martes, 20 de abril de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 18

 




Durante los siguiente días traté de alejar de mi cabeza a Ginés y su accidente. Ni siquiera me interesé por su estado y cuando alguna de mis compañeras hacia algún comentario al respecto me alejaba de la conversación. Sabía, era consciente, que el hecho de tener la vida de Ginés prácticamente en mis manos no era nada bueno. Pero algo me reconcomía por dentro. La lucha interna entre mi yo absurdo y mi yo lógico. Habían pasado ya unos cuantos años de la violación y yo había encontrado el amor y asentado mi vida al lado de otro hombre, la venganza no tenía sentido. Además, ya bastante castigado estaba teniendo que cargar a sus espaldas con aquel terrible accidente que le había tocado en suerte. Condenar a un muchacho como Ginés a vivir postrado en una silla de ruedas y ciego ya tenía que ser suficiente tortura. Pero no se la había provocado yo y a lo mejor era eso lo que buscaba, que sufriera por mí, por mi culpa, por mi exclusiva voluntad y no por un giro fortuito de la vida.

Por eso, a pesar de que no quería saber nada de las murmuraciones que corrían por el hospital ni de los corrillos que se formaban para conversar sobre la desgracia de aquel joven tan conocido en la sociedad coruñesa, a veces sentía la tentación de bajar a la unidad de cuidados intensivos con cualquier excusa y echarle un vistazo allí, postrado en un cama sin poder moverse, sin ver, pendiendo su vida del fino hilo que la separaba de la muerte, simplemente por observar mi propia reacción. Quería saber si sentía piedad, o dolor, o simplemente odio, un odio tan grande y visceral que me llevara a desearle la muerte, una muerte que podría provocarle yo misma, aunque evidentemente eso no entraba en mis planes.

No lo hice. Durante los quince días que permaneció bajo vigilancia intensiva me abstuve de ir a verle, aunque en muchas ocasiones me resultó sencillo doblegar mi propia voluntad. Durante aquellas dos semanas fue mejorando y un día lo trasladaron a planta, a mi planta, en la que yo trabajaba, por lo que entrar en su cuarto se convirtió en algo inevitable.

A lo largo de aquel tiempo no hablé sobre lo sucedido con Teo, ni tampoco con Teresa. Puesto que el accidente había sido brutal y de dominio público, creí que serían ellos, o por lo menos mi tía, la que diera el primer paso y me comentara lo ocurrido o tal vez me preguntara si estaba en mi clínica, pero ni uno ni otro mencionaron el menor detalle al respecto y yo tampoco dije nada. Cuando salía de trabajar intentaba correr un tupido velo sobre mi mente y olvidarme de Ginés y sus circunstancias para centrarme en Teo y en las nuestras, que eran indiscutiblemente mucho más agradables. No obstante no dejé de observar ciertas miradas extrañas en Teresa cuando salía a colación por cualquier causa el tema de mi trabajo. Me daba la impresión de que sabía lo de Ginés, lo cual además sería lógico, dado que trabajaba en el mismo lugar en que lo había hecho la tía del susodicho. Aunque hacía ya unos años que se había trasladado a otro centro, la gente la conocía y era normal que se comentara entre el personal la desgracia ocurrida en la familia.

A Ginés lo trasladaron a planta una mañana en la que yo no trabajaba. Cuando a la tarde llegué a mi puesto la enfermera saliente me comunicó la noticia.

–En la habitación 506 está el muchacho ese del accidente. La mayoría del tiempo está dormido porque tiene bastante dolor. No ve nada y no tiene sensibilidad en las piernas. Ahí tienes anotada la medicación que debemos suministrarle. Por lo demás no hay novedad.... ah sí, que está él solo en una habitación, ya sabes, donde hay dinero.... Y a Lucía, la paciente del la 503, le han dado el alta. Me voy, que tengas buena tarde, Dunia.

Cuando mi compañera se fue, entré en el pequeño cuarto anexo al control y miré el cuadro de medicaciones. A Ginés había que inyectarle en el suero calmantes y alguna que otra medicina cada determinadas horas. Mientras estaba echando una ojeada entró el doctor Mejuto, el médico que le trataba. Era un hombre que gozaba de cierta fama por su acierto en el diagnóstico y por su eficacia en los tratamientos aplicados. Aún así era callado y discreto. Hablaba muy poco con las enfermeras fuera de las indicaciones que tuviera que darnos. Yo nunca me había dirigido a él y sin embargo aquel día me atreví a preguntarle por el muchacho de la 506.

–Su madre era íntima amiga de la mía – mentí – y aunque hacía mucho tiempo que le había perdido la pista me gustaría saber la realidad de su situación.

–Pues la verdad es que es muy complicada – me dijo amablemente –.No tiene lesión medular sin embargo no puede caminar debido a otros factores que además le producen mucho dolor. Es posible que tarde meses o incluso años en abandonar una silla de ruedas. Además el golpe en la cabeza lo ha dejado ciego y esa ceguera tiene toda la pinta de ser irreversible. Su vida a partir de ahora no será un camino de rosas. Lo siento.

El doctor Mejuto salió de sala y yo me dejé caer en una silla un poco desconcertada. No sabía si lo que rebullía dentro de mí era pena o lástima de él. O tal vez cierta satisfacción de que la vida lo estuviera poniendo en su sitio. Volví a mirar el cuadro de medicaciones y vi que en diez minutos había que inyectarle un calmante. Suspiré profundamente, consciente de que había llegado la hora del encuentro. La perspectiva me alteró un poco, pero ni por un instante pensé en encargar el trabajo a alguna compañera y por ello tener que dar explicaciones que no interesaban a nadie. Preparé el medicamento y me dirigí a la habitación. La puerta estaba cerrada y puse mi mano sobre la manilla con cautela. La giré lentamente y lentamente empujé la puerta. Poco a poco la imagen desoladora fue quedando a mi vista. El Ginés que estaba postrado en aquella cama no se parecía en nada al que yo había conocido. Tenía la cara llena de magulladuras y los párpados todavía algo hinchados, en su momento le habían afeitado la cabeza y el pelo apenas comenzaba a crecerle. El monitor cardíaco sonaba de manera monótona y rítmica y varias botellas colgaban de unos soportes y conectaban con sus brazos, que reposaban lánguidos sobre la cama. Me acerqué despacio y antes de inyectar el medicamento en la botella del suero le observé con detenimiento. Parecía haber envejecido veinte años. Me senté en una esquina de la cama y de manera leve y suave acaricié su mano. Aquel gesto inútil trajo de golpe a mi mente las semanas vividas a su lado en la casa de la playa y como si un sortilegio hubiera nublado mi mente por unos instantes volví a sentirme enamorada, pero fue solo una décima de segundo, un momento fugaz, efímero, transitorio. Me levanté de la cama y sacudí aquel sentimiento sin sentido con la imagen de Teo. Me recompuse y clavé casi con rabia la jeringuilla con la medicina en la botella de plástico. Cuando de nuevo le miré, estaba abriendo los ojos.

–¿Quién está ahí? – preguntó con voz tenue y pastosa.

Tardé unos segundos en contestar. Temía que reconociera mi voz y no lo deseaba. El anonimato era una arma que me garantizaba cosas, no sabía qué cosas, pero seguramente alguna. Finalmente contesté intentando disimular un poco mi acento.

–Una enfermera – dije – Te estoy poniendo medicación. ¿Qué tal estas?

–Me duele – contestó – me duele mucho todo.... y no veo, está todo oscuro. No voy a volver a ver ¿verdad?

–No lo sé. Eso te lo dirá el médico. Ahora debes descansar.

Me dispuse a salir de la habitación. Cuando estaba a punto de cruzar la puerta sentí de nuevo su voz detrás de mí.

–Espera, no te vayas. ¿No te puedes quedar un rato conmigo?

Me di la vuelta y le miré de nuevo. Me parecía tan frágil, tan vulnerable.... pero el resentimiento pudo más que mi momentánea piedad y le contesté de forma contundente:

–Lo siento, tengo cosas que hacer. Volveré en tres horas, cuando tenga que ponerte más medicación. Mientras tanto descansa y si necesitas algo pulsa el timbre.

Me dirigí al control de enfermeras y preparé las medicinas de otro paciente. Estaba un poco nerviosa y muy confundida. No sabía en qué iba a parar aquel encuentro, pero sospechaba que en nada bueno. Durante el resto de la tarde intenté no pensar demasiado en ello. El timbre de su habitación sonó dos o tres veces y fueron mis compañeras las que se encargaron de atenderle. Por la noche, un poco antes de terminar mi turno, volví de nuevo a ponerle un calmante y darle unas medicinas. Abrió los ojos en cuanto entré, aquellos ojos vacíos que miraban a la nada.

–¿Quién es? – preguntó.

–La enfermera – respondí escuetamente.

–¿Cómo te llamas?

Dudé un momento antes de contestar. Evidentemente si le decía mi nombre corría el riesgo de que me identificara. Mi nombre no era nada común. Aunque también pudiera ser que dado que para él solo había sido la chica del servicio con la que se había divertido unos días, no se acordara ni de mi nombre.

–Damiana – contesté finalmente – pero todos me llaman Damia. Es un nombre horrible. Un capricho de mi madre, su madre se llamaba así.

–Damia es hermoso. Yo me llamo Ginés, también me lo puso mi madre porque se llamaba mi abuelo. Y también me parece un nombre horrible.

–Bueno, en realidad los nombres dan un poco lo mismo ¿no? Lo importante es que la persona que lo lleva sea buena persona. Anda, tómate esta pastilla, te ayudará a descansar.

Se tomó la pastilla sin rechistar. Luego le disolví un sobre de antibiótico en agua y también se lo di.

–Y ahora este sobre, que está muy rico. Dentro de un rato te traerán la cena y después a dormir. ¿Cómo te encuentras?

–Esta tarde tuve muchos dolores en las piernas. Pero ahora me encuentro algo mejor. Lo peor es no poder ver. Por momentos me desespero.

Yo estaba sentada al borde de su cama y en un arrebato de ternura cogí su mano, la apreté entre las mías y le dije:

–Ten confianza. La medicina hoy hace milagros. A lo mejor tardas un tiempo, pero seguro que todo volverá a ser como antes.

–Nada volverá a ser como antes. Aunque me recupere del todo.

Había un regusto de amargura en su voz y no pude evitar sentir un poco de pena. La auxiliar entró con la bandeja de la cena, así que aproveché la ocasión y de nuevo espanté mis sentimientos con una despedida rápida, casi precipitada.

–Bueno, ahí viene la cena. Yo me voy. Buenas noches.

–¿Volverás mañana?

–Mañana y pasado tengo turno de noches. Así que nos veremos a esta hora, más o menos.

Salí del cuarto y me dispuse a recoger mis cosas para marchar a casa. Mientras lo hacía resonaba aquella pregunta en mi mente “¿Volverás mañana?”

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