lunes, 23 de enero de 2012

LA CHICA DEL COCHE ROJO

Apenas eran las 7 de la mañana y ya casi había salido el sol. La ciudad empezaba a despertar y unos pocos madrugadores entraban ya en la cafetería donde trabajaba Miguel dispuestos a tomar el primer refrigerio del día. El muchacho los servía en silencio, medio dormido todavía, mientras a los pocos rellenaba el crucigrama del periódico apoyado en la barra. "Capital de Turquía", Miguel mordió distraídamente la tapa del bolígrafo mientras pensaba cual era la capital de Turquía. ¿Estambul? no Estambul no es, es.... Levantó la cabeza y miró a través de la cristalera. Entonces la vio. Bajaba de un pequeño coche rojo aparcado justo delante de la puerta del bar, el pelo rubio recogido en coleta, la piel morena, vestía un pantalón vaquero y una camiseta blanca sobre la que llevaba una chaqueta de punto azul. Cogió un bolso de la parte trasera del coche, se lo colgó al hombro y se fue calle abajo. ¡Vaya chica más guapa! pensó el muchacho.
El resto de la mañana lo pasó entre tazas, vasos, refrescos y los murmullos de la gente, sin olvidarse de mirar de vez en cuando a través del cristal, no fuera a ser que el coche rojo desapareciera sin que él se percatara y se llevara a la maravillosa muchacha rubia rumbo sabía Dios a dónde. Demoró a propósito la hora de la salida, limpiando vasos que ya estaban limpios o cambiando cajas de sitio que no necesitaban cambiarse, hasta que el señor Angel, su jefe, le recriminó su torpeza y lo mandó a su casa con cajas destempladas. Se fue de mala gana y triste y más triste se puso todavía cuando al regresar por la tarde el coche rojo ya no estaba. "Soy un imbécil", pensó, "esa chica no es para mi y además no la volveré a ver, así que mejor será que me centre en mi trabajo y me deje de tonterías".
Pero cual no sería su sorpresa cuando al día siguiente volvió a ver el coche rojo estacionado bien cerca del bar. "Pues hoy no me voy sin verla regresar" pensó. Cuando llegó la hora de salir, en lugar marcharse a su casa, quedó deambulando por los alrededores del vehículo, esperando que de un momento a otro apareciera su angelical dueña. Al cabo de una hora apareció la chica. Esta vez Miguel pudo apreciar sus rasgos más de cerca y le pareció todavía más guapa. Tenía los ojos más verdes que hubiera visto en su vida y los labios gruesos, y las pestañas largas y unas graciosas pecas alrededor de una nariz respingona y….. ¡Qué guapa era! Tan guapa que Miguel se enamoró perdidamente de ella sin cruzar una palabra, sin saber quién era, ni de dónde, ni por qué aparcaba su pequeño coche rojo todas las mañanas en la misma calle y después se perdía en la ciudad.

La veía llegar todas las mañanas y el resto del día se conformaba con soñar despierto. Soñaba que se atrevía a hablarle, que un día la saludaba y se hacían amigos. Le puso un nombre: Clara, porque le parecía así, clara como la mañana de verano en que la había visto por primera vez; le imaginó una voz suave, un alma dulce, soñó con una casa donde vivirían los dos y con una familia que ambos formarían.... Soñaba sin cesar, imaginaba constantemente, pero sólo eso, porque en el fondo Miguel pensaba que no podía aspirar a más, que aquella chica preciosa que seguramente tendría unos buenos estudios y todas las mañanas vendría a la ciudad a trabajar en un buen lugar, jamás se iba a fijar en él, un simple camarero que apenas sabía hacer la o con un canuto. Aunque le gustaba mucho hacer crucigramas y con ellos aprendía más de lo que muchos se podían imaginar. Aún así, a pesar de sus crucigramas, sabía perfectamente que en su cotidiana realidad sólo le quedaba eso: soñar.

Un día la muchacha entró en el bar. Cuando Miguel se dio cuenta no pudo evitar echarse a temblar; las piernas casi no le respondían y se acercó tambaleante a su mesa. No pudo preguntarle ni qué quería, pero ella, percatándose de su presencia, levantó la mirada y con una sonrisa le pidió una coca cola. Miguel regresó a su lugar detrás de la barra, cogió el botellín, el vaso, el abridor, los posó en la bandeja y se dirigió de nuevo a la mesa donde estaba su ángel. Temblaba tanto que los objetos tintineaban y sus rodillas le flaqueaban. Cuando quiso abrir la botella no atinaba con el abridor y cuando finalmente lo consiguió casi tira la coca cola por encima de la chica. Ella, en lugar de enfadarse, sonreía y ante las disculpas de Miguel murmuró un "no te preocupes" y se concentró de nuevo en la lectura de unos papeles que tenía entre manos. Al cabo de un rato se fue, no sin antes despedirse de Miguel con un simple hasta luego que hizo flotar al chico de tal manera que no dio pié con bola en todo el resto de la mañana, teniendo que aguantar las burlas del señor Angel y de unos cuantos viejos clientes más que se habían dado cuenta de su chifladura por la chica.

Aquella tarde Miguel estaba especialmente torpe, tanto que al intentar recoger unos cascos de refrescos, éstos se le cayeron al suelo y se rompieron en cientos de añicos y cuando quiso deshacer el desaguisado recogiendo los cristales, se cortó un dedo de tal manera que la sangre empezó a brotar de inmediato, roja y abundante, manchándole la ropa y el suelo y sumiendo a Miguel en una mareo tal que en cuestión de segundos notó que la cabeza se le iba, la vista se le nublaba y finalmente se hundía en la negrura más absoluta. Sin saber ni cómo ni cuándo lo habían trasladado allí, al despertarse se encontró en el centro de salud, con una cara que le era vagamente conocida dándole tenues bofetadas en la cara y hablándole para que se despertase. Al principio pensó que su imaginación le estaba jugando una mala pasada, pero cuando su mente pudo pensar con claridad se dio cuenta de que lo que pasaba a su alrededor era tan real como la vida misma y que aquella cara que le parecía conocida no era otra persona que la chica del coche rojo, su ángel, su Clara, como él la había bautizado. Era enfermera y le estaba curando su maltrecho dedo. Miguel pensó que, dadas las circunstancias, tal vez pudiera pedirle que curara también su maltrecho corazón.

Sábado noche y el pequeño disco-pub del barrio donde vivía Miguel estaba abarrotado de chicos y chicas con ganas de divertirse. Él, apoyado en una columna y con las manos en los bolsillos del pantalón, los observaba con desgana y tirria, sin saber muy bien qué demonios hacía allí, con lo cómodo que estaría sentado en el sofá de su salón viendo una película. Sí, definitivamente lo mejor sería marcharse y ya se disponía hacerlo cuando oyó una voz a sus espaldas. "Hola, eres el chico del bar de don Angel ¿verdad? menudo susto nos diste el otro día". Miguel se dio la vuelta y la vio, allí estaba su ángel, más guapa que nunca, hablándole. "Soy la enfermera del centro de salud ¿me recuerdas?" El asintió, las palabras no querían salir de su garganta. "Te invito a una copa ¿nos sentamos? por cierto me llamo Clara ¿y tú?". Pronunció su propio nombre con voz apenas audible y caminó detrás de ella como un autómata, pellizcándose de vez en cuando para comprobar que la escena que estaba viviendo no era producto de su imaginación. El dolor le hizo dar un respingo. Luego volvió la vista a las coloridas luces que iluminaban el techo del lugar y se le ocurrió que a pesar de lo que muchos piensen, los sueños, a veces, pueden convertirse en realidad. Y si no que le pregunten a él

lunes, 16 de enero de 2012

UN ARCO IRIS DE ESPERANZA




Me llamo Maisha, tengo doce años y nací en Niger, el país más pobre de África. Mi familia era nómada, lo cual quiere decir que no teníamos una residencia fija, sino que andábamos de aquí para allá, intentando encontrar el mejor sitio para poder habitar sin demasiados problemas. No era fácil. El agua escaseaba y la comida, la mayoría de las veces, también. Sin embargo no puedo decir que no fuera feliz, porque lo era. Me gustaba estar con mis padres y con mis seis hermanos, cuidarles y ayudar a mamá con las tareas diarias o a papá en la recolección de frutos salvajes y con el ganado.
No tendría yo más de cinco años cuando vi llover por primera vez. Al principio me asustó un poco. Jamás hubiera imaginado que del cielo pudiera caer agua con tanta fuerza. Hasta ese momento yo sólo había visto el agua en las charcas en las que bebía el ganado, o en los pozos que a veces estaban construidos en los parajes en los que nos asentábamos. Por eso siempre pensé que ese líquido ocre surgía de la tierra y que salía a la superficie de manera caprichosa. Sin embargo me equivoqué. El agua cae del cielo y no tiene color, es transparente.
Aquel día, superado el miedo inicial, me uní a la alegría de mis padres y de las demás gentes que se asentaban con nosotros y dejé que la lluvia me empapara. Sentir las gotas resbalar sobre mi piel me provocaba una sensación nueva y diferente, una sensación agradable.
Por la noche hubo una gran celebración. Todos nos reunimos alrededor de las hogueras y cantamos y bailamos para dar gracias a Alá. Le pregunté a papá el motivo del festejo y me explicó que el aguacero que había caído era muy importante, que los animales tendrían agua para beber y la cosecha crecería más y mejor. Por eso había que dar las gracias y rogar para que durante los días siguientes volviera a caer lluvia del cielo. Pero no ocurrió así.
Después de aquel día de lluvia vino una época de sequía larga y dura. Fue como si las nubes hubieran querido descargar aquel último chubasco a modo de despedida. Las cosechas de cereales se malograron y murieron muchas cabezas de ganado. Sólo podíamos alimentarnos de “hanza” un fruto que se come cuando no hay nada más. Pero a veces es tóxico y provoca diarreas. Mis dos hermanos pequeños se intoxicaron y murieron. Tenían la tripa muy abultada y estaban muy débiles; Papa, el más chiquitín, apenas podía caminar.
Con la falta de agua y de alimentación el futuro que nos esperaba a los demás no era demasiado prometedor. África es así, siempre bella, pero siempre cruel y poco a poco se fue llevando a todos mis hermanos.
También mi padre falleció en un enfrentamiento entre tribus. Peleaban por asentarse cerca de un pequeño lago, tan pequeño que me atrevería a decir que toda el agua que contenía no llenaría ni cinco botellas. El agua….. siempre el agua.
Un día apareció por el poblado un grupo de hombres y mujeres que decían venir a ayudarnos. Al principio la gente los miró con desconfianza, pero cuando vieron que traían comida y medicinas todos los recelos desaparecieron.
Allí conocí a Marina, una doctora española de la que me hice muy amiga a raíz de la enfermedad de mi madre. Porque mi madre cayó gravemente enferma a causa de la hambruna y de una infección estomacal consecuencia de las aguas contaminadas que bebíamos cuando dábamos con cualquier charca. Marina la cuidó con mucho cariño e hizo todo lo posible por salvarla, pero sus esfuerzos no sirvieron de nada y mi madre también murió. Así fue que me quedé sola, sin padres, sin hermanos….sin nadie.
Marina me acogió bajo su protección. Supongo que le di pena, una niña tan pequeña… sola en el mundo… Con frecuencia me contaba historias de su país que a mi me encantaba escuchar. Un país donde había agua y alimentos para todos y en el que los niños no tenían que trabajar. Van a un lugar en donde les enseñan a leer y a escribir, me decía.Yo no sabía qué era leer y escribir, pero no me atreví a preguntárselo, tal vez debiera saberlo. Marina decía que en España los niños eran felices. Yo también era feliz cuando tenía a mi familia conmigo, luego los momentos de tristeza se hicieron más frecuentes.
Un día Marina me dijo que debía regresar a España y me propuso marcharme con ella. Acepté sin dudarlo. Me apetecía conocer aquel lugar lejano en el que la vida era tan diferente a la que llevábamos en África.
Marina arregló un montón de papeles y me llevó con ella a su país, o tal vez debiera decir me trajo, porque aquí vivo desde entonces. Me encuentro a gusto, aunque también echo de menos todas las cosas que dejé allá.
Aquí descubrí un mundo que me fascinó. Jamás había visto un coche, ni una televisión, ni los preciosos vestidos que Marina me compró. Nunca había estado en una ciudad ni sabía lo que era una casa. Pero las cosas que más me gustaron fueron tres: el mar, el agua que sale de un grifo cuando se abre y el arco iris que se dibuja en el cielo cuando llueve y hace sol a la vez. Nunca imaginé que hubiera un lugar en el mundo en el que el agua fuera tan abundante que se dejara escapar por un agujero con rumbo incierto. Marina me dice que aunque a mi me parezca mentira, el agua es un bien escaso y que debemos cuidarla y ahorrarla, por eso me regaña cuando, mientras me lavo los dientes, dejo el grifo abierto, pero es que a mi me encanta ver correr el agua. ¡Ojalá cuando vivía en Níger pudiera haber tenido todo aquello! Seguramente de haber sido así, mis padres y mis hermanitos todavía estarían conmigo.
Cuando sea mayor volveré a mi país. Ahora quiero estudiar mucho para llegar a ser alguien importante que pueda solucionar los problemas que hay allá. Cuando vuelva haré casas, como aquí, casas con grifos por los que salga agua limpia y cristalina, y pintaré en el cielo un arco iris que lleve la lluvia hasta mi pueblo. Así el ganado podrá beber y las cosechas serán las mejores del mundo. Cuando sea mayor volveré y llevaré conmigo un arco iris de esperanza.

miércoles, 11 de enero de 2012

EL ÚLTIMO GOLPE



Acabo de despertarme con la extraña sensación de estar fuera de mi cuerpo, como si mi alma flotara en el aire, por encima del mundo.
Allá a los lejos, al lado del portal de mi casa, veo un grupo de gente arremolinada. Una ambulancia acaba de llegar haciendo sonar su sirena, una sirena que yo oigo como un eco lejano. Intuyo que algo ha ocurrido y quiero saber qué es. Intento avanzar hacía el lugar, pero siento que mis piernas no me responden. Dirijo mi vista a donde debieran estar mis extremidades y alarmada descubro que no existen. Sin embargo la primera impresión de desconcierto deja pronto paso a una inexplicable percepción de la nada que me rodea. Mirándome el resto del cuerpo me percato de que soy absolutamente incorpórea, soy aire, soy humo. Aún así, avanzo hacía el gentío. No me asusto por lo que me está pasando, y eso me inquieta un tanto. Pienso que debe ser un sueño del que pronto me despertaré. Más al llegar al portal de mi casa descubro la verdad. Hay una mujer tirada en el suelo. Un enorme charco de sangre rodea su cabeza y el resto de sus miembros aparecen colocados en una postura imposible. No puedo distinguir bien sus rasgos. Me acerco sin dificultad, pues, cual fantasma, atravieso con facilidad cualquier obstáculo que se ponga en mi camino. Cuando veo con nitidez el rostro de la mujer, me doy cuenta de todo. Soy yo. Ese ser que se encuentra tirado en el suelo aparentemente sin vida, soy yo misma, y ciertamente estoy muerta. Por fin lo ha conseguido. Jamás creí en sus amenazas de muerte, a pesar de los muchos golpes recibidos. ¡Qué ilusa fui!
Poco a poco van acudiendo a mi memoria los recuerdos recientes. Este mediodía, cuando llegó de trabajar y se sentó a la mesa, completamente ebrio, adujo que no le gustaba la comida. Lo mismo podría haber dicho que no le agradaba mi ropa, o mi peinado, o cualquier otro motivo absurdo. Siempre fue buena cualquier excusa para emprenderla a golpes conmigo. Me golpeó en la cara, en los brazos, en el estómago. Sus manos abiertas buscaban mi carne sin pararse a pensar donde iban a azotar. Lo importante era golpear, alcanzar mi cuerpo como si aquellos puños de hierro fueran atraídos por un potente imán. Intenté escaparme. En mi loca carrera me vi en la terraza, sin posibilidad de huir, sin salida, y al verlo acercarse a mí, con aquellos ojos vidriosos y el rostro desencajado supe que no me quedaban muchas posibilidades. Bastó un empujón para hacerme caer. En los escasos segundos que duró mi trayecto hasta el suelo me dio tiempo a pensar que por fin todo se había terminado, que ya nunca más volvería a sentir sus manos apaleándome. Después un golpe seco y todo terminó
Debe de hacer bastante tiempo que mi cuerpo está tirado en el asfalto, porque a lo lejos veo ya las cámaras de televisión. Me he convertido en su presa fácil. Hablarán de mí en las noticias como la víctima número equis de la violencia de género en lo que va de año. Y me convertiré en un simple número. Una mujer más a engrosar la tétrica estadística de mujeres muertas a manos de aquellos que un día dijeron amarlas.
En el vecindario seré, durante unos días, tema principal de sus conversaciones de patio. Algunos sentirán pena de mi, otros, como si los oyera, comentarán que todo tenía que terminar así. Que habían sido muchos años aguantando palizas y vejaciones. Que tenía que haberlo denunciado. Puede que tengan razón. Aquel primer día que me puso la mano encima, tenía que haber pedido ayuda. Pero nadie sabe lo difícil que es. Cuando se ama profundamente, cuando la dependencia emocional que se tiene del otro es tan grande que no se concibe la vida sin él, cuando con sólo imaginarte enfrentarte al mundo sola te produce un escalofrío de terror... Sé que muchos no lo entenderán, pero durante toda mi vida preferí aguantar los golpes antes que verme lejos de él. Le quería y me negaba a aceptar que sus sentimientos fueran diferentes a los míos. Ahora comprendo lo absurdo que fue mi existencia a su lado. El no me amaba. Yo a él lo adoraba.
Ojalá mi muerte sirva de algo. Ojalá despierte las conciencias de aquellas que, como yo, han sufrido y sufren, en el cuerpo y el alma, los cruentos golpes de aquéllos que un día les prometieron amor. Ojalá ellas sean capaces de comprender que cuando se quiere no se hace daño y, aunque siga siendo difícil, tengan el coraje suficiente de entregar a sus verdugos a quiénes puedan hacer justicia y hacerles pagar su pecado. A mi ya sólo me queda descansar, lejos de él, de lo que un día amé, de todo aquello de lo que él ha conseguido separarme para siempre, de toda la vida que me quedaba por delante y de la que ya jamás podré disfrutar.

lunes, 9 de enero de 2012

POR EL CAMINO DEL CEMENTERIO

Las campanas de la iglesia tañían con fuerza y lentitud, rompiendo con su sonido la quietud de aquel anochecer otoñal.
-Tocan a muerto - dijo la abuela que, ciega y con el cuerpo ajado y maltrecho de soportar tantos años encima, se pasaba la vida sentada en una banqueta de madera, al lado de la cocina de leña en el invierno, junto a la puerta que daba al patio en el verano, atenta a cualquier señal que, como aquella tarde, diera cuenta de los acontecimientos del pueblo.
-Tocan a muerto - repitió con su voz pastosa – y no tardarán en ponerse a aullar los perros.
Me levanté y sin hacerle caso deposité la taza en la que había degustado mi frugal cena en el fregadero. Me ponían nerviosa sus palabras que parecían contener negros augurios en los que yo intentaba no creer sin demasiado éxito. De pronto, como queriendo acompañar el repiqueteo continuo y monótono de las campanas, los aullidos del perro del vecino se dejaron oír altos y claros.
-¿Lo ves? - dijo la abuela, para preguntar a continuación - ¿Tú sabes quién se ha muerto?
-Nadie – le contesté de malos modos, irritada por su insistencia – No se ha muerto nadie, abuela. ¿Acaso no sabe usted que mañana es el día de difuntos y que el cura siempre da una misa por todos los muertos del pueblo? Por eso tocan así las campanas, no porque se haya muerto nadie.
-No hija, no, estás equivocaba. Lo perros no aúllan sólo porque haya un funeral. O alguien se ha muerto, o.... ¿saldrás esta noche? - preguntó de pronto.
-Tengo que ir al cementerio a alumbrar la tumba de padre y madre. Pero regresaré a casa en seguida, no se preocupe.
-No vayas hija, esta noche no es buena para salir. Tal vez sea mejor que lo dejes para mañana. No salgas esta noche.
-¿Y me puede decir usted por qué abuela? A ver ¿por qué no puedo salir esta noche?
-Esos perros....la noche de los difuntos.... creo que....
-¡Abuela, ya está bien! ¡Déjese de monsergas! Esta noche es una noche normal y corriente, como todas. Y yo voy a llevar la vela a la tumba de mis padres, como hago todos los años por estas fechas.
Desistió mi abuela en su empeño ante mi salida de tono y sin decir una palabra más enlazó sus manos en el regazo y se puso a murmurar letanías ininteligibles. Yo subí a mi cuarto y mientras me cambiaba de ropa miré a través de la ventana el camino hacia el cementerio. No se veía un alma, pero a lo lejos, en el camposanto, podía apreciarse el tintileante fulgor de las luces que alumbraban las tumbas y los nichos. Pensé en las palabras de mi abuela y un incomprensible escalofrío recorrió mi espalda. Intentando alejar aquel miedo absurdo tomé el velón rojo que guardaba en mi armario, bajé las escaleras con premura y, después de encenderle la radio a mi abuela para que quedara entretenida, salí de la casa.
-Ten cuidado – me dijo cuando salía – no es buena noche para andar por los caminos.
Suspiré y emprendí mi marcha. Mientras caminaba recordé a mis padres, muertos en un desgraciado accidente cuando yo era muy pequeña. Apenas guardaba en mi memoria su imagen, difuminada por el paso del tiempo y, a decir verdad, no eran demasiadas las ocasiones en que mi pensamiento se escapaba en pos de sus personas. Había crecido en su ausencia y no los había añorado jamás, lo cual no quiere decir que en algún momento puntual de mi vida no hubiera deseado su compañía. Sin embargo, a pesar de mi desapego a su recuerdo, sí sentía la necesidad, cuando llegaba el día de difuntos, de acercarme al cementerio y depositar en su tumba unas flores y el consabido velón rojo. Era como si aquel gesto en cierto modo trivial, me ayudara a disipar los remordimientos que a veces sentía por no echarlos de menos.
Miré al cielo. Estaba plomizo y amenazaba lluvia, así que apreté al paso para intentar llegar al cementerio antes de que cayera un aguacero. Hacia la mitad del trayecto me encontré con dos mujeres que caminaban en dirección contraria a la mía. Supuse que vendrían de hacer la obligada visita a sus difuntos.
-Adiós, Mara – me dijo una de ellas – ya no nos conoces ¿eh?
Las miré por un segundo e inmediatamente caí en la cuenta de su identidad. Eran la madre y la abuela de una antigua amiga a la que no veía hacía años, pues se habían trasladado a vivir a Madrid. Las saludé con verdadera alegría.
-No esperaba encontrarme con vosotras – les dije después de interesarme por mi amiga - hace muchísimo tiempo que no se os ve por el pueblo.
-Es cierto – respondió su madre – pero hemos tenido que venir a arreglar unos asuntos. Esta misma noche regresamos en el coche de línea. ¿Cómo está tu abuela?
-Tirando, ya sabéis, los años no perdonan, y como está ciega y no lo lleva demasiado bien.... Seguro que le encantaría que le hicierais una visita, pero claro, si os vais esta noche....
-La veremos, la veremos, descuida. Ahora tenemos que irnos. Todavía nos quedan cosas por hacer.
Me despedí de ellas y continué mi camino. Cuando llegué al cementerio no habría más de tres o cuatro personas. Fui directa a la tumba de mis padres, encendí la vela y la coloqué en el pequeño cubículo que impedía que el aire la apagara. Luego recé unas oraciones que apenas recordaba y me dispuse a regresar a mi casa. No sabía por qué, pero sentía una sensación extraña. De pronto el aire parecía haberse convertido en un gas denso que me oprimía el pecho y me impedía respirar por momentos.
Al pasar por delante de la tumba en la que yacían los familiares de mi amiga madrileña vi que estaba sucia y desarreglada. Me extrañó que además no la hubiesen alumbrado y que las flores que la adornaban estuvieran tan marchitas que casi eran flores secas. No tenía mucho sentido que si las mujeres de la familia habían estado allí hacía apenas unos minutos no hubieran adecentado un poco la sepultura. No obstante seguí mi camino, pues cada vez con más empecinamiento, algo dentro de mí me decía que tenía que salir de allí cuanto antes.
En cuando salí del camposanto un trueno se dejó escuchar a lo lejos y gruesas gotas de agua comenzaron a caer. Apuré el paso de nuevo. Al llegar a casa pude comprobar que mi abuela continuaba con su letanía. Hice caso omiso a su murmullo y le conté mi encuentro con las mujeres en el camino.
-¿Recuerda usted a Ana, abuela, aquella muchacha amiga mía que marchó a Madrid a vivir?
Asintió la vieja con la cabeza sin dejar de bisbisear.
-Pues por el camino del cementerio me he encontrado a su madre y a su abuela. Me han dado saludos para usted y me han dicho que les gustaría mucho verla. Tal vez vengan a visitarla esta noche
La abuela acalló sus susurros y me miró con una extraña expresión en sus ojos muertos.
-¿Lo ves? Te dije que no era buena noche para salir, no debiste haberlo hecho.
-Abuela, por favor, no empiece con sus tonterías.
-No son tonterías, hija, qué más quisiera yo que lo fueran. Pero esas mujeres que tú viste están muertas desde hace ya unos cuantos años y su presencia en este mundo un día como el de hoy no predice nada bueno. Asómate a la ventana y dime qué ves. Si las ves venir no las dejes entrar.
Así lo hice y no pude dejar de asombrarme cuando ante mis ojos se mostró una procesión de antorchas que recorría el camino del cementerio en dirección a nuestra casa. Me asusté.
-Es fuego, abuela, antorchas... una procesión...
-No temas, Mara, no vienen a por ti. Esta es su noche, la noche de los muertos, y salen en busca de aquellos a los que ha llegado la hora de hacerles compañía. Yo ya soy vieja, pero a pesar de ello me hubiera gustado seguir en este mundo un poco más. El tiempo vivido siempre parece poco. Las dos mujeres que tú viste no eran reales, eran dos ánimas que aparecieron para anunciarte mi muerte. Casi siempre ocurre así. La tarde en que tus padres murieron tuve una extraña visita. Un hombre vestido de negro se personó en casa preguntando por ellos. Se presentó como Don Argemiro Santana, un antiguo profesor de tu padre de paso por el pueblo. Cuando les dije que no estaban me contestó que daba lo mismo, que ya los vería aquella noche y se fue sin dejarme tiempo para explicarle que mi hijo y su esposa no llegarían hasta dentro de dos días, así que era imposible que los fuera a ver esa misma noche. Dos horas después, cuando ya la oscuridad había caído, recibí la llamada que me comunicaba su muerte y sólo entonces, guiada por un negro presentimiento, me puse a revolver en los papeles que tu padre guardaba en una carpeta azul y allí la encontré. La esquela que anunciaba la muerte de Argemiro Santana muchos años atrás. El hombre vino a anunciarme su muerte, pero yo no supe escucharle.
En ese instante los perros comenzaron a ulular desesperadamente y unos golpes secos y lentos resonaron en la puerta. Me acerqué a la ventana y vi a las dos mujeres que había encontrado en el camino vestidas con unas largas túnicas negras que cubrían sus cabezas con unas enormes capuchas. Como si supieran que yo las espiaba volvieron la cabeza hacia la ventana y entonces sus caras se transformaron en unas horribles calaveras, cuyas cuencas vacías parecían mirarme fijamente.
-Abre -me ordenó la abuela – ya no hay remedio. Abre.
-No abuela, no lo haré. Ahora mismo nos vamos de aquí. Saldremos por la puerta principal, no nos podrán ver.
-No entiendes nada, Mara, no se trata de que huyamos o no. No vienen a buscar mi cuerpo, vienen a buscar mi alma, y la encontrarán aunque me esconda debajo de las piedras. Abre, cuanto antes se terminé esto, mejor.
Abrí la puerta en contra de mi voluntad, acuciada por el terror, mas para mi sorpresa pude comprobar que allí no había nada ni nadie más que el aire helado de la noche que se coló en la casa como un látigo. Cuando me di la vuelta la abuela yacía tirada en el suelo. Me acerqué a ella y puse mi mano en su cuello intentando encontrarle el pulso, pero su corazón había dejado de latir. Estaba muerta.
A fuera, por el camino del cementerio, la lúgubre procesión de fuego y espectros regresaba a su hogar. Las dos mujeres que cerraban la tétrica comitiva se voltearon con lentitud y sonriéndome se despidieron de mí con un gesto. En el medio de ambas el alma de mi abuela caminaba hacia su última morada. Los perros hacia rato que habían dejado de aullar.