jueves, 29 de abril de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 21

 



Aquella noche estuve en su cuarto más de la cuenta. Se sentía feliz de sus progresos y a mí me gustaba compartir su alegría. Me contó que al principio, cuando el médico le comunicó que debía empezar las sesiones de rehabilitación, no creyó que volvería a caminar.

–Además era horrible – dijo – cada vez que me ponía en pié el dolor en mis piernas era insoportable. Pero entonces pensaba en ti y tu imagen, esa imagen que no sé si es real pero es la que yo me imagino, me daba ánimos para seguir. Damia, perdona mi atrevimiento. Sé que tienes novio y no quiero que pienses que quiero entrometerme en vuestra relación, pero no puedo evitar sentir lo que siento. Me recuerdas tanto a aquella chica...

Le tomé la mano y se la apreté entre las mías. Sus palabras me confundían una vez más y por momentos pensaba si no sería mejor confesarle la verdad, decirle que yo era la mujer que echaba de menos, pero no, no podía hacerlo si lo que pretendía era llevar adelante mis planes de revancha.

–Ignoro lo que sientes y creo que prefiero seguir ignorándolo. En todo caso creo que lo que sea que sientes no lo sientes por mí, sino por esa otra chica.

–Pero es que cuanto más hablo contigo más me la recuerdas. Desde que te conozco he rememorado mil veces los momentos que pasé a su lado, algunas de sus palabras, su rostro, su voz, y pienso que cuando un día abra los ojos y pueda verte la cara no me sorprenderé si también me recuerdas a ella. Dime, ¿de qué color son tus ojos?

–Verdes – respondí, aun a sabiendas de que sería un punto más a su favor.

–¿Y tu pelo?

–Negro.

–No estoy equivocado. Ella también tenía los ojos verdes y el pelo negro. Los ojos más verdes que yo he visto en mi vida... – su rostro se veló por la nostalgia – Era una niña y le hice tanto daño... Ni yo mismo sé cómo pude... El día que se fue juró que se vengaría.

No me gustaba que hablara tanto de mí misma. No quería saber lo que había pensado ni necesitaba su expiación, así que cambié de tema.

–¿Te ha dicho el doctor cuándo te van a dar el alta?

–No. No tengo prisa.

–¿Que no tienes prisa? Cualquier persona tiene prisa por salir de aquí.

–Yo no, porque salir de aquí significará no volver a estar contigo y enfrentarme a una vida hostil que nunca me imaginé.

Yo tampoco había imaginado jamás que un día volvería a sentirme enredada en una maraña de sentimientos encontrados. No estaba muy segura de si era pena, lástima o amor del bueno, en todo caso era algo que yo disfrazaba de represalia. Me acerqué a la cabecera de su cama y acaricié su rostro. Él cerró los ojos y besó la palma de mi mano. Apenas pude evitar que de mis labios saliera un “te quiero”. Pensé en Teo, sentí asco de mí misma y salí del aquel cuarto precipitadamente.

*

Desde aquella conversación no volví a ser la misma. Me sentía como si estuviera entre dos vidas; la real y la posible, y lo peor de todo es que no sabía en cuál deseaba permanecer. Ya no tenía claro a quién amaba, ya cuando estaba con Teo no era capaz de sacar a Ginés de mi cabeza. Comencé a pensar que mi relación con Teo había sido un desatino, algo a lo que me había aferrado de manera apresurada para borrar los vestigios de mi fracasado amor juvenil. Necesitaba olvidar a Ginés y Teo me había ofrecido todo lo que yo deseaba, cariño, comprensión y una existencia tranquila y sin sobresaltos. Jamás había contado con que Ginés apareciera de nuevo en mi vida tambaleando su frágil estructura, jamás se me había pasado por la mente la posibilidad de volver a quererle. Quería alejarme de él pero no era capaz y poco a poco fui armando el rompecabezas de mi ansiada venganza que no era tal, que nunca podría ser tal.

*

Teo y yo no volvimos a hablar de Ginés, creo que tanto uno como otro evitábamos el tema a propósito, sin embargo, como si intuyera que algo extraño estaba pasando, un día mi novio me preguntó de nuevo por él. Iban a darle el alta en unos días y así se lo dije.

–Por eso estás tan alterada – afirmó más que preguntó.

Era cierto que la presencia de Ginés me había trastocado y que el haberme enterado de que finalmente iba a abandonar el hospital me había puesto un poco nerviosa, pero no era consciente de que se notara en mi vida cotidiana.

–¿Por qué dices eso?

–Porque te conozco muy bien y no eres la misma de siempre, parece que estás en las nubes. Puede que lo mejor sea perderlo de vista de nuevo, Dunia, y olvidarte de tus deseos de venganza.

Respiré aliviada al escucharle. Por un momento había temido que se sintiera celoso, que sospechara que yo sentía algo por Ginés.

–Me vengaré – dije – ya lo tengo todo planeado.

Teo sonrió levemente. Llovía un poco e íbamos caminando por la calle rumbo a nuestra casa debajo del mismo paraguas. Él llevaba su brazo por encima de mis hombros y en ese momento me apretó más contra sí.

–Pues a ver. Cuéntame tus planes.

No tenía planes preconcebidos, pero se me ocurrieron en el mismo momento.

–Teo quiero ser totalmente sincera contigo. Yo sé que Ginés siente algo por mí. Durante todo este tiempo que ha estado en el hospital hemos hablado muchas veces y en ocasiones él deriva nuestras conversaciones meramente profesionales hacia lo personal y deja entrever algunas cosas. Me ha dicho en multitud de ocasiones que le recuerdo a mí misma y me ha contado lo que me hizo y lo arrepentido que está.

–No te fíes de Ginés. Sabes perfectamente cómo es. Pero a ver, dime ¿qué pretendes hacer?

–Voy a hacer que se enamore de mí perdidamente y después le abandonaré.

Había parado de llover y Teo cerró el paraguas antes de contestar.

–No sé si me gusta la idea – dijo mirándome muy serio – Correría el riesgo de perderte.

-¿En serio piensas eso?

–Yo también quiero ser sincero contigo, Dunia, y me da la impresión de que esos deseos de venganza esconden algo más detrás. Creo que en el fondo nunca has dejado de amarle.

Escuchar de su boca mis propios pensamientos me hizo sentir muy mal. A quién menos deseaba hacer daño en el mundo era a Teo, no se lo merecía, él había sido la persona que había aportado estabilidad a mi vida y con el que me había sentido más querida, y ciertamente tenía razón. Enamorar a Ginés era un riesgo, pero era un riesgo que necesitaba correr. Quería tener fuerzas para abandonarle en el momento oportuno, aunque en el fondo de mí misma sabía que probablemente no fuera así.

–Yo te quiero a ti – respondí.

–Puede que sí, pero a él también, y por momentos siento que ha comenzado la batalla. Sin embargo... adelante. No puedo ni quiero prohibirte que hagas nada. Simplemente conservaré la esperanza de que todo esto termine de una vez y estemos juntos de nuevo.

–Ya estamos juntos.

–Me refiero a que nuestras almas y nuestros corazones estén definitivamente unidos Dunia. Sí estamos juntos, pero por momentos te siento tan ausente....

A veces hubiera deseado que Teo fuera un poco menos reflexivo. Siempre se tomaba las cosas tan.... bien. Nada era capaz de alterarlo. Yo hubiera puesto el grito en el cielo si la situación hubiese sido la contraria, pero él parecía aceptarla con resignación, como si en realidad la posibilidad de que nuestra relación terminase no le importara demasiado.

Pero estaba totalmente equivocada. Aquel fin de semana Teo tenía que viajar por motivos de trabajo, y el domingo, día en que yo libraba de mi trabajo, Teresa me invitó a comer a su casa. Lo hacía muchas veces cuando su hijo debía viajar y yo me quedaba sola, así que no le di la menor importancia. Comimos entre charlas y risas, como siempre, y fue mientras tomábamos el café cuando mi tía me habló seriamente.

–Dunia, tengo algo que decirte. A lo mejor crees que voy a meterme dónde no me llaman. Es posible. Pero se trata de mi hijo y no quiero que sufra.

A pesar de que intuía por dónde iban los tiros me hice la tonta.

–No sé qué quieres decir.

–Claro que lo sabes. Hace dos días Teo vino por aquí. Estaba... preocupado. No se atrevía a hablar, vaya por delante que jamás me ha contado vuestras cosas ni me ha pedido consejo sobre ninguna decisión que hayáis tenido que tomar los dos. Pero esta vez... me puso al corriente de tus planes para con Ginés. Y no me gustan nada.

Teresa hablaba despacio y con calma, sin acritud, sin rencores, sin imposiciones. No pretendía decirme lo que tenía que hacer, simplemente me ponía al corriente de su opinión, así, sin más, como si fuera una locutora de radio leyendo las noticias.

–¿Por qué? – me atreví a preguntar, a pesar de que intuía la respuesta.

–Porque ese chico no es una buena persona, y tú deberías saberlo, te lo ha demostrado con creces. No creo que sea capaz de enamorarse de nadie. No tiene sentimientos. Y con esta locura que tienes en mente es posible que lo único que consigas es pasarlo mal tú y hacérselo pasar mal a Teo también. Dunia, olvídate de Ginés, por favor. Ya no tiene sentido que desees vengarte. Aquello pasó hace mucho tiempo, no merece la pena. A no ser que...

–¿Qué?

–Que todavía le ames. O mejor dicho, que te hayas vuelto a enamorar de él Y disfraces de venganza tus deseos de estar a su lado.

Debí de imaginarlo. La perspicacia de mi tía otra vez en acción. No sé si era intuición o si era que poseía un sexto sentido inusual y ausente en el resto de los humanos, pero siempre terminaba acertando. ¿Qué podía hacer yo en un momento como aquél? ¿Confesarle la verdad, una verdad de la que ni siquiera yo misma era consciente? ¿Mentirle? Y en este caso ¿qué mentira iba a decirle si es que no sabía ni cuál era la verdad?

–No lo sé, Teresa – dije finalmente encogiéndome de hombros – no soy capaz de discernir qué siento por él. No sé si es odio, si es cariño... en todo caso lo único que sé que no me provoca es indiferencia. Y tengo que llevar a cabo mis planes. Es la única manera que tengo para aclararme.

–¿Y si acabas descubriendo que estás enamorada de él? ¿Tú sabes el daño que le harás a Teo?

–Claro que lo sé y créeme que es lo último que quisiera, provocarle dolor. Tía yo quiero buscar mi camino, con claridad. Deseo saber qué es realmente lo que quiero y para eso tengo que hacer lo que he pensado. Si realmente amo a Ginés, Teo no se merece tener a su lado a una mujer que no le ama. Y yo tengo derecho a mi propia felicidad.

Teresa cogió su paquete de tabaco, encendió un cigarrillo y me lo pasó. Luego de que yo lo aceptara encendió otro para ella. Me miró y en su cara se dibujó una leve sonrisa cargada de amargura. Supuse que estaba pensando en su propia historia de amor.

–Ten cuidado – me dijo. Y me abrazó.

lunes, 26 de abril de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 20

 


Instintivamente fui desarrollando de nuevo hacia Ginés un irreprimible deseo de venganza, un sentimiento extraño, malsano, que se acrecentaba cada vez que entraba en su cuarto y escuchaba su voz hablándome con la misma dulzura con que lo había hecho años atrás. Si nada hubiera ocurrido, si sus palabras de aquel tiempo hubieran sido sinceras y el amor que parecía haber sentido por mí fuera real, entonces seguramente en aquellos momentos estaríamos juntos y seríamos felices, y el no estaría postrado en aquella cama de hospital y.... y qué importaba ya todo eso si yo era feliz al lado de Teo. Ciertamente cuando salía del hospital y al llegar a mi casa él me recibía con una copa de vino, o con una bonita y romántica cena preparada en la mesa del salón, o con dos entradas para el cine, Ginés se me olvidaba, se me olvidaban sus palabras y mis cavilaciones, era como si mi mente borrara todo lo ocurrido a su lado durante el día. Solamente a veces, cuando en la oscuridad de nuestro dormitorio escuchaba la respiración acompasada de Teo, Ginés regresaba de nuevo a mi cerebro y ese mismo cerebro de forma casi perversa maquinaba la manera de hacerle pagar lo que me había hecho, de hacerle sufrir más de lo que ya estaba sufriendo. Ginés y los recuerdos amargos conseguían sacar lo peor de mí misma, un yo oculto y desconocido que por momentos conseguía asustarme. Entonces cerraba los ojos, me abrazaba con fuerza a Teo y procuraba pensar en otra cosa, en cualquier cosa, en la película que había visto antes de irme a la cama o en lo que haría de cena al día siguiente. Y así me dormía, hasta la mañana siguiente, en la que casi siempre despertaba con la cama vacía, y Ginés volvía a ocupar un lugar privilegiado entre mis pensamientos.

Un fin de semana mi madre y su marido nos hicieron una visita. Creo recordar que era octubre, pues ya los días eran más cortos y las tardes más frías. Hacía, pues, dos meses que el accidente de Ginés había tenido lugar y en casa, ni mi tía Teresa ni Teo me habían hecho comentario alguno sobre ello. Hizo falta que llegara mi madre desde Madrid para poner el tema sobre la mesa, nunca mejor dicho, porque durante la tranquila cena del sábado noche le preguntó a su hermana por el muchacho, ante el azoramiento de mi tía, una ofuscación que yo no entendí, ni que tuviera que ocultarse de algo y ocultármelo a mí.

–¿Cómo está el hijo de Cova, en paz descanse? Pobrecillo. Me enteré del accidente por la prensa.

Teresa me echó una mirada superficial y rápida antes de contestar.

–Creo que está bastante fastidiado.... Creo que ciego... inválido... una pena.

No sé cómo me sentí en aquel momento. No entendía por qué Teresa nunca me había comentado nada. ¿Acaso no sabía que yo lo sabía? ¿Y Teo? Me parecía todo tan subrealista que no pude evitar meter baza en la conversación dejando entrever mi asombro.

–Está en mi hospital, mamá – dije – Está fuera de peligro pero sí, no puede caminar y se ha quedado ciego. Lo de las piernas es remediable. Lo de la ceguera ya es harina de otro costal. Por cierto Tere, nunca me dijiste que sabías lo del accidente. ¿Y tú Teo? ¿Lo sabías?

Madre e hijo se miraron sin responder. Hay momentos de la vida en que no hacen falta palabras y ese era uno de ellos. Supe leer en sus ojos con toda claridad que sí, que lo sabían.

–Bueno.... no salió el tema – dijo Teo con la calma que le caracterizaba – además también podías haberlo comentado tú. Al fin y al cabo está en tu hospital.

Mi madre y su marido nos miraban con recelo, como si no entendieran de qué iba todo aquello, esos reproches un poco absurdos, y es que en realidad ellos ignoraban lo que había ocurrido con Ginés, así que supongo que les parecería una estupidez las palabras que nos estábamos cruzando. Así pues sonreí y cambié de conversación antes de que mi madre comenzara a hacer preguntas.

–¿Qué os parece si mañana por la mañana vamos caminando hasta la Torre de Hércules? De vuelta podemos parar en alguna terraza a tomar un vermouth. Hay que aprovechar estos últimos días de buen tiempo.

Efectivamente conseguí que la conversación tomara otros derroteros y que Ginés quedara en el olvido.... por poco tiempo. Hasta que Teo y yo regresamos a nuestra casa y mi novio retomó el tema, apenas nos habíamos acostado en la cama.

–Así que Ginés está en tu clínica ¿Cómo no me habías dicho nada? – preguntó.

Teo hablaba con calma, como siempre. Era muy difícil alterarle o enfadarle. Nunca pronunciaba una palabra más alta que otra. Su lema era escuchar y razonar. Y a mí, que siempre fui algo más temperamental, su calma me ponía un poco nerviosa, como si yo fuera culpable de algo y en ese caso concreto era así. Me sentía culpable de haber ocultado la presencia de Ginés en mi hospital, de haberle permitido de nuevo entrar en mi vida sin que nadie lo supiera.

–No sé – respondí después de un rato – supongo que no quería preocuparte. No me gusta la situación. No es nada agradable.

Me acosté en la cama al lado de mi novio y le cogí de la mano.

–Estoy seguro de que no – contestó – ¿Te toca atenderle?

–Sí – contesté escuetamente sin contarle nada de nuestras conversaciones.

–¿Te ha reconocido?

–Supongo que no. Si me ha reconocido lo ha disimulado muy bien.

Durante un rato Teo no dijo nada. Cogió el mando de la televisión y la encendió. Yo di por supuesto que la conversación sobre Ginés había concluido pero me equivoqué, pues al cabo de un rato volvió a la carga.

–¿Qué sientes cuando estás con él?

Aquella pregunta me cogió de improviso y por primera vez me cuestioné si mis sentimientos hacia Ginés eran realmente los que yo pensaba o había algo más escondido tras el odio aparente que me empeñaba en mantener. Pensé en las noches a su lado, sentada al borde de su cama, escuchando sus palabras tristes, sus recuerdos de una vida feliz, aquellos planes de futuro que nunca se harían realidad. Sí, Ginés me contaba todas esas cosas, poco a poco, hoy dos comentarios, mañana tres... y a través de sus palabras yo me sentía confundida. Y temerosa de que aquel amor adolescente que había acabado casi en tragedia, estuviera renaciendo y amenazara con tambalear los cimientos de mi vida. Pero yo no podía decirle eso a Teo.

–No lo sé – contesté finalmente – Al principio pensé que le odiaba, conforme va pasando el tiempo siento cierta compasión. Y aún así los deseos de venganza todavía rondan mi mente. Y ahora lo tengo tan cerca.....

–¿Crees que merece la pena?

–Tampoco lo sé. La verdad es que no estoy segura de nada. ¿Y tú? ¿Qué piensas tú de todo esto? Tanto tú como tu madre sabíais lo del accidente y tampoco me habéis comentado nada....

–Mi madre dice que la cercanía de Ginés es peligrosa para ti, que puede pasar cualquier cosa. Incluso que vuelvas a enamorarte de él.

Solté un bufido acompañado de una risa burlona.

–Menuda bobada. Después de todo lo que me hizo.... Además, yo no te pregunté por lo que piensa tu madre, sino por lo que piensas tú.

–No lo sé, Dunia – respondió al cabo de un rato – Sabes que Ginés nunca fue santo de mi devoción pero.... esto que le ha ocurrido es suficiente desgracia ¿no crees? Además eso de la venganza.... ¿cómo pretendes vengarte?

–Ya buscaré la manera. A lo mejor prolongando más esa agonía que está viviendo.

– ¡Por Dios, Dunia, es es absolutamente cruel! ¿Y crees que te sentirás mejor?

–Pues probablemente no. Pero seguro que él sí se siente peor, y eso es lo que pretendo.

La conversación sobre Ginés murió en ese punto, pero revolvió algo dentro de mí. No me gustaba lo que sentía. A pesar de que me lo negaba a mí misma, cada mañana me levantaba con la ilusión de volver a verle, de entrar en aquella habitación a inyectarle sus medicamentos, de parlotear con él cinco y diez minutos y hacerle sonreír. Entonces me decía a mí misma que no, no quería vengarme, la venganza era sólo una excusa para estar cerca de él, la tapadera de un amor que estaba volviendo a nacer de manera inevitable, aunque ni yo misma me diera cuenta.

*

A finales de aquel octubre Teo y yo nos tomamos un descanso y nos fuimos de viaje a París. Era una ciudad que deseábamos visitar desde hacía tiempo. Aquellos días de actividad frenética, de ir y venir constantemente visitando monumentos, museos, pateando sus calles o en barco por el Sena, hicieron que me olvidara de todo, también y principalmente de Ginés. Pero de nada sirvió relegar mi vida cotidiana a una rincón de mi memoria, porque de manera inevitable hube de retomarla. Y el retomarla significaba verle de nuevo. Y el ver de nuevo a Ginés hacía que me levantara todas las mañanas pensando en él y con más ganas que nunca de llegar al hospital.

Mi primera jornada de trabajo después de las cortas vacaciones comenzaba una tarde y en cuanto llegué al hospital me fui a su habitación con cualquier excusa. Al encontrarla vacía me invadió una sensación de desasosiego y de temor. No podía ser que durante aquellos días le hubieran dado el alta y se hubiera marchado sin poder despedirnos y sobre todo, sin poder “vengarme”. Regresé al control y pregunté por él. Me dijeron que había comenzado sus sesiones de rehabilitación y que en aquel momento se encontraba haciendo sus ejercicios en la sala número dos.

–El doctor Mejuto está muy contento con sus progresos – me dijo mi compañera – Está comenzando a caminar. Lástima que recuperar la vista sea mucho más problemático.

No fui capaz de esperar. Bajé los dos pisos que me separaban de las salas de rehabilitación como un rayo. Me metí en la dos y enseguida le vi. Apoyaba sus manos en dos barras y caminaba por el medio de las mismas, pasitos cortos y lentos, pero caminaba. No pude evitar sonreír levemente y sentirme feliz. Me fui acercando despacio. No quería distraerle de sus ejercicios. Le hice un gesto a la fisioterapeuta que lo atendía para que se mantuviera callada y no delatara mi presencia. Pero los ciegos desarrollan más sus otros sentidos y Ginés, no sé cómo, supo que yo estaba allí.

–¿Damia? – preguntó – ¿Estás aquí?

Al principio no respondí. Sólo cuando estuve frente a él le dije:

–Sí, Ginés, estoy aquí. No quería perderme tus progresos.

Se giró hacia donde yo estaba, muy cerca de él. Arrastró sus piernas de manera torpe e insegura y cuando estuvo frente a mí me abrazó con entusiasmo. Yo correspondí a su abrazo.

–Pensar en ti me dio fuerzas y mira, lo estoy consiguiendo.

No supe qué contestarle. Únicamente me hundí más entre sus brazos, me dejé envolver por su calidez, por su olor, por el contacto de aquella piel que un día me había enamorado y que ahora, pasados los años y los malos recuerdos, amenazaba con hacerlo de nuevo.

viernes, 23 de abril de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 19

 




El día siguiente fue extraño. Mi cabeza era un hervidero de ideas y de sentimientos encontrados. Si escarbaba un poco en el fondo de mi corazón afloraba la sensación de que Ginés era, o al menos debía de ser, un simple objeto de mi compasión. Alguien a quien yo había conocido en la flor de la vida y que todavía estando en la plenitud de su existencia había tenido la desgracia de pasar a ser la piltrafa humana que estaba siendo. ¿Qué sentido tenía hacerle más daño del que ya la propia vida le había hecho por sí misma? Además ¿deseaba realmente hacerle daño? ¿necesitaba hacerle pagar por algo que había ocurrido mucho tiempo atrás y que yo ya casi tenía olvidado? Preguntas para las que no terminaba de encontrar respuesta.

Por otro lado, y en contra de mi voluntad, después de hablar con él y escuchar su voz ajada, cansada y triste, sentía que todavía subsistía dentro de mí una pizca del amor que un día había sentido por él. Y eso no podía ser. ¿Por qué le quería después de los ocurrido y los años transcurridos? ¿Acaso era cierto eso de que el primer amor nunca se olvida? ¿Y eso de que el odio no es más que otra forma de amor?

Por la noche me dirigí al hospital pensando sólo en volver a verle, así que en cuanto llegué, después de pedirle a la enfermera del turno saliente que me pusiera al corriente de la situación de los pacientes, la liberé de sus últimas obligaciones y las asumí yo, entre ellas, suministrarle a Ginés su medicación. Cuando entré en su habitación abrió los ojos de repente, a pesar de que sólo podía ver oscuridad.

–Damia ¿eres tú?

Me sorprendió descubrir que parecía estar esperándome y por un momento no supe qué decir. Los nervios hacían acto de presencia cada vez que me metía en aquel cuarto y en ese preciso momento no fue diferente.

–Sí – respondí finalmente – ¿Cómo estás? Acabo de comenzar mi turno y he venido a inyectarte tus medicinas. ¿Has cenado?

–Un poco de sopa. Esta tarde he tenido mucho dolor en las piernas y no me apetece comer, no me apetece nada. ¿Cuándo acabará esto?

–Bueno, no te preocupes, poco a poco irás mejorando. Piensa que estuviste a punto de morir. La recuperación es lenta. Ahora tienes que descansar.

Recogí mis útiles y me dispuse a salir. Tenía que continuar mi ronda.

–¿Te vas? – me preguntó.

–Sí, debo seguir atendiendo a los pacientes. Si necesitas algo llama al timbre.

Terminé de administrar las medicinas a los demás enfermos una media hora después. Los pacientes que estaban mejor y se atrevían a dar algún paseo por el pasillo se fueron retirando a sus habitaciones. También las visitas regresaron a sus hogares. La noche se preveía tranquila y si era así, tal vez pudiéramos echar una cabezadita por turnos mi compañero y yo.

Estuvimos tomando un café y charlando hasta cerca de las dos de la mañana. A esa hora le dije que se echara un poco a dormir, que yo no tenía sueño y me quedaría vigilando, y si necesitaba su ayuda le despertaría. Se metió en un pequeño cuarto anejo al control de enfermería y se acostó en el pequeño sofá. Yo me puse a leer un libro. Me gustaba sumergirme entre las páginas de cualquier novela las noches en que la quietud de los pasillos del hospital era tan plena. Sólo un rato después de comenzar mi lectura se encendió una lucecita del panel de control, la 506. Dejé mi novela encima de la mesita y me dirigí al cuarto de Ginés. Empujé la puerta y lo encontré sentado en la cama con los ojos muy abiertos. Me provocaba una sensación extraña verlo así, con los ojos muy abiertos y la mirada perdida, mirando hacia un punto en el infinito que en realidad no miraba porque no podía ver.

–¿Estás bien? – pregunté – ¿Necesitas algo?

–No puedo dormir – contestó escuetamente.

–Si estás intranquilo puedo darte un tranquilizante. El médico dijo...

–No, no. No quiero tomar nada. Pero me gustaría que te sentaras un ratito aquí, conmigo. ¿Podrás darme un rato de charla?

Me pregunté si haría lo mismo con las demás enfermeras o sólo conmigo. No era demasiado profesional dejar el control sin nadie y así se lo dije.

–¿Estás tú sola?

–No, pero mi compañero está durmiendo un rato. Espera.

Me asomé a la puerta y vi a mi a Carlos en el control. Siempre hacía lo mismo. Se echaba a dormir un rato y era así, un rato, bien pequeño además. Así pues al comprobar que el servicio estaba cubierto accedí a quedarme un momento con Ginés, aunque no estaba muy segura de que fuera nada bueno porque ¿qué le iba yo a contar de mí? O me inventaba cosas o corría el riesgo de que descubriera quién era, al menos eso era lo que pensaba en aquel momento, aunque pronto saldría de mi equívoco.

Me senté al borde de su cama.

–No me puedo quedar mucho – le dije – y cuando me marche te tomarás una pastilla para dormir. Debes descansar. Te daré una dosis pequeña.

–Vale – dijo y se quedó callado.

Fue un momento, tal vez nueve o diez segundos, pero me sentí incómoda, porque yo no sabía cómo iniciar una conversación con aquel muchacho por el que sentía odio... y compasión... y aunque me lo negaba continuamente, también un poquito de... no sé, cariño tal vez, porque llamarlo amor me parecía muy fuerte.

–Oye – comenzó a hablar de pronto – Yo quería decirte que.... Te parecerá raro pero es que …. Siento algo extraño cuando estás conmigo. No me ha pasado con ninguna enfermera, únicamente contigo y no sé si...

Dudó un momento antes de proseguir, instante que yo aproveché para poner las cosas claras.

–Si estás intentando ligar conmigo no sigas. Mi vida sentimental está ocupada – le dije sintiéndome ciertamente asombrada. No podía creer que en el estado en el que estaba se entregara al ligoteo fácil.

–No. No son esas mis intenciones, te lo prometo. ¿Te crees de veras que alguien me iba a querer estando como estoy? Lo que me pasa contigo es que me recuerdas a alguien que conocí hace años y con quien me porté como un perfecto canalla. Desde el accidente pienso en ella a menudo. Y tú me la recuerdas.... mucho.... y siento que necesito hablarle de ella a alguien.

Respiré profundo manteniendo una calma y una serenidad que ni yo misma me creía. No sabía si la persona que le recordaba a mí era yo misma. Podía ser cualquier otra, después de todo en su casquivana vida de libertino seguramente habría habido muchas mujeres, y sin duda cualquiera de ellas hubiera dejado más huella que yo.

–¿Por qué te recuerdo a esa chica? – pregunté – No me ves, no sabes cuál es mi aspecto físico.

–No estoy muy seguro. Tal vez por tu olor, o por tu manera de caminar... o tal vez sea sólo fruto de mis paranoias. Ya te digo que desde que desperté del accidente la tengo muy presente y tampoco sé por qué. Nunca llegamos a salir juntos y se fue de mi lado muy pronto por algo horrible que le hice y no me importó demasiado al principio. Con el tiempo... con el tiempo sí me importó. Y ahora que me ha ocurrido esto.... Por veces me da la impresión de que es un castigo, un castigo por todo aquello que pasó..

Vaya, parecía que no sólo le recordaba a esa chica, sino que además podía leerme los pensamientos, porque eso mismo había pensado yo muchas veces, que lo que le estaba ocurriendo era un castigo por lo que un día me había hecho.

–Yo no creo mucho en eso de los castigos divinos – le respondí – Además ¿tan grave es lo que le hiciste a esa muchacha como para merecer esto que te está ocurriendo?

Esperando su respuesta el corazón me iba a cien a por hora. Él se revolvió un poco en la cama y se tomó su tiempo antes de responder.

–Ella trabajaba en casa como... como criada. Era... muy bonita. Yo por aquel entonces tenía una novia, mi novia, y durante un enfado me lié con la chica. Estuvimos solos en casa durante unos días y.... Me gustaba pero no quería nada serio con ella, yo sólo quería divertirme, pero ella... ella era muy niña y yo creo que estaba enamorada. No quería entregarse y una noche... la forcé.

Mientras me relataba lo que yo ya sabía, lo que había vivido en mis propias carnes, una lágrima caía de mis ojos y resbalaba por mi mejilla. Lloraba en silencio para que él no me oyera y por enésima vez me pregunté qué coño hacía yo allí, escuchando su confesión, su aparente arrepentimiento que a aquellas alturas ya no servía de nada, que nunca hubiera servido de nada.

–¿Cómo se llamaba? ¿La has vuelto a ver? – pregunté sabiendo que sus respuestas me herirían en los más profundo de mi alma.

–No recuerdo su nombre, era un nombre extraño, y su imagen... su imagen se difumina a veces en mi cabeza entre las imágenes de todas las chicas que pasaron por mi vida. Creo que últimamente pienso tanto en ella que hasta su imagen me parece borrosa. La volví a ver cuando murió mi madre, se acercó con su tía al tanatorio a darme el pésame, pero no pude hablar con ella. Me hubiera gustado pedirle perdón. Poco después la vi de casualidad por la calle y la seguí. Iba sola y se paraba de vez en cuando para ver escaparates. Caminaba despacio y cuando llegó a un punto de la calle se detuvo, parecía estar esperando a alguien. Dudé unos instantes si acercarme a ella o no, tenía miedo a su reacción. Cuando finalmente me había decidido, un muchacho salió de un portal, se besaron y se fueron juntos, muy abrazados. Sentí que había perdido mi oportunidad. Sin embargo hace unos meses la volví a ver, estaba sentada en un banco de un parque y lloraba. Me acerqué a ella y le ofrecí mi ayuda. Pero de nuevo se me escapó. Yo creo que me reconoció y no quiso saber nada de mí.

–¿Por qué me cuentas todo esto? – pregunté aprovechando una pausa en su relato, pues realmente no sabía si quería seguir escuchando más – No me conoces de nada y yo no puedo darte consejo, ni siquiera creo que deba juzgarte.

Se tomó su tiempo antes de responder. Su mano, de vez en cuando, se crispaba nerviosa apretando la sábana.

–Llevo todo el día pensando que esa chica eres tú – respondió finalmente – Sé que es enfermera, aunque desconozco en qué hospital trabaja.

Solté una carcajada fingida y mostré una despreocupación que estaba muy lejos de sentir.

–Pues no, yo no soy esa muchacha ¿Te crees que si lo fuera iba a estar todo este tiempo escuchándote impasible? Además, yo no te perdonaría ni pasaría de todo como hizo ella, en fin, dejemos el tema. Te voy a dar una pastilla para que descanses, creo que hablar de todo esto te está alterando demasiado y no te conviene.

No me dio réplica, así que salí del cuarto y me dirigí al control. Tomé un tranquilizante y un vaso de agua y se lo llevé. Se lo tomó sin rechistar.

–Hala, a dormir, que es muy tarde. Buenas noches.

– Buenas noches.

Cerré la puerta tras de mí con una sensación extraña. Yo nunca me había considerado mala persona, pero en aquel momento sentí hacia Ginés un odio tan grande, tan visceral, que una persona buena sería incapaz de sentir. No quería herirlo, pero en momentos como aquel, sentía que tenía que hacerlo. Y a lo largo de aquellos días, hubo muchos instantes así.

martes, 20 de abril de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 18

 




Durante los siguiente días traté de alejar de mi cabeza a Ginés y su accidente. Ni siquiera me interesé por su estado y cuando alguna de mis compañeras hacia algún comentario al respecto me alejaba de la conversación. Sabía, era consciente, que el hecho de tener la vida de Ginés prácticamente en mis manos no era nada bueno. Pero algo me reconcomía por dentro. La lucha interna entre mi yo absurdo y mi yo lógico. Habían pasado ya unos cuantos años de la violación y yo había encontrado el amor y asentado mi vida al lado de otro hombre, la venganza no tenía sentido. Además, ya bastante castigado estaba teniendo que cargar a sus espaldas con aquel terrible accidente que le había tocado en suerte. Condenar a un muchacho como Ginés a vivir postrado en una silla de ruedas y ciego ya tenía que ser suficiente tortura. Pero no se la había provocado yo y a lo mejor era eso lo que buscaba, que sufriera por mí, por mi culpa, por mi exclusiva voluntad y no por un giro fortuito de la vida.

Por eso, a pesar de que no quería saber nada de las murmuraciones que corrían por el hospital ni de los corrillos que se formaban para conversar sobre la desgracia de aquel joven tan conocido en la sociedad coruñesa, a veces sentía la tentación de bajar a la unidad de cuidados intensivos con cualquier excusa y echarle un vistazo allí, postrado en un cama sin poder moverse, sin ver, pendiendo su vida del fino hilo que la separaba de la muerte, simplemente por observar mi propia reacción. Quería saber si sentía piedad, o dolor, o simplemente odio, un odio tan grande y visceral que me llevara a desearle la muerte, una muerte que podría provocarle yo misma, aunque evidentemente eso no entraba en mis planes.

No lo hice. Durante los quince días que permaneció bajo vigilancia intensiva me abstuve de ir a verle, aunque en muchas ocasiones me resultó sencillo doblegar mi propia voluntad. Durante aquellas dos semanas fue mejorando y un día lo trasladaron a planta, a mi planta, en la que yo trabajaba, por lo que entrar en su cuarto se convirtió en algo inevitable.

A lo largo de aquel tiempo no hablé sobre lo sucedido con Teo, ni tampoco con Teresa. Puesto que el accidente había sido brutal y de dominio público, creí que serían ellos, o por lo menos mi tía, la que diera el primer paso y me comentara lo ocurrido o tal vez me preguntara si estaba en mi clínica, pero ni uno ni otro mencionaron el menor detalle al respecto y yo tampoco dije nada. Cuando salía de trabajar intentaba correr un tupido velo sobre mi mente y olvidarme de Ginés y sus circunstancias para centrarme en Teo y en las nuestras, que eran indiscutiblemente mucho más agradables. No obstante no dejé de observar ciertas miradas extrañas en Teresa cuando salía a colación por cualquier causa el tema de mi trabajo. Me daba la impresión de que sabía lo de Ginés, lo cual además sería lógico, dado que trabajaba en el mismo lugar en que lo había hecho la tía del susodicho. Aunque hacía ya unos años que se había trasladado a otro centro, la gente la conocía y era normal que se comentara entre el personal la desgracia ocurrida en la familia.

A Ginés lo trasladaron a planta una mañana en la que yo no trabajaba. Cuando a la tarde llegué a mi puesto la enfermera saliente me comunicó la noticia.

–En la habitación 506 está el muchacho ese del accidente. La mayoría del tiempo está dormido porque tiene bastante dolor. No ve nada y no tiene sensibilidad en las piernas. Ahí tienes anotada la medicación que debemos suministrarle. Por lo demás no hay novedad.... ah sí, que está él solo en una habitación, ya sabes, donde hay dinero.... Y a Lucía, la paciente del la 503, le han dado el alta. Me voy, que tengas buena tarde, Dunia.

Cuando mi compañera se fue, entré en el pequeño cuarto anexo al control y miré el cuadro de medicaciones. A Ginés había que inyectarle en el suero calmantes y alguna que otra medicina cada determinadas horas. Mientras estaba echando una ojeada entró el doctor Mejuto, el médico que le trataba. Era un hombre que gozaba de cierta fama por su acierto en el diagnóstico y por su eficacia en los tratamientos aplicados. Aún así era callado y discreto. Hablaba muy poco con las enfermeras fuera de las indicaciones que tuviera que darnos. Yo nunca me había dirigido a él y sin embargo aquel día me atreví a preguntarle por el muchacho de la 506.

–Su madre era íntima amiga de la mía – mentí – y aunque hacía mucho tiempo que le había perdido la pista me gustaría saber la realidad de su situación.

–Pues la verdad es que es muy complicada – me dijo amablemente –.No tiene lesión medular sin embargo no puede caminar debido a otros factores que además le producen mucho dolor. Es posible que tarde meses o incluso años en abandonar una silla de ruedas. Además el golpe en la cabeza lo ha dejado ciego y esa ceguera tiene toda la pinta de ser irreversible. Su vida a partir de ahora no será un camino de rosas. Lo siento.

El doctor Mejuto salió de sala y yo me dejé caer en una silla un poco desconcertada. No sabía si lo que rebullía dentro de mí era pena o lástima de él. O tal vez cierta satisfacción de que la vida lo estuviera poniendo en su sitio. Volví a mirar el cuadro de medicaciones y vi que en diez minutos había que inyectarle un calmante. Suspiré profundamente, consciente de que había llegado la hora del encuentro. La perspectiva me alteró un poco, pero ni por un instante pensé en encargar el trabajo a alguna compañera y por ello tener que dar explicaciones que no interesaban a nadie. Preparé el medicamento y me dirigí a la habitación. La puerta estaba cerrada y puse mi mano sobre la manilla con cautela. La giré lentamente y lentamente empujé la puerta. Poco a poco la imagen desoladora fue quedando a mi vista. El Ginés que estaba postrado en aquella cama no se parecía en nada al que yo había conocido. Tenía la cara llena de magulladuras y los párpados todavía algo hinchados, en su momento le habían afeitado la cabeza y el pelo apenas comenzaba a crecerle. El monitor cardíaco sonaba de manera monótona y rítmica y varias botellas colgaban de unos soportes y conectaban con sus brazos, que reposaban lánguidos sobre la cama. Me acerqué despacio y antes de inyectar el medicamento en la botella del suero le observé con detenimiento. Parecía haber envejecido veinte años. Me senté en una esquina de la cama y de manera leve y suave acaricié su mano. Aquel gesto inútil trajo de golpe a mi mente las semanas vividas a su lado en la casa de la playa y como si un sortilegio hubiera nublado mi mente por unos instantes volví a sentirme enamorada, pero fue solo una décima de segundo, un momento fugaz, efímero, transitorio. Me levanté de la cama y sacudí aquel sentimiento sin sentido con la imagen de Teo. Me recompuse y clavé casi con rabia la jeringuilla con la medicina en la botella de plástico. Cuando de nuevo le miré, estaba abriendo los ojos.

–¿Quién está ahí? – preguntó con voz tenue y pastosa.

Tardé unos segundos en contestar. Temía que reconociera mi voz y no lo deseaba. El anonimato era una arma que me garantizaba cosas, no sabía qué cosas, pero seguramente alguna. Finalmente contesté intentando disimular un poco mi acento.

–Una enfermera – dije – Te estoy poniendo medicación. ¿Qué tal estas?

–Me duele – contestó – me duele mucho todo.... y no veo, está todo oscuro. No voy a volver a ver ¿verdad?

–No lo sé. Eso te lo dirá el médico. Ahora debes descansar.

Me dispuse a salir de la habitación. Cuando estaba a punto de cruzar la puerta sentí de nuevo su voz detrás de mí.

–Espera, no te vayas. ¿No te puedes quedar un rato conmigo?

Me di la vuelta y le miré de nuevo. Me parecía tan frágil, tan vulnerable.... pero el resentimiento pudo más que mi momentánea piedad y le contesté de forma contundente:

–Lo siento, tengo cosas que hacer. Volveré en tres horas, cuando tenga que ponerte más medicación. Mientras tanto descansa y si necesitas algo pulsa el timbre.

Me dirigí al control de enfermeras y preparé las medicinas de otro paciente. Estaba un poco nerviosa y muy confundida. No sabía en qué iba a parar aquel encuentro, pero sospechaba que en nada bueno. Durante el resto de la tarde intenté no pensar demasiado en ello. El timbre de su habitación sonó dos o tres veces y fueron mis compañeras las que se encargaron de atenderle. Por la noche, un poco antes de terminar mi turno, volví de nuevo a ponerle un calmante y darle unas medicinas. Abrió los ojos en cuanto entré, aquellos ojos vacíos que miraban a la nada.

–¿Quién es? – preguntó.

–La enfermera – respondí escuetamente.

–¿Cómo te llamas?

Dudé un momento antes de contestar. Evidentemente si le decía mi nombre corría el riesgo de que me identificara. Mi nombre no era nada común. Aunque también pudiera ser que dado que para él solo había sido la chica del servicio con la que se había divertido unos días, no se acordara ni de mi nombre.

–Damiana – contesté finalmente – pero todos me llaman Damia. Es un nombre horrible. Un capricho de mi madre, su madre se llamaba así.

–Damia es hermoso. Yo me llamo Ginés, también me lo puso mi madre porque se llamaba mi abuelo. Y también me parece un nombre horrible.

–Bueno, en realidad los nombres dan un poco lo mismo ¿no? Lo importante es que la persona que lo lleva sea buena persona. Anda, tómate esta pastilla, te ayudará a descansar.

Se tomó la pastilla sin rechistar. Luego le disolví un sobre de antibiótico en agua y también se lo di.

–Y ahora este sobre, que está muy rico. Dentro de un rato te traerán la cena y después a dormir. ¿Cómo te encuentras?

–Esta tarde tuve muchos dolores en las piernas. Pero ahora me encuentro algo mejor. Lo peor es no poder ver. Por momentos me desespero.

Yo estaba sentada al borde de su cama y en un arrebato de ternura cogí su mano, la apreté entre las mías y le dije:

–Ten confianza. La medicina hoy hace milagros. A lo mejor tardas un tiempo, pero seguro que todo volverá a ser como antes.

–Nada volverá a ser como antes. Aunque me recupere del todo.

Había un regusto de amargura en su voz y no pude evitar sentir un poco de pena. La auxiliar entró con la bandeja de la cena, así que aproveché la ocasión y de nuevo espanté mis sentimientos con una despedida rápida, casi precipitada.

–Bueno, ahí viene la cena. Yo me voy. Buenas noches.

–¿Volverás mañana?

–Mañana y pasado tengo turno de noches. Así que nos veremos a esta hora, más o menos.

Salí del cuarto y me dispuse a recoger mis cosas para marchar a casa. Mientras lo hacía resonaba aquella pregunta en mi mente “¿Volverás mañana?”

domingo, 18 de abril de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 17

 


Deambulé un rato más por las calles de la ciudad, mirando de vez en cuando hacia atrás por si se le había ocurrido seguirme. Sentía dentro de mí tanto odio, tanta rabia, tanta ira, que me resulta difícil expresarlo con palabras. Era como si una bomba hubiera estallado en mi interior y amenazara con hacer añicos todo mi mundo. El recuerdo del amor que había sentido por él y de aquella noche fatídica, el hecho palpable de su olvido... eran un veneno que intoxicaban mi corazón y mi alma. Yo sabía que todo aquello no tenía sentido, que lo que debería sentir era indiferencia y desprecio porque ya había encontrado a alguien que me quería y a quien querer, y el pasado debía quedar dónde estaba, escondido entre los años, dormido entre los malos recuerdos. Ginés era el pasado pero en aquella tarde solitaria y triste había resurgido para golpear mi vida de manera absurda.

No me apetecía ir a mi casa, no quería sentirme sola entre aquellas cuatro paredes desnudas sin la presencia de Teo, así que puse rumbo a casa de Teresa. Solo cuando llamé al timbre me di cuenta de que ya había anochecido. Eran más de las diez. Había estado tres horas deambulando por la ciudad y de repente me sentí tremendamente cansada. Mi tía me abrió la puerta y me miró extrañada.

–Dunia. No te esperaba. Anda pasa. Estaba a punto de cenar. Lo haremos juntas. ¿Te ocurre algo?

Estaba nerviosa y la tensión afloraba por los poros de mi piel. Seguí a mi tía hasta la sala en la que la televisión parloteaba sin que nadie le prestara atención y me dejé caer en el sofá.

–No te puedes imaginar lo que me ha pasado – dije – Creo que... no sé si ocurrió en realidad o ha sido un mal sueño.

–Ay hija, no me asustes. Habla de una vez.

Le relaté mi día de manera lo más resumida posible, desde mi congoja por lo ocurrido en el trabajo hasta mi casual encuentro con Ginés y los sentimientos que ese encuentro hizo brotar dentro de mí. Ella me escuchaba atentamente, y cuando terminé mi relato se acercó y me abrazó cariñosamente.

–Anda, cálmate y olvida lo ocurrido. No tiene sentido que te hagas mala sangre por haberlo visto de nuevo cuando tú tienes ya tu vida encauzada.

–Lo sé – repuse – y precisamente por ello ni yo misma entiendo lo que me está pasando. Yo quiero a Teo, él me está dando lo que siempre soñé, una vida estable, tranquila, sin sobresaltos... Y no sé por qué no soy capaz de asumir que lo ocurrido con Ginés pasó y ya está. Oh Teresa, ni siquiera sé explicarme bien.

Mi tía sonrió débilmente y en aquella sonrisa creí percibir un deje de amargura, tal vez de tristeza.

–¿Sabes, Dunia? Durante todos estos años no he podido dejar de sentirme un poco culpable de lo ocurrido con Ginés.

–¿Culpable tú? Pero ¿por qué? – pregunté extrañada.

–Porque yo sabía cómo era, sabía que era un chico caprichoso, un sinvergüenza, una persona casi... casi sin sentimientos. Y desde el principio, desde que comenzaste a trabajar en su casa, supe que estabas enamorada de él. Se te notaba en todo, en el brillo de tu mirada, en tu alegría al hablar, en tus prisas por marcharte a la casa de la playa.... Yo te metí de lleno en la boca del lobo ofreciéndote aquel trabajo.

–Oh por favor, no digas eso. Eso no es cierto. Tú no podías saber lo que iba a pasar. Es verdad que lo mío con él terminó de la peor manera posible pero si no hubiera sido así, lo hubiera sido de otra manera. Ginés y yo no teníamos futuro juntos. Y yo sé que el encuentro de hoy no hubiera debido de afectarme tanto. Aunque ahora, después de hablar contigo, me siento mucho mejor y me voy dando cuenta de que mi inquietud es una soberana tontería.

–Pues eso – contestó mi tía con una sonrisa –.Anda, esta noche te quedarás aquí. Y ahora vamos a cenar, he hecho unos macarrones con atún. ¿Te apetece?

Sí, me apetecía. De pronto el estómago se me había revolucionado y me senté a degustar los apetitosos macarrones. Dentro de dos días llegaba Teo y en eso debía pensar, en mi reencuentro con él. Y no en Ginés.

*

Dos días después, ilusionada con el regreso de mi novio, creí ya tener olvidado mi desafortunado encuentro con Ginés y dejé de darle importancia a la revolución momentánea de sentimientos que me había provocado. Me sentía contenta. Era sábado y no tenía que trabajar hasta el martes. Me levanté temprano y fui a la peluquería, me di un corte de pelo más actual y me maquillé ligeramente. Luego me dirigí a una tienda de lencería y me compré un seductor conjunto de ropa interior negra con la que esperaba sorprender a mi novio aquella tarde. El avión llegaba a las cinco, así que a esa hora me puse mi provocativa prenda, retoqué un poco el maquillaje y me senté en el sofá del salón a esperar que sonara el timbre. A las cinco y media en punto sonó, el avión había llegado puntual. Miré por la mirilla de la puerta y comprobé que era Teo, entonces abrí.

–Hola cari....

Las palabras quedaron prendidas en su garganta, porque en un gesto certero tiré de él, lo empujé contra la pared y le besé apasionadamente. Él correspondió a mi beso y hundió sus manos en mi pelo y su lengua en mi boca. Apreté mi cuerpo con fuerza contra el suyo y sentí su sexo inflamado de deseo. Entre besos y jadeos nos dirigimos al dormitorio dejando por el pasillo un reguero de prendas que molestaban. Nos tiramos en la cama poseídos por el deseo, por una pasión desbordante que hacía que en medio de aquellas cuatro paredes no existiera nada ni nadie que no fuéramos nosotros mismos y nuestras ansias de unirnos. Recorrimos nuestros cuerpos con las manos, con la boca, provocando que las pieles se erizaran en un espasmo de fuego que amenazaba con invadirlo todo y que finalmente lo hizo. El placer se mezcló con nuestros gemidos y el aire se convirtió en amor. Cuando terminamos, Teo me miró fijamente y sonrió.

–Buenas tardes, preciosa. Yo también te eché de menos.

Por toda respuesta le besé con ternura. No sé cuántas veces hicimos el amor aquella tarde. La recuerdo como la más pasional de mi vida. Sin embargo, cuando por la noche nos retiramos a descansar y el sueño comenzaba a nublar mi cerebro, mi último pensamiento fue para Ginés. No con amor, ni con pasión, ni siquiera como buen recuerdo, sino con unas ganas de venganza que de nuevo hicieron acto de presencia y que me confundían enormemente.

*

No le conté a Teo mi encuentro con Ginés, no creía que mereciera la pena, al fin y al cabo había sido algo fortuito que seguramente no volvería a producirse. Eso era lo que me decía a mí misma y de lo que intentaba convencerme, pero de manera no sé si inconsciente me vi forzando un nuevo encuentro. Paseaba día sí y día también por los jardines de Méndez Núñez y me sentaba en el mismo banco en el que él me había encontrado, mirando a un lado y a otro por si apareciera por cualquier esquina. No sé lo que pretendía. Desde luego no amarle, lo único que deseaba era materializar de una vez por toda mi sed de revancha, cobrarme por lo que me había hecho, aunque no sabía cómo ni de qué manera, lo único que tenía claro era que para poder llevar a cabo mis propósitos él debía aparecer de nuevo en mi vida, de la manera que fuera. Pero no tuve suerte, Ginés no volvió a aparecer, lo cual si bien al principio me causó cierta decepción, después me di cuenta de que era lo mejor. Establecer de nuevo una relación con Ginés, del cariz que fuera, no me iba a traer más que problemas, así que poco a poco de nuevo las aguas fueron volviendo a su cauce y me olvidé hasta de nuestro encuentro casual.

Tres meses después, una mañana de agosto, las urgencias de la clínica en la que trabajaba se convirtieron en un verdadero caos. Hacía dos días que llovía sin parar y una espesa niebla se había asentado en los alrededores. Ambos factores había provocado un grave accidente a la entrada de la ciudad con varios coches implicados y varios heridos, algunos de los cuales vinieron a parar a la clínica. Yo había solicitado el cambio de departamento desde el fatídico día de la muerte de los dos niños. Estar en urgencias me provocaba mucha ansiedad y aunque era consciente de que convivir con la muerte era algo intrínseco a mi profesión, necesitaba un área más tranquila en la que no fuera necesario hacer las cosas contra reloj. Me trasladaron a la planta de traumatología y allí desarrollaba mi trabajo con la calma que yo necesitaba. Sin embargo no pude dejar de enterarme de lo que había ocurrido, tanto más cuanto dos de los heridos, los más graves, vinieron a parar a mi planta una vez aplicados los primeros remedios a sus maltrechos cuerpos.

Recuerdo que al día siguiente mi turno comenzaba a media mañana. Cuando llegué al control de enfermeras mis dos compañeras cotilleaban sobre el accidente del día anterior.

–La chica está ya en su cuarto. Pronóstico reservado. La han tenido que operar de las dos piernas, pero bueno, saldrá de ésta. El que está fatal es el muchacho. Esta en la UCI y lo tienen bajo sedación. – decía Reme, una compañera.

–Entonces el accidente tuvo que ser... brutal – dije yo – Menuda racha, primero el autocar con los niños, ahora esto... No ganamos para lesionados. ¿Qué le ocurre al muchacho?

–Probable lesión medular, multitud de politraumatismos... y además creen que se puede quedar ciego.

–¡Qué horror! – solté – Pobre chico. ¿Es muy joven?

–Unos treinta o treinta y cinco años – contestó Sara, mi otra compañera – Y además es hijo de una familia muy conocida aquí en La Coruña. Su madre era dentista, murió hace unos años de repente, le dio un infarto o un ictus, o algo así.

La sangre se me heló en las venas y el corazón me comenzó a latir a cien por hora. No podía ser que la vida me pusiera le venganza en bandeja. Lo tenía allí, a mi merced, porque tenía que ser él, no podía ser ninguna otra persona más que él.

viernes, 16 de abril de 2021

NO sé por qué te quiero - Capítulo 16

 



La casa estaba silenciosa y a oscuras. Mi madre y su marido habían salido a cenar fuera con Teresa, yo creo que animados por esta última en su afán por dejarnos a Teo y a mí solos. Me acerqué a la puerta de su habitación y arrimé el oído. No se oía nada. Golpeé suavemente y nadie contestó. Volví a golpear y al no recibir respuesta abrí la puerta con cautela. Mi primo estaba echado en la cama y al escuchar el sonido de la puerta al abrirse se volvió.

–¿Puedo entrar? – pregunté.

Él se sentó en la cama y asintió con la cabeza. Yo me acerqué y me senté a su lado, sobre la cama. Me miraba fijamente con aquellos ojos marrones que parecían escarbar en mi cerebro.

–Teo yo.... creo que tenemos que hablar. Mejor dicho, que yo tengo que hablar. Sé que te molestó lo de anoche y....

–No, no, no te equivoques Dunia, no me sentó mal lo de ayer, o a lo mejor sí, pero no por tu reacción sino por la mía. Creo que interpreté mal tus gestos o tus palabras... yo qué sé. Y el día de hoy me ha servido para reflexionar y pensar en qué he hecho mal. Me he sentido como un...

–Pero ¿quieres parar de decir insensateces, bobo? – le pregunté de pronto, completamente alucinada por sus razonamientos de hombre mayor y respetable – No puede ser que esté escuchando semejante sarta de sandeces. No has hecho nada mal Teo, al contrario, te juro que jamás me he sentido tan bien en mi vida como cuando estoy a tu lado. Pero creo que tienes que saber algo, algo que me ocurrió hace años, con Ginés.

Le conté todo lo que no le había contado y que en ocasiones incluso le había negado. Cómo me había ido enamorando de él, cómo me había sabido camelar con unos detalles que no eran tales y finalmente la violación en la piscina aquella fatídica noche, que aunque parecía haberse borrado de mi mente, reaparecía en los momentos más inoportunos.

–Ayer fue como si los recuerdos se agolparan en mi mente de pronto y por eso no pude... no pude quererte como te mereces. Pero yo te amo, Teo, te quiero de verdad y me siento feliz de tenerte a mi lado.

Él tiró de mi brazo e hizo que me acercara más a su lado. Tomó mi cara entre sus manos y me besó en los labios suave y dulcemente.

–¿Por qué no me contaste nada de esto? – preguntó separando sus labios de los míos.

–¿Para qué? El mal ya estaba hecho y no tenía solución. Durante mucho tiempo pensé en vengarme, pero según va pasando el tiempo.... cada vez me importa menos. Yo lo que quiero ahora es estar a tu lado. Tenemos toda la vida por delante para ser felices, Teo.

Mientras hablaba me iba desabotonando poco a poco la ligera bata de seda que llevaba puesta, bajo la atónita mirada de Teo. Me puse en pie y dejé que la suave tela se deslizara por mi espalda hasta caer al suelo. Me quedé con mis braguitas por toda indumentaria y me eché en la cama al lado de mi novio.

–Quiero hacer el amor contigo – le dije.

–Y yo también – me susurró al oído mientras su mano acariciaba son suavidad mis hombros – pero te advierto que no lo he hecho nunca. Es la primera vez que estoy con una mujer.

–Yo tampoco lo he hecho nunca. Así que no te preocupes, será la primera vez para los dos. Así conoceremos el amor por primera vez, juntos.

Nos besamos de nuevo y yo sentí sus manos temblorosas recorrer mi piel con suavidad, casi con miedo, pero en aquellas caricias sentí también que mi cuerpo se estremecía y un fuego desconocido y extraño amenazaba con deshacerlo por dentro. Puede que aquella noche no fuera la noche de amor perfecta, puede que nos faltara experiencia y nos desbordara la pasión, pero de lo que sí estoy segura es de que fue una de las noches más hermosas de mi vida.

*

Nos hicimos novios, novios de verdad, de esos que ven y piensan el futuro juntos, y nuestra vida se convirtió en un hilo de ilusión que íbamos tejiendo el uno en connivencia con el otro. Me olvidé de Ginés y de mi venganza, ya no me importaba nada. ¿Qué necesidad tenía de hacerlo presente de nuevo en mi vida, de volver a recordar un momento indeseado si tenía a mi lado a quién me hacía realmente feliz? La respuesta era evidente, ninguna, y durante los años que Teo tardó en terminar su carrera universitaria yo me centré en mi trabajo y en preparar unas oposiciones que nunca llegué a aprobar. Sin embargo laboralmente tuve mucha suerte, pues a pesar de estar durante unos años con contratos temporales y esporádicos, llegó un momento en que me contrataron de manera indefinida en una clínica de La Coruña. Era el último año de carrera de Teo y desgraciadamente tuvimos que vivir separados, pero tampoco nos importaba mucho, pues los fines de semana que nos podíamos reunir lo hacíamos y aprovechábamos hasta el límite nuestro tiempo juntos.

Cuando Teo se licenció regresó a La Coruña y comenzó a trabajar en una multinacional informática a través de un conocido de mi padrastro. Así parecía que nuestra vida se había asentado. Éramos una pareja consolidada y feliz. Empezamos a pensar en la posibilidad de casarnos, de comprarnos una casa propia e incluso de tener hijos, aunque ahora que podíamos disfrutar de una economía un poco holgada, preferimos esperar un poco antes de hacer frente a unas responsabilidades que, sobre todo la de tener hijos, nos habían de cambiar la vida de manera sustancial.

Tal vez lo único que turbaba un poco la tranquilidad de nuestra apacible existencia eran los viajes de trabajo que se veía obligado a hacer mi novio de vez en cuando. Tampoco es que se pasara todo el tiempo fuera de casa, pero al menos una vez al mes debía de viajar para visitar clientes o filiales de la empresa. Durante aquellas pequeñas ausencias yo lo echaba mucho de menos. Amaba profundamente a Teo y jamás pensé que nada pudiera venir a turbar la plácida existencia que habíamos conseguido.

Fue durante uno de aquellos viajes. Recuerdo que cuando me dijo que se tenía que ir a Roma, deseé poder acompañarle, pero por aquel entonces en la clínica había falta de personal, pues se estaba procediendo a la realización de nuevas contrataciones y me tuve que quedar en la ciudad más triste que una uva pasa. Era primavera, una primavera inusualmente cálida para una ciudad norteña, y muchas tardes salía a pasear sola por sus calles. Me gustaba sumergirme en la algarabía de gente que parecía querer beberse el aire cálido de aquel clima atípico. Otras veces me acercaba a buscar a mi tía Teresa a su trabajo y de regreso a casa nos tomábamos un café o cenábamos algo en alguna taberna de la calle Real.

Un día tuve una mañana especialmente dura en el hospital. Había tenido lugar un accidente horrible a un autobús escolar y las urgencias se vieron colapsadas por decenas de niños heridos, afortunadamente la mayoría leves, salvo dos pequeñines que se murieron prácticamente en mis brazos y en los de mi compañera, sin que nadie pudiera hacer nada por ellos. Salí de trabajar con muy mal cuerpo y al comprobar que no me podía sacar de la cabeza la imagen de tanta masacre, decidí por la tarde dar uno de mis paseos y meterme en tiendas donde el jaleo pudiera distraerme. Pero no dio resultado. Sentía tal congoja en mi interior, mi corazón estaba tan oprimido dentro de mi pecho que nada ni nadie era capaz de animarme. En un momento dado me senté en un banco de los jardines de Méndez Núñez y me puse a llorar. No tenía motivo, no sabía el motivo, pero lloraba y al derramar mis lágrimas me daba cuenta de que mi inquietud se iba calmando, y me liberaba de aquella pena que durante todo el día me había estado pesando como una losa.

Ni siquiera me había percatado de que alguien se había sentado en el banco, a mi lado, y que ese alguien me ofrecía un pañuelo de papel blanco que yo tomé en un gesto automático y con el que me limpié las lágrimas.

–¿Puedo ayudarte en algo? – me preguntó una voz masculina.

Levanté mi mirada hacía el hombre y me encontré con quien nunca hubiera esperado encontrarme. A mi lado estaba Ginés. No sabía de dónde había salido ni desde cuándo se había convertido en un buen samaritano. Hacía unos cuantos años que no le veía, pero no los suficientes para que no me reconociera, pero así parecía. Tan poca era la huella que había dejado en él. Sin embargo yo lo hubiera reconocido aunque lo hubieran colocado entre un millón de hombres semejantes.

Algo se revolvió dentro de mí, no sé exactamente qué. Sólo sé que sentí la necesidad de huir de allí. Era como si el tipo que estaba a mi lado no fuera un ser humano sino un monstruo que amenazara con tragarme. Pero no pude moverme de aquel banco. Me quedé mirándole fijamente mientras mi cabeza no dejaba de asombrarse ante las casualidades de la vida. Encontrarme con Ginés en un banco de un parque. Jamás lo hubiera pensado.

–¿Te ocurre algo? – insistió – Pasaba por aquí y te he visto llorar y pensé que.... no sé, que te pasaba algo.

–No me pasa nada – conseguí decir.

Fui capaz de levantarme por fin y comencé caminar. De pronto quise llegar a casa, o no, mejor a casa de mi tía Teresa, no creía que aquella noche fuera capaz de afrontar mi soledad. Apuré el paso, pero Ginés no se rindió.

–Eh, no te vayas. Espera – le escuché decir detrás de mí.

Me tomó del brazo y me hizo parar. Sentir el contacto de su mano con mi piel fue como si una corriente eléctrica recorriera mi cuerpo. Durante unos segundos miré sus dedos en torno a mi muñeca, finos, firmes, hermosos, como siempre. Luego levanté la mirada y me encontré con la suya, gris, cristalina, bella, tan bella como yo la recordaba.

–Me sabe mal dejarte ir así, llorando. ¿Puedo invitarte a un café?

¿Qué pretendía aquel muchacho? ¿No me reconocía realmente o estaba fingiendo? Yo no creía haber cambiado tanto. Tal vez había perdido algo de peso y llevaba un corte de pelo diferente, pero nada más. ¿Tan poco había significado yo en su vida para que me olvidara de una manera tan drástica? Y además ¿dónde estaba su novia? Preguntas sin respuestas que se agolpaban en mi cabeza de manera desordenada.

–No quiero café – dije – y no me pasa nada. Sólo quiero llegar a mi casa.

–Te acompaño.

–¡No! – contesté de manera un poco brusca – Lo que necesito ahora es estar sola.

–¿Sabes? – me preguntó de pronto ignorando mi comentario y mirándome fijamente – Me da la impresión de que te conozco. ¿Dónde nos hemos visto antes?

Todavía sujetaba mi muñeca. Yo me desasí con suavidad de su mano y sin contestarle seguí mi camino. No quería que me reconociera, era mejor así.

martes, 13 de abril de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 15

 



Durante aquellos dos meses Teo me trató como a una reina. Estaba atento a mis deseos, a mi cansancio, me hacía la comida, me preparaba un baño cuando llegaba agotada del trabajo, me arrastraba a la calle para que me despejara cuando me aturdían las circunstancias. Era muy cariñoso, me llenaba de besos y de caricias, podíamos pasarnos horas por las noches viendo películas en la televisión, sentados en el sofá muy abrazados... pero ya, quiero decir que nunca me había ni siquiera insinuado la posibilidad de acostarnos juntos. Y no sabía si aquello me gustaba o no. Contrariamente a cuando me enamoré de Ginés, con Teo sí estaba segura de querer disfrutar del amor en toda su plenitud. Suponía que él también, pero me parecía que tenía la misma inexperiencia que yo en esos temas y tal vez fuera por ello que ni uno ni otro se atrevía a dar el paso. Tal vez lo mejor fuera dejar correr el tiempo y que las cosas ocurrieran cuando tuvieran que ocurrir.

Llegados mis quince días de vacaciones, hicimos las maletas y regresamos a La Coruña dispuestos a disfrutar de la playa y el mar, pero nuestros planes se torcieron. Mi madre y su marido tenían pensado venir a la ciudad a pasar con nosotros aquellas dos semanas, pero el día anterior a su viaje mamá se torció un tobillo y se hizo un esguince que requirió unos días de reposo, así que fuimos nosotros dos, junto con Teresa, los que pusimos rumbo a Madrid.

Nadie de la familia sabía que nos habíamos hecho novios, al menos no lo habíamos comunicado formalmente, ambos pensábamos que ya habría tiempo. Puede que tuvieran sus sospechas pero si así era nadie dijo nada, es más, ambos ocupamos las mismas habitaciones que habíamos ocupado el verano anterior. Éramos primos y a nadie se le ocurrió que pudiéramos dormir juntos, cosa lógica por otra parte, además ni siquiera lo habíamos hecho nunca, pues en el piso que compartíamos en Santiago cada uno tenía su propio dormitorio.

Aquella semana fue especialmente calurosa en la capital, tanto que se hacía muy difícil conciliar el sueño, por eso Teo y yo solíamos permanecer en el jardín hasta muy entrada la noche, sentados en las tumbonas al borde de la piscina. Una de aquellas noches Teo me propuso tomar un baño y como si de un resorte se tratara volvió a mi mente aquella noche fatídica en el chalet de Ginés. Mis pulsaciones se aceleraron ligeramente e intenté apartar de mi cabeza aquel desafortunado momento del que hacía tiempo ya ni me acordaba. Acepté la proposición de Teo y nos metimos en el agua. No hizo falta ponernos los trajes de baño pues ya los teníamos puestos. Nadamos y jugueteamos salpicándonos. Todo se asemejaba demasiado a lo ocurrido años atrás. Parecía la misma historia con un protagonista diferente. En aquel momento no me daba cuenta de que yo también era diferente, y de que Teo no tenía nada que ver con Ginés. Pero de la misma manera que aquella noche, en un momento dado Teo me atrapó contra el borde de la piscina y me besó. Yo me entregué a aquel beso con miedo, con una desconfianza absurda. Me decía a mí misma que debía centrarme en lo que estaba ocurriendo en aquel preciso instante, no en lo que había pasado hacía tanto tiempo, pero la parte ilógica de mí misma no era capaz de aceptar los razonamientos lógicos de la otra parte. Por eso cuando Teo apretó su cuerpo contra el mío mientras besaba mi cuello y acercaba con timidez sus manos a mis pechos, le di un fuerte empujón y lo aparté de mi lado.

–¡No! – casi grité – ¡No puedo!

Salí de la piscina ante la mirada asombrada de Teo, que no pronunció palabra alguna, sólo me miraba con aquellos ojos limpios y sinceros que no entendían nada, mientras yo corría hacia la casa dejando tras de mí un rastro de agua y un sin sentido de emociones.

Me quité el bikini, sequé mi cuerpo chorreante y me acosté, pero no pude dormir nada, acuciada por el calor insoportable y por la conciencia de mi estupidez. Yo quería a Teo, sentía que era la persona que necesitaba a mi lado, alguien que me aportaba serenidad, cordura, Teo era el amor sereno con el que yo había soñado desde siempre y no se merecía el desprecio de aquella noche. Desprecio que, por otro lado, no tenía ninguna razón de ser, porque yo deseaba hacer el amor con él y seguramente eso era lo que había estado a punto de ocurrir. Pero el recuerdo de Ginés había ganado terreno a mis pensamientos lógicos y había dado al traste con mis anhelos y también con los de Teo.

Durante aquella noche pensé que él iba a llamar a la puerta de mi cuarto para preguntarme qué me había ocurrido, pero no lo hizo y yo tampoco me atreví a ir a su dormitorio. Ni siquiera lo escuché entrar. Me dormí cuando ya comenzaba a amanecer y me desperté pronto, presa de un desasosiego y un nerviosismo exagerados. Conocía bien a Teo y sabía que iba a estar dolido conmigo. Me di una ducha y salí al jardín. Mi novio estaba desayunando en el porche y me senté a su lado.

–Buenos días – dije a media voz.

–Buenos días – contestó sin dejar de untar mermelada de fresa en su tostada.

Estaba molesto, desde luego. Otro día cualquiera me hubiera ofrecido la tostada y se hubiera levantado para besarme mil veces.

–Teo, quiero hablar contigo – le dije.

–No es necesario, Dunia – me respondió con la calma que le caracterizaba – Está todo bastante claro.

Me desconcertó un poco su seguridad y su afirmación. Yo no sabía qué era lo que estaba claro y así se lo pregunté.

–¿Qué es lo que está claro?

–Pues que ayer me pasé, que soy un cerdo, que te falté al respeto. Lo siento de veras. No volverá a ocurrir – respondió con el sarcasmo impregnando su voz.

–Yo no he dicho nada de eso.

–No, claro que no lo has dicho, pero a veces sobran las palabras y ayer fue una de esas veces. Pero repito, lo siento mucho, pensé que a ti también te apetecía y me equivoqué.

–A mí también me apetecía – dije en un susurro.

–¿Ah sí? Pues que bien lo disimulaste.

Teo dio el último sorbo a su café y levantándose se dirigió al jardín.

–¿A dónde vas? – le pregunté.

–A dar un paseo. Necesito estar solo.

Se fue y me dejó allí sintiéndome triste y culpable. Él pensaba que yo no le quería lo suficiente y tenía que sacarlo de su error, aunque ello significara contarle lo que me había ocurrido con Ginés.

En aquel momento, mientras estaba yo sumida en aquellos pensamientos, se abrió la puerta y Teresa apareció en el porche con una bandeja de desayuno.

–Buenos días, Dunia ¿Has desayunado? ¿Te preparo algo?

–No, no he desayunado, pero no te preocupes, no me apetece comer nada.

Teresa se sentó y posó la bandeja en la mesa.

–¿Ocurre algo? ¿Teo no se ha levantado todavía?

Mi tía como siempre tan intuitiva.

–Ha salido a dar un paseo solo – contesté lánguidamente.

–Solo... Teo quiere estar solo – afirmó más que preguntó – ¿Me vas a contar lo que ocurre? Pero todo, desde el principio, es decir, desde que comenzasteis a salir juntos hasta la bronca de hoy.

Sonreí levemente ante la perorata de mi tía. Debí imaginarme que una persona como ella tenía que estar al corriente de todo, se lo hubiéramos dicho o no.

–¿Cómo lo has sabido?

–¿Y eso qué importa? Anda, ¿qué ha pasado? ¿puedo ayudarte en algo?

Le conté lo ocurrido sin muchos preámbulos y cuando terminé soltó una pequeña carcajada que me dejó perpleja.

–A mí no me hace ninguna gracia – dije algo enojada.

–A mí sí. Parecéis dos niños inexpertos... perdón, no lo parecéis, lo sois. Entiendo tu actitud de ayer en la piscina, recordar una violación no debe ser plato de buen gusto, y también entiendo un poquito el enfado de Teo, porque él no sabe lo que te pasó. Así que lo mejor que puedes hacer para solucionar el embrollo es contárselo.... ah, y dormir en la misma habitación esta noche.

Suspiré y miré a Teresa, que comía con ganas su tostada. Supuse que ella conocía a su hijo mejor que yo.

–¿Crees que querrá escucharme? – le pregunté.

–Por supuesto que sí, aunque de momento... yo lo dejaría un poco a su aire durante el día de hoy. Por la noche, si ves que no se queda en el jardín para una de vuestras sesiones de charla nocturnas, te cuelas en su cuarto, le cuentas lo ocurrido y haces que todo acabe en una sesión de sexo lo más desenfrenado posible.

No pude evitar soltar una carcajada. Teresa tenía el poder de que cualquier tema, por serio que fuera, tuviera el toque necesario de humor para quitarle un poco de importancia. Además me pareció buena idea y me propuse hacerle caso en la medida de lo posible.

Teo regresó de su paseo poco antes del almuerzo. Ya estaba comenzando a preocuparme, me parecía que tardaba bastante, pero me abstuve de hacer comentario alguno. Pasamos la tarde cada uno a sus cosas, algo que no era habitual, al menos estando de vacaciones, y cuando llegó la noche y yo me senté en el jardín, al borde de la piscina, observé que, tal y como había vaticinado su madre, él se marchó a su cuarto. Me tomé un poco de tiempo por si acaso salía, pero como no fue así, al cabo de diez minutos entré en la casa dispuesta a poner en marcha el plan.



domingo, 11 de abril de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 14

 



Durante aquellas semanas que pasé en Madrid, mi madre no cesó de intentar convencerme, por activa y por pasiva, de que buscara un trabajo y me quedara allí. Decía que tendría muchas más oportunidades que en La Coruña y seguramente tenía razón, pero yo ya me había acostumbrado a la vida en Galicia y me agobiaba la gran ciudad. Así que unos días después de Reyes regresé a casa de mi tía Teresa. Teo ya se había marchado a Santiago a retomar el curso y yo me dispuse a buscar trabajo de nuevo, enviando currículums por doquier. De nuevo tuve suerte y esta vez fue de un hospital de Santiago de donde reclamaron mis servicios con un contrato temporal de un año. Me fui un fin de semana con la intención de encontrar un piso en el que caerme muerta, pero en una ciudad eminentemente universitaria y a aquellas alturas del año, no conseguí encontrar nada acorde con mis posibilidades. Teo, que evidentemente vivía allí y compartía piso con otros dos chicos, me propuso quedarme en su vivienda mientras no encontraba otra cosa y aunque no me gustaba demasiado la idea por razones evidentes, no me quedó más remedio que hacerlo, pues tenía que comenzar a trabajar ya.

La relación que mi primo tenía con sus compañeros de piso era prácticamente nula. No eran amigos, eran simplemente eso, compañeros de piso que se habían encontrado en aquella ciudad por razones de estudio y que por un casual compartían morada, pero nada más. Cada cual iba a sus cosas, se hablaban por cortesía y poco más. Por suerte eran dos muchachos ordenados y pulcros, que respetaban sus turnos para hacer las tareas domésticas y que no pusieron ninguna objeción a que yo me quedara allí durante el tiempo necesario mientras no encontrara un lugar definitivo dónde dejar caer mis huesos.

El piso era pequeño, oscuro y un poco lúgubre. Yo tenía que compartir cuarto con mi primo, una estancia minúscula en la que apenas cabía el mobiliario básico de un dormitorio. Yo dormía en un colchón sobre el suelo, pues a pesar de la insistencia de Teo, no había permitido que me cediera su cama, al fin y al cabo serían sólo unos días.

Comencé mi trabajo en el hospital y en mis ratos libres buscaba piso. Teo me ayudaba cuando podía sin demasiado entusiasmo. Una noche, estando ya en la cama, miraba yo en la prensa anuncios de pisos y mientras lo hacía, le iba comentando detalles de los mismos a mi primo, que me contestaba con monosílabos, como si le molestara mi charla.

–Ay hijo – le solté – no hace falta que demuestres tanto entusiasmo. Ya sé que buscar piso es un fastidio, pero como comprenderás no voy a pasarme la vida aquí.

–¿Por qué? – preguntó asomando la cabeza por encima del colchón.

–¿Cómo que por qué? ¿Acaso piensas que podríamos estar así toda la vida?

–Yo contigo estaría toda la vida de la manera que fuera.

Como casi siempre, no supe si hablaba en serio o en broma. Era típico de él. Soltaba las cosas así, con tal seriedad en su cara que parecía estar hablando de veras siempre, aunque de vez en cuando soltaba una leve risilla, pues no era muy dado a las grandes carcajadas. Esta vez fui yo la que me reí.

–Sí, hijo, sí – repuse – contigo pan y cebolla, dice el dicho ¿no?

De pronto me vino una idea a la cabeza. Una feliz idea para rescatar a Teo de aquel lugar asqueroso y además animarle para que pusiera más entusiasmo en la busca de piso.

–Oye, Teo ¿Por qué no buscamos un piso para los dos? Éste es horrible y si alquilamos uno para los dos compartiríamos gastos y no tendría que andar con tantos remilgos a la hora de mirar el precio del alquiler.

Se lo pensó durante unos segundos.

–No puedo – dijo finalmente – no puedo dejar a los chicos ahora.

A lo mejor tenía razón. Se había comprometido con sus compañeros y abandonarlos a mitad de curso sería una putada.

–Bueno.... a lo mejor puedes hablar con ellos y si encuentran otro compañero... Vamos, ¿no te gustaría que viviéramos los dos solos, a nuestro rollo, en un sitio más grande, más claro, menos húmedo....?

Se recostó contra el cabecero de la cama y puso cara como de estar pensando. Finalmente dijo:

–Bueno.... a lo mejor no es tan mala idea, pero me iré contigo sólo si consigo un sustituto, no quiero dejar a los chicos en la estacada.

Me di por satisfecha con su respuesta. Estaba segura de que encontraría a alguien. Y no me equivoqué. No voy a relatar aquí los detalles de la búsqueda del piso ideal, ése que no existe, sólo diré que dos semanas más tarde Teo y yo compartíamos un confortable apartamento en la Rúa Nueva, pequeño, antiguo, coqueto y muy bien conservado. A partir de ahí comenzó nuestra vida rutinaria y agradable. Teo estudiaba mucho y yo trabajaba mucho, apenas teníamos tiempo para nada más, compartíamos tan pocos instantes que los momentos que coincidíamos casi nos teníamos que poner al corriente de nuestras vidas. Así, entre exámenes y turnos de noche o de día, fue pasando el curso. De pronto llegó Junio y Teo había terminado el primer año de su carrera con unas notas extraordinarias. Ahora tocaba descansar y disfrutar del verano. Él, porque a mí me quedaban por delante todavía dos meses de trabajo antes de los quince días que me habían dicho me correspondían de descanso, y encima me quedaría sola en la casa, lo cual no me gustaba demasiado. Me había acostumbrado a la presencia de Teo, a saber que estaba ahí, que por las noches volvería, aunque cada uno estuviera a sus ocupaciones, y me inquietaba la posibilidad de quedarme sola, a pesar de que en Vigo ya había vivido sola y no me había ido mal. Evidentemente no se lo comenté a él, pero me conocía, me conocía mejor de lo que yo había imaginado y dos días antes de marcharse me dio la sorpresa.

–¿Sabes qué, Dunia? – me preguntó una tarde mientras paseábamos por la ciudad tomando un helado antes de entrar yo a mi turno de noche.

–¿Qué?

–Que no me voy a ir a La Coruña. Me voy a quedar contigo hasta que te den a ti vacaciones, así no estarás sola.

Escuchar aquellas palabras me dejó desconcertada y feliz al mismo tiempo. Me gustaba tener compañía y mucho más si era la de Teo, pero tampoco pretendía que hiciera sacrificios por mí.

–No hace falta, Teo. Yo....

No supe seguir. No sabría decir lo que sentí en aquel instante. Fue algo repentino que me enmudeció, como si de pronto me diera cuenta de que habíamos vivido unos meses juntos y me había acostumbrado tanto a él que me resultaría muy difícil soportar su ausencia.

–¿No te apetece ver... a tu amiga? A Lola. No me has hablado de ella en todo el invierno.

Hizo un gesto elocuente con la cabeza y dijo:

–No sé si recuerdas el día en que te marchaste a Madrid por Navidad. Cuando salías por la puerta de camino a la estación te pregunté si te gustaba y me dijiste que sí, que te gustaba. Aquella misma noche corté con ella. La verdad es que aunque me atraía sentía que no era para mí. Y pensar que tenía alguna posibilidad contigo.... Dunia yo te quiero. A lo mejor piensas que soy un crío, pero te quiero creo que desde el primer día que te vi, allí, en la entrada de casa con tu madre.

El helado se estaba derritiendo en mi mano y las gotas de chocolate resbalaban por el cono de barquillo ensuciando mis dedos. Lo llevé a la boca sin dejar de mirar a Teo. No sabía qué responderle, quería decirle que no, que no me parecía un crío, que me parecía un chico genial, muy maduro para su edad, guapo, bueno, honesto... lo tenía todo. Le sonreí simplemente y él me devolvió la sonrisa.

–¿Por qué te ríes? ¿Eso qué quiere decir?

Me acerqué a él y deposité un suave beso en sus labios.

–Quiere decir que no me he olvidado de lo que te dije estas Navidades, que sigo sintiendo lo mismo, y que estoy encantada de que Lola ya no pinte nada en tu vida.

Sonrió con aquella sonrisa perfecta, me cogió de la mano y reanudamos nuestra caminata.

–¿Lo ves? – dijo – ¿Cómo ve voy a ir? No puedo dejar sola a mi....¿novia?

Me miró interrogante y yo asentí con la cabeza. Echó su brazo por encima de mis hombros y ahora fue él quien me besó en los labios.

–Es que tenías la boca manchada del chocolate del helado.

Aquel fue el comienzo de nuestra aventura.