lunes, 9 de enero de 2012

POR EL CAMINO DEL CEMENTERIO

Las campanas de la iglesia tañían con fuerza y lentitud, rompiendo con su sonido la quietud de aquel anochecer otoñal.
-Tocan a muerto - dijo la abuela que, ciega y con el cuerpo ajado y maltrecho de soportar tantos años encima, se pasaba la vida sentada en una banqueta de madera, al lado de la cocina de leña en el invierno, junto a la puerta que daba al patio en el verano, atenta a cualquier señal que, como aquella tarde, diera cuenta de los acontecimientos del pueblo.
-Tocan a muerto - repitió con su voz pastosa – y no tardarán en ponerse a aullar los perros.
Me levanté y sin hacerle caso deposité la taza en la que había degustado mi frugal cena en el fregadero. Me ponían nerviosa sus palabras que parecían contener negros augurios en los que yo intentaba no creer sin demasiado éxito. De pronto, como queriendo acompañar el repiqueteo continuo y monótono de las campanas, los aullidos del perro del vecino se dejaron oír altos y claros.
-¿Lo ves? - dijo la abuela, para preguntar a continuación - ¿Tú sabes quién se ha muerto?
-Nadie – le contesté de malos modos, irritada por su insistencia – No se ha muerto nadie, abuela. ¿Acaso no sabe usted que mañana es el día de difuntos y que el cura siempre da una misa por todos los muertos del pueblo? Por eso tocan así las campanas, no porque se haya muerto nadie.
-No hija, no, estás equivocaba. Lo perros no aúllan sólo porque haya un funeral. O alguien se ha muerto, o.... ¿saldrás esta noche? - preguntó de pronto.
-Tengo que ir al cementerio a alumbrar la tumba de padre y madre. Pero regresaré a casa en seguida, no se preocupe.
-No vayas hija, esta noche no es buena para salir. Tal vez sea mejor que lo dejes para mañana. No salgas esta noche.
-¿Y me puede decir usted por qué abuela? A ver ¿por qué no puedo salir esta noche?
-Esos perros....la noche de los difuntos.... creo que....
-¡Abuela, ya está bien! ¡Déjese de monsergas! Esta noche es una noche normal y corriente, como todas. Y yo voy a llevar la vela a la tumba de mis padres, como hago todos los años por estas fechas.
Desistió mi abuela en su empeño ante mi salida de tono y sin decir una palabra más enlazó sus manos en el regazo y se puso a murmurar letanías ininteligibles. Yo subí a mi cuarto y mientras me cambiaba de ropa miré a través de la ventana el camino hacia el cementerio. No se veía un alma, pero a lo lejos, en el camposanto, podía apreciarse el tintileante fulgor de las luces que alumbraban las tumbas y los nichos. Pensé en las palabras de mi abuela y un incomprensible escalofrío recorrió mi espalda. Intentando alejar aquel miedo absurdo tomé el velón rojo que guardaba en mi armario, bajé las escaleras con premura y, después de encenderle la radio a mi abuela para que quedara entretenida, salí de la casa.
-Ten cuidado – me dijo cuando salía – no es buena noche para andar por los caminos.
Suspiré y emprendí mi marcha. Mientras caminaba recordé a mis padres, muertos en un desgraciado accidente cuando yo era muy pequeña. Apenas guardaba en mi memoria su imagen, difuminada por el paso del tiempo y, a decir verdad, no eran demasiadas las ocasiones en que mi pensamiento se escapaba en pos de sus personas. Había crecido en su ausencia y no los había añorado jamás, lo cual no quiere decir que en algún momento puntual de mi vida no hubiera deseado su compañía. Sin embargo, a pesar de mi desapego a su recuerdo, sí sentía la necesidad, cuando llegaba el día de difuntos, de acercarme al cementerio y depositar en su tumba unas flores y el consabido velón rojo. Era como si aquel gesto en cierto modo trivial, me ayudara a disipar los remordimientos que a veces sentía por no echarlos de menos.
Miré al cielo. Estaba plomizo y amenazaba lluvia, así que apreté al paso para intentar llegar al cementerio antes de que cayera un aguacero. Hacia la mitad del trayecto me encontré con dos mujeres que caminaban en dirección contraria a la mía. Supuse que vendrían de hacer la obligada visita a sus difuntos.
-Adiós, Mara – me dijo una de ellas – ya no nos conoces ¿eh?
Las miré por un segundo e inmediatamente caí en la cuenta de su identidad. Eran la madre y la abuela de una antigua amiga a la que no veía hacía años, pues se habían trasladado a vivir a Madrid. Las saludé con verdadera alegría.
-No esperaba encontrarme con vosotras – les dije después de interesarme por mi amiga - hace muchísimo tiempo que no se os ve por el pueblo.
-Es cierto – respondió su madre – pero hemos tenido que venir a arreglar unos asuntos. Esta misma noche regresamos en el coche de línea. ¿Cómo está tu abuela?
-Tirando, ya sabéis, los años no perdonan, y como está ciega y no lo lleva demasiado bien.... Seguro que le encantaría que le hicierais una visita, pero claro, si os vais esta noche....
-La veremos, la veremos, descuida. Ahora tenemos que irnos. Todavía nos quedan cosas por hacer.
Me despedí de ellas y continué mi camino. Cuando llegué al cementerio no habría más de tres o cuatro personas. Fui directa a la tumba de mis padres, encendí la vela y la coloqué en el pequeño cubículo que impedía que el aire la apagara. Luego recé unas oraciones que apenas recordaba y me dispuse a regresar a mi casa. No sabía por qué, pero sentía una sensación extraña. De pronto el aire parecía haberse convertido en un gas denso que me oprimía el pecho y me impedía respirar por momentos.
Al pasar por delante de la tumba en la que yacían los familiares de mi amiga madrileña vi que estaba sucia y desarreglada. Me extrañó que además no la hubiesen alumbrado y que las flores que la adornaban estuvieran tan marchitas que casi eran flores secas. No tenía mucho sentido que si las mujeres de la familia habían estado allí hacía apenas unos minutos no hubieran adecentado un poco la sepultura. No obstante seguí mi camino, pues cada vez con más empecinamiento, algo dentro de mí me decía que tenía que salir de allí cuanto antes.
En cuando salí del camposanto un trueno se dejó escuchar a lo lejos y gruesas gotas de agua comenzaron a caer. Apuré el paso de nuevo. Al llegar a casa pude comprobar que mi abuela continuaba con su letanía. Hice caso omiso a su murmullo y le conté mi encuentro con las mujeres en el camino.
-¿Recuerda usted a Ana, abuela, aquella muchacha amiga mía que marchó a Madrid a vivir?
Asintió la vieja con la cabeza sin dejar de bisbisear.
-Pues por el camino del cementerio me he encontrado a su madre y a su abuela. Me han dado saludos para usted y me han dicho que les gustaría mucho verla. Tal vez vengan a visitarla esta noche
La abuela acalló sus susurros y me miró con una extraña expresión en sus ojos muertos.
-¿Lo ves? Te dije que no era buena noche para salir, no debiste haberlo hecho.
-Abuela, por favor, no empiece con sus tonterías.
-No son tonterías, hija, qué más quisiera yo que lo fueran. Pero esas mujeres que tú viste están muertas desde hace ya unos cuantos años y su presencia en este mundo un día como el de hoy no predice nada bueno. Asómate a la ventana y dime qué ves. Si las ves venir no las dejes entrar.
Así lo hice y no pude dejar de asombrarme cuando ante mis ojos se mostró una procesión de antorchas que recorría el camino del cementerio en dirección a nuestra casa. Me asusté.
-Es fuego, abuela, antorchas... una procesión...
-No temas, Mara, no vienen a por ti. Esta es su noche, la noche de los muertos, y salen en busca de aquellos a los que ha llegado la hora de hacerles compañía. Yo ya soy vieja, pero a pesar de ello me hubiera gustado seguir en este mundo un poco más. El tiempo vivido siempre parece poco. Las dos mujeres que tú viste no eran reales, eran dos ánimas que aparecieron para anunciarte mi muerte. Casi siempre ocurre así. La tarde en que tus padres murieron tuve una extraña visita. Un hombre vestido de negro se personó en casa preguntando por ellos. Se presentó como Don Argemiro Santana, un antiguo profesor de tu padre de paso por el pueblo. Cuando les dije que no estaban me contestó que daba lo mismo, que ya los vería aquella noche y se fue sin dejarme tiempo para explicarle que mi hijo y su esposa no llegarían hasta dentro de dos días, así que era imposible que los fuera a ver esa misma noche. Dos horas después, cuando ya la oscuridad había caído, recibí la llamada que me comunicaba su muerte y sólo entonces, guiada por un negro presentimiento, me puse a revolver en los papeles que tu padre guardaba en una carpeta azul y allí la encontré. La esquela que anunciaba la muerte de Argemiro Santana muchos años atrás. El hombre vino a anunciarme su muerte, pero yo no supe escucharle.
En ese instante los perros comenzaron a ulular desesperadamente y unos golpes secos y lentos resonaron en la puerta. Me acerqué a la ventana y vi a las dos mujeres que había encontrado en el camino vestidas con unas largas túnicas negras que cubrían sus cabezas con unas enormes capuchas. Como si supieran que yo las espiaba volvieron la cabeza hacia la ventana y entonces sus caras se transformaron en unas horribles calaveras, cuyas cuencas vacías parecían mirarme fijamente.
-Abre -me ordenó la abuela – ya no hay remedio. Abre.
-No abuela, no lo haré. Ahora mismo nos vamos de aquí. Saldremos por la puerta principal, no nos podrán ver.
-No entiendes nada, Mara, no se trata de que huyamos o no. No vienen a buscar mi cuerpo, vienen a buscar mi alma, y la encontrarán aunque me esconda debajo de las piedras. Abre, cuanto antes se terminé esto, mejor.
Abrí la puerta en contra de mi voluntad, acuciada por el terror, mas para mi sorpresa pude comprobar que allí no había nada ni nadie más que el aire helado de la noche que se coló en la casa como un látigo. Cuando me di la vuelta la abuela yacía tirada en el suelo. Me acerqué a ella y puse mi mano en su cuello intentando encontrarle el pulso, pero su corazón había dejado de latir. Estaba muerta.
A fuera, por el camino del cementerio, la lúgubre procesión de fuego y espectros regresaba a su hogar. Las dos mujeres que cerraban la tétrica comitiva se voltearon con lentitud y sonriéndome se despidieron de mí con un gesto. En el medio de ambas el alma de mi abuela caminaba hacia su última morada. Los perros hacia rato que habían dejado de aullar.


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