miércoles, 2 de junio de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 30

 


El fiscal me miró con cara de asombro, como si no entendiera bien mis palabras, mientras el presidente del Tribunal golpeaba la mesa con su mazo y ordenaba silencio. Cuando por fin cesaron los murmullos habló dirigiéndose a mí.

–Señorita, no sé si se da cuenta de las implicaciones que pueden tener sus palabras. Esto no es un juego. Esto es un Tribunal de justicia y usted tiene obligación de decir la verdad. Y si está aquí es porque desde hace meses interpuso una denuncia alegando que el acusado la forzó sexualmente.

–Lo sé, pero no es verdad, lo hice por venganza y asumo las consecuencias de mi mentira. Si tengo que ser juzgada yo... pues lo seré.

Nuevos murmullos se escucharon en la sala. Mi abogada me miraba con cara de espanto. Ginés lo hacía con una expresión de desprecio en sus ojos que me entristeció. En ese momento supe que el que yo me retractara no iba a arreglar lo nuestro.

–¿Retira usted entonces la denuncia que interpuso en su día? – me preguntó de nuevo el magistrado.

–Sí, la retiro.

–Está bien, se levanta la sesión. Se dictará sentencia acorde con lo ocurrido hoy en esta sala y permítame advertirle de una cosa, señorita. La justicia es algo muy serio, no es un juguete que pueda manejar a su antojo.

Tenía razón el buen hombre, así que me abstuve de decir nada y me quedé un rato en mi silla, mientras esperaba que la sala se despejara de gente. Mi abogada se acercó a mí y me preguntó si estaba loca, que cómo se me había ocurrido hacer aquello, que si es que Ginés me había amenazado o qué había pasado. Le dije que me dejara en paz, que la verdad era la que había dicho hacía unos instantes y que no se preocupara, que en breve me pasaría por su despacho a abonarle sus honorarios. Se fue murmurando que nunca le había ocurrido cosa semejante.

Cuando la sala quedó vacía yo también salí. En el pasillo estaban Ginés y su abogado, tal parecía que me estuvieran esperando porque en cuanto me vieron se acercaron a mí. El hombre tenía el rostro enfurecido y me habló amenazante.

–Esto no se va a quedar así – me dijo –. Pagará las consecuencias legales de lo que hizo. Le denunciaremos por injurias.

–Haga lo que tenga que hacer – contesté lánguidamente –, ya dije que estoy dispuesta a asumir mi responsabilidad.

Me disponía a marchar cuando Ginés me tomó del brazo y me dijo:

–Nunca te lo perdonaré. Pero no te preocupes, por mucho que te haya dicho mi abogado no te va a pasar nada, prefiero olvidarme de ti de una vez.

Cómo me dolieron sus palabras. Nadie se puede imaginar las lágrimas que derramé encerrada en mi habitación, a oscuras, mientras rumiaba mi desgracia y me arrepentía una y otra vez de haber cometido semejante estupidez. Siempre pensé que todo lo que nos pasa en la vida, bueno o malo, nos hace aprender, nos ayuda a caminar y a seguir adelante. Pero en aquellos momentos no conseguía extraer nada bueno de mi comportamiento. Me había llevado al sufrimiento y había provocado sufrimiento en alguien a quién amaba. En realidad me di cuenta de que eso era lo que había hecho yo durante toda mi vida con la gente que me quería, darles la espalda en un momento dado y provocar dolor. A Teo, a Teresa, de quien me había distanciado simplemente porque no aprobaba mi actitud, y ahora a Ginés. Pero yo nunca fui mujer de hundirse en la aflicción. Tenía que reponerme y lo iba a hacer. Recordé el suicidio de mi padre, cuando mamá y yo nos habíamos quedado sin nada y habíamos tenido que comenzar de cero en otro lugar y con la ayuda de quién menos esperábamos. Aquella fue una situación muy dura y conseguí superarla. Esta vez no iba a ser distinto. Por aquel entonces me había hecho bien abandonar Madrid y comenzar en una ciudad nueva y diferente. A lo mejor esta vez podía hacer algo parecido.

Cuando decidí dejar de llorar y salir de nuevo a la vida lo primero que hice fue visitar a mi tía Teresa. Me presenté una tarde de sábado en su casa, sin avisar. Cuando llamé al timbre y me abrió la puerta me recibió con cara de circunstancias. Si algo había descubierto de su personalidad durante aquellos años eran dos cosas: una, su perspicacia y otra, su resentimiento contra las personas que la traicionaban, al menos mientras no le pedían perdón. Yo me encontraba entre ese grupo. Así que el recibimiento que me hizo no fue a bombo y platillo precisamente. Me invitó a entrar y me ofreció un café más por educación que por otra cosa, pero se notaba a las leguas que no era bien recibida. Yo preferí ir al grano y terminar de una vez por todas con aquella tensión que se cortaba en el ambiente.

–Teresa vengo a pedirte disculpas por mi actitud contigo. No me gusta que estemos distanciadas y no quiero que pase como con mi madre. Sé que me comporte como una intolerante y además tenías razón.

–¿En qué tenía razón? – preguntó mientras encendía un cigarrillo y me ofrecía otro a mí.

–En que me estaba comportando como una estúpida, en que lo que hacía no conducía a nada. Al final decidí retirar la denuncia contra Ginés. El mismo día del juicio lo hice. Ya deben de haber dictado sentencia.

Mi tía suspiró, sonrió un poco y me abrazó. En ese momento supe que había olvidado mi afrenta.

–Ay Dunia – me dijo –. Dios sabe que hice todo lo posible por evitar llegar a esto. Y cuando digo a esto me refiero a lo que me acabas de contar. Retirar la denuncia contra Ginés no ha solucionado nada. El mal ya está hecho. Ha estado en boca de todo el mundo. Muchos han montado un juicio paralelo, como se hace siempre que ocurren estas cosas y más en una ciudad pequeña como ésta, y Ginés llevará para siempre el estigma de la sospecha.

–A lo mejor estás exagerando un poco ¿no?

–¿Tú crees? ¿Cuál fue la reacción de Ginés cuando dijiste la verdad?

–Pues.... me odia... y supongo que tiene razón.

–Claro, le has hecho daño. Es verdad que él te lo hizo a ti en su día. Pero la gente cambia, puede arrepentirse y merecer segundas oportunidades. Si te digo la verdad nunca di un duro por él, pero en los últimos meses he indagado un poco sobre su vida y no es el mismo de antes.

–A lo mejor también me la puedo merecer yo, la segunda oportunidad, digo.

–A lo mejor. No digo que no, pero por lo pronto... en fin, creo que lo mejor será que te olvides de él y de todo lo ocurrido. Al menos durante un tiempo.

Eso era lo que quería. Olvidarme de todo y retomar la normalidad de mi vida.

–He echado una solicitud para trabajar en Lisboa. Allí las enfermeras españolas están muy bien vistas. Si me admiten me iré para allá y si no, es probable que regrese a Madrid.

–Te echaré de menos, pero haces bien en alejarte de él. Bueno... ¿Quieres quedarte a cenar? Podemos... ver una peli después.

Recuperar la complicidad con mi tía fue fácil. Más fácil de lo que yo pensaba. Recuperar una vida tranquila y sosegada fue un poco más complicado. Dos semanas después recibía una carta del hospital de Santa María, en Lisboa. Me admitían como enfermera. Si aceptaba debía incorporarme en el plazo de un mes. Por supuesto acepté. Pero antes tenía que hacer algo.

*

No puedo decir que me lo pensara demasiado. Desde el momento en que salí de aquella sala de vistas del Juzgado supe que tenía que hacerlo. También supe que no me iba a resultar nada fácil, así que esperé al último momento. Me presenté en su casa una tarde de viernes. El sábado me iba a Lisboa y necesitaba despedirme. Dejé mi coche en la calle y abrí el portal con la llave que todavía conservaba. Cuando pulsé el timbre de la puerta de entrada el corazón me latía como loco. Intuía que no iba a ser bien recibida y mi intuición se confirmó cuando Ginés abrió la puerta y me miró con una expresión en sus ojos entre extrañado y furioso.

–¿Qué coño haces aquí? – me preguntó de malos modos haciendo ademán de cerrar la puerta.

–Necesito hablar contigo – le dije notando yo misma un temblor latente en mi voz.

–Tú y yo no tenemos nada que hablar. Nada de lo que puedas decirme me interesa – me espetó escupiendo las palabras con desprecio.

–Por favor, Ginés, sólo te pido que me escuches por última vez. Te juro que no volveré de molestarte.

Con gesto cansado me dejó pasar. Cerró la puerta de un golpe y yo me dirigí al salón. Estaba desordenado y olía a cerrado. Supe que no lo estaba pasando precisamente bien. Me quedé de pie en el medio de la estancia y él se puso frente a mí.

–Dí lo que tengas que decir y lárgate

Yo no sabía bien por dónde empezar. Quería despedirme y pedirle perdón, explicarle mis razones, y tal vez también la sinrazón que me había empujado a hacer lo que hice, pero mi mente y mi garganta parecían haberse bloqueado.

–Si vas a quedarte ahí mucho tiempo, callada como una estúpida, ya puedes largarte. No tengo tiempo para tus monsergas – me dijo malhumorado.

–Vengo a despedirme – le dije por fin – me voy a trabajar a Lisboa.

–Por mí te puedes ir al infierno.

Me pareció que sus palabras no eran el reflejo de lo que sentía. Quise creer que hablaba por boca del resentimiento y noté en sus ojos un destello de melancolía, de tristeza, de pena. Aún así me sentí dolida por su desprecio, a pesar de que no podía esperar otra cosa.

–También quiero pedirte perdón.

–¡Pedirme perdón! – dijo soltando una carcajada que sonaba a amargura – ¿Tú sabes lo que he tenido que pasar? El desencanto que sentí cuando fui consciente no sólo de lo que me estaba ocurriendo, de lo que estabas haciendo, sino de tu engaño, de la forma en que me habías manipulado aprovechándote de mi ceguera.... Yo te quería Dunía, nunca quise a nadie como a ti. A tu lado sentí que por fin había encontrado la persona idónea para encauzar mi vida, y resultó que no. Tuve que soportar la desconfianza de todos, de mis amigos, de mi familia... al principio nadie me creía, muchos no me creyeron hasta el día del juicio. La gente no acudía al despacho porque se corrió la voz de que uno de los abogados que trabajada allí era un violador. Y ahora te atreves a pedirme perdón... Eres patética.

Aquellos reproches me dieron fuerza para seguir hablando, para poner las cosas en su sitio. Puede que tuviera razón, pero ahora me tocaba a mí.

–¿Y lo que sufrí yo, Ginés? Claro, ya te has olvidado, es muy fácil olvidarse de lo ocurrido hace años cuando se es el verdugo, pero no es tan sencillo cuando se es la víctima. Yo tenía dieciocho años, era apenas una niña, y también te quería, te quería con la fuerza del primer amor, de manera incondicional y ciega y tú también me manipulaste, y además aquella vez sí, aquella vez me violaste. Supongo que debería haber olvidado mis pretensiones de venganza, de hecho hubo momentos en mi vida en que lo hice. No sé por qué renacieron cuando te vi bien, sano, cuando no vi ya al Ginés desvalido que necesitaba de mí, sino al de siempre, al que un día me había ultrajado para después dejarme tirada. Tienes razón, es cierto que todo esto que hice no tenía ya lugar, pero te recuerdo que yo también sufrí, más de lo que puedas imaginarte.

Se quedó donde estaba sin moverse ni un milímetro, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, en un gesto que parecía de derrota. No quise esperar a nada más, no quise darle oportunidad de réplica. Di media vuelta y salí que aquella casa. Había cerrado para siempre una etapa de mi vida que ahora tocaba olvidar.

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