COSIENDO REDES
Mi trabajo de toda la vida es coser las redes que los pescadores traen rotas al puerto después de su jornada de pesca, un trabajo que me gusta, aunque haya gente a la que le cueste creerlo. Mi abuela y mi madre ya se dedicaron a esto y yo, cuando tuve edad, no dudé un instante en que este sería también el modo de ganarme la vida. En realidad, coser redes en el puerto se ha convertido en mi única ocupación, en la actividad que llena mis días. Ya no soy una niña, jamás me casé y no he tenido hijos, aunque Dios sabe que me hubiera gustado; mi familia se ha ido muriendo, como es natural, con el paso de los años, dejándome sola y sin más distracción que mi propio trabajo. Pero no me quejo, no tengo de qué, venir todos los días al puerto me gusta más de lo que nadie pueda imaginar, me gusta el olor a sal, a algas y a pescado fresco; me gusta ver los barcos llegar al puerto, cargados de tanto tesoro robado al mar.
Hace poco conocí a Belinda, una muchacha de apenas diecisiete años que apareció un día por el puerto pidiendo que la adiestráramos en este oficio que ya a nadie interesa. Le dije que era un trabajo duro, que las redes había que coserlas lloviera, tronara o hiciera un sol de justicia y que, por contra, el salario que iba a recibir no era nada del otro mundo. Le aconsejé que se lo pensara mejor, que con su edad todavía estaba a tiempo de continuar sus estudios y buscarse un futuro algo más prometedor, pero ella insistió con actitud taimada en que aquello era lo que deseaba hacer, y como no dejó de recordarme a mi misma con su edad, opté por aceptarla como mi aprendiz con una sonrisa de condescendencia.
Así fue que mañana tras mañana, Belinda se presentaba en el puerto puntual a su cita, se colocaba a mi lado y en silencio aprendía todo lo que yo le iba indicando. Era una alumna aplicada y callada, atenta a mis indicaciones y dispuesta siempre a realizar los encargos que se le mandaran. Al poco tiempo ya cosía las redes mejor que alguna que llevaba años haciéndolo. Se convirtió en mi más fiel compañera, se ponía junto a mi y mientras cosíamos yo le hablaba sin parar, contándole lo que se me ocurría, un día una cosa, otro día otra, desde retazos de mi vida hasta lo que me había ocurrido aquella mañana al levantarme, por muy simple que fuera. Ella me escuchaba con una sonrisa en su rostro, asintiendo de vez en cuando o haciendo algún gesto que me animaba a seguir con mi charla. Por su parte apenas pronunciaba palabra, lo cual me hacía pensar que alguna historia truculenta guardaba dentro de si, aunque, evidentemente, eso no dejaban de ser suposiciones mías que probablemente nada tuvieran que ver con la realidad. En todo caso su vida no era problema mío y si no quería hablar ni contar nada de su pasado o de su presente, estaba en su derecho.
Cierto día, de casualidad, me enteré de que vivía con un hombre cuya maltrecha reputación dejaba mucho que desear. Don Samuel había sido alcalde del pueblo durante los últimos años de la dictadura franquista, lo cual le había dado licencia para cometer verdaderas atrocidades, algunas de las cuales le habían reportado bienes materiales en cantidad suficiente para que, al día que nos ocupa, fuera poseedor de una pequeña fortuna. Pudo más mi curiosidad y mi preocupación que la discreción de la que siempre he hecho gala y no pude dejar de preguntarle a la muchacha qué hacía compartiendo techo y mantel con semejante elemento.
-No me contestes si no quieres -le dije – pero me gustaría saber cuál es el motivo por el que vives con Don Samuel.
Belinda me miró con esos ojos negros que tiene, tan vivos y despiertos, se sentó al borde de una chalana y me contó su triste historia.
-Es mi tío, hermano de mi padre, la única familia que tengo. Mi madre murió cuando yo tenía cuatro años de un desgraciado accidente de coche. Era tan guapa mi madre....igual que una actriz de cine. ¿Sabes que me puso Belinda por una película cuya protagonista era una chica muda? El caso es que mi padre no pudo soportar su muerte y se echó a la bebida. Ahí empezó mi calvario. No me atendía, me dejaba sola en casa durante días, sin mandarme al colegio y muchas veces se olvidaba hasta de darme de comer. Como no podía ser de otra manera él también se fue al otro barrio y a mi me metieron en un hogar infantil. Durante años esperé que alguna familia me adoptara, como hacían con los otros niños, pero no hubo suerte, supongo que yo era demasiado mayor. Hace cosa de un año me comunicaron que habían localizado a alguien de mi familia que había aceptado hacerse cargo de mi, no me preguntes cómo ni de qué manera dieron con él. Así fue como vine a parar aquí. Al principio pensé que mi vida iba a cambiar para mejor, pero me equivoqué. Mi tío Samuel me ignora, él está a sus asuntos y sólo se ocupa de tener la nevera llena, eso si, para que no me falte comida, pero jamás me ha hablado de ir al instituto ni nada de eso, algo que a mi no me preocupa porque no me gusta estudiar. Un día vine a dar un paseo por el puerto y os vi cosiendo las redes. Me fijé en lo felices que parecíais todas, trabajando, hablando y riendo a la vez y quise formar parte de vosotras, el resto ya lo sabes.
Ciertamente la vida de la muchacha no había sido un camino de rosas y venir a parar a manos de Don Samuel no era lo mejor que podía haberle ocurrido, desde luego, claro que mientras la ignorase, como ella decía, podía darse por satisfecha. Mas como suele ocurrir en estos casos, un día el desgraciado se dio cuenta de que la tenía en casa, y entonces ocurrió la tragedia.
Belinda llegó una mañana mucho más tarde que de costumbre, cosa poco habitual en ella. La noté un poco alterada y con el rostro desencajado, e inmediatamente supe que algo había ocurrido. Se sentó a mi lado, como siempre y me habló muy bajito, para que nadie pudiera escucharla.
-Fina, creo que he matado a mi tío.
Una oleada de adrenalina sacudió mi cuerpo, pero no era cuestión de perder los nervios. Le dije por lo bajo que continuara con su trabajo como si nada y eso fue lo que hicimos ambas. Sólo cuando terminamos la jornada le pedí que me contara lo ocurrido. Lo hizo mientras caminábamos hacia su casa, donde presumiblemente se encontraba el cadáver del susodicho.
-Quiso abusar de mi -me dijo- Apareció por la cocina mientras me estaba preparando el desayuno y comenzó a sobarme. Olía a alcohol. Intenté defenderme como pude, no con demasiado éxito, la verdad, hasta que conseguí coger una botella y le di con todas mis fuerzas en la cabeza.
Cuando llegamos pude comprobar efectivamente que lo que me contaba la chiquilla era cierto. Sobre el suelo de la cocina estaba el cuerpo sin vida Don Samuel, con la mirada vidriosa, la misma mirada de asqueroso que tuvo en vida. Comprobé que efectivamente estaba muerto, al parecer el golpe le había roto algo en el interior de su cabeza, pues apenas se apreciaban restos de sangre.
-Quédate aquí – le dije a la muchacha – no salgas de casa ni abras la puerta a nadie, ni siquiera cojas el teléfono mientras yo no regrese.
-¿Vas a ir a la Guardia Civil? - me preguntó temerosa.
-¿Guardia Civil? Ni hablar, no has hecho sino lo que este indeseable se merecía. Tú déjame a mi.
Bajé de nuevo al puerto en busca del Asturiano, capataz de uno de los barcos pesqueros, un amor de juventud que no llegó a cuajar con el que conservaba una buena amistad. Ya había anochecido cuando llegué. Me lo encontré preparando la faena para zarpar y sin demasiados rodeos le conté lo que había ocurrido. No hizo falta siquiera que le pidiera ayuda.
Nos dirigimos de nuevo a casa de Don Samuel y una vez allí al Asturiano metió el cadáver en el maletero de su coche; pasamos por su propia casa donde se hizo con una cuerda y una piedra de molino cuyo origen no me contó pero que venía como caída del cielo. Luego regresamos al puerto, cargamos el cuerpo muerto en el barco, el Asuriano lo ató bien atado a la piedra, y pusimos rumbo a alta mar. A la media hora de viaje, más o menos, paró los motores y entre los dos tiramos por la borda a Don Samuel y a la piedra de molino que a partir de entonces sería su compañera perpetua.
Al día siguiente Belinda se presentó en el cuartel de la Guardia Civil a denunciar la desaparición de su tío. Todos lo conocían, así que a nadie le extrañó demasiado que el viejo no apareciera por casa ni esa noche ni las siguientes. Lo buscaron durante unos días, al cabo de los cuales lo dieron por desaparecido y suspendieron las pesquisas. Nadie nos hizo preguntas.
Los servicios sociales quisieron internar de nuevo a la muchacha en un hogar infantil, a pesar de que poco le faltaba para llegar a la mayoría de edad, mas yo reclamé sus custodia, aduciendo que trabajábamos juntas y que no tenía inconveniente en hacerme cargo de ella durante los pocos meses que faltaban para cumplir los dieciocho. Después de algunas entrevistas y más papeleo, finalmente Belinda se vino a vivir conmigo. Así llevamos más de un año, felices por haber encontrado la una en la otra lo que siempre buscamos y nunca tuvimos, sin acordarnos demasiado de Don Samuel, cuyo cuerpo a estas alturas debe ya haber servido de pasto para los peces.
Al parecer esto de dejar comentarios no funciona muy bien, varias personas me dijeron que no podían. No sé lo que puede ser
ResponderEliminarMe ha gustado mucho.
ResponderEliminarUoh.
ResponderEliminarNo pensé que una chica tan dulce como Belinda pudiera matar a nadie, aunque claro siendo en defensa propia, el más débil se hace fuerte.
Esta es la segunda historia que trata, directa o indirectamente, sobre el mar. ¿Será que es tu inspiración al igual que la de Odette?