba a casarse con ella. Pero él fue claro cuando yo le planté el problema.

–Tengo que dejarlo con ella, Dunia, no puedo hacer otra cosa.

–Le vas a romper el corazón.

–Tal vez, pero no voy a casarme con ella.

Intenté imaginar el revuelo que se iba a armar y quise desaparecer del mapa. Además decidí no volver a ver a Lidia. Ahora que ya había terminado las prácticas y que ya no tenía que ir al hospital sería mucho más fácil. Me sentía mal, pero recordé las palabras de mi tía y supe que tenía razón. Cada uno tiene que luchar por su propia felicidad.

Le aconsejé a Ginés que fuera sutil, que se comportara con ella lo más delicadamente posible y que se tomará unos días para darle la noticia. Me prometió hacerlo así.

–La iré preparando – me dijo – no sé de qué manera pero lo haré.

Como si fuera tan fácil. Algunos días después Lidia me llamó al móvil en mi jornada laboral. Me extrañó tanta urgencia y pensé que Ginés le habría dado la noticia y que ella deseaba ponerme en mi lugar. A pesar de los remordimientos que sentía, o tal vez a causa de ellos, no quería escucharla y no atendí su llamada. Pero cuando insistió una vez, y otra, pensé que algo grave podría haberle ocurrido, algo que no tuviera nada que ver con el triángulo amoroso en que estaba metida sin saberlo. Así pues descolgué el móvil.

–Hola Lidia, ¿ocurre algo? Acabo de ver que tengo dos llamadas perdidas tuyas – mentí.

–Dunia, necesito hablar contigo – me dijo con la voz en un susurro –. Estoy desesperada. Por favor.

–Pero.... dime qué pasa. ¿Estas enferma? – pregunté creyendo, ante su actitud, que Ginés y yo no teníamos nada que ver con el tema.

–No, no estoy enferma, es algo mucho peor. ¿Puedo verte a la salida de tu turno? Es que no sé con quién hablar ni qué hacer.

–Está bien, salgo dentro de media hora. Espérame en la cafetería de siempre.

Aquella media hora me la pasé cavilando qué sería aquello que quería decirme. Hablaba todos los días con Ginés y la verdad es que el entusiasmo de ambos por haber retomado de nuevo, y esta vez parecía que de forma definitiva, nuestro amor perdido, hacía que la conversación girara solo en torno a nosotros mismos.

Por fin salí del hospital, me subí a mi coche y me dirigí a la cafetería donde había quedado con Lidia, que estaba muy cerca de mi casa. Cuando llegué ella ya me esperaba. Según me fui acercando a la mesa me fijé en sus ojos hinchados y en su rostro demacrado y triste. Empecé a sentirme mal, mezquina, indigna de la amistad de una persona como ella.

–Hola Lidia – dije a la vez que me sentaba frente a ella – ¿Qué ocurre?

–Es Ginés – respondió sin rodeos –. Está muy raro, creo que me va a dejar y....

Rompió a llorar desconsoladamente.

–Y no podría vivir sin él.

Intenté consolarla con palabras vacías y falsas. No sabía si estaba haciendo lo correcto. Probablemente no. En algún momento pensé en llamar a Ginés para que se presentara allí y así entre los dos decirle la verdad y abrirle los ojos de una vez, pero no pude. Yo no era así y el corazón se me rompía en mil pedazos al tiempo que escuchaba las palabras de aquella mujer sumida en la desesperación.

–Cada vez que saco a colación la boda se queda callado, como si no le importara, como si no fuera con él. Esta mañana pasé por su despacho para hablarle de las alianzas y me dijo que quería hablar conmigo, que estaba muy agobiado con esto de la boda y que no le gustaba toda esta parafernalia que tenía armada. Y me lo dice ahora, cuando faltan solo quince días. Yo creo que no quiere casarse, Dunia. Si me deja yo me muero, me muero, no podría vivir sin él, no podría.

Rompió a llorar de nuevo. Había logrado ponerme nerviosa y me estaba dando pena.

–Mujer no pienses eso – conseguí decirle –. Seguro que son los nervios al ver tan cerca el momento. Supongo que casarse es algo muy serio y a lo mejor tiene dudas de última hora.... no sé.

–Hace unos días, sin venir a cuento, me habló de una antigua novia, una chica con la que no se portó bien cuando eran muy jóvenes y que no se pudo quitar de la cabeza. Me dijo que se había vuelto a encontrar con ella. A lo mejor sigue enamorado de ella y me quiere dejar. Oh, Dunia, no sé qué pensar. Estoy desesperada.

Suspiré e intenté calmarme. Yo no podía destrozarle el corazón a aquella muchacha. Y no lo iba a hacer, aunque tuviera que sacrificar mi propia felicidad.






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