jueves, 9 de febrero de 2012

LAS PALABRAS

LAS PALABRAS

Se contemplaba el abultado vientre y dejaba reposar sus manos sobre él, sintiendo la vibración de vida que era el hijo que crecía allí dentro y que pronto podría tener en sus brazos. Un hijo es raíz que se oculta en la sangre, vértigo de memorias no vividas, renovada capacidad de asombro y de luz. Pero una sombra se cernía sobre aquella fulgurante alegría temerosa de la primera maternidad: ella no podría decir las palabras que todas las madre del mundo dicen a sus hijos, no podría enseñarle a decir palabras bellas, madre, amor, paz.... De nuevo su faz se veló en angustias al recordar aquel día en que ocurrió el fatal accidente y perdió el habla. Solo entonces se dio cuenta de lo importante que era poder decir, pan, madre, te quiero, cielo... Ahora, con su hijo creciendo dentro de ella, las palabras crecían oscuras y hacia dentro, como promesas nunca cumplidas, como deseos que jamás podrán realizarse.
En la antesala de la consulta del médico, otras mujeres comentaban en voz alta su estado y todas ellas se sabían unidas por aquellas pequeñas confidencias que soltaba al aire felices de que fueran escuchadas por quien no sentía sino lo mismo . Y ella seguía al vuelo aquellas palabras que deseaba fervientemente hacer suyas, que deseaba compartir.
No se encontraba bien. El hijo pesaba mucho y ella era más bien frágil. Tampoco, pues, se sorprendió, cuando el médico, confirmando lo que le había insinuado en la visita anterior, le dijo que sería mejor, llegado el momento del parto, practicar un operación de cesárea para facilitar el nacimiento de aquel hijo.
-Y no tienes usted porqué preocuparse en absoluto. Hoy en día una cesárea es poco más que una operación de apendicitis ¿comprende?
Ella afirmaba con la cabeza mientras su cuerpo se agitaba débilmente en un temblor ligero. No temía a la operación en sí misma, sino a la anestesia. Aquella pequeña muerte provocada, aquella ausencia de ser y no ser al mismo tiempo, aquella voluntad sin sueños, sin decisión, la asustaban mucho más que el bisturí.
Recordaba cuando se percató de que no podía hablar, de que sin tener ninguna herida en la garganta, las palabras se negaban a salir de su boca. Recordaba aquella angustia, llevándose la mano al cuello en un intento inútil, así como inútiles eran las palabras de consuelo que le prodigaban los suyos. Pero por ese hijo valían la pena todos los sacrificios, todas las sombras, todos los silencios involuntarios. Lo importante, se decía, no es resignarse sino saber aceptar lo que el destino tenía preparado para ti. Y fue entonces cuando el hijo se anunció, como una compensación a sus últimos sufrimientos.
¡Cuántos pensamientos! ¡Cuántos segundos! ¡Cuántos tiempos vividos desde la última visita al médico! Y allí estaba ella, por fin, esperando para entrar en el quirófano, mientras sentía como su hijo se proclamaba a si mismo en un batir de sus piernecitas en el interior de su vientre, en un maravillosos latido de su corazón que, se diría, latía al unísono con el suyo.”Con el mío de madre”, pensó y volvió a emocionarse. El médico se le acercó y la reconvino sonriente.
-Pero ¿qué es esto? ¿es que te vas a venir abajo ahora? ¿Cuántos años tienes?
Ella, un poco entrecortada, repuso con sus manos, diez, diez y dos. El médico le acarició la cabeza.
-Si eres casi una niña.
Sonrió de nuevo
-Pero una niña valiente ¿de acuerdo?
Ella afirmó con la cabeza y cuando se acercó el anestesista se dejó llevar dócilmente a la región de las sombras, sabiendo que cuando despertase tendría a su lado a ese hijo tan deseado, a ese pedacito de si misma convertido en personita independiente.
-No tengas miedo. Todo irá perfectamente y será rápido, ya lo verás.
La operación transcurrió con normalidad y la niña nació en perfectas condiciones.
Primero fue el sonido de las palabras. Reconoció la voz de él y la de su madre. Un rumor hondo llegaba a sus oídos y poco a poco las voces se hicieron más claras.
-Todo ha pasado ya – le dijo su marido – es una niña, una niña preciosa ¿no quieres verla?
Abrió los ojos y contempló aquel puñado de carne viva que le mostraba la enfermera. Las lágrimas de felicidad casi no la dejaban ver y fue entonces cuando sus labios se abrieron tímidamente y de su boca brotaron dos palabras : “Mi hija”

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