lunes, 23 de enero de 2012

LA CHICA DEL COCHE ROJO

Apenas eran las 7 de la mañana y ya casi había salido el sol. La ciudad empezaba a despertar y unos pocos madrugadores entraban ya en la cafetería donde trabajaba Miguel dispuestos a tomar el primer refrigerio del día. El muchacho los servía en silencio, medio dormido todavía, mientras a los pocos rellenaba el crucigrama del periódico apoyado en la barra. "Capital de Turquía", Miguel mordió distraídamente la tapa del bolígrafo mientras pensaba cual era la capital de Turquía. ¿Estambul? no Estambul no es, es.... Levantó la cabeza y miró a través de la cristalera. Entonces la vio. Bajaba de un pequeño coche rojo aparcado justo delante de la puerta del bar, el pelo rubio recogido en coleta, la piel morena, vestía un pantalón vaquero y una camiseta blanca sobre la que llevaba una chaqueta de punto azul. Cogió un bolso de la parte trasera del coche, se lo colgó al hombro y se fue calle abajo. ¡Vaya chica más guapa! pensó el muchacho.
El resto de la mañana lo pasó entre tazas, vasos, refrescos y los murmullos de la gente, sin olvidarse de mirar de vez en cuando a través del cristal, no fuera a ser que el coche rojo desapareciera sin que él se percatara y se llevara a la maravillosa muchacha rubia rumbo sabía Dios a dónde. Demoró a propósito la hora de la salida, limpiando vasos que ya estaban limpios o cambiando cajas de sitio que no necesitaban cambiarse, hasta que el señor Angel, su jefe, le recriminó su torpeza y lo mandó a su casa con cajas destempladas. Se fue de mala gana y triste y más triste se puso todavía cuando al regresar por la tarde el coche rojo ya no estaba. "Soy un imbécil", pensó, "esa chica no es para mi y además no la volveré a ver, así que mejor será que me centre en mi trabajo y me deje de tonterías".
Pero cual no sería su sorpresa cuando al día siguiente volvió a ver el coche rojo estacionado bien cerca del bar. "Pues hoy no me voy sin verla regresar" pensó. Cuando llegó la hora de salir, en lugar marcharse a su casa, quedó deambulando por los alrededores del vehículo, esperando que de un momento a otro apareciera su angelical dueña. Al cabo de una hora apareció la chica. Esta vez Miguel pudo apreciar sus rasgos más de cerca y le pareció todavía más guapa. Tenía los ojos más verdes que hubiera visto en su vida y los labios gruesos, y las pestañas largas y unas graciosas pecas alrededor de una nariz respingona y….. ¡Qué guapa era! Tan guapa que Miguel se enamoró perdidamente de ella sin cruzar una palabra, sin saber quién era, ni de dónde, ni por qué aparcaba su pequeño coche rojo todas las mañanas en la misma calle y después se perdía en la ciudad.

La veía llegar todas las mañanas y el resto del día se conformaba con soñar despierto. Soñaba que se atrevía a hablarle, que un día la saludaba y se hacían amigos. Le puso un nombre: Clara, porque le parecía así, clara como la mañana de verano en que la había visto por primera vez; le imaginó una voz suave, un alma dulce, soñó con una casa donde vivirían los dos y con una familia que ambos formarían.... Soñaba sin cesar, imaginaba constantemente, pero sólo eso, porque en el fondo Miguel pensaba que no podía aspirar a más, que aquella chica preciosa que seguramente tendría unos buenos estudios y todas las mañanas vendría a la ciudad a trabajar en un buen lugar, jamás se iba a fijar en él, un simple camarero que apenas sabía hacer la o con un canuto. Aunque le gustaba mucho hacer crucigramas y con ellos aprendía más de lo que muchos se podían imaginar. Aún así, a pesar de sus crucigramas, sabía perfectamente que en su cotidiana realidad sólo le quedaba eso: soñar.

Un día la muchacha entró en el bar. Cuando Miguel se dio cuenta no pudo evitar echarse a temblar; las piernas casi no le respondían y se acercó tambaleante a su mesa. No pudo preguntarle ni qué quería, pero ella, percatándose de su presencia, levantó la mirada y con una sonrisa le pidió una coca cola. Miguel regresó a su lugar detrás de la barra, cogió el botellín, el vaso, el abridor, los posó en la bandeja y se dirigió de nuevo a la mesa donde estaba su ángel. Temblaba tanto que los objetos tintineaban y sus rodillas le flaqueaban. Cuando quiso abrir la botella no atinaba con el abridor y cuando finalmente lo consiguió casi tira la coca cola por encima de la chica. Ella, en lugar de enfadarse, sonreía y ante las disculpas de Miguel murmuró un "no te preocupes" y se concentró de nuevo en la lectura de unos papeles que tenía entre manos. Al cabo de un rato se fue, no sin antes despedirse de Miguel con un simple hasta luego que hizo flotar al chico de tal manera que no dio pié con bola en todo el resto de la mañana, teniendo que aguantar las burlas del señor Angel y de unos cuantos viejos clientes más que se habían dado cuenta de su chifladura por la chica.

Aquella tarde Miguel estaba especialmente torpe, tanto que al intentar recoger unos cascos de refrescos, éstos se le cayeron al suelo y se rompieron en cientos de añicos y cuando quiso deshacer el desaguisado recogiendo los cristales, se cortó un dedo de tal manera que la sangre empezó a brotar de inmediato, roja y abundante, manchándole la ropa y el suelo y sumiendo a Miguel en una mareo tal que en cuestión de segundos notó que la cabeza se le iba, la vista se le nublaba y finalmente se hundía en la negrura más absoluta. Sin saber ni cómo ni cuándo lo habían trasladado allí, al despertarse se encontró en el centro de salud, con una cara que le era vagamente conocida dándole tenues bofetadas en la cara y hablándole para que se despertase. Al principio pensó que su imaginación le estaba jugando una mala pasada, pero cuando su mente pudo pensar con claridad se dio cuenta de que lo que pasaba a su alrededor era tan real como la vida misma y que aquella cara que le parecía conocida no era otra persona que la chica del coche rojo, su ángel, su Clara, como él la había bautizado. Era enfermera y le estaba curando su maltrecho dedo. Miguel pensó que, dadas las circunstancias, tal vez pudiera pedirle que curara también su maltrecho corazón.

Sábado noche y el pequeño disco-pub del barrio donde vivía Miguel estaba abarrotado de chicos y chicas con ganas de divertirse. Él, apoyado en una columna y con las manos en los bolsillos del pantalón, los observaba con desgana y tirria, sin saber muy bien qué demonios hacía allí, con lo cómodo que estaría sentado en el sofá de su salón viendo una película. Sí, definitivamente lo mejor sería marcharse y ya se disponía hacerlo cuando oyó una voz a sus espaldas. "Hola, eres el chico del bar de don Angel ¿verdad? menudo susto nos diste el otro día". Miguel se dio la vuelta y la vio, allí estaba su ángel, más guapa que nunca, hablándole. "Soy la enfermera del centro de salud ¿me recuerdas?" El asintió, las palabras no querían salir de su garganta. "Te invito a una copa ¿nos sentamos? por cierto me llamo Clara ¿y tú?". Pronunció su propio nombre con voz apenas audible y caminó detrás de ella como un autómata, pellizcándose de vez en cuando para comprobar que la escena que estaba viviendo no era producto de su imaginación. El dolor le hizo dar un respingo. Luego volvió la vista a las coloridas luces que iluminaban el techo del lugar y se le ocurrió que a pesar de lo que muchos piensen, los sueños, a veces, pueden convertirse en realidad. Y si no que le pregunten a él

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