sábado, 5 de junio de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 31

 


En Lisboa me alquilé un apartamento en la parte norte de la ciudad, cerca del hospital, y desde el principio me sentí bien, tal vez un poco sola. Me gustaba la ciudad, mi pequeña casita, el enorme hospital y los buenos compañeros con los que me encontré, entre ellos algún español. Me centré en mi trabajo, en mis clases de portugués y en olvidarme de Ginés. No lo conseguí del todo. Ginés era el amor de mi vida y cuanto antes lo asumiera mejor. También tenía que asumir que a pesar de ello, nunca volveríamos a estar juntos. Cerré las puertas de mi corazón al amor. Dejé de interesarme por los hombres y me volví un poco eremita, siempre metida en casa, con mis cosas, sin importarme nada más.

Aquello duro año y medio. Al cabo de ese tiempo por el hospital comenzaron a circular rumores de reducción de plantilla. Eran los primeros años de la crisis y Portugal no lo llevaba nada bien. Por eso, antes de que me rescindieran el contrato, me fui yo misma. Había solicitado una excedencia en al hospital en que trabaja en La Coruña, así que pedí la reincorporación y así me despedí de mi aventura lisboeta.

Regresar a La Coruña no me hacía demasiada gracia, pero las cosas no estaban para abandonar trabajos porque sí y no me quedó más remedio que retomar mi antiguo empleo. En principio me asenté en casa de mi tía Teresa de nuevo. Pensaba estar poco tiempo, el imprescindible hasta que me encontrara un piso de alquiler, a pesar de que ella se empeñó en que podía quedarme a vivir allí, que había suficiente espacio para las dos y así le hacía compañía, pero yo sabía que Teresa era una persona muy independiente y yo también lo era, así que lo mejor era que cada una tuviera su casa y que nos juntáramos cuando nos diera la gana.

Una semana después me asenté en mi nuevo hogar, un pequeño y acogedor apartamento cerca del piso de mi tía. Ella y yo retomamos la relación de nuestros primeros tiempos, momentos de confidencias, tardes de conversaciones entre cafés y humo de cigarrillos. Durante el tiempo que yo había estado en Portugal no tuvimos demasiado contacto, por voluntad propia mía, que deseaba romper con todo y olvidar. Ahora me volvió a hablar de Teo, de su hijo, que definitivamente se había asentado en Noruega y allí había conocido a una chica con la que al parecer tenía una hermosa relación, vamos, que se habían hecho novios y eran muy felices, de lo cual me alegraba profundamente. Yo no me había portado bien con Teo, le había utilizado como un paño de lágrimas, como una tabla de salvación a la que me aferré no sé bien por qué. Así que ahora se merecía ser feliz.

Sin embargo Teresa no me habló nada de Ginés. Yo no sabía si deseaba que lo hiciera o no. La mayoría del tiempo pensaba que era lo mejor, no saber nada de él era la medicina adecuada para olvidar. Pero en momentos puntuales la nostalgia me envolvía y me apetecía saber qué había sido de su vida y en este caso, contrariamente a lo que me pasaba con Teo, no deseaba que fuera especialmente feliz, sino que me echara de menos, que me recordara y que el destino volviera a cruzarnos.

Una tarde lluviosa de octubre, mientras mi tía y yo charlábamos en mi casa sentadas en el sofá, el nombre de Ginés salió a colación en medio de una conversación trivial. Ella lo pronunció y al escucharlo ambas nos quedamos calladas. Algo se revolvió dentro de mí y no pude evitar preguntarle si sabía algo de él. Al principio no me contestó. Dio una larga calada a su cigarrillo y echó el humo lentamente.

–¿Sigues sintiendo algo por él? – preguntó finalmente.

Pensé durante unos segundos antes de responder. No tenía sentido mentir.

–No sé por qué le quiero, pero le quiero. Soy consciente de que lo he perdido y espero no volver a encontrarme con él jamás. Y si un día la vida vuelve a cruzar nuestros caminos, que sea porque nuestros destino vayan unidos.

–No sé mucho de él. Lo único que sé es que desde hace más o menos un año sale con una chica. Me lo contó una compañera de trabajo.

Conocer tal circunstancia me hizo sentir un pellizco en el corazón. En el fondo conservaba la esperanza de que algún día volviera conmigo, pero aquella noticia me cerraba definitivamente las puertas a semejante posibilidad.

Aquella noche, cuando me metí en la cama y mi último pensamiento fue para Ginés, no pude evitar llorar, una vez más, por lo que pudo ser y no fue, por ese amor incomprensible que se empeñaba en aferrarse a mi corazón a pesar de los pesares.

*

La vida, mi vida, fue pasando sin pena ni gloria. Los días transcurrían uno detrás de otro de manera tranquila y apacible. Aquellas Navidades Teo regresó a la ciudad. Hacía mucho que no nos veíamos y nuestro último encuentro no había sido precisamente cordial. Sin embargo la felicidad que en aquellos momentos le embargaba hizo que olvidara de todas las rencillas del pasado y Teo volvió a ser conmigo el muchacho que antaño había sido, atento y agradable. Me contó que se había enamorado, que Ingrid era una chica muy tranquila, cabal, seria... en definitiva, lo que él esperaba de una mujer. Vivían juntos desde hacía unos meses y estaban pensando en casarse pronto. Las cuestiones laborales le iban tan bien como las sentimentales, por lo que de momento no pensaba regresar a España, su vida se había asentado en Noruega. Le dije que me alegraba mucho por él y una vez más, a pesar de que seguramente ya no era necesario, le pedí disculpas por mi comportamiento con él.

–Olvídalo, Dunia. Yo ya lo he olvidado. Fueron las circunstancias, la propia vida, mi ingenuidad y a lo mejor tu soledad y tu rencor hacia Ginés. No te preocupes. Y cuéntame cómo te va a ti.

Estábamos en un cafetería en el centro de la ciudad. Eran las últimas horas de la tarde y la calle estaba abarrotada de gente comprando regalos Navideños. Teo me había invitado a tomar algo mientras su madre y la mía, que había venido desde Madrid a pasar la Navidad con nosotros, se ponían al corriente de sus cosas. Mientras escuchaba lo bien que le iba todo a mi primo pensaba en cuánto me hubiera gustado que en medio de todo aquel bullicio apareciera Ginés y tuviera el poder de hacer que mi vida también fuera de color de rosa.

–Me va... – respondí finalmente – simplemente me va. No hay grandes novedades, ni sobresaltos... nada. A lo mejor debería de haber algo más de movimiento... no sé. He cometido tantos errores en mi vida...

Teo me tomó la mano y depositó sobre ella un leve beso.

–Errores los cometemos todos. No te atormentes por ello. Ya verás como tarde o temprano encuentras lo que andas buscando.

–El problema es que ya lo encontré. Y no es para mí.

No, Ginés no era para mí. Desde siempre había tenido todo en contra y desde siempre lo había querido sin motivo. Probablemente tuviera que acostumbrarme a vivir con su recuerdo, a que la nostalgia me acompañara día tras día, a añorarle de manera casi absurda. Lo mío con Ginés no tenía remedio. Pero la vida continuaba y yo con ella, y a pesar de amarle y de echarle de menos, era consciente de que tenía que dejar de mirar al pasado y dirigir mis ojos al futuro. No sabía lo que me esperaba a la vuelta de la esquina, pero tenía que caminar hacia delante de manera inexorable.

Nunca había sido yo chica de tener muchas amigas, salvo de adolescente, las que había dejado en Madrid; en La Coruña apenas había hecho amistad con dos a tres chicas compañeras de trabajo que finalmente acabaron marchando a otras ciudades y cayendo en el olvido. Lo que más se parecía a una amiga era mi tía Teresa, pero aunque con ella me sentía bien, necesitaba a alguien de mi edad para poder salir de vez en cuando y compartir historias propias de mi edad. Yo todavía no había cumplido los treinta y hasta entonces mi vida había sido casi monacal. Tenía que darle un giro de un vez por todas.

Conocí a Lidia a principios de primavera, cuando comenzó las prácticas en el hospital. Era algo más joven que yo pero se había decidido a estudiar un poco tarde. Parecía un poco tímida y físicamente era una chica del montón. Tenía una media melena rubia y lisa y unos bonitos ojos azules, no era ni alta ni baja, ni gorda ni flaca, no había nada especial que destacase en ella. Pero llamó mi atención una mañana, cuando la encontré llorando en la sala de enfermeras. Estaba sola y cuando yo entré se limpió las lágrimas e intentó disimular su zozobra sin conseguirlo. Al verla de aquella guisa me pareció tan frágil que casi sin pensarlo me acerqué a ella y pasé mi brazo por sus hombros, a pesar de que apenas habíamos cruzado unas palabras durante las dos semanas escasas que llevaba allí.

–¿Estás llorando? – le pregunté retóricamente – ¿Qué ocurre? ¿Puedo ayudarte?

Mi solidaridad arreció su llanto y entre hipidos intentó explicarme el motivo de su congoja sin que yo lograra entender nada de lo que me decía. Intenté calmarla, le fui a buscar una tila a la cafetería y cuando se la tomó y se tranquilizó un poco me contó la causa de su desdicha.

–Hoy el doctor Siñeriz me ha echado una bronca muy injusta. Me ha acusado de haber cogido unos historiales médicos de encima de su mesa y yo no sé nada de ellos. ¿Para qué querría yo esos historiales? Y a pesar de que le dije por activa y por pasiva que no era culpa mía me dijo que no había podido ser nadie más, que era la única que había entrado en su despacho a lo largo de la tarde de ayer y que cuando terminó la mañana los historiales estaban encima de su mesa.

Me senté frente a ella y le sonreí. Alfredo Siñeriz era un gilopollas, sobre todo con las nuevas y ya no digamos con las que estaban en prácticas. Nunca había descubierto el porqué, tal vez intentara impresionarlas mostrando una autoridad que estaba muy lejos de ejercer. Para colmo de males era bastante inepto y conservaba su puesto de traumatólogo adjunto debido al parentesco que le unía con no sé qué jefazo de sanidad. Pero a mí sus estupideces no me impresionaban, nunca lo habían hecho, y me había enfrentado a él más de una vez. A aquellas alturas yo creía que casi me tenía miedo.

–Mira.... no recuerdo tu nombre...

–Lidia.

–Eso. Mira, Lidia, en este hospital y supongo que en cualquiera que llegues a trabajar, te vas a encontrar de todo, pero seguro que nadie será tan imbécil como Siñeriz. No te dejes amilanar por sus monsergas. No eres la primera a la que regaña sin razón y lo hará más veces si ve que te retraes ante sus salidas de tono.

–Pero es que... yo no he cogido esos historiales y estoy preocupada. Está empeñado en que he sido yo y tengo miedo de que informe a la escuela de enfermería de algo que yo no he hecho.

–Claro que no lo has hecho. Ahora mismo vamos a ir juntas a su consulta.

Al principio se negó, estaba muerta de miedo, pero finalmente la convencí para que me acompañara. Era necesario que fuera testigo de las palabras que iba a tener yo con aquel idiota.

Di dos golpes en la puerta de su consulta y entre sin llamar con Lidia siguiendo mis pasos. Alfredo Siñeriz levantó la vista de sus papeles y al principio pareció querer protestar pero enseguida cerró la boca y me miró sumiso.

–Oh, hola Dunia. ¿Qué te trae por aquí?

Me senté frente a él.

–Verás Alfredo, ¿recuerdas que ayer a media mañana una de las chicas de administración te trajo unos historiales médicos?

–Efectivamente – dijo mientras se recostaba en su asiento y echaba una mirada furtiva a Lidia, de pie detrás de mí – historiales que han desparecido de mi mesa, por cierto.

–Historiales que antes de marcharte me dijiste que guardara de mi mano hasta mañana, que es el día en que tienes las consultas programadas con los pacientes en cuestión. ¿En qué estabas pensando cuando me lo dijiste? ¿En el próximo coche que vas a comprar o en tu proyectado viaje a la Conchinchina? Los historiales los tengo yo guardados en un fichero en la sala de enfermeras. Así que ¿te importaría pedirle disculpas a esta muchacha? Aunque seas médico no eres infalible y siempre está bien tener un poco de educación.

A aquellas alturas de la conversación el doctor Alfredo Siñeriz estaba rojo como la grana, mitad de rabia, mitad de vergüenza, y tartamudeando como el estúpido que era le pidió unas disculpas casi ininteligibles a la nueva enfermera en prácticas.

–Así me gusta, Alfredo – le dije saliendo de su despacho –. No hagas que estas chicas nuevas tengan un concepto de ti que no te mereces.

Mientras caminábamos de vuelta al control de enfermeras Lidia me miraba con desmesurada admiración, como si yo fuera una diosa que la hubiera salvado de una tempestad o algo así.

–Me has dejado alucinada – dijo –. No sabía que las enfermeras se pudieran enfrentar así a los médicos.

–Bueno, no es así exactamente. Pero a Siñeriz lo tengo cogido de los huevos. Hace tiempo casi mata a un paciente por una negligencia y yo le cubrí las espaldas y le salvé al paciente. Hasta aquel momento me tenía un poco puteada, pero ahora soy yo la que lleva la voz cantante. Lo tengo en mis manos. Si se porta conmigo como un gilipollas ya sabe lo que hay, descubro el pastel. Pero no te preocupes. En general los demás médicos son gente normal.

–Buf, menos mal. Te estaré agradecida para siempre. Es más, te invitó a un café cuando terminemos el turno ¿Qué te parece?

–Hecho.


No hay comentarios:

Publicar un comentario