jueves, 16 de febrero de 2012

UN PASEO POR LA VIDA



Caminaba despacio por el camino pedregoso, al ritmo de unos recuerdos que ni siquiera coherencia poseían y que ella interpretaba como su presente más cotidiano.
-Tengo que llegar a tiempo antes de que cierren el colmado de Agustín. Si mi Mariano llega del colegio y se encuentra que no hay chocolate para merendar se disgustará y yo no quiero que mi pequeño se disguste, él es bueno y le gusta estudiar, por eso yo le tengo en premio su chocolate para merendar todas las tardes, de ese negro, de taza, pero esta tarde cuando he querido echar mano de él he visto que sólo quedaba el envoltorio. Seguro que fue Mariano, le gusta tanto que me lo roba, porque el chocolate es mío, me lo compra mi madre en la tienda de la señora Emilia, y ese chiquillo malo y travieso me lo roba, que yo lo he visto más de una vez entrar a hurtadillas en la cocina y meter la mano en la fresquera.
Es tarde, tengo que darme prisa, de lo contrario mi madre se enfadará, siempre lo hace cuando soy impuntual, pero es que mi novio Elías ha venido a buscarme y hemos estado hablando sentados a la sombra del naranjo. Cuando estoy a su lado el tiempo se pasa muy rápido y nunca me percato de que llega la hora de regresar. Mamá estará esperándome preparada con la zapatilla para darme unos cachetes en el culo, y yo nunca escarmiento, o por lo menos eso es lo que ella dice.
Jacinta se paró en seco y a pesar del sol de justicia que calentaba las piedras y derretía el asfalto miró al cielo y abrió su paraguas azul.
-Vaya, seguro que no tardará mucho en ponerse a llover, menos mal que me he acordado de coger el paraguas.
Se sentó con gesto abatido sobre una piedra, a la vera del camino. Volvió a mirar el cielo y cerró el paraguas al comprobar que, a pesar de sus augurios, no caía ni una gota. Sacó un pañuelo del bolsillo y se secó el sudor de la frente. Luego se quedó allí durante unos minutos, muy quieta, con la vista fija en las piedras del camino. Y siguió paseando por su vida.
-Tengo miedo. Mi mamá me ha dejado sola y el sonido de las bombas se escucha demasiado cerca. Quiero que vuelva. No sé a dónde habrá ido. El taller de costura cerró y se trajo la máquina a casa, así que no debería marcharse, tiene mucho trabajo. Quiero que regrese pronto, tiene mucho trabajo y no me gusta que se pase la noche cosiendo a la luz de las velas, que después no para de quejarse de que se deja la vista en ello.
Jacinta se levantó de la piedra y vaciló un poco antes de decidir qué dirección tomar. Finalmente optó por desandar el camino andado, aunque no fue una determinación tomada con convencimiento. En realidad ninguno de sus pensamientos gozaban de convencimiento alguno, ni de lógica, ni de realidad, salvo para ella misma. Al cabo de un rato se sentó una vez más a la vera del camino, sobre las hierbas que ya comenzaban a impregnarse del rocío del atardecer volviéndose húmedas. Hizo caso omiso a la sensación de frialdad que penetró a través de sus ropas y se dejó estar allí, sentada en el campo, dejando descansar sus piernas doloridas.
Ignoraba el tiempo que pudo permanecer allí, tiritando de frío, en realidad Jacinta ignoraba casi todo de ella misma, así que cuando vio surgir de la oscuridad de la noche unas luces cegadoras que se detenían a su lado se limitó a mirarlas con los ojos entrecerrados sin hacer ademán alguno de levantarse.
Del coche se apearon dos hombres, policías locales, y una mujer que se dirigieron a Jacinta.
-¡Dios mío! Por fin te hemos encontrado. Venga mamá, vámonos a casa. Estás helada – dijo la mujer mientras intentaba levantar a la vieja, que hizo un gesto brusco intentando zafarse de sus brazos.
-¿Quién es usted? Déjeme en paz ¿no ve que estoy esperando por mi hijo? Saldrá de la escuela dentro de un rato y juntos iremos al colmado de Agustín a comprar chocolate.
-Mamá por favor, levántate y entra en el coche. Es muy tarde y te está cogiendo el frío.
Jacinta le miró y de nuevo regresó al pasado.
-Ha muerto ¿verdad? Mi pequeño está muerto. No pude hacer nada, todo ocurrió muy de prisa, se me escapó de las manos y el coche venía muy rápido…
Jacinta se desmoronó ante los recuerdos y comenzó a gimotear. Débil y carente de voluntad, permitió que los dos policías la ayudaran a introducirse en el vehículo. Su hija lo hizo a continuación y, abrazándola con ternura, le dio calor y la acurrucó contra su pecho.
“Dios mío, mamá, ¿en qué te has convertido? En un ser sin esencia, en una persona sin realidad, sin presente. Recuerdo como eras hace unos años y no te reconozco y me pregunto por qué te ha tenido que pasar a ti, una mujer tan vital, tan fuerte, tan cabal… supongo que es tontería intentar buscar una explicación a todo esto. Las enfermedades aparecen porque sí y a algunas no les podemos hacer frente, como a la tuya, con la que ambas libramos cada día una batalla perdida de antemano.
A veces rememoras episodios de tu vida escondidos que ahora regresan a tu destartalada memoria con una lucidez sorprendente. Sin embargo, hay momentos en que me miras con esa tu mirada perdida y no me reconoces, o no recuerdas la cena de ayer, o no sabes regresar a tu cuarto, o colocas tu ropa dentro del frigorífico… Es tan desalentador que a veces me pregunto si merece la pena vivir de esa manera, alejada del presente, ausente de la propia vida.
Duerme mamá, acurrucada en mi pecho, sacude esos recuerdos añejos que ya ni lo son y pasea por una vida que hace mucho dejó de existir.
Y Jacinta, como si hubiera podido escuchar los pensamientos de su hija, recostó su cabeza en su hombro y se durmió, ausentándose por unos instantes de una vida que ya nunca sería capaz de reconocer como propia

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