viernes, 25 de junio de 2021

NO sé por qué te quiero - Final

 



Unos días después recibí una llamada de mi madre a través de la que me comunicaba que tenía trabajo en una clínica en Madrid y que podía comenzar a trabajar en septiembre. Me quedaba por delante un mes de vacaciones, que iba a aprovechar para hacer la mudanza. Una nueva vida me esperaba en Madrid. Era como regresar a los orígenes, aunque no lo hacía con ilusión, sino llevando de la mano el regusto amargo de una relación que había muerto por no haber sabido actuar bien.

Comencé a empaquetar mis cosas, ayudada por mi tía Teresa en su tiempo libre, que no paraba de decirme que me pensara bien lo que estaba haciendo, que no era lo correcto y que acabaría arrepintiéndome. Yo procuraba no hacerle caso, aunque por momentos no podía evitar que me entraran las dudas y pensar si no tendría razón. Además, y como es evidente, Ginés no se volvió a poner en contacto conmigo y yo lo echaba mucho de menos.

Por fin llegó el día en que tendría que celebrarse la boda. No había vuelto a saber de ellos dos, por lo que deduje que Lidia tenía que saber algo sobre mí que no le había gustado. Bien que yo me había liado con su novio, entonces casi seguro que no habría boda; bien cualquier otra cosa inventada por Gines, con lo cual la boda tal vez siguiera adelante. Aquella misma tarde yo tomaría un tren hacia Madrid, así que supuse que me iría sin saber el resultado de mis cavilaciones. Por un momento pensé en acercarme a la Iglesia en la que se casaban y cerciorarme por mí misma de si mis sospechas era ciertas o no, pero enseguida desistí. No merecía la pena hurgar más en una herida que ya de por sí tardaría mucho en cerrarse. Sin embargo poco sospechaba yo que mis dudas se iban a disipar mucho más pronto de lo que creía, cuando poco después del mediodía sonó el timbre de mi casa y una sorpresa me esperaba al otro lado de la puerta. Pensé que sería la casera que se había acercado a buscar la llave del piso, aunque habíamos quedado en que se la dejaría en el buzón. Sin embargo cuando abrí la puerta me encontré a la misma Lidia en persona. Al verla allí, frente a mí, con el rostro hinchado y los ojos acuosos y rojos, señal de haber estado llorando, mis piernas se echaron a temblar. De lo que menos ganas tenía era de enfrentarme a nadie, y menos a ella. Así que no le dije nada y dejé que fuera ella la que rompiera el silencio incómodo que se instaló entre nosotras cuando estuvimos frente a frente.

–Quiero hablar contigo – dijo finalmente – ¿Puedo pasar?

–Sí, claro, pasa. Pero ¿tú no tenías que estar casándote? – le pregunté. Aunque inmediatamente me arrepentí de haberlo hecho, no quería que Lidia pensara que me quería hacer la inocente o incluso que intentaba burlarme de ella. Nada más lejos que mi intención.

Pasamos al salón, en el que solo quedaban los muebles desnudos, y se dejó caer en una silla con gesto de derrota.

–Sabes perfectamente que no me he casado, que la boda se suspendió.

Vi tanta tristeza en su mirada que me sentí la mujer más mezquina del mundo. Quería disculparme por lo que había hecho, pero no encontraba las palabras, porque en realidad no tenía que pedir disculpas por nada. El amor no es algo por lo que se deba pedir perdón y yo quería a Ginés, a pesar de todo lo que había pasado entre nosotros. Le quería de manera inexplicable. Le quería sin saber ni desear saber el motivo, porque no había motivo.

–Lidia yo...

–Déjame hablar a mí, Dunia – dijo con el tono de voz suave que la caracterizaba. Suspiró, tomando una bocanada de aire antes de comenzar a hablar –. Hacía tiempo que sospechaba que Ginés tenía otra mujer y también que la boda no se iba a celebrar, a pesar de que me empeñaba en convencerme a mí misma de lo contrario. Lo que no me imaginaba era que tú fueras la causante de todo.

–Lo siento, Lidia, es que....

–No me interrumpas, por favor. Hace unos días me lo contó todo. Y cuando digo todo, digo todo. Cuando te conoció porque fuiste a trabajar a su casa, como te forzó una noche en la piscina, el tiempo que estuvisteis separados, su accidente, tu denuncia.... todo. Incluso que un domingo te habías presentado en su casa y después de haberos acostado le dijiste que se casara conmigo y que tú te volvías a Madrid. Me lo contó todo antes de decirme que aunque tú te hubieras marchado, no se podía casar conmigo porque te quería a ti. A pesar de estar furioso, de maldecirte mil veces por haberle abandonado de nuevo, te quería, te quiere, sin saber bien por qué. Al principio te odié con todas mis fuerzas, me dolió tanto tu traición... – en este punto sus ojos se llenaron de lágrimas y su barbilla comenzó a temblar – Lo que pasa que conforme fueron pasando los días pensé y....todo fue tan casual... que nadie tuvo la culpa. A lo mejor Ginés, por no haberme dicho hace tiempo que te amaba.

Lloraba intentando tragarse el llanto. Me dio tanta pena que me acerqué a ella y la abracé. Pensé que me iba a rechazar, pero no, se dejó abrazar y lloró un rato sobre mi hombros, sacudiendo los suyos en un movimiento convulsivo imposible de evitar.

–Lidia yo me voy a Madrid – le dije cuando se calmó un poco –. Ya he tomado la decisión. No puedo estar al lado de Ginés. Debe ser mi propia estupidez pero las cosas siempre acaban mal entre nosotras.

–No lo hagas. Ahora es distinto, ahora ya no hay un obstáculo que impida vuestro amor. Él está muy triste, está echo polvo y todo esto le está afectando mucho. Yo ya no seré un impedimento para lo vuestro. He comprendido que no tengo nada que hacer y me quito del medio.

–No, Lidia, no lo hagas, tienes que luchar.

–¿Luchar? ¿Para qué voy luchar? Tú eres la que tiene que luchar y yo soy la que debería irse lejos para olvidar. Búscalo, Dunia, te quiere y a pesar de todo lo que hizo es un buen chico.

Pero de nada sirvió su insistencia y aquella misma tarde tomé el primer tren y me fui a Madrid. Me despedí de Teresa. De Teresa, de la ciudad y de una vida que había tenido sus luces y sus sombras. Cuando el tren comenzó a moverse, me pareció ver un hombre que corría a lo lejos en dirección al andén. Puede que fuera Ginés. Y por un segundo me arrepentí de marchar.

*

No conseguía acostumbrarme de nuevo a Madrid. Echaba de menos mi antiguo trabajo. El nuevo estaba bien, pero los compañeros no tenían nada que ver conmigo y no acababa de cuadrar entre ellos. Añoraba también a mi tía, los paseos por la calle Real o por la Torre de Hércules para ver batir el mar contra las rocas. Añoraba incluso las tardes de lluvia y el viento frío del nordeste. Y por supuesto a quien más echaba de menos, era a Ginés. Mis pensamientos giraban continuamente en torno a él. Cuando hacía algo, cualquier cosa, pensaba en cómo lo haría él y si tenía que tomar alguna decisión también pensaba en la que hubiera tomado él. A veces incluso soñaba con que, en cualquier momento, iba a aparecer por una esquina, iba a buscarme para estar juntos de nuevo y para siempre.

Llevaba ya casi tres meses en Madrid cuando sucedió todo. No había amanecido todavía y llovía. Era el día de Navidad y yo volvía a casa después de haber pasado toda la noche trabajando. Iba pensando en acostarme en la cama y descansar. Había sido una noche ajetreada y no tenía ganas de nada más. En casa reinaba el silencio. Todos estaban aun en la cama. Yo también me acosté y me dormí enseguida. Mi tía Teresa y Teo con su novia también estaban en casa, habían venido a pasar las fiestas y habían llegado el día anterior justo para la cena, cena que yo no había podido disfrutar con todos ellos por motivos laborales. Habíamos decidido pues intercambiar los regalos aquel mediodía, antes del almuerzo, para darme tiempo a descansar.

Cuando desperté eran casi las dos de la tarde. Me levante despacio, me di una ducha larga y bajé al piso de abajo. En el comedor mamá ya había puesto la mesa. Todos estaban esperándome en el salón, alrededor de la chimenea encendida, ansiosos por abrir los presentes, como si fuéramos niños. En cuanto yo llegué nos pusimos a ello. De los paquetes salieron bolsos, gafas de sol, pendientes, libros, discos y alguna corbata. Finalmente quedaba un paquete amarillo debajo del árbol que nadie cogía. Estaba medio escondido entre las hojas del abeto.

–Eh, queda un paquete – dije – ¿Para quién es?

Lo cogí y vi que en el papel estaba escrito mi nombre. Paseé mi vista por los demás miembros de mi familia, que también me miraban expectantes.

–Para mí no puede ser – dije –, yo ya he abierto uno de mamá, otro de Teresa y el de Teo....

–Tiene tu nombre – dijo mi madre –. Anda, ábrelo.

No sé por qué me puse nerviosa. Quité el papel amarillo de manera torpe y a trompicones. Quedó al descubierto una pequeña cajita de nácar ámbar, de esas que daban antes en las joyerías. La abrí, pero dentro no había una joya. Había un papel cuidadosamente doblado. Lo desdoblé con cuidado, absolutamente intrigada. En el papel blanco estaba escrita una sola palabra: “YO”

–Pero... ¿esto qué es? – no entendía nada, pero ellos, en vista de sus sonrisas, sí parecían entender.

Entonces unos pasos ligeros y lentos se dejaron escuchar desde el pasillo y entraron en el comedor. Vestía un jersey de cuello alto azul marino y un pantalón vaquero desgastado. Su pelo estaba medio revuelto, como casi siempre, y seguía conservando aquellos preciosos ojos grises y la sonrisa que me había encandilado desde el día en que le conocí. Ginés entraba de nuevo en mi vida.

Me puse en pie y durante unos instantes no pude moverme, hasta que él llegó a mí y nos echamos uno en brazos del otro, queriendo olvidar todos aquellos meses que habíamos estado separados por culpa de mi cabezonería.

–Te quiero, Dunia, te quiero. Y ahora estoy seguro de que nada podrá separarnos.

Yo tenía un nudo en la garganta que me impedía hablar, así que por toda respuesta le besé en los labios. Luego mamá apuró a todos a sentarse a la mesa. Yo pregunté quién había sido el artífice de todo aquello. Mi tía Teresa se acercó a mí y regañándome, como si fuera una niña que ha hecho una travesura, me dijo:

–No lo pude evitar. No podía dejar que cometieras de nuevo una estupidez. Y me lo traje conmigo.

Una vez más Teresa se convertía en mi salvadora. Me había devuelto al hombre que amaba, y junto al que, por fin, conseguiría ser feliz.







EPÍLOGO

Dentro de tres meses Teo se casa con su novia Noruega. Me hace ilusión ir a una boda en Noruega, en pleno mes de noviembre, con las ciudades nevadas y el frío calándonos hondo en los huesos.

Teresa, que será madrina, dice que no quiere llevar a Andrés, que todavía es muy pronto para incluirlo ya en la familia, a pesar de que ya lo conocemos y sabemos que se siente feliz a su lado. Se conocieron en Madrid, las pasadas Navidades, cuando Teresa trajo de nuevo a Ginés a mi vida. Estuvieron comunicándose por internet durante un tiempo. Teresa comenzó a venir con frecuencia a Madrid y finalmente se ha trasladado de manera definitiva para estar cerca de él. Después de todo lo pasado, de tanta soledad no buscada, se ha merecido encontrar a alguien con quien compartir su mundo.

Hace unos días he recibido una carta de Lidia. No sé cómo ha conseguido mi dirección, pero lo ha hecho. En ella me cuenta que se ha marchado a Londres, que allí trabaja como enfermera y que poco a poco ha ido olvidando a Ginés. Se siente a gusto y dice que, probablemente, no regrese nunca a España.

Y Gines y yo.... Gines y yo mantuvimos nuestra relación a distancia durante unos meses, hasta que finalmente, al igual que Teresa, decidió dejar La Coruña y venirse a Madrid, a mi lado. Juntos hemos decidido comenzar una nueva vida y hacer las cosas bien, sin caer en las tonterías que hemos estado cometiendo desde que nos conocimos. Vivimos mirando al futuro y nos comportamos como si no tuviéramos pasado, de hecho, cada vez que alguno de nosotros, sin querer, vuelve la vista atrás para recordar lo que tiene que quedar en el olvido, el otro le da una colleja. A veces pensamos que nacimos abocados a estar juntos y que fuimos nosotros mismos, estúpidamente, los que fuimos poniendo obstáculos a un destino que, inevitablemente, ha acabado por unirnos. Ya eso terminó. Ginés y yo nos queremos, a pesar de lo ocurrido, a pesar de que en algún momento de nuestra vida pareciese no tener lógica ese amor que nos profesábamos. Da igual. Si al fin y al cabo el amor es el sentimiento más ilógico que existe. Pero también el que hace a uno más dichoso. Como a nosotros.


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