miércoles, 26 de octubre de 2011

LA VOZ




La escuché por primera vez durante una pausa en una noche de tedioso estudio. Era mi primer año en la Universidad, lejos de casa. Se acercaba mi primer examen de Derecho Romano y no podía defraudar a mis padres, que con mucho esfuerzo costeaban mis estudios, ni, por supuesto, a mí misma, que siempre había sido muy buena estudiante y no quería manchar mi inmaculada trayectoria con un desafortunado suspenso. Debo confesar, sin embargo, que el Códice Calixtino o los principios generales del derecho no eran demasiado divertidos y que me estaba costando sudor y la´grimas meterme en la mollera toda aquella materia absolutamente aburrida. Aquella noche, pues, harta de intentar concentrarme en los apuntes sin demasiado éxito, me preparé un café cargado y encendí la radio con la intención de escuchar algo de música que me ayudara a espabilarme un poco. Nada más darle al botón de encendido llegó a mis oídos la voz más varonil que hubiera escuchado nunca, limpia, profunda, clara. No moví el dial y me quedé ensimismada, poniendo suma atención a lo que el hombre decía. El programa parecía ser una especie de consultorio donde se resolvían las más variopintas dudas y consultas de los oyentes, desde la muchacha que sólo tenía orgasmos si pensaba en el cantante de moda, hasta la abuelita que preguntaba por la receta de la tarta de fresa, y todo ello aderezado con aquella preciosa voz que atraía la atención por sí misma, independientemente de las estupideces que en un momento dado pudiera soltar su propietario, que, huelga decirlo, eran bastantes. Me fui a la cama con el bendito murmullo de fondo y me dormí pensando en el apuesto caballero que, seguramente, sería el afortunado dueño de semejantes cuerdas vocales.
Tuvieron que pasar unos días (en los que no me volví a acordar de la voz, pues me dediqué a estudiar en firme) para que de nuevo viniera a mi memoria aquel prodigio de tonalidad y ya libre de mi examen y contenta por el probablemente buen resultado, una noche encendí la radio de nuevo esperando escucharla otra vez. Allí estaba, dando los mismos consejos tontos de la otra vez, pero igual de atrayente.
A partir de entonces, noche tras noche, me deleitaba escuchando la sarta de bobadas más grande que nadie pueda imaginar, aunque pronto me di cuenta de que todo aquel tinglado no era sino un programa radiofónico de humor, lo cual fue un alivio, pues me costaba imaginar que el propietario de tan fabulosa forma de hablar pudiera serlo también de una mente tan hueca como una cueva vacía.
Fue así que me convertí en fiel oyente de aquel absurdo show, solamente por el placer de deleitar mis oídos con el agradable vibrar de las cuerdas vocales del locutor. Noche tras noche, escuchaba ensimismada y luego me dormía poniendo cuerpo y rostro a aquel ente enigmático. Pero conforme el tiempo iba transcurriendo, me fui cansando de imaginar y ello dio paso a una corrosiva curiosidad por conocer la verdadera imagen del dueño de la voz que me tenía enamorada. Tenía que ser un hombre guapísimo, con un cuerpo perfecto, una sonrisa de fábula y una mirada de ensueño, eso no lo ponía en duda, pero quería verlo con mis propios ojos. Durante un tiempo no dejé de darle vueltas a la posibilidad de plantarme en la radio, pues, no nos engañemos, era la única manera de saciar mi curiosidad, mas mi timidez y mi falta de atrevimiento frenaban la idea.
Fue al inicio del siguiente curso, después de pasarme todo el verano pensando en aquel hombre, soñando con su rostro desconocido como una perfecta imbécil, cuando me decidí a intentar conocerle. Mi interés por aquella voz se estaba convirtiendo ya en una especie de obsesión, buscando en las palabras de cada hombre que me hablaba la tonalidad esperada, por supuesto sin conseguirlo. Así pues, ni corta ni perezosa, una tarde, al salir de la facultad, me planté en los alrededores de la emisora. Me quedé paseando por un parque que había en frente, desde donde podía divisar la puerta con toda claridad, lo suficientemente cerca para poder controlar a todo aquel que entrara o saliera, pero también lo suficientemente lejos para que nadie se percatara de mi presencia y al cabo de unos días, paseo va, paseo viene, ya creí tener identificado al propietario de la voz de mis sueños. Era un hombre de edad indefinida entre los treinta y los cuarenta, con un cuerpo que se adivinaba perfecto bajo su impecable indumentaria, casi siempre informal, pero elegante a la vez. Llegaba a la emisora en un Audi A8 gris perla, lo que, a mi manera de ver, evidenciaba un gusto exquisito y un bolsillo no exento de dinero.
Un día me atreví a acercarme un poco más y pude distinguir mejor su rostro. Era guapo a rabiar, con unos ojos increíblemente negros, profundos y unas incipientes canas que comenzaban a platear prematuramente sus sienes dándole un estilo de lo más interesante. Estaba claro, no podía ser de otra manera, era la envoltura perfecta para la voz profunda que me tenía enamorada. No tenía más que hacer que pillarle hablando con alguien para confirmar mis sospechas, aunque en realidad casi no hacía falta, pues ninguno de los hombres que entraban o salían del edificio merecía ser poseedor de semejantes cuerdas vocales.
Una tarde llené mi ego de una valentía que estaba muy distante de sentir y en cuanto vi a mi hombre entrar en el edificio me acerqué yo también. De lejos pude observar que hablaba con el portero. Parecían charlar muy animadamente y, para mi completa satisfacción, conforme me iba acercando mis oídos se iban deleitando con la maravillosa voz que tanto me gustaba. No me había equivocado, había identificado acertadamente al chico de mis sueños....¿o no? Pues no. Para mi sorpresa, cuando por fin estuve lo suficientemente cerca, pude comprobar que el que hablaba armoniosamente....¡era el portero! Un hombre bajito y calvo, con una barriga cervecera más que incipiente, los ojos de sapo, la nariz colorada y la sonrisa con unas cuantas piezas dentales de menos, vamos, todo un dechado de belleza. Y mi muchachito guapo....tenía voz aflautada y hasta parecía un poco tartamudo. La conversación que por casualidad les escuché fue de lo más concluyente. El guapo le daba las gracias al feo por poner su voz en el programa.
-Yo escribiendo guiones me defiendo, pero ante el micrófono no me puedo poner. Te estoy muy agradecido Policarpo, el programa está teniendo un gran éxito. Antes de irte pásate por mi despacho a cobrar.
Tal fue el asombro que produjo en mí el reciente descubrimiento, el cual, evidentemente, echó por tierra mis sueños y elucubraciones, que me quedé mirando a los dos hombres como una idiota, sin saber si echarme a llorar o a reír, hasta que el guapísimo se dio la vuelta para seguir su camino y chocó con la estatua de piedra en la que me había convertido consiguiendo tirarme al suelo. Visiblemente azorado me ayudó a levantarme murmurando mil disculpas y, para compensarme por su torpeza, se empeñó en invitarme a un café. Por supuesto acepté, y con ese inocente café la absurda historia que me había montado yo misma se terminó. Policarpo el portero se quedó con su maravillosa voz y yo....yo me quedé con una realidad mucho más agradable.

lunes, 24 de octubre de 2011

COSIENDO REDES

COSIENDO REDES
Mi trabajo de toda la vida es coser las redes que los pescadores traen rotas al puerto después de su jornada de pesca, un trabajo que me gusta, aunque haya gente a la que le cueste creerlo. Mi abuela y mi madre ya se dedicaron a esto y yo, cuando tuve edad, no dudé un instante en que este sería también el modo de ganarme la vida. En realidad, coser redes en el puerto se ha convertido en mi única ocupación, en la actividad que llena mis días. Ya no soy una niña, jamás me casé y no he tenido hijos, aunque Dios sabe que me hubiera gustado; mi familia se ha ido muriendo, como es natural, con el paso de los años, dejándome sola y sin más distracción que mi propio trabajo. Pero no me quejo, no tengo de qué, venir todos los días al puerto me gusta más de lo que nadie pueda imaginar, me gusta el olor a sal, a algas y a pescado fresco; me gusta ver los barcos llegar al puerto, cargados de tanto tesoro robado al mar.
Hace poco conocí a Belinda, una muchacha de apenas diecisiete años que apareció un día por el puerto pidiendo que la adiestráramos en este oficio que ya a nadie interesa. Le dije que era un trabajo duro, que las redes había que coserlas lloviera, tronara o hiciera un sol de justicia y que, por contra, el salario que iba a recibir no era nada del otro mundo. Le aconsejé que se lo pensara mejor, que con su edad todavía estaba a tiempo de continuar sus estudios y buscarse un futuro algo más prometedor, pero ella insistió con actitud taimada en que aquello era lo que deseaba hacer, y como no dejó de recordarme a mi misma con su edad, opté por aceptarla como mi aprendiz con una sonrisa de condescendencia.
Así fue que mañana tras mañana, Belinda se presentaba en el puerto puntual a su cita, se colocaba a mi lado y en silencio aprendía todo lo que yo le iba indicando. Era una alumna aplicada y callada, atenta a mis indicaciones y dispuesta siempre a realizar los encargos que se le mandaran. Al poco tiempo ya cosía las redes mejor que alguna que llevaba años haciéndolo. Se convirtió en mi más fiel compañera, se ponía junto a mi y mientras cosíamos yo le hablaba sin parar, contándole lo que se me ocurría, un día una cosa, otro día otra, desde retazos de mi vida hasta lo que me había ocurrido aquella mañana al levantarme, por muy simple que fuera. Ella me escuchaba con una sonrisa en su rostro, asintiendo de vez en cuando o haciendo algún gesto que me animaba a seguir con mi charla. Por su parte apenas pronunciaba palabra, lo cual me hacía pensar que alguna historia truculenta guardaba dentro de si, aunque, evidentemente, eso no dejaban de ser suposiciones mías que probablemente nada tuvieran que ver con la realidad. En todo caso su vida no era problema mío y si no quería hablar ni contar nada de su pasado o de su presente, estaba en su derecho.
Cierto día, de casualidad, me enteré de que vivía con un hombre cuya maltrecha reputación dejaba mucho que desear. Don Samuel había sido alcalde del pueblo durante los últimos años de la dictadura franquista, lo cual le había dado licencia para cometer verdaderas atrocidades, algunas de las cuales le habían reportado bienes materiales en cantidad suficiente para que, al día que nos ocupa, fuera poseedor de una pequeña fortuna. Pudo más mi curiosidad y mi preocupación que la discreción de la que siempre he hecho gala y no pude dejar de preguntarle a la muchacha qué hacía compartiendo techo y mantel con semejante elemento.
-No me contestes si no quieres -le dije – pero me gustaría saber cuál es el motivo por el que vives con Don Samuel.
Belinda me miró con esos ojos negros que tiene, tan vivos y despiertos, se sentó al borde de una chalana y me contó su triste historia.
-Es mi tío, hermano de mi padre, la única familia que tengo. Mi madre murió cuando yo tenía cuatro años de un desgraciado accidente de coche. Era tan guapa mi madre....igual que una actriz de cine. ¿Sabes que me puso Belinda por una película cuya protagonista era una chica muda? El caso es que mi padre no pudo soportar su muerte y se echó a la bebida. Ahí empezó mi calvario. No me atendía, me dejaba sola en casa durante días, sin mandarme al colegio y muchas veces se olvidaba hasta de darme de comer. Como no podía ser de otra manera él también se fue al otro barrio y a mi me metieron en un hogar infantil. Durante años esperé que alguna familia me adoptara, como hacían con los otros niños, pero no hubo suerte, supongo que yo era demasiado mayor. Hace cosa de un año me comunicaron que habían localizado a alguien de mi familia que había aceptado hacerse cargo de mi, no me preguntes cómo ni de qué manera dieron con él. Así fue como vine a parar aquí. Al principio pensé que mi vida iba a cambiar para mejor, pero me equivoqué. Mi tío Samuel me ignora, él está a sus asuntos y sólo se ocupa de tener la nevera llena, eso si, para que no me falte comida, pero jamás me ha hablado de ir al instituto ni nada de eso, algo que a mi no me preocupa porque no me gusta estudiar. Un día vine a dar un paseo por el puerto y os vi cosiendo las redes. Me fijé en lo felices que parecíais todas, trabajando, hablando y riendo a la vez y quise formar parte de vosotras, el resto ya lo sabes.
Ciertamente la vida de la muchacha no había sido un camino de rosas y venir a parar a manos de Don Samuel no era lo mejor que podía haberle ocurrido, desde luego, claro que mientras la ignorase, como ella decía, podía darse por satisfecha. Mas como suele ocurrir en estos casos, un día el desgraciado se dio cuenta de que la tenía en casa, y entonces ocurrió la tragedia.
Belinda llegó una mañana mucho más tarde que de costumbre, cosa poco habitual en ella. La noté un poco alterada y con el rostro desencajado, e inmediatamente supe que algo había ocurrido. Se sentó a mi lado, como siempre y me habló muy bajito, para que nadie pudiera escucharla.
-Fina, creo que he matado a mi tío.
Una oleada de adrenalina sacudió mi cuerpo, pero no era cuestión de perder los nervios. Le dije por lo bajo que continuara con su trabajo como si nada y eso fue lo que hicimos ambas. Sólo cuando terminamos la jornada le pedí que me contara lo ocurrido. Lo hizo mientras caminábamos hacia su casa, donde presumiblemente se encontraba el cadáver del susodicho.
-Quiso abusar de mi -me dijo- Apareció por la cocina mientras me estaba preparando el desayuno y comenzó a sobarme. Olía a alcohol. Intenté defenderme como pude, no con demasiado éxito, la verdad, hasta que conseguí coger una botella y le di con todas mis fuerzas en la cabeza.
Cuando llegamos pude comprobar efectivamente que lo que me contaba la chiquilla era cierto. Sobre el suelo de la cocina estaba el cuerpo sin vida Don Samuel, con la mirada vidriosa, la misma mirada de asqueroso que tuvo en vida. Comprobé que efectivamente estaba muerto, al parecer el golpe le había roto algo en el interior de su cabeza, pues apenas se apreciaban restos de sangre.
-Quédate aquí – le dije a la muchacha – no salgas de casa ni abras la puerta a nadie, ni siquiera cojas el teléfono mientras yo no regrese.
-¿Vas a ir a la Guardia Civil? - me preguntó temerosa.
-¿Guardia Civil? Ni hablar, no has hecho sino lo que este indeseable se merecía. Tú déjame a mi.
Bajé de nuevo al puerto en busca del Asturiano, capataz de uno de los barcos pesqueros, un amor de juventud que no llegó a cuajar con el que conservaba una buena amistad. Ya había anochecido cuando llegué. Me lo encontré preparando la faena para zarpar y sin demasiados rodeos le conté lo que había ocurrido. No hizo falta siquiera que le pidiera ayuda.
Nos dirigimos de nuevo a casa de Don Samuel y una vez allí al Asturiano metió el cadáver en el maletero de su coche; pasamos por su propia casa donde se hizo con una cuerda y una piedra de molino cuyo origen no me contó pero que venía como caída del cielo. Luego regresamos al puerto, cargamos el cuerpo muerto en el barco, el Asuriano lo ató bien atado a la piedra, y pusimos rumbo a alta mar. A la media hora de viaje, más o menos, paró los motores y entre los dos tiramos por la borda a Don Samuel y a la piedra de molino que a partir de entonces sería su compañera perpetua.
Al día siguiente Belinda se presentó en el cuartel de la Guardia Civil a denunciar la desaparición de su tío. Todos lo conocían, así que a nadie le extrañó demasiado que el viejo no apareciera por casa ni esa noche ni las siguientes. Lo buscaron durante unos días, al cabo de los cuales lo dieron por desaparecido y suspendieron las pesquisas. Nadie nos hizo preguntas.
Los servicios sociales quisieron internar de nuevo a la muchacha en un hogar infantil, a pesar de que poco le faltaba para llegar a la mayoría de edad, mas yo reclamé sus custodia, aduciendo que trabajábamos juntas y que no tenía inconveniente en hacerme cargo de ella durante los pocos meses que faltaban para cumplir los dieciocho. Después de algunas entrevistas y más papeleo, finalmente Belinda se vino a vivir conmigo. Así llevamos más de un año, felices por haber encontrado la una en la otra lo que siempre buscamos y nunca tuvimos, sin acordarnos demasiado de Don Samuel, cuyo cuerpo a estas alturas debe ya haber servido de pasto para los peces.


domingo, 23 de octubre de 2011

El murmullo del mar

Todos los veranos, desde el día en que terminaba el curso escolar, hasta aquel en el que comenzaba de nuevo, mis abuelos reunían a todos sus nietos en el viejo caserón de la playa. Era una casona antigua, herencia de unos tíos lejanos, que la abuela se había empeñado en conservar a pesar de que apenas tenían recursos para mantener semejante edificación señorial. Permanecía cerrada el resto del año, por eso la primera semana de verano todos los primos, desde el más pequeño hasta el mayor, arrimábamos el hombro e intentábamos arreglar un sinfín de desperfectos, huellas que los inviernos imprimían en aquellas paredes cada vez con más fuerza. Lo hacíamos con gusto, a sabiendas de que al final de aquella agotadora semana de trabajo, la abuela nos obsequiaría con una de sus fantásticas meriendas, dando así por inaugurada la temporada de verano, que a nuestros ojos infantiles se presentaba larga y llena de secretos por descubrir.
Una de las normas impuestas por el abuelo para que el verano transcurriera sin sobresaltos y que no podía ser quebrantada por nada del mundo, era la que él mismo había bautizado como “la norma de las parejas”. Uno de los primos mayores tenía que hacerse cargo de la vigilancia de uno de los pequeños, lo cual no significaba que hubiésemos de estar siempre juntos, sino simplemente que debían prestarnos la mayor atención posible, con el fin de descargar a la abuela de un poco de trabajo y responsabilidad. A mi no me había podido tocar pareja mejor, la prima Odette, la francesa, la hija del tío Luis, que había emigrado a Francia hacía muchos años. Odette era diferente, especial, la admirada por unos y envidiada por otras. A ella parecía no importarle demasiado lo que los demás pensaran de ella, hacía lo que quería cuando le venía en gana, y a mi semejante actitud me sorprendía y me fascinaba. Además no se mostraba molesta por mi presencia casi continua a su lado, al revés, siempre estaba dispuesta a llevarme con ella cuando yo quisiera y a contestar los absurdos interrogatorios con los que en ocasiones la atosigaba.
Dormíamos juntas en la habitación más alta de la casa, la de la buhardilla, un lugar privilegiado que recibía los primeros rayos de sol de la mañana y desde el cual, todas las noches, el relajante sonido de las olas al romper en la orilla de la playa se convertía en guardián de nuestro sueños.
Cuando nos metíamos en la cama, Odette sacaba su cuaderno del cajoncito de la mesilla de noche y escribía en él a saber qué cosas. En ese preciso instante era cuando manteníamos las más interesantes conversaciones.
-Esta tarde te he visto besarte con Juanito, el hijo del estanquero – le decía yo.
-”Claggo” – me contestaba ella con su meloso acento francés – es muy guapo Juanito, ¿no te “pagguece”, “Maguí”?
-Si, es guapo, pero ¿es tu novio?
-¿Mi novio? No “pog favog”, ¡qué cosas dices! Mi novio se llama Piegg y está en “Pagguís”.
-Entonces si no es tu novio, ¿por qué te besas con él?
-”Pogque me hace “sentig maguiposas” en el estómago.
-¿Mariposas en el estómago? Eso es muy raro. ¿Y tu novio no te las hace sentir?
-Si, “pego ahoga” no está.
-Pues que sepas que mamá y la abuela también te han visto besarte con Juanito y la abuela le dijo a mamá que eras una fresca y mamá le contestó que todas las francesas sois así, unas frescas.
-¿Y tú “cgees” eso?
-No sé.
-Lo que pasa que tu mamá y la abuela piensan así “pogque” viven en este país de “guepgimidos”
-¿Qué son reprimidos?
-Pues gente que no hace lo que le “gustaguía haceg”.
-¿Y tú siempre haces lo que te gusta hacer?
-Yo si.
-Pues yo cuando sea mayor también voy a hacer siempre lo que quiera.
-Ojalá puedas, mi “queguida Maguí”, “pego” tal y como estás las cosas en este país, lo veo un poco difícil.
-Pues me iré contigo para Francia.
Odette sonreía ante mis ocurrencias infantiles y garabateaba de nuevo en su cuaderno, mientras, durante unos segundos yo reflexionaba sobre lo que acabábamos de conversar y me montaba mi película particular en torno a mi huida a París, a su lado, para hacer lo que me viniera en gana sin tener que obedecer a mis padres, o a la profesora, o a los abuelos. Al cabo de unos instantes, volvía a la carga.
-¿Qué escribes en ese cuaderno? - le preguntaba acuciada por la curiosidad.
-Cosas – me decía.
-¿Qué cosas? - insistía yo.
Entonces ella dejaba descansar su libreta sobre el regazo, sin soltarla, me miraba con sus enormes ojos negros y me decía:
-”Maguí”, escucha con atención.
Ambas nos quedábamos en silencio durante unos segundos y poníamos los cinco sentidos en percibir el único sonido que se escuchaba, el de las olas al romper en la playa.
-Son las olas – decía yo.
-No, no son sólo las olas; es el “mag” que habla, que “mugmuga” sus “histoguias”.
-El mar no puede hablar.
-”Clago” que habla, y cuenta un montón de “histoguias”, “histoguias” de “amog”, de “muegte”, de “guisas”, incluso de “pigatas”. El “mag mugmuga” un montón de cuentos, “Maguí” y a mi me gusta “escgibiglos” en mi “cuadegno”, “pego” sólo lo puedo “haceg” cuando todo está en silencio y puedo “escuchaglo” bien. Así que “ahoga duégmete” y déjame “escgibig” un “gatito”.
-¿Y me dejarás leer esos cuentos que escribes?
-”Clago” que si, algún día.

Mucho tiempo hubo de pasar para que yo pudiera leer las historias que el mar murmuraba a Odette y ella se empeñaba en transcribir en su cuaderno. Un día, lejanos ya los veranos con los abuelos, cuando ya Odette formaba parte de mis recuerdos, encontré en la habitación de la buhardilla su cuaderno de tapas de un azul desvaído por el paso del tiempo. Los abuelos habían muerto años atrás y la casona de la playa había pasado a mis manos. Guardaba tantos recuerdos en ella que cuando mi madre y sus hermanos decidieron venderla no pude resistir la tentación de comprarla yo. Vendí mi piso de la ciudad y me dispuse a hacer de la residencia de verano de mi infancia mi domicilio definitivo.
Cuando tuve el cuaderno de Odette en mis manos sentí una sensación extraña. Hacía años que no sabía de ella más que por las noticias que me daba mi madre muy de vez en cuando. A pesar de todo jamás la olvidé, ni nuestras charlas, ni la admiración que despertaba en mi aquella muchachita un poco díscola. Abrí el cuaderno y para mi desilusión comprobé que estaba escrito en francés, con lo cual no entendía apenas nada. Únicamente la última frase de la cada historia estaba escrita en español. Decía simplemente: “Y este cuento, me lo contó el mar”. Cerré la vieja libreta y me acerqué al ventanal. Las olas rompían bravas contra la arena en aquella tarde de invierno y murmuraban.....claro que murmuraban. Odette tenía razón. De ella aprendí dos cosas: una, procurar hacer siempre lo que realmente quiero hacer; y dos, captar las historias que traen las olas en su ir y venir a la playa, y escribir en mi cuaderno las historias que cuenta el mar susurrándome al oído en las tórridas noches de verano en mi buhardilla.