jueves, 14 de febrero de 2013

PARA VOLVER A VIVIR


PARA VOLVER  A VIVIR

     El otoño invitaba a salir en loca procesión de hojas caídas, y Lucía, aquella fatídica tarde de noviembre, aceptó su invitación y salió tras ellas con el entusiasmo propio de sus pocos años. No, no la retuve, no había motivo alguno para hacerlo, salía siempre a la misma hora y ni por la cabeza  se me pasó que aquella vez tuviera que ser diferente a las demás.

     Le gustaba el otoño a mi pequeña. Solía decirme que no entendía por qué la gente se mostraba alicaída cuando llegaba esta estación, si los colores ocres y rojos que la naturaleza nos regalaba eran lo más precioso del mundo. Supongo que era una observación infantil, pero yo le daba la razón, porque me sentía feliz viendo su entusiasmo, su alegría de vivir, esa alegría que aquella tarde quedó relegada al olvido para siempre.

     Lucía se puso su chandal rosa, aquel que le había regalado su padre por su último cumpleaños, se recogió su melena negra en un moño descuidado, me dio un beso en la mejilla y salió de la casa pidiéndome que le hiciera de cena huevos con patatas fritas.

      -Volveré a la hora de siempre – me dijo – si por cualquier causa tengo que retrasarme te avisaré.

     Cuando escuché cerrar la puerta de entrada me senté en el sofá del salón y encendí la televisión. Después de comprobar que no daban nada interesante, estiré los pies encima de la mesa, me recosté hacia atrás y cerré los ojos. Había tenido un día horrible en el hospital, no había cesado de llegar gente al servicio de urgencias  y me sentía realmente cansada, tanto, que me dormí casi sin darme cuenta. Cuando desperté habían transcurrido más de dos horas y Lucía no había llegado todavía. Miré la pantalla de mi móvil por si tenía alguna llamada perdida pero no era así. Me extrañó tanto que me levanté y revisé toda la casa por si se encontraba allí, aunque sabía que, de ser  así, me hubiera despertado al llegar.  Cuando comprobé que efectivamente no estaba comencé a inquietarme. Ella era una chica diligente y responsable, de hecho me había advertido que si llegaba tarde me avisaría, así que no me fue difícil llegar a la conclusión de que algo tenía que haberle ocurrido. Inicié un loco paseo por la casa muy nerviosa, sin saber qué hacer, hasta que al transcurrir una hora más y ver que mi hija no terminaba de aparecer, tomé el teléfono y llamé a su padre, del que me había separado apenas unos años después de nacer ella pero con el que siempre mantuve una excelente relación. Le conté lo ocurrido y trató de tranquilizarme diciendo que probablemente Lucía se hubiera encontrado con alguna amiga y se había olvidado de llamar. Pero yo sabía que no era así, sabía que a mi pequeña le había pasado algo y cansada de esperar salí a buscarla.

      Me dirigí al parque que se encontraba a apenas dos manzanas de casa, por dónde sabía que ella solía correr, mas temerosa por lo que mi mente me decía que podía encontrar, di media vuelta y me fui a la comisaría de policía más cercana. Allí apenas me hicieron caso, me trataron poco menos que  como a una histérica, salvo un muchacho joven que, supongo que al ver el estado de nerviosismo en el que estaba inmersa, se ofreció a acompañarme al parque para comprobar, según sus palabras, que allí no le había ocurrido nada malo a mi hija.  Mas en apenas unos minutos pudimos confirmar que el joven se había equivocado y que mis sospechas eran ciertas. En una esquina, medio tapada por las hojas secas que el viento de otoño había arremolinado a su alrededor, Lucía yacía tirada en el suelo, desnuda de la cintura para abajo, con el resto de la ropa hecha jirones, la cara desfigurada por los golpes y un reguero de sangre corriendo entre sus muslos.
*

        Es cierto, las heridas del cuerpo se curan pronto, son las del alma las que quedan ahí, gravadas a fuego, sin dejarnos volver a vivir. A mi niña la trasladaron al hospital y en apenas una semana su rostro recuperó su natural belleza, pero jamás volvió a ser la misma. Un desgraciado la había mancillado y había sesgado su vida para siempre. Al principio su obsesión era haberse quedado embarazada o haber contraído el sida, pero yo creo que aquel miedo era sólo un escudo, una tapadera para intentar ocultar todo el horror que había quedado aprisionado en su interior. De pronto se convirtió en una chica introvertida, triste, temerosa de todo, de salir de casa sola, de ir al instituto, de relacionarse con la gente, de cualquier contacto físico.... Yo intentaba animarla, pero su  respuesta era siempre la misma.

        -¿Cómo quieres que me anime sabiendo que el tipo ese anda por ahí fuera y puede volver a acercarse a mí en cualquier momento?

           En el fondo tenía razón. Porque a pesar de la denuncia interpuesta y de las investigaciones policiales, no fueron capaces de dar con el desalmado que había violado a una niña de apenas dieciséis años. Lucía lo describió con toda claridad. Dijo que no era la primera vez que lo veía, que en alguna ocasión se habían cruzado cuando ambos corrían por el parque y que se había fijado en él porque vestía un chandal igual a uno que tenía su padre. Era un hombre de mediana edad, alto, de complexión atlética, con pelo negro ligeramente largo, nariz aguileña y ojos negros.

         -Increíblemente negros – le dijo mi hija a la policía que la interrogó – tan negros que daban miedo.

         Pero de nada sirvieron sus descripciones, y con el tiempo el caso fue cayendo en el olvido de todos, menos en el suyo, en el mío y en el de toda la gente que la quería.

         Hubiera dado lo que fuera porque nada de aquello hubiera ocurrido, porque mi hija no tuviera que pasar el sufrimiento que estaba pasando, por encontrar a aquel hombre y hacerlo añicos con mis propias manos. Por eso el día que mi hija lo reconoció por la calle, parte de mi angustia se convirtió en sed de venganza, de una venganza real y posible que de pronto parecía ponérseme al alcance de la mano. Lucía paseaba conmigo por la calle cuando lo vio salir de un edificio de oficinas.

        -Mamá, aquel hombre -me dijo mirándole fijamente y haciendo que mi propia mirada se desviara hacia él – es el hombre que me violó.

        -¿Estas segura? - le pregunté, pues no me cuadraba el aspecto impecable y respetable de aquel individuo con el perfil de un violador.

        -Completamente – me respondió mi hija con una calma que me estremeció – no olvidaría su rostro ni aunque me empeñara en ello con todas mis fuerzas.

        Todo lo que vino después fue una auténtica locura. Interpusimos la pertinente denuncia, lo detuvieron, lo interrogaron, interrogaron de nuevo a mi hija.....pero de nada sirvió. El era un hombre importante, íntegro, decente, conocido en ciertos círculos sociales que no estaban a nuestro alcance y sobre todo, después de pasado tanto tiempo ya no había pruebas concluyentes lo suficientemente sólidas para acusarle. Mi hija se derrumbó al tener que revivir de nuevo su  infierno particular sin que valiera para nada y yo me juré darle el escarmiento que se merecía el día en que aquel hombre se cruzó conmigo en los pasillos del juzgado y mirándome con una media sonrisa en el rostro me dijo lleno de cinismo “tu hija tiene unas bonitas tetas”. Si me quedaba alguna duda  sobre su culpabilidad aquella asquerosa frase me la disipó por completo. No sabía cómo, ni cuándo, pero aquel ser abominable caería en mis manos.

       Siete años tuve que esperar, siete años en los que fui muda testigo del padecimiento de Lucía, de como iba creciendo y haciéndose una mujer sin que aquella pena que se había asentado en su alma la abandonara nunca del todo, siete años en los que mi único deseo fue que mi hija volviera a vivir la vida plena que un día había gozado... y por fin me llegó la oportunidad ansiada.

        Supongo que a más de uno le parecerá mentira, y no es para menos. Casualidades como esta ocurren muy pocas veces en la vida. Porque ya me dirán si no es casualidad que el violador de mi hija, el hombre que le había destrozado la vida, viniese a parar un buen día al hospital donde yo ejerzo como enfermera. Apenas me lo podía creer cuando le vi, tirado en una camilla en el servicio de urgencias, afectado de una dolencia simple que, para su desgracia, le llevaría a la muerte de forma irremediable. No lo dudé un instante. El azar lo había dejado en mis manos y yo tenía que aprovechar la ocasión. Ni siquiera me puse nerviosa cuando entré en el box en el que se encontraba e inyecté una jeringuilla de aire en el tubo de su suero. . En pocos segundos un infarto o una embolia  acabarían con su vida. El hombre dormía y yo esperé pacientemente a que los efectos del aire en su sangre se hicieran visibles. De pronto abrió los ojos como platos y se encontró con mi rostro. Yo le sonreí y sin más salí de allí. Continué mi trabajo sin dejar de prestar atención a los acontecimientos. Unos minutos más tarde a alguien oí decir que el hombre del box número tres había muerto de repente, probablemente de un infarto fulminante. Entonces respiré aliviada. A Lucía le había llegado el momento de volver a vivir.

3 comentarios:

  1. Hola!!
    Pues paso por tu blog debido a la campaña del club de las escritoras "Por un club más unido" para seguirte... Te invito a mi blog http://morsinamore.blogspot.mx espero verte por allá, y yo pasaré a menudo por el tuyo ^^

    Saludos!!

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  2. Hola, soy Arman. Me he unido a la campaña del club de las escritoras "Por un club más unido" así que ya tienes una seguidora más ;)
    Saludos!!!

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  3. Hola Gloria.
    Pasaba por aquí a saludarte y a decirte que te sigo desde ya mismo.
    He leído antes tu blog y me gusta cómo escribes. Tienes un gran talento para escribir historias de gente normal y corriente, pero, al mismo tiempo, que sufre, que ama, que lucha y que vive. Son preciosas.
    Tienes un premio en mi blog "Mi otro blog" El link es: http://blogdeepoca.blogspot.com
    Pásate cuando puedas a por él.
    Hasta pronto, Gloria. No dejes de escribir.

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