lunes, 26 de abril de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 20

 


Instintivamente fui desarrollando de nuevo hacia Ginés un irreprimible deseo de venganza, un sentimiento extraño, malsano, que se acrecentaba cada vez que entraba en su cuarto y escuchaba su voz hablándome con la misma dulzura con que lo había hecho años atrás. Si nada hubiera ocurrido, si sus palabras de aquel tiempo hubieran sido sinceras y el amor que parecía haber sentido por mí fuera real, entonces seguramente en aquellos momentos estaríamos juntos y seríamos felices, y el no estaría postrado en aquella cama de hospital y.... y qué importaba ya todo eso si yo era feliz al lado de Teo. Ciertamente cuando salía del hospital y al llegar a mi casa él me recibía con una copa de vino, o con una bonita y romántica cena preparada en la mesa del salón, o con dos entradas para el cine, Ginés se me olvidaba, se me olvidaban sus palabras y mis cavilaciones, era como si mi mente borrara todo lo ocurrido a su lado durante el día. Solamente a veces, cuando en la oscuridad de nuestro dormitorio escuchaba la respiración acompasada de Teo, Ginés regresaba de nuevo a mi cerebro y ese mismo cerebro de forma casi perversa maquinaba la manera de hacerle pagar lo que me había hecho, de hacerle sufrir más de lo que ya estaba sufriendo. Ginés y los recuerdos amargos conseguían sacar lo peor de mí misma, un yo oculto y desconocido que por momentos conseguía asustarme. Entonces cerraba los ojos, me abrazaba con fuerza a Teo y procuraba pensar en otra cosa, en cualquier cosa, en la película que había visto antes de irme a la cama o en lo que haría de cena al día siguiente. Y así me dormía, hasta la mañana siguiente, en la que casi siempre despertaba con la cama vacía, y Ginés volvía a ocupar un lugar privilegiado entre mis pensamientos.

Un fin de semana mi madre y su marido nos hicieron una visita. Creo recordar que era octubre, pues ya los días eran más cortos y las tardes más frías. Hacía, pues, dos meses que el accidente de Ginés había tenido lugar y en casa, ni mi tía Teresa ni Teo me habían hecho comentario alguno sobre ello. Hizo falta que llegara mi madre desde Madrid para poner el tema sobre la mesa, nunca mejor dicho, porque durante la tranquila cena del sábado noche le preguntó a su hermana por el muchacho, ante el azoramiento de mi tía, una ofuscación que yo no entendí, ni que tuviera que ocultarse de algo y ocultármelo a mí.

–¿Cómo está el hijo de Cova, en paz descanse? Pobrecillo. Me enteré del accidente por la prensa.

Teresa me echó una mirada superficial y rápida antes de contestar.

–Creo que está bastante fastidiado.... Creo que ciego... inválido... una pena.

No sé cómo me sentí en aquel momento. No entendía por qué Teresa nunca me había comentado nada. ¿Acaso no sabía que yo lo sabía? ¿Y Teo? Me parecía todo tan subrealista que no pude evitar meter baza en la conversación dejando entrever mi asombro.

–Está en mi hospital, mamá – dije – Está fuera de peligro pero sí, no puede caminar y se ha quedado ciego. Lo de las piernas es remediable. Lo de la ceguera ya es harina de otro costal. Por cierto Tere, nunca me dijiste que sabías lo del accidente. ¿Y tú Teo? ¿Lo sabías?

Madre e hijo se miraron sin responder. Hay momentos de la vida en que no hacen falta palabras y ese era uno de ellos. Supe leer en sus ojos con toda claridad que sí, que lo sabían.

–Bueno.... no salió el tema – dijo Teo con la calma que le caracterizaba – además también podías haberlo comentado tú. Al fin y al cabo está en tu hospital.

Mi madre y su marido nos miraban con recelo, como si no entendieran de qué iba todo aquello, esos reproches un poco absurdos, y es que en realidad ellos ignoraban lo que había ocurrido con Ginés, así que supongo que les parecería una estupidez las palabras que nos estábamos cruzando. Así pues sonreí y cambié de conversación antes de que mi madre comenzara a hacer preguntas.

–¿Qué os parece si mañana por la mañana vamos caminando hasta la Torre de Hércules? De vuelta podemos parar en alguna terraza a tomar un vermouth. Hay que aprovechar estos últimos días de buen tiempo.

Efectivamente conseguí que la conversación tomara otros derroteros y que Ginés quedara en el olvido.... por poco tiempo. Hasta que Teo y yo regresamos a nuestra casa y mi novio retomó el tema, apenas nos habíamos acostado en la cama.

–Así que Ginés está en tu clínica ¿Cómo no me habías dicho nada? – preguntó.

Teo hablaba con calma, como siempre. Era muy difícil alterarle o enfadarle. Nunca pronunciaba una palabra más alta que otra. Su lema era escuchar y razonar. Y a mí, que siempre fui algo más temperamental, su calma me ponía un poco nerviosa, como si yo fuera culpable de algo y en ese caso concreto era así. Me sentía culpable de haber ocultado la presencia de Ginés en mi hospital, de haberle permitido de nuevo entrar en mi vida sin que nadie lo supiera.

–No sé – respondí después de un rato – supongo que no quería preocuparte. No me gusta la situación. No es nada agradable.

Me acosté en la cama al lado de mi novio y le cogí de la mano.

–Estoy seguro de que no – contestó – ¿Te toca atenderle?

–Sí – contesté escuetamente sin contarle nada de nuestras conversaciones.

–¿Te ha reconocido?

–Supongo que no. Si me ha reconocido lo ha disimulado muy bien.

Durante un rato Teo no dijo nada. Cogió el mando de la televisión y la encendió. Yo di por supuesto que la conversación sobre Ginés había concluido pero me equivoqué, pues al cabo de un rato volvió a la carga.

–¿Qué sientes cuando estás con él?

Aquella pregunta me cogió de improviso y por primera vez me cuestioné si mis sentimientos hacia Ginés eran realmente los que yo pensaba o había algo más escondido tras el odio aparente que me empeñaba en mantener. Pensé en las noches a su lado, sentada al borde de su cama, escuchando sus palabras tristes, sus recuerdos de una vida feliz, aquellos planes de futuro que nunca se harían realidad. Sí, Ginés me contaba todas esas cosas, poco a poco, hoy dos comentarios, mañana tres... y a través de sus palabras yo me sentía confundida. Y temerosa de que aquel amor adolescente que había acabado casi en tragedia, estuviera renaciendo y amenazara con tambalear los cimientos de mi vida. Pero yo no podía decirle eso a Teo.

–No lo sé – contesté finalmente – Al principio pensé que le odiaba, conforme va pasando el tiempo siento cierta compasión. Y aún así los deseos de venganza todavía rondan mi mente. Y ahora lo tengo tan cerca.....

–¿Crees que merece la pena?

–Tampoco lo sé. La verdad es que no estoy segura de nada. ¿Y tú? ¿Qué piensas tú de todo esto? Tanto tú como tu madre sabíais lo del accidente y tampoco me habéis comentado nada....

–Mi madre dice que la cercanía de Ginés es peligrosa para ti, que puede pasar cualquier cosa. Incluso que vuelvas a enamorarte de él.

Solté un bufido acompañado de una risa burlona.

–Menuda bobada. Después de todo lo que me hizo.... Además, yo no te pregunté por lo que piensa tu madre, sino por lo que piensas tú.

–No lo sé, Dunia – respondió al cabo de un rato – Sabes que Ginés nunca fue santo de mi devoción pero.... esto que le ha ocurrido es suficiente desgracia ¿no crees? Además eso de la venganza.... ¿cómo pretendes vengarte?

–Ya buscaré la manera. A lo mejor prolongando más esa agonía que está viviendo.

– ¡Por Dios, Dunia, es es absolutamente cruel! ¿Y crees que te sentirás mejor?

–Pues probablemente no. Pero seguro que él sí se siente peor, y eso es lo que pretendo.

La conversación sobre Ginés murió en ese punto, pero revolvió algo dentro de mí. No me gustaba lo que sentía. A pesar de que me lo negaba a mí misma, cada mañana me levantaba con la ilusión de volver a verle, de entrar en aquella habitación a inyectarle sus medicamentos, de parlotear con él cinco y diez minutos y hacerle sonreír. Entonces me decía a mí misma que no, no quería vengarme, la venganza era sólo una excusa para estar cerca de él, la tapadera de un amor que estaba volviendo a nacer de manera inevitable, aunque ni yo misma me diera cuenta.

*

A finales de aquel octubre Teo y yo nos tomamos un descanso y nos fuimos de viaje a París. Era una ciudad que deseábamos visitar desde hacía tiempo. Aquellos días de actividad frenética, de ir y venir constantemente visitando monumentos, museos, pateando sus calles o en barco por el Sena, hicieron que me olvidara de todo, también y principalmente de Ginés. Pero de nada sirvió relegar mi vida cotidiana a una rincón de mi memoria, porque de manera inevitable hube de retomarla. Y el retomarla significaba verle de nuevo. Y el ver de nuevo a Ginés hacía que me levantara todas las mañanas pensando en él y con más ganas que nunca de llegar al hospital.

Mi primera jornada de trabajo después de las cortas vacaciones comenzaba una tarde y en cuanto llegué al hospital me fui a su habitación con cualquier excusa. Al encontrarla vacía me invadió una sensación de desasosiego y de temor. No podía ser que durante aquellos días le hubieran dado el alta y se hubiera marchado sin poder despedirnos y sobre todo, sin poder “vengarme”. Regresé al control y pregunté por él. Me dijeron que había comenzado sus sesiones de rehabilitación y que en aquel momento se encontraba haciendo sus ejercicios en la sala número dos.

–El doctor Mejuto está muy contento con sus progresos – me dijo mi compañera – Está comenzando a caminar. Lástima que recuperar la vista sea mucho más problemático.

No fui capaz de esperar. Bajé los dos pisos que me separaban de las salas de rehabilitación como un rayo. Me metí en la dos y enseguida le vi. Apoyaba sus manos en dos barras y caminaba por el medio de las mismas, pasitos cortos y lentos, pero caminaba. No pude evitar sonreír levemente y sentirme feliz. Me fui acercando despacio. No quería distraerle de sus ejercicios. Le hice un gesto a la fisioterapeuta que lo atendía para que se mantuviera callada y no delatara mi presencia. Pero los ciegos desarrollan más sus otros sentidos y Ginés, no sé cómo, supo que yo estaba allí.

–¿Damia? – preguntó – ¿Estás aquí?

Al principio no respondí. Sólo cuando estuve frente a él le dije:

–Sí, Ginés, estoy aquí. No quería perderme tus progresos.

Se giró hacia donde yo estaba, muy cerca de él. Arrastró sus piernas de manera torpe e insegura y cuando estuvo frente a mí me abrazó con entusiasmo. Yo correspondí a su abrazo.

–Pensar en ti me dio fuerzas y mira, lo estoy consiguiendo.

No supe qué contestarle. Únicamente me hundí más entre sus brazos, me dejé envolver por su calidez, por su olor, por el contacto de aquella piel que un día me había enamorado y que ahora, pasados los años y los malos recuerdos, amenazaba con hacerlo de nuevo.

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