jueves, 25 de julio de 2013

CAMPO DE ESTRELLAS


CAMPO DE ESTRELLAS.

A los que ayer se durmieron para siempre.

A los que hoy han podido ver la luz de un nuevo día.

A los que prestaron su ayuda desinteresada.

A los que colapsaron los hospitales por donar su sangre.

A mi pueblo... que hoy sufre.



Siempre había recordado sus años en Santiago con especial cariño. Y quién no lo haría. La ciudad iba ligada a su juventud, a los años de estudiante, a la vida libre de las ataduras de la familia por vez primera... Hacía tiempo que estaba pensando en regresar, aunque fuera por unos días, después de lo mal que le habían ido las cosas sentía que necesitaba reencontrarse con una pasado que, para ella, desde luego, había sido mejor que el presente.

En algún momento se le ocurrió que podía hacer el Camino, en soledad, sin nada ni nadie que entretuviera su mente, teniendo todo el tiempo del mundo para meditar, para renovar su alma. Jamás había sido muy religiosa, el creer o no en un ser superior era algo a lo que no daba demasiada importancia, pero la verdad era que, de un tiempo a esta parte, necesitaba sentir, palpar, esa espiritualidad de la que hablaban todos los que habían hecho el camino.

Así pues una mañana, cargada con una mochila llena de algo de ropa y muchos desengaños, emprendió la marcha hacia su ciudad mágica, hacía ese pasado siempre latente, hacia su lejana juventud. Y así, teniendo como compañeros, al sol, a la lluvia, al viento del nordeste y al polvo del camino, se fue sintiendo mejor y fue creciendo de ella la ilusión por vivir de nuevo, por creer, por recuperar todo aquello que había ido perdiendo.

Un día se acordó de Fran, aquel amigo que había conocido en la universidad, con el que había compartido tardes de café, de apuntes y de cigarrillos y del que, sin él saberlo, había estado perdidamente enamorada, y pensó que no estaría mal volver a verle y tener alguien con quién recordar. Cierto es que habían pasado muchos años y tal vez ya sus vidas no tuvieran nada qué ver, pero al fin y al cabo para tomar unas cañas y charlar un rato tampoco hacía falta mucho más que una agradable compañía. Cuando le llamó él se alegró de escucharla y le hizo prometer que estaría en la ciudad en el día del Apostol para pasar juntos la jornada de fiesta. Ella así se lo prometió y fue por eso que el día anterior, sabiendo que no le daría tiempo a llegar a la ciudad caminando, tomó aquel tren para poder estar con su amigo el día convenido.

Fueron unos pocos kilómetros, apenas media hora de viaje, durante la cual se sintió nerviosa y expectante, exultante su ánimo ante la perspectiva de volver a vivir la algarabía de un día de celebración. La noche, los fuegos artificiales iluminando la fachada de la catedral, la música en las calles, la gente.... y aquella luna llena que comenzaba a adivinarse por un rincón del cielo...y las estrellas esparcidas en el campo celeste del universo...

Entonces ocurrió. Fueron unos minutos, unos segundos tal vez. Se escuchó el estruendo, los bandazos del vagón de un lado a otro, los gritos aterrorizados de la gente y la total oscuridad que se apoderó de ella en un intento firme de arrebatarle la vida...

Despertó al día siguiente en una cama de hospital y fue entonces cuando se enteró de la tragedia, de los muertos, de la solidaridad de la gente.. Y supo que alguien o algo había decidido darle una segunda oportunidad. Tal vez el apóstol, tal vez simplemente su propio destino.

. Todavía no lo sabe, pero dentro de un año volverá a hacer el camino y una noche cálida de verano, desde el Monte do Gozo, apoyada en una vara de avellano y contemplado las torres iluminadas de la catedral, mirará hacia el manto de estrellas que iluminará el cielo y recordando el día de hoy, dará las gracias, al apóstol, o tal vez a su propio destino, por algo muy simple: por vivir.

domingo, 30 de junio de 2013

EL MALETÍN










Juan y Nacho esperaban cómodamente sentados en un banco del parque a que llegara por fin la hora de tomar el autobús que los había de llevar de vuelta a casa después de la dura jornada de instituto. Charlaban cansadamente sobre el difícil trabajo de literatura que tenían que entregar en unos días y sobre lo buena que estaba la nueva profesora de inglés. Eran casi las seis de la tarde y los hermosos jardines eran un hervidero de gente deseosa de tomar los primeros rayos de sol del verano. Una chica rubia, de cuerpo menudo y cara angelical, apareció como de la nada cargada con una enorme mochila, un maletín negro y la funda de lo que parecía un instrumento musical. Parecía cansada. Se sentó en un banco y suspiró. Posó los objetos que traía en sus manos, se sacó la mochila de la espalda y se entretuvo un rato revolviendo en su interior. Levantó la vista pensativa durante unos segundos, al cabo de los cuales cargó de nuevo la mochila a su espalda, tomó en sus manos el chelo que casi era más grande que ella y se fue, olvidándose el maletín negro....¿o no se lo había olvidado?

     Juan dio un codazo a Nacho.

    -¿Has visto eso, amigo?

    -¿El qué?

    -La rubia esa que se sentó en el banco de en frente.

    -Ya, estaba buena ¿eh?

    -No jolín, no me refiero a si estaba buena o no. ¿No has visto lo que se ha dejado ahí, junto al banco?

    Nacho miró hacia donde su amigo le indicaba y vio el maletín negro.

   -Vaya, se le ha olvidado el maletín. Es mejor que lo llevemos a la oficina del guarda, seguro que viene a por él.

   -¡Ni hablar! ¿Estás loco? ¿Tú cómo sabes que se lo ha olvidado? A lo mejor lo dejó ahí adrede. Dios sabe lo qué contiene.

   -Bueno y a nosotros qué nos importa lo que contenga. Lo devolvemos y punto.

   -Nacho, a veces pareces tonto. ¿No te das cuenta de que puede ser un maletín explosivo? A lo mejor forma parte de un atentado. Debemos actuar con suma cautela.

   Nacho miró a su amigo y sonrió.

   -Juan, decididamente, estás como una  cabra. Creo que deberías de ver menos la televisión.

   -Pero vamos a ver tío, ¿no te fijaste que llevaba también una funda de un chelo? Es el escondite perfecto para un arma.

   -Por favor....

    En esa discusión se encontraban cuando un hombre bajito y barrigudo, medio calvo y con cara de mala leche, se acercó a ellos.

    -Eh, chicos - llamó su atención - ¿es vuestro este maletín negro?

    -No, no lo es - respondió Juan levantándose en seguida -una mujer rubia estuvo sentada en ese banco y lo ha dejado ahí.

    -Se le habrá olvidado.

    -Yo creo más bien que lo ha dejado a propósito - siguió diciendo el chico sumergido en su propia fantasía - debemos andar con ojo. Puede ser cualquier cosa.

    El viejo lo miró sorprendido.

    -Anda, pues tienes razón. No os mováis de aquí. Voy a buscar a algún responsable al que podáis contar lo que habéis visto.

   El hombre marchó murmurando a saber qué.

   -Ya la has liado, Juan -regañó Nacho.

   -De liarla nada, estamos haciendo lo correcto.

   Esperaron en silencio durante unos minutos, tras los que vieron acercarse a ellos al viejo gordo con un empleado del parque, de esos que se dedican a limpiar los jardines.

   -Ese maletín - decía el viejo - apareció ahí hace un rato, abandonado por una muchacha rubia. Estos chicos lo vieron todo.

     El empleado, vestido con un mono azul y con cara de tonto, se dirigió a los muchachos.

   - ¿Es eso cierto? ¿Qué habéis visto?

   -En realidad nada, sólo.....

    Juan no dejó proseguir a su compañero, él era el que realmente se había fijado en la jugada de la rubia.

   -Una muchacha rubia apareció por aquí, se sentó un rato en el banco y luego se fue dejando el maletín. Además llevaba una mochila cargada a la espalda y una funda de un chelo.

   -En esa funda escondía un arma, seguro - replicó el viejo.

   El empleado puso cara de preocupación

   -Es posible. Tendré que avisar a mis superiores. ¿Os fijasteis de dónde venía la muchacha?

   -La verdad es que no, señor. Pudo entrar por cualquiera de las entradas, pero yo juraría, a juzgar por la dirección que traían sus pasos, que hizo su entrada por la de arriba.

   El hombre se retiró sin decir nada, caminando muy aprisa. Alrededor del maletín se había arremolinado un pequeño grupo de curiosos.

   -¡No se acerquen! -ordenó el viejo - es probable que el maletín sea peligroso.

   -¿Peligroso? - preguntó una mujer con la cara muy pintada y vestida con abrigo de pieles - ¿No será un atentado? Seguro que es un atentado y no nos quieren decir nada.

    El grupo de gente comenzó a murmurar. A pesar del supuesto peligro el maletín, era tal su curiosidad que a ninguno se le ocurrió escapar de allí. Apareció entonces el guarda del parque. Venía muy excitado y hacia aspavientos con los brazos.

   -¡Apártense, apártense! ¿No se dan ustedes cuenta del peligro que pueden estar corriendo? A ver ¿qué ha pasado aquí?

    Juan contó por enésima vez lo que había visto. Esta vez lo adornó un poco. La rubia tenía cara siniestra, miraba constantemente hacia los lados, como si temiese que la vigilaran y todo lo hizo muy rápido. Su amigo lo miraba sin dar crédito a lo que estaba escuchando.

   -¿Podrías reconocerla si la vieras? -le preguntó el guarda.

   -Por supuesto que sí.

   -Venid conmigo.

   Llevó a los chicos a su oficina y les enseñó la foto de una peligrosa terrorista.

   -¿Puede ser esta?

   Juan la miró, se rascó la barbilla pensativo y finalmente dio su opinión.

   -No lo puedo afirmar con rotundidad, pero juraría que es ella con un noventa por cierto de posibilidades de acertar.

   -¿Y tú que dices muchacho? - preguntó de nuevo el guarda, esta vez a Nacho.

   El chico miró bien a foto y la conclusión a la que llegó fue  que estaba seguro al cien por cien de que aquella no era la chica que buscaban, pero se abstuvo de decir nada.

   -Yo es que en realidad...no pude apreciar con claridad sus facciones.

  -Bueno, si tu compañero dice que es esta yo debo creerle. Estamos ante un problema muy grave. Voy a llamar a la policía.

   Así lo hizo de inmediato.

   -Oiga ¿policía? Le llamo del parque Central, soy el guarda. Verán, ejem, es que hemos detectado un maletín al lado de uno de los bancos de la zona norte que puede ser peligroso.....Si,si, completamente abandonado........Un muchacho se fijó en que una mujer lo dejaba allí,  abandonado junto a un banco......Por supuesto, ya lo hice y uno de los muchachos la ha identificado como ella.......Por supuesto , lo haré.

    Colgó el teléfono con solemnidad, como si sintiera auténtico orgullo al estar viviendo una situación extraordinaria que tenía intención de manejar con tino.

   -Estarán aquí en unos minutos. Hay que acordonar la zona y cerrar las entradas del recinto para que nadie pueda entrar ni salir.

   A partir de aquel momento Juan y Nacho fueron totalmente ignorados. Ya no importaba lo que hubieran visto o no. Salieron de nuevo al exterior y se limitaron a observar.

    -¡Atención, señoras y señores! - vociferó el guarda  cual si estuviera presentando un programa de televisión - No quiero asustarlos, pero una terrorista muy peligrosa anda suelta y ha dejado en este parque un maletín de explosivos con la malévola intención de provocar un atentado. Van acordonar la zona, pero ustedes, de momento, no pueden abandonar el recinto. Tranquilidad, y tengan paciencia. La policía llegará en breves momentos.

    Ante las voces emitidas por el hombre el gentío era cada vez mayor. Se acercaban curiosos a saber qué estaba pasando.

   -¿Qué pasa aquí? - preguntó una muchacha con muy mala pinta.

   -Una terrorista anda suelta y un maletín está a punto de estallar- le informó una mujer con aspecto de muy cotilla que la miró de mala manera - ¿No será usted, verdad?

   -Anda y que te jodan - le contestó la chica alejándose del lugar.

    De repente las sirenas de la policía se dejaron oír en el exterior. Segundos después los idílicos jardines estaban tomados por una decena de hombres uniformados y armados hasta los dientes. Uno de ellos se acercó al maletín. Lo tomó con cuidado entre sus manos y lo acercó a su oreja, como si fuera una radio.

    -Sin duda alguna esto es peligroso. Tendremos que llamar a los artificieros para que desactiven los explosivos que hay aquí dentro, que seguro son muchos y muy destructivos. ¿Quién ha visto a la mujer que lo dejó aquí?

   Juan hizo ademán de contestar, pero se quedó en eso, en un ademán, porque la mujer con pinta de cotilla, que se sabía la historia sólo de oídas, pero que se sentía absoluta protagonista de la misma, se le adelantó.

    -Es esa terrorista tan buscada señor policía, yo misma la vi salir corriendo por la salida sur mirando a un lado y a otro, seguro que hasta ella misma se sabía sospechosa. Y llevaba una funda de un violín, donde, sin duda alguna, escondía una pistola. ¡Ay, Señor, qué cosas nos toca vivir!

     -Yo también la vi -manifestó un hombre de abrigo negro y sombrero de ala ancha- es más, yo juraría que en la mochila que cargaba a su espalda, se dibujaba la silueta de una ametralladora.

   Ante semejantes manifestaciones, el señor policía ordenó la presentación urgente de tres artificieros. Había que retirar el maletín de allí cuanto antes, pues no se sabía el momento preciso en que podía estallar. Asimismo dio la orden de buscar por los alrededores a una mujer rubia con las características que ya eran de sobras conocidas por todos. En cuanto llegaron los tres hombres, equipados con trajes especiales y con unas escafandras que les protegían de posibles detonaciones, se acercaron raudos al maletín. Lo tomaron con sumo cuidado, lo estudiaron, le aplicaron una serie de sofisticados aparatos y llegaron a la conclusión de que era peligrosísimo. Era preciso actuar con la máxima urgencia, pues la explosión se podía producir de un instante a otro. Justo cuando iban a proceder a su apertura, otro policía se acercó a ellos. Hablaron durante un rato. Los curiosos eran ahora bastantes más que al principio, todos con cierto afán de protagonismo que les hacía desafiar al peligro. Entonces ocurrió lo inesperado. La "terrible terrorista rubia" que todos esperaban apareció acompañada del inspector. Todas las miradas se concentraron en ella. Su cara asustada y sus ojos asombrados hablaban por sí solos.

   -Yo solo venía....a recoger mi maletín de partituras. Tengo examen en el conservatorio y sin ellas no me dejan presentarme.

    Ante el asombro de todos los presentes, la chica cogió su maletín, lo abrió para enseñar su contenido, lo volvió a cerrar y se fue por donde había llegado en medio del silencio sepulcral que se había adueñado del lugar. Al momento los curiosos comenzaron a dispersarse.

    -Desde luego la gente, se monta unas historias.....- exclamó Juan.

    -Y que lo digas, tío.

    -Y encima ahora en casa me regañarán por llegar tarde.

    -Pues no les cuentes nada de esto, porque no te creerán.

    -¿Qué les podemos decir?

    Los dos amigos salieron del parque rumbo a la estación de autobuses, mientras se inventaban otra historia para contar en casa, una historia en la que, por supuesto, el protagonista no fuera ningún maletín.

  

  

  

   

 

 

 


martes, 30 de abril de 2013

SEMÁFORO EN ROJO




El día había amanecido lluvioso y triste, gris, opaco, haciendo juego con mi corazón roto y con mi alma despojada de casi todo sentir. Al mando de mi viejo coche me dirigía al Juzgado, donde entregaría las llaves de mi casa, que pasaría a ser propiedad del banco por impago de las cuotas hipotecarias. No quería pasar por la vergüenza de un desahucio, no tenía ganas ni fuerzas para luchar. Admiraba a aquellas personas que habiendo pasado por mi misma situación se aferraban a su casa hasta el último instante. Yo no podía, total para qué, había perdido ya demasiadas cosas, una más tampoco importaba tanto. Así que lo mejor era entregar las malditas llaves por propia voluntad y con ellas dejar escapar un trocito más de mi vida.
El semáforo se puso en rojo y paré el coche bruscamente. La voz de Georges Moustaki cantando canciones en francés de las que yo no entendía apenas alguna frase suelta, me trajo a la memoria, una vez más, a Carlo. Me gustaba la voz suave de Moustaki, aquellas melodías que parecían todas tan iguales y sin embargo eran tan diferentes que podía asociar cada una de ellas a algún momento especial con el hombre que un día me había amado y que otro día me había abandonado a mi suerte. Carlo... parecía ya tan lejana su ausencia....
Carlo había sido mi marido durante más de diez años. En todo ese tiempo jamás imaginé que llegaría el momento en que me dijera adiós, pero llegó. Un buen día me dijo que ya no me amaba, que se había enamorado de otra mujer y que no podía dejar de vivir lo que ella le ofrecía. Nunca tuve oportunidad de preguntarle qué era eso tan especial que ella le daba y yo no había podido o no había sabido regalarle, porque aquella misma noche murió en un desgraciado accidente de tráfico. Cuando me dieron la noticia no supe llorar, sólo sentí rabia. Hubiera sido diferente si nunca me hubiera dicho que no me amaba. Mis lágrimas hubieran sido última consecuencia de una pena verdadera y mi mente se hubiera quedado con la idea de que aquel horrible accidente había truncado una vida feliz. Pero Carlo se fue dejándome hundida en el desencanto y en la miseria más absoluta. Me vi sola, sin trabajo y sin dinero. Mi vida tranquila y despreocupada tocó a su fin y de repente comenzaron los problemas. Descubrí que mi amado Carlo me había dejado por toda herencia, aparte del innegable desencanto, un montón de deudas, fruto de un negocio que hacía tiempo no marchaba todo lo bien que yo pensaba y que, desaparecido Carlo, terminó por hundirse del todo. A partir de ahí las cosas fueron de mal en peor, y la culminación de mi caída a los infiernos tenía lugar aquel día con la pérdida definitiva de mi casa.
Allí, parada frente a aquel semáforo en rojo, mientras recordaba los acontecimientos de los últimos dos años, no pude evitar que de mis ojos brotara una estúpida lágrima que ya no tenía mucho sentido ante lo inevitable, ante lo evidente, ante lo irremediable. Me limpié la mejilla con el dorso de mi mano y miré hacia el vehículo que estaba parado al lado del mío. El conductor, un hombre de mediana edad de aspecto agradable, tenía sus ojos puestos sobre mí, supongo que sorprendido ante mi llanto repentino. Me sonrió imperceptiblemente apenas unos segundos antes de que el color verde del semáforo nos indicara que teníamos que continuar nuestro camino.
Cuando llegué al juzgado vestí mi vergüenza de dignidad y mi pena de indiferencia. Mientras subía las escaleras que conducían a la oficina y las llaves de mi casa tintineaban en el bolsillo de mi abrigo, sentía que aquel era el último acto de una función que ya había durado demasiado tiempo. Puede que hubiera perdido casi todo, pero también era cierto que por fin me iba a liberar de unas ataduras que me habían hecho ya excesivo daño y por primera vez en muchos meses pensé que comenzar de cero seguramente no sería tan terrible como había pensado.
Me acerqué a la mesa que estaba más cerca de la puerta. Un muchacho trabajaba concentrado entre un montón de papeles. Dije mi nombre y el motivo de mi visita. Cuando por fin levantó la cabeza reconocí en él al hombre que me miraba desde su coche cuando el semáforo se puso en rojo. Supe que el también me había reconocido y me dio vergüenza que aquel desconocido me hubiera visto llorar.
Escribió algo en un papel que después me dio a firmar. Lo firmé sin leerlo, al fin y al cabo me daban lo mismo aquellos tecnicismos judiciales de los que no iba a entender nada, como las canciones en francés de Moustaki. Luego saqué las llaves de mi casa del bolsillo de mi abrigo y se las di al muchacho.
-¿Sabes? - me dijo – a veces pensamos que la vida nos dice que no cuando lo que nos pide es simplemente que esperemos. El semáforo siempre termina poniéndose verde. ¿Te apetece un café?
No sabía por qué me decía aquello. Tampoco encontré explicación a su invitación, imaginé que tal vez mis lágrimas le habían conmovido. Pero acepté. Tal vez el semáforo de mi vida estuviera a punto de ponerse en verde de nuevo


sábado, 27 de abril de 2013

En Venecia

                              

     Ven, siéntate a mi lado, que al hilo de lo que me acabas de decir quiero contarte algo. Yo ya estuve allí hace muchos años, cuando apenas era una niña, recién estrenada la adolescencia, esa época de rebeldía inhóspita que a veces nos lleva a cometer los mayores despropósitos.
     Aquel viaje comenzó con una mentira. Yo sabía que mis padres nunca me darían permiso para irme tan lejos con cuatro chicas más mayores que yo, amigas de mi hermano, que aceptaron llevarme con ellas cansadas de mi insistencia y con la intercesión de aquél, el cual veía en el viaje la posibilidad de librarse de mí durante unos días. El plan de viaje era mochila al hombro y como medio de transporte el que cuadrara, a veces un bus, otras la caridad de cualquier conductor. Así que dije en casa que  mi mejor amiga me había invitado a pasar una pequeña temporada en el chalet que sus abuelos tenían en  Benidorm y se lo tragaron. Por suerte en aquella época no había móviles, y por ende, el control al que me podían someter era mucho menor que si toda aquella locura la hubiera cometido hoy.
     Partimos casi a escondidas una calurosa mañana de agosto, en un bus viejo y maloliente, cuyos conductos de aire acondicionado no eran otra cosa que las minúsculas ventanillas superiores que habíamos de mantener abiertas si no queríamos fallecer de un golpe de calor. No sé cuántas horas tardamos en llegar a Barcelona, primera etapa de nuestro alocado viaje, lo que sí recuerdo es que estábamos tan cansadas que paramos a dormir en la primera pensión de mala muerte que nos encontramos, un lugar lúgubre y sucio por cuyas habitaciones campaban a sus anchas las cucarachas que, amparadas por el calor, salían a buscar su ración diaria de comida. No nos importó demasiado, entre otras cosas porque no nos percatamos de ello hasta que los primeros rayos de sol nos despertaron conminándonos a reanudar nuestro periplo.
       Tal vez se hayan borrado de mi memoria algunos detalles, incluso algunas etapas del trayecto que nos llevó a la ciudad de los canales, porque el siguiente lugar en que recuerdo recalar fue en Niza, en plena Costa Azul francesa. Allí armamos nuestras tiendas de campaña en un camping contiguo a la playa… la playa, es tan grande que va de punta a punta de la ciudad y nos gustó tanto que allí decidimos quedarnos dos días antes de continuar.
     Mi recuerdo de aquella ciudad es especialmente tierno, pues allí conocí a Angelo, un italiano descarado y pendenciero que me enamoró con la premura propia y característica de los pocos años. Ni siquiera sé cómo llegamos a entendernos, pues ni él hablaba una palabra de español, ni yo el más elemental italiano, aunque supongo que, como alguna vez oí decir no sé a quién ni en qué lugar, el único idioma universal que existe es el del amor, y así debió de ocurrir entre nosotros, porque los besos que nos dimos fueron suficientes para comprendernos.
      Le conocí una mañana a la orilla del mar, cuando yo paseaba con descaro mi cuerpo insinuante y  medio desnudo en un acto de libertad hasta entonces prohibido. No pudo apartar los ojos de mí cuando pasé por su lado y al escucharle decir aquello de “bella ragazza” le regalé una sonrisa y seguí mi camino sin atreverme a volver la vista atrás. Después de darme un baño en aquellas aguas de cristal deshice el camino andado con la esperanza de volver a ver a aquel muchacho de cabellos rizados y ojos de azabache que en apenas unos minutos había pasado a ocupar una parte importante de mi cerebro. Mas no hubo suerte y volví a mi toalla pensando en que entre tanta gente sería demasiada casualidad volver a encontrarlo.
        Pero las casualidades existen ¿no crees? No en vano tú y yo nos hemos encontrado así, de casualidad, y ese mismo azar que a veces se empeña en jugar a su capricho con nuestras vidas volvió a poner en mi camino al chico que me había hecho jugar al escondite con un amor incipiente  y precipitado con el que me había pasado el día fantaseando.
      Aquella misma noche, después de prepararme para dormir, al salir de los baños del camping, llegaron a mis oídos las mismas palabras de aquella mañana: “Bella ragazza”. Mi corazón dio un vuelco y mis ojos dirigieron la mirada hacia el chico que, apoyado en un árbol, parecía estar esperando mi llegada desde siempre. De nuevo le sonreí, pero esa vez no seguí mi camino, sino que me acerqué a él y le saludé con un simple “hola”, pues la tensión impedía que de mi garganta pudieran salir más vocablos. “¿Española?” me preguntó, y yo asentí con la cabeza separándome el pelo de la cara en un gesto nervioso. Me dijo cosas que no entendía, pero me daba lo mismo, me conformaba con verle, con empaparme de su presencia y cuando me invitó a pasear accedí con la esperanza de que aquella pequeña ronda trajera consigo alguna insinuación de amor por su parte. Ya sé que es una bobada, claro que lo sé, pero sólo tenía quince años y si aún hoy, que soy una mujer madura, a veces no puedo dejar de comportarme como una adolescente, imagínate por aquel entonces.
      Angelo me besó aquella noche, en un gesto de atrevimiento que a mí me pareció una demostración perfecta de amor, sembrando la huella de la ilusión y la pena por la próxima despedida. Porque únicamente podríamos disfrutar juntos del día siguiente, que se adivinaba transcurrir entre la esperanza de un romántico idilio que nacía y el desencanto de un adiós inevitable y seguramente definitivo. Las cosas buenas siempre duran poco o al menos esa es la impresión que deja en nuestra mente el rápido transcurrir de los momentos felices.
       Apenas debían ser las nueve de la mañana cuando iniciamos la jornada. Yo me despedí de mis compañeras de viaje advirtiéndoles que no contaran conmigo hasta bien entrada la noche y así fue.
     Angelo y yo callejeamos por la ciudad antigua, que encierra en sus callejuelas inmensos pequeños tesoros, diminutas tiendas de artesanía ubicadas bajo los arcos medievales, pequeños bares y restaurantes coquetos salpican esa atrayente parte de la urbe dotándola de un encanto especial que se graba para siempre en la retina del visitante. Cualquier rincón era bueno para un beso, para una caricia, para palabras incompresibles susurradas a media voz que por sólo ese hecho ya conseguían excitar mi alma de niña.
     De tarde subimos a la Colina del Castillo, desde donde se puede apreciar una panorámica incomparable de la ciudad. Y allí, entre el sol del atardecer y las primeras estrellas que comenzaban a espolvorear el cielo de luces plateadas, Angelo me prometió un amor eterno que yo me creí. Huelga decir que nunca más supe de él. Mis cartas jamás fueron contestadas y mi corazón se volvió un poquito más duro a golpes de indiferencia, pero como comprenderás, eso vendría mucho más tarde.
      Aquella noche, de regreso al camping, mi conquista y yo apuramos las últimas horas juntos entregándonos a juegos amorosos no carentes de inocencia. No llegamos al final, yo todavía era muy niña y no me atreví a dar el paso, pero no creas que no soñé con el momento  posible una y mil veces, recordando sus besos, poniendo en sus manos caricias nunca regaladas.
      Cuando llegó el momento de la partida lloré, lloré como una tonta por dejarle allí, lloré porque me iba a la ciudad romántica por excelencia sin la compañía adecuada. Es por eso que Venecia, a mi ojos de adolescente enamorada, apareció diferente a como yo había esperado. Es cierto que es una ciudad idealizada por sueños tiernos, apasionados, me atrevería a decir incluso que cargados de exagerada sensibilidad, mas cuando me surgió la posibilidad de visitarla apenas pensé en nada de eso. En aquellos momentos ir a Venecia era como ir a cualquier otro lugar, el caso era salir de casa y escapar durante unos días del dominio paterno, y no esperaba otra cosa que unos días de diversión y un toque de aventura con unas amigas, pero después de haber conocido por vez primera las mieles del amor y de haberlo tenido que dejar medio “abandonado”, mi percepción de los canales y los puentes cambió por completo. Ya no formaban parte de una ciudad sin más, eran rincones que nunca debieran ser disfrutados en soledad.
       Llegamos a Venecia después de tomar unos cuantos autobuses y haber hecho autostop alguna que otra vez, bajo una tormenta y un aguacero que tuvieron el poder de ensombrecer nuestra presencia. Por fortuna la climatología adversa no duró demasiado y aquel mismo día por la tarde el cielo se abrió de nuevo permitiéndonos instalar las tiendas de campaña y asentarnos en el camping a las afueras de la ciudad. A lo lejos, cuando las nubes se disiparon, se perfilaba la Torre de la Plaza de San Marcos y un poco más allá se podía divisar la Isla de Murano, en la que se fabrica el famoso y bello cristal.
Mis compañeras de viaje estaban impacientes  por iniciar su aventura veneciana, sin embargo a mí la perspectiva de pisar sus calles sin Angelo a mi lado me hacía sentir un tanto melancólica. Por unos instantes me sentí también un poco estúpida. Yo nunca había sido una muchacha demasiado sensible, al revés, mi carácter díscolo y rebelde era ciertamente incompatible con la sensiblería. Yo era una chica “progre”, libre, decidida, dura…. Hasta entonces. No obstante, quise alejar de mí el fantasma de la nostalgia y a la mañana siguiente me uní a las demás intentando aparentar una falsa alegría que no sentía, pero a la que sabía debía abrir la puerta de mi alma y dejar entrar.
     El primer contratiempo que me impidió sentirme contenta fue el mareo que se apoderó de mí en el pequeño muelle flotante por el que había que pasar necesariamente para tomar el vaporetto, el barco que cruzaba el Gran Canal y que nos conduciría a la Plaza de San Marcos. Curiosamente y por fortuna, el viaje en el barco no me mareaba, pero los escasos minutos previos al embarque eran para mí una especie de tortura y eso se repitió un día tras otro durante las tres jornadas que dedicamos a visitar la ciudad. Créeme si te digo que me pongo mala sólo de pensar que esa experiencia ha de volver a repetirse en breve.
     El pequeño trayecto  a través del Gran Canal era tan hermoso que por unos instantes inundó mi mente y tuvo el poder de hacerme olvidar cualquier cosa que no fuera la belleza que se me mostraba ante mis ojos. De pronto me pareció haber penetrado en una ciudad irreal, en un cuento de hadas, en una historia salida de la antigüedad. Los palacios que se erigían a un lado y a otro daban majestuosidad a la situación, mostrando con descaro su hermosura.
     Al llegar a  la Plaza de San Marcos la ciudad se abrió ante nuestros ojos. Por unos instantes nos quedamos mudas; luego, una de nosotras, tal vez yo misma, se atrevió a pronunciar sólo dos palabras “Vaya pasada”. Con esa expresión de andar por casa dábamos a entender el asombro que sentíamos ante un paisaje nunca visto. ¡Qué bello es aquel rincón! La catedral, el campanile, el palacio Ducal, los soportales que rodean la plaza guareciendo dentro de si pequeñas tiendas de regalos o encantadoras cafeterías que reciben al visitante con las melodiosas notas de un violín o un acordeón.
       Recuerdo especialmente una tarde en la que nos dedicamos a comprar regalos para los nuestros. Entramos en una de esas tiendas que acabo de describirte en la que una de las chicas quiso comprar un jarroncito de Capo di Monte, una porcelana fina muy cotizada en la ciudad. El dependiente, un hombre elegante, serio y extremadamente correcto, intentaba convencerla de manera sutil de que el precio de la pieza era más que adecuado a su valor, más a mi amiga, por supuesto absolutamente lega en la materia, no acababan de convencerle los argumentos del buen hombre. Yo andaba por la tienda, echando una mirada a la ingente cantidad de objetos que se agolpaban en las estanterías, sin hacer demasiado caso al regateo inútil que aquellos dos se traían entre manos, cuando me fijé en un cenicero de cristal de Murano amarillo decididamente horroroso, el regalo ideal para mi padre, fumador empedernido y muy especial en sus gustos. Estaba seguro de que aquel cenicero le encantaría, así que lo cogí, me acerqué a mi amiga y, mostrándoselo, le dije por lo bajo: “Dile que te llevas el jarrón si te regala este cenicero. Si lo consigues yo te doy la diferencia del regateo”, aun cuando era bastante evidente que el muchacho no aceptaría la propuesta, pues el valor del cenicero era bastante superior al de la rebaja que mi amiga le proponía. Efectivamente la negativa fue la respuesta y ya casi estábamos a punto de tirar la toalla en nuestros inútiles intentos por convencer al dependiente cuando de pronto salió de la trastienda un hombre entrado en años que resultó ser el dueño del negocio y que cuando se dio cuenta del toma y daca en el que estábamos sumergidos, mirando a mi amiga con ojos de cordero degollado, tomó el cenicero entre sus manos, se lo entregó a su empleado y le ordenó que lo empaquetara para regalárselo a la bella española. Mi amiga  le sonrió agradecida mientras el dependiente obedecía sin replicar y con su mejor sonrisa forzada nos entregaba nuestros preciados objetos. 
      Yo le pagué a la chica un precio irrisorio por el cenicero, se lo regalé a mi padre, mintiéndole sobre su procedencia por supuesto, y todos tan contentos.
       Es curioso, pero creo que las mujeres españolas, a pesar de no ser sustancialmente distintas a las italianas, por lo menos en su aspecto, despertamos en los hombres de aquel país un interés especial que se escapa a mi entendimiento. No hubo ni un día en que algún caballero no se acercara a nosotras con un piropo en los labios, aunque a mi me importaba un pito, pues en mi pensamiento y mi corazón no tenía cabida más que el Angelo que había dejado en Niza.
      Tal era la fijación que tenía en mi mente que un día, estando parada ante una tienda de souvenirs miando unos collares, me fijé en un chico que se alejaba  caminando a buen paso entre la multitud. La misma altura, el mismo cabello negro ensortijado…tenía que ser él. Tal vez, sabiendo que yo estaba allí, hubiera venido en mi busca, incapaz de soportar mi ausencia. Cegada por la ilusión y la emoción le seguí. Las calles estaban atestadas de gente, el muchacho no caminaba despacio precisamente y a mí me era difícil no perder su rastro. Choqué en más de una ocasión con los viandantes, que me miraban algunos extrañados, otros divertidos y los más con cara de pocos amigos. Yo murmurada disculpas ininteligibles con la vista fija en el que yo creía mi amor perdido. Le di alcancé frente al Puente de los Suspiros, aquél en el que los prisioneros lanzaban sus suspiros al aire cuando veían por última vez el cielo y el mar. Yo también suspiré aquel día, pero de desilusión, cuando finalmente pude comprobar que el chico perseguido nada tenía que ver con quién yo buscaba.
     Cabizbaja y triste emprendí el regreso al embarcadero de la plaza de San Marcos, dónde había quedado con las chicas para regresar al camping. Anochecía y el sol, convertido en una bola incandescente en el horizonte, teñía el cielo de tonalidades rojizas. Nos subimos al vaporetto y en nuestro viaje de regreso pudimos ver las góndolas que, estratégicamente colocadas, daban cobijo a las parejas enamoradas mientras un tenor las deleitaba con su voz y un músico lo acompañaba con un violín. Aquella imagen que parecía sacada de una escena de película empalagosamente romántica me hizo llorar. Yo también quería estar allí, en una góndola, al lado de alguien que me arropara a su lado y me susurrara al oído lo mucho que me quería. ¡Ay, los quince años! Decididamente la adolescencia es una época que no nos deja disfrutar de las cosas simples de la vida. Todo, hasta lo más sencillo, es convertible y de hecho la mayoría de las veces se convierte, en toda una tragedia. Y en aquellos instantes para mí era una tragedia no poder surcar los canales en góndola con mi amor del alma
      Sin embargo poco me imaginaba yo el último día de estancia en la ciudad iba a ver cumplido parte de mi sueño. Mis amigas y yo tomábamos un delicioso helado italiano sentadas en una terraza cerca de la basílica de San Marcos. A nuestro lado unos chicos miraban unas fotos y hacían comentarios entre ellos. De pronto uno  se giró hacia mí y enseñándome una foto en la que se veía a él mismo con otro muchacho, me comentó algo que yo no comprendía.
     -¿Entiendes algo? – me preguntó una de las chicas.
     -Nada de nada – le respondí.
     Entonces el chico se me quedó mirando y afirmó más que preguntó: “Española” . Asentí con la cabeza y él me explicó que nos había oído hablar entre nosotras  y que pensó que hablábamos un dialecto propio del norte de Italia. El muchacho, que resultó llamarse Piero, manejaba algo de español y a cuenta de ello y de que debimos de caerles bien, él y sus amigos se unieron al grupo.
     Pasamos el resto de la tarde juntos. Piero mostró desde el principio cierto interés por mí y hacia el final del día, cuando se acercaba la hora de dejar definitivamente la ciudad, me sugirió que pidiera un deseo.
     -¿Por qué? – pregunté curiosa.
      -Porque te vas a marchar. Y yo quiero concederte un deseo para que no te olvides de Venecia.
      -¡Anda! Como si fueras el genio de la lámpara. – me burlé yo –pero puestos a pedir…. ¿me llevas a dar un paseo en góndola?
      Piero me tomó de la mano, ante la atónita mirada del resto del grupo, me llevó hacia el embarcadero y allí mantuvo una corta conversación con el gondolero, finalizada la cual me ayudó a subir a la coqueta embarcación, haciéndolo él a continuación.  Comenzamos nuestro viaje, que nos llevó a recorrer buena parte de la ciudad por sus canales. Piero me hablaba, me contaba historias que tenían mitad de realidad, mitad de leyenda, sobre los palacios que íbamos dejando atrás y yo vi la ciudad con ojos nuevos. Porque has de creerme si te digo que la sensación que sentí al contemplarla desde los canales nada tuvo que ver con la que sentí al recorrerla andando. Era como si entonces, sentada en la góndola, acompañada de un completo desconocido, me encontrara inmersa en su medio natural, en su esencia.
     El recorrido duró bastante tiempo y cuando llegamos de nuevo al embarcadero ya casi el último vaporetto estaba a punto de salir. Me despedí del muchacho y de sus amigos y embarqué para emprender el regreso. Mientras recorría el Gran Canal, casi de vuelta a casa, me despedí también de la ciudad y al mismo tiempo me hice una promesa: volver, pero volver con alguien a mi lado, con alguien que mereciera la pena, con una persona con la que pudiera compartir todo el encanto de aquel lugar.
    Nunca pude cumplir mi promesa, porque nunca encontré a nadie que me hiciera sentir la necesidad de regresar. Sólo cuando escuché tus palabras: te voy a llevar a Venecia, en ese preciso instante, un resorte se activó en mi mente y supe que eras tú la persona que estaba esperando. Sí, por supuesto que me quiero ir contigo, a pesar de mi miedo al avión, a pesar del mareo que me produce subirme al vaporetto, a pesar de todos los inconvenientes que pudieran surgir, quiero irme contigo. ¿Y sabes cuál es mi mayor deseo? Te lo voy a contar. Subir a una góndola a tu lado, acurrucarme contra tu pecho sintiendo tu brazo rodear mis hombros y surcar los canales en silencio, escuchando únicamente el leve chapoteo del agua y el latido de nuestros corazones. Así se cumplirá el sueño de mis quince años, no con Angelo, no con Piero, contigo, porque tú eres con quien quiero compartir aquella ilusión de adolescente.
     
    
      
      

jueves, 14 de febrero de 2013

PARA VOLVER A VIVIR


PARA VOLVER  A VIVIR

     El otoño invitaba a salir en loca procesión de hojas caídas, y Lucía, aquella fatídica tarde de noviembre, aceptó su invitación y salió tras ellas con el entusiasmo propio de sus pocos años. No, no la retuve, no había motivo alguno para hacerlo, salía siempre a la misma hora y ni por la cabeza  se me pasó que aquella vez tuviera que ser diferente a las demás.

     Le gustaba el otoño a mi pequeña. Solía decirme que no entendía por qué la gente se mostraba alicaída cuando llegaba esta estación, si los colores ocres y rojos que la naturaleza nos regalaba eran lo más precioso del mundo. Supongo que era una observación infantil, pero yo le daba la razón, porque me sentía feliz viendo su entusiasmo, su alegría de vivir, esa alegría que aquella tarde quedó relegada al olvido para siempre.

     Lucía se puso su chandal rosa, aquel que le había regalado su padre por su último cumpleaños, se recogió su melena negra en un moño descuidado, me dio un beso en la mejilla y salió de la casa pidiéndome que le hiciera de cena huevos con patatas fritas.

      -Volveré a la hora de siempre – me dijo – si por cualquier causa tengo que retrasarme te avisaré.

     Cuando escuché cerrar la puerta de entrada me senté en el sofá del salón y encendí la televisión. Después de comprobar que no daban nada interesante, estiré los pies encima de la mesa, me recosté hacia atrás y cerré los ojos. Había tenido un día horrible en el hospital, no había cesado de llegar gente al servicio de urgencias  y me sentía realmente cansada, tanto, que me dormí casi sin darme cuenta. Cuando desperté habían transcurrido más de dos horas y Lucía no había llegado todavía. Miré la pantalla de mi móvil por si tenía alguna llamada perdida pero no era así. Me extrañó tanto que me levanté y revisé toda la casa por si se encontraba allí, aunque sabía que, de ser  así, me hubiera despertado al llegar.  Cuando comprobé que efectivamente no estaba comencé a inquietarme. Ella era una chica diligente y responsable, de hecho me había advertido que si llegaba tarde me avisaría, así que no me fue difícil llegar a la conclusión de que algo tenía que haberle ocurrido. Inicié un loco paseo por la casa muy nerviosa, sin saber qué hacer, hasta que al transcurrir una hora más y ver que mi hija no terminaba de aparecer, tomé el teléfono y llamé a su padre, del que me había separado apenas unos años después de nacer ella pero con el que siempre mantuve una excelente relación. Le conté lo ocurrido y trató de tranquilizarme diciendo que probablemente Lucía se hubiera encontrado con alguna amiga y se había olvidado de llamar. Pero yo sabía que no era así, sabía que a mi pequeña le había pasado algo y cansada de esperar salí a buscarla.

      Me dirigí al parque que se encontraba a apenas dos manzanas de casa, por dónde sabía que ella solía correr, mas temerosa por lo que mi mente me decía que podía encontrar, di media vuelta y me fui a la comisaría de policía más cercana. Allí apenas me hicieron caso, me trataron poco menos que  como a una histérica, salvo un muchacho joven que, supongo que al ver el estado de nerviosismo en el que estaba inmersa, se ofreció a acompañarme al parque para comprobar, según sus palabras, que allí no le había ocurrido nada malo a mi hija.  Mas en apenas unos minutos pudimos confirmar que el joven se había equivocado y que mis sospechas eran ciertas. En una esquina, medio tapada por las hojas secas que el viento de otoño había arremolinado a su alrededor, Lucía yacía tirada en el suelo, desnuda de la cintura para abajo, con el resto de la ropa hecha jirones, la cara desfigurada por los golpes y un reguero de sangre corriendo entre sus muslos.
*

        Es cierto, las heridas del cuerpo se curan pronto, son las del alma las que quedan ahí, gravadas a fuego, sin dejarnos volver a vivir. A mi niña la trasladaron al hospital y en apenas una semana su rostro recuperó su natural belleza, pero jamás volvió a ser la misma. Un desgraciado la había mancillado y había sesgado su vida para siempre. Al principio su obsesión era haberse quedado embarazada o haber contraído el sida, pero yo creo que aquel miedo era sólo un escudo, una tapadera para intentar ocultar todo el horror que había quedado aprisionado en su interior. De pronto se convirtió en una chica introvertida, triste, temerosa de todo, de salir de casa sola, de ir al instituto, de relacionarse con la gente, de cualquier contacto físico.... Yo intentaba animarla, pero su  respuesta era siempre la misma.

        -¿Cómo quieres que me anime sabiendo que el tipo ese anda por ahí fuera y puede volver a acercarse a mí en cualquier momento?

           En el fondo tenía razón. Porque a pesar de la denuncia interpuesta y de las investigaciones policiales, no fueron capaces de dar con el desalmado que había violado a una niña de apenas dieciséis años. Lucía lo describió con toda claridad. Dijo que no era la primera vez que lo veía, que en alguna ocasión se habían cruzado cuando ambos corrían por el parque y que se había fijado en él porque vestía un chandal igual a uno que tenía su padre. Era un hombre de mediana edad, alto, de complexión atlética, con pelo negro ligeramente largo, nariz aguileña y ojos negros.

         -Increíblemente negros – le dijo mi hija a la policía que la interrogó – tan negros que daban miedo.

         Pero de nada sirvieron sus descripciones, y con el tiempo el caso fue cayendo en el olvido de todos, menos en el suyo, en el mío y en el de toda la gente que la quería.

         Hubiera dado lo que fuera porque nada de aquello hubiera ocurrido, porque mi hija no tuviera que pasar el sufrimiento que estaba pasando, por encontrar a aquel hombre y hacerlo añicos con mis propias manos. Por eso el día que mi hija lo reconoció por la calle, parte de mi angustia se convirtió en sed de venganza, de una venganza real y posible que de pronto parecía ponérseme al alcance de la mano. Lucía paseaba conmigo por la calle cuando lo vio salir de un edificio de oficinas.

        -Mamá, aquel hombre -me dijo mirándole fijamente y haciendo que mi propia mirada se desviara hacia él – es el hombre que me violó.

        -¿Estas segura? - le pregunté, pues no me cuadraba el aspecto impecable y respetable de aquel individuo con el perfil de un violador.

        -Completamente – me respondió mi hija con una calma que me estremeció – no olvidaría su rostro ni aunque me empeñara en ello con todas mis fuerzas.

        Todo lo que vino después fue una auténtica locura. Interpusimos la pertinente denuncia, lo detuvieron, lo interrogaron, interrogaron de nuevo a mi hija.....pero de nada sirvió. El era un hombre importante, íntegro, decente, conocido en ciertos círculos sociales que no estaban a nuestro alcance y sobre todo, después de pasado tanto tiempo ya no había pruebas concluyentes lo suficientemente sólidas para acusarle. Mi hija se derrumbó al tener que revivir de nuevo su  infierno particular sin que valiera para nada y yo me juré darle el escarmiento que se merecía el día en que aquel hombre se cruzó conmigo en los pasillos del juzgado y mirándome con una media sonrisa en el rostro me dijo lleno de cinismo “tu hija tiene unas bonitas tetas”. Si me quedaba alguna duda  sobre su culpabilidad aquella asquerosa frase me la disipó por completo. No sabía cómo, ni cuándo, pero aquel ser abominable caería en mis manos.

       Siete años tuve que esperar, siete años en los que fui muda testigo del padecimiento de Lucía, de como iba creciendo y haciéndose una mujer sin que aquella pena que se había asentado en su alma la abandonara nunca del todo, siete años en los que mi único deseo fue que mi hija volviera a vivir la vida plena que un día había gozado... y por fin me llegó la oportunidad ansiada.

        Supongo que a más de uno le parecerá mentira, y no es para menos. Casualidades como esta ocurren muy pocas veces en la vida. Porque ya me dirán si no es casualidad que el violador de mi hija, el hombre que le había destrozado la vida, viniese a parar un buen día al hospital donde yo ejerzo como enfermera. Apenas me lo podía creer cuando le vi, tirado en una camilla en el servicio de urgencias, afectado de una dolencia simple que, para su desgracia, le llevaría a la muerte de forma irremediable. No lo dudé un instante. El azar lo había dejado en mis manos y yo tenía que aprovechar la ocasión. Ni siquiera me puse nerviosa cuando entré en el box en el que se encontraba e inyecté una jeringuilla de aire en el tubo de su suero. . En pocos segundos un infarto o una embolia  acabarían con su vida. El hombre dormía y yo esperé pacientemente a que los efectos del aire en su sangre se hicieran visibles. De pronto abrió los ojos como platos y se encontró con mi rostro. Yo le sonreí y sin más salí de allí. Continué mi trabajo sin dejar de prestar atención a los acontecimientos. Unos minutos más tarde a alguien oí decir que el hombre del box número tres había muerto de repente, probablemente de un infarto fulminante. Entonces respiré aliviada. A Lucía le había llegado el momento de volver a vivir.