sábado, 27 de abril de 2013

En Venecia

                              

     Ven, siéntate a mi lado, que al hilo de lo que me acabas de decir quiero contarte algo. Yo ya estuve allí hace muchos años, cuando apenas era una niña, recién estrenada la adolescencia, esa época de rebeldía inhóspita que a veces nos lleva a cometer los mayores despropósitos.
     Aquel viaje comenzó con una mentira. Yo sabía que mis padres nunca me darían permiso para irme tan lejos con cuatro chicas más mayores que yo, amigas de mi hermano, que aceptaron llevarme con ellas cansadas de mi insistencia y con la intercesión de aquél, el cual veía en el viaje la posibilidad de librarse de mí durante unos días. El plan de viaje era mochila al hombro y como medio de transporte el que cuadrara, a veces un bus, otras la caridad de cualquier conductor. Así que dije en casa que  mi mejor amiga me había invitado a pasar una pequeña temporada en el chalet que sus abuelos tenían en  Benidorm y se lo tragaron. Por suerte en aquella época no había móviles, y por ende, el control al que me podían someter era mucho menor que si toda aquella locura la hubiera cometido hoy.
     Partimos casi a escondidas una calurosa mañana de agosto, en un bus viejo y maloliente, cuyos conductos de aire acondicionado no eran otra cosa que las minúsculas ventanillas superiores que habíamos de mantener abiertas si no queríamos fallecer de un golpe de calor. No sé cuántas horas tardamos en llegar a Barcelona, primera etapa de nuestro alocado viaje, lo que sí recuerdo es que estábamos tan cansadas que paramos a dormir en la primera pensión de mala muerte que nos encontramos, un lugar lúgubre y sucio por cuyas habitaciones campaban a sus anchas las cucarachas que, amparadas por el calor, salían a buscar su ración diaria de comida. No nos importó demasiado, entre otras cosas porque no nos percatamos de ello hasta que los primeros rayos de sol nos despertaron conminándonos a reanudar nuestro periplo.
       Tal vez se hayan borrado de mi memoria algunos detalles, incluso algunas etapas del trayecto que nos llevó a la ciudad de los canales, porque el siguiente lugar en que recuerdo recalar fue en Niza, en plena Costa Azul francesa. Allí armamos nuestras tiendas de campaña en un camping contiguo a la playa… la playa, es tan grande que va de punta a punta de la ciudad y nos gustó tanto que allí decidimos quedarnos dos días antes de continuar.
     Mi recuerdo de aquella ciudad es especialmente tierno, pues allí conocí a Angelo, un italiano descarado y pendenciero que me enamoró con la premura propia y característica de los pocos años. Ni siquiera sé cómo llegamos a entendernos, pues ni él hablaba una palabra de español, ni yo el más elemental italiano, aunque supongo que, como alguna vez oí decir no sé a quién ni en qué lugar, el único idioma universal que existe es el del amor, y así debió de ocurrir entre nosotros, porque los besos que nos dimos fueron suficientes para comprendernos.
      Le conocí una mañana a la orilla del mar, cuando yo paseaba con descaro mi cuerpo insinuante y  medio desnudo en un acto de libertad hasta entonces prohibido. No pudo apartar los ojos de mí cuando pasé por su lado y al escucharle decir aquello de “bella ragazza” le regalé una sonrisa y seguí mi camino sin atreverme a volver la vista atrás. Después de darme un baño en aquellas aguas de cristal deshice el camino andado con la esperanza de volver a ver a aquel muchacho de cabellos rizados y ojos de azabache que en apenas unos minutos había pasado a ocupar una parte importante de mi cerebro. Mas no hubo suerte y volví a mi toalla pensando en que entre tanta gente sería demasiada casualidad volver a encontrarlo.
        Pero las casualidades existen ¿no crees? No en vano tú y yo nos hemos encontrado así, de casualidad, y ese mismo azar que a veces se empeña en jugar a su capricho con nuestras vidas volvió a poner en mi camino al chico que me había hecho jugar al escondite con un amor incipiente  y precipitado con el que me había pasado el día fantaseando.
      Aquella misma noche, después de prepararme para dormir, al salir de los baños del camping, llegaron a mis oídos las mismas palabras de aquella mañana: “Bella ragazza”. Mi corazón dio un vuelco y mis ojos dirigieron la mirada hacia el chico que, apoyado en un árbol, parecía estar esperando mi llegada desde siempre. De nuevo le sonreí, pero esa vez no seguí mi camino, sino que me acerqué a él y le saludé con un simple “hola”, pues la tensión impedía que de mi garganta pudieran salir más vocablos. “¿Española?” me preguntó, y yo asentí con la cabeza separándome el pelo de la cara en un gesto nervioso. Me dijo cosas que no entendía, pero me daba lo mismo, me conformaba con verle, con empaparme de su presencia y cuando me invitó a pasear accedí con la esperanza de que aquella pequeña ronda trajera consigo alguna insinuación de amor por su parte. Ya sé que es una bobada, claro que lo sé, pero sólo tenía quince años y si aún hoy, que soy una mujer madura, a veces no puedo dejar de comportarme como una adolescente, imagínate por aquel entonces.
      Angelo me besó aquella noche, en un gesto de atrevimiento que a mí me pareció una demostración perfecta de amor, sembrando la huella de la ilusión y la pena por la próxima despedida. Porque únicamente podríamos disfrutar juntos del día siguiente, que se adivinaba transcurrir entre la esperanza de un romántico idilio que nacía y el desencanto de un adiós inevitable y seguramente definitivo. Las cosas buenas siempre duran poco o al menos esa es la impresión que deja en nuestra mente el rápido transcurrir de los momentos felices.
       Apenas debían ser las nueve de la mañana cuando iniciamos la jornada. Yo me despedí de mis compañeras de viaje advirtiéndoles que no contaran conmigo hasta bien entrada la noche y así fue.
     Angelo y yo callejeamos por la ciudad antigua, que encierra en sus callejuelas inmensos pequeños tesoros, diminutas tiendas de artesanía ubicadas bajo los arcos medievales, pequeños bares y restaurantes coquetos salpican esa atrayente parte de la urbe dotándola de un encanto especial que se graba para siempre en la retina del visitante. Cualquier rincón era bueno para un beso, para una caricia, para palabras incompresibles susurradas a media voz que por sólo ese hecho ya conseguían excitar mi alma de niña.
     De tarde subimos a la Colina del Castillo, desde donde se puede apreciar una panorámica incomparable de la ciudad. Y allí, entre el sol del atardecer y las primeras estrellas que comenzaban a espolvorear el cielo de luces plateadas, Angelo me prometió un amor eterno que yo me creí. Huelga decir que nunca más supe de él. Mis cartas jamás fueron contestadas y mi corazón se volvió un poquito más duro a golpes de indiferencia, pero como comprenderás, eso vendría mucho más tarde.
      Aquella noche, de regreso al camping, mi conquista y yo apuramos las últimas horas juntos entregándonos a juegos amorosos no carentes de inocencia. No llegamos al final, yo todavía era muy niña y no me atreví a dar el paso, pero no creas que no soñé con el momento  posible una y mil veces, recordando sus besos, poniendo en sus manos caricias nunca regaladas.
      Cuando llegó el momento de la partida lloré, lloré como una tonta por dejarle allí, lloré porque me iba a la ciudad romántica por excelencia sin la compañía adecuada. Es por eso que Venecia, a mi ojos de adolescente enamorada, apareció diferente a como yo había esperado. Es cierto que es una ciudad idealizada por sueños tiernos, apasionados, me atrevería a decir incluso que cargados de exagerada sensibilidad, mas cuando me surgió la posibilidad de visitarla apenas pensé en nada de eso. En aquellos momentos ir a Venecia era como ir a cualquier otro lugar, el caso era salir de casa y escapar durante unos días del dominio paterno, y no esperaba otra cosa que unos días de diversión y un toque de aventura con unas amigas, pero después de haber conocido por vez primera las mieles del amor y de haberlo tenido que dejar medio “abandonado”, mi percepción de los canales y los puentes cambió por completo. Ya no formaban parte de una ciudad sin más, eran rincones que nunca debieran ser disfrutados en soledad.
       Llegamos a Venecia después de tomar unos cuantos autobuses y haber hecho autostop alguna que otra vez, bajo una tormenta y un aguacero que tuvieron el poder de ensombrecer nuestra presencia. Por fortuna la climatología adversa no duró demasiado y aquel mismo día por la tarde el cielo se abrió de nuevo permitiéndonos instalar las tiendas de campaña y asentarnos en el camping a las afueras de la ciudad. A lo lejos, cuando las nubes se disiparon, se perfilaba la Torre de la Plaza de San Marcos y un poco más allá se podía divisar la Isla de Murano, en la que se fabrica el famoso y bello cristal.
Mis compañeras de viaje estaban impacientes  por iniciar su aventura veneciana, sin embargo a mí la perspectiva de pisar sus calles sin Angelo a mi lado me hacía sentir un tanto melancólica. Por unos instantes me sentí también un poco estúpida. Yo nunca había sido una muchacha demasiado sensible, al revés, mi carácter díscolo y rebelde era ciertamente incompatible con la sensiblería. Yo era una chica “progre”, libre, decidida, dura…. Hasta entonces. No obstante, quise alejar de mí el fantasma de la nostalgia y a la mañana siguiente me uní a las demás intentando aparentar una falsa alegría que no sentía, pero a la que sabía debía abrir la puerta de mi alma y dejar entrar.
     El primer contratiempo que me impidió sentirme contenta fue el mareo que se apoderó de mí en el pequeño muelle flotante por el que había que pasar necesariamente para tomar el vaporetto, el barco que cruzaba el Gran Canal y que nos conduciría a la Plaza de San Marcos. Curiosamente y por fortuna, el viaje en el barco no me mareaba, pero los escasos minutos previos al embarque eran para mí una especie de tortura y eso se repitió un día tras otro durante las tres jornadas que dedicamos a visitar la ciudad. Créeme si te digo que me pongo mala sólo de pensar que esa experiencia ha de volver a repetirse en breve.
     El pequeño trayecto  a través del Gran Canal era tan hermoso que por unos instantes inundó mi mente y tuvo el poder de hacerme olvidar cualquier cosa que no fuera la belleza que se me mostraba ante mis ojos. De pronto me pareció haber penetrado en una ciudad irreal, en un cuento de hadas, en una historia salida de la antigüedad. Los palacios que se erigían a un lado y a otro daban majestuosidad a la situación, mostrando con descaro su hermosura.
     Al llegar a  la Plaza de San Marcos la ciudad se abrió ante nuestros ojos. Por unos instantes nos quedamos mudas; luego, una de nosotras, tal vez yo misma, se atrevió a pronunciar sólo dos palabras “Vaya pasada”. Con esa expresión de andar por casa dábamos a entender el asombro que sentíamos ante un paisaje nunca visto. ¡Qué bello es aquel rincón! La catedral, el campanile, el palacio Ducal, los soportales que rodean la plaza guareciendo dentro de si pequeñas tiendas de regalos o encantadoras cafeterías que reciben al visitante con las melodiosas notas de un violín o un acordeón.
       Recuerdo especialmente una tarde en la que nos dedicamos a comprar regalos para los nuestros. Entramos en una de esas tiendas que acabo de describirte en la que una de las chicas quiso comprar un jarroncito de Capo di Monte, una porcelana fina muy cotizada en la ciudad. El dependiente, un hombre elegante, serio y extremadamente correcto, intentaba convencerla de manera sutil de que el precio de la pieza era más que adecuado a su valor, más a mi amiga, por supuesto absolutamente lega en la materia, no acababan de convencerle los argumentos del buen hombre. Yo andaba por la tienda, echando una mirada a la ingente cantidad de objetos que se agolpaban en las estanterías, sin hacer demasiado caso al regateo inútil que aquellos dos se traían entre manos, cuando me fijé en un cenicero de cristal de Murano amarillo decididamente horroroso, el regalo ideal para mi padre, fumador empedernido y muy especial en sus gustos. Estaba seguro de que aquel cenicero le encantaría, así que lo cogí, me acerqué a mi amiga y, mostrándoselo, le dije por lo bajo: “Dile que te llevas el jarrón si te regala este cenicero. Si lo consigues yo te doy la diferencia del regateo”, aun cuando era bastante evidente que el muchacho no aceptaría la propuesta, pues el valor del cenicero era bastante superior al de la rebaja que mi amiga le proponía. Efectivamente la negativa fue la respuesta y ya casi estábamos a punto de tirar la toalla en nuestros inútiles intentos por convencer al dependiente cuando de pronto salió de la trastienda un hombre entrado en años que resultó ser el dueño del negocio y que cuando se dio cuenta del toma y daca en el que estábamos sumergidos, mirando a mi amiga con ojos de cordero degollado, tomó el cenicero entre sus manos, se lo entregó a su empleado y le ordenó que lo empaquetara para regalárselo a la bella española. Mi amiga  le sonrió agradecida mientras el dependiente obedecía sin replicar y con su mejor sonrisa forzada nos entregaba nuestros preciados objetos. 
      Yo le pagué a la chica un precio irrisorio por el cenicero, se lo regalé a mi padre, mintiéndole sobre su procedencia por supuesto, y todos tan contentos.
       Es curioso, pero creo que las mujeres españolas, a pesar de no ser sustancialmente distintas a las italianas, por lo menos en su aspecto, despertamos en los hombres de aquel país un interés especial que se escapa a mi entendimiento. No hubo ni un día en que algún caballero no se acercara a nosotras con un piropo en los labios, aunque a mi me importaba un pito, pues en mi pensamiento y mi corazón no tenía cabida más que el Angelo que había dejado en Niza.
      Tal era la fijación que tenía en mi mente que un día, estando parada ante una tienda de souvenirs miando unos collares, me fijé en un chico que se alejaba  caminando a buen paso entre la multitud. La misma altura, el mismo cabello negro ensortijado…tenía que ser él. Tal vez, sabiendo que yo estaba allí, hubiera venido en mi busca, incapaz de soportar mi ausencia. Cegada por la ilusión y la emoción le seguí. Las calles estaban atestadas de gente, el muchacho no caminaba despacio precisamente y a mí me era difícil no perder su rastro. Choqué en más de una ocasión con los viandantes, que me miraban algunos extrañados, otros divertidos y los más con cara de pocos amigos. Yo murmurada disculpas ininteligibles con la vista fija en el que yo creía mi amor perdido. Le di alcancé frente al Puente de los Suspiros, aquél en el que los prisioneros lanzaban sus suspiros al aire cuando veían por última vez el cielo y el mar. Yo también suspiré aquel día, pero de desilusión, cuando finalmente pude comprobar que el chico perseguido nada tenía que ver con quién yo buscaba.
     Cabizbaja y triste emprendí el regreso al embarcadero de la plaza de San Marcos, dónde había quedado con las chicas para regresar al camping. Anochecía y el sol, convertido en una bola incandescente en el horizonte, teñía el cielo de tonalidades rojizas. Nos subimos al vaporetto y en nuestro viaje de regreso pudimos ver las góndolas que, estratégicamente colocadas, daban cobijo a las parejas enamoradas mientras un tenor las deleitaba con su voz y un músico lo acompañaba con un violín. Aquella imagen que parecía sacada de una escena de película empalagosamente romántica me hizo llorar. Yo también quería estar allí, en una góndola, al lado de alguien que me arropara a su lado y me susurrara al oído lo mucho que me quería. ¡Ay, los quince años! Decididamente la adolescencia es una época que no nos deja disfrutar de las cosas simples de la vida. Todo, hasta lo más sencillo, es convertible y de hecho la mayoría de las veces se convierte, en toda una tragedia. Y en aquellos instantes para mí era una tragedia no poder surcar los canales en góndola con mi amor del alma
      Sin embargo poco me imaginaba yo el último día de estancia en la ciudad iba a ver cumplido parte de mi sueño. Mis amigas y yo tomábamos un delicioso helado italiano sentadas en una terraza cerca de la basílica de San Marcos. A nuestro lado unos chicos miraban unas fotos y hacían comentarios entre ellos. De pronto uno  se giró hacia mí y enseñándome una foto en la que se veía a él mismo con otro muchacho, me comentó algo que yo no comprendía.
     -¿Entiendes algo? – me preguntó una de las chicas.
     -Nada de nada – le respondí.
     Entonces el chico se me quedó mirando y afirmó más que preguntó: “Española” . Asentí con la cabeza y él me explicó que nos había oído hablar entre nosotras  y que pensó que hablábamos un dialecto propio del norte de Italia. El muchacho, que resultó llamarse Piero, manejaba algo de español y a cuenta de ello y de que debimos de caerles bien, él y sus amigos se unieron al grupo.
     Pasamos el resto de la tarde juntos. Piero mostró desde el principio cierto interés por mí y hacia el final del día, cuando se acercaba la hora de dejar definitivamente la ciudad, me sugirió que pidiera un deseo.
     -¿Por qué? – pregunté curiosa.
      -Porque te vas a marchar. Y yo quiero concederte un deseo para que no te olvides de Venecia.
      -¡Anda! Como si fueras el genio de la lámpara. – me burlé yo –pero puestos a pedir…. ¿me llevas a dar un paseo en góndola?
      Piero me tomó de la mano, ante la atónita mirada del resto del grupo, me llevó hacia el embarcadero y allí mantuvo una corta conversación con el gondolero, finalizada la cual me ayudó a subir a la coqueta embarcación, haciéndolo él a continuación.  Comenzamos nuestro viaje, que nos llevó a recorrer buena parte de la ciudad por sus canales. Piero me hablaba, me contaba historias que tenían mitad de realidad, mitad de leyenda, sobre los palacios que íbamos dejando atrás y yo vi la ciudad con ojos nuevos. Porque has de creerme si te digo que la sensación que sentí al contemplarla desde los canales nada tuvo que ver con la que sentí al recorrerla andando. Era como si entonces, sentada en la góndola, acompañada de un completo desconocido, me encontrara inmersa en su medio natural, en su esencia.
     El recorrido duró bastante tiempo y cuando llegamos de nuevo al embarcadero ya casi el último vaporetto estaba a punto de salir. Me despedí del muchacho y de sus amigos y embarqué para emprender el regreso. Mientras recorría el Gran Canal, casi de vuelta a casa, me despedí también de la ciudad y al mismo tiempo me hice una promesa: volver, pero volver con alguien a mi lado, con alguien que mereciera la pena, con una persona con la que pudiera compartir todo el encanto de aquel lugar.
    Nunca pude cumplir mi promesa, porque nunca encontré a nadie que me hiciera sentir la necesidad de regresar. Sólo cuando escuché tus palabras: te voy a llevar a Venecia, en ese preciso instante, un resorte se activó en mi mente y supe que eras tú la persona que estaba esperando. Sí, por supuesto que me quiero ir contigo, a pesar de mi miedo al avión, a pesar del mareo que me produce subirme al vaporetto, a pesar de todos los inconvenientes que pudieran surgir, quiero irme contigo. ¿Y sabes cuál es mi mayor deseo? Te lo voy a contar. Subir a una góndola a tu lado, acurrucarme contra tu pecho sintiendo tu brazo rodear mis hombros y surcar los canales en silencio, escuchando únicamente el leve chapoteo del agua y el latido de nuestros corazones. Así se cumplirá el sueño de mis quince años, no con Angelo, no con Piero, contigo, porque tú eres con quien quiero compartir aquella ilusión de adolescente.
     
    
      
      

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