domingo, 30 de mayo de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 29

 



No sólo no paré aquella locura, sino que poco después tomé un avión rumbo a Oslo dispuesta a hacer a Teo cómplice de mi trama. No lo había avisado, así que le sorprendió mi presencia. Y me recibió fríamente. Después de nuestra última conversación se suponía que lo nuestro ya no tenía arreglo.

–¿A qué has venido, Dunia? – me preguntó con voz cansada.

–A arreglar lo nuestro, Teo.

–¿Y Ginés?

Le conté lo ocurrido, y al igual que su madre también mostró su contrariedad por mis chifladuras.

–Estás loca. Olvídate de una vez de esa maldita venganza que ha rondado tu cabeza desde siempre. Vive y déjale vivir. ¿No te parece que ya bastante castigo ha tenido con su accidente?

–Es posible – repuse – pero de pronto sentí que tenía que hacerlo. Es como...como...si necesitara hacer justicia.

–Oh vamos, no digas tonterías. ¿Me estás contando que te presentaste en su casa, os acostasteis y después le fuiste a denunciar por violación porque se te ocurrió en ese momento u tod ello para hacer justicia?

–Pues sí, fue más o menos así.

–¿Pero a quién pretendes engañar? A parte de a ti misma, por supuesto. Dunia, lo quieres. Lo sé desde siempre. Todos estos años has estado amándole y yo he sido un estúpido por pensar que podía sustituirle. Lo nuestro no tiene arreglo. Vete con él, retira la denuncia y vuelve a su lado.

Regresé a casa con el alma encogida. Era posible que todos estuvieran en lo cierto y la equivocada fuera yo, al fin y al cabo castigando a Ginés me castigaba a mí misma. Pero contrariamente a lo que se pudiera pensar, no paré mi locura, seguí con ella, inventando, mintiendo.

Ginés estaba en libertad provisional en espera de celebración de juicio. Por supuesto en el juzgado lo había negado todo. Era mi palabra contra la suya, pero yo llevaba todas las de ganar. Había contratado un buen abogado y además me habían hecho pruebas de ADN para comprobar que me había defendido y que en mis uñas había restos de la piel de Ginés. El juicio no sería inminente, ya se sabe lo lenta que es la justicia en ocasiones, pero en este caso no me importaba, lo que yo deseaba es que se dictara el veredicto que a mí me interesaba, que lo declararan culpable de algo que no había ocurrido exactamente como yo había hecho creer, pero que en todo caso había ocurrido.

Un día me estaba esperando a la salida del hospital. Me sorprendió verle y me puse un poco nerviosa. Se acercó a mí a pesar de que sabía que no podía hacerlo.

–Tenemos que hablar, Dunia. No trates de ignorarme más – me dijo.

–No tenemos nada que hablar – le dije continuando mi camino –. Entre tú y yo ya está todo dicho.

–No, no lo está. ¿Por qué me estás haciendo esto? Yo te quería... y pensé que tú a mi también.

–¿Y también pensaste que te ibas a ir de rositas por lo que me hiciste hace años? Un día te dije que acabarías pagando por ello. Pues ya ves, ha llegado el momento. Hace años no te denuncié porque no tenía pruebas, pero ahora tengo más experiencia y me las he fabricado.

Mientras hablaba me temblaban las piernas y el corazón. No me quería dar cuenta de que estaba tirando mi vida por la borda, de que no podría vivir sin él por mucho que me empeñara, de que tarde o temprano acabaría echándole de menos y deseando sentir de nuevo sus caricias, sus besos, sus palabras susurradas a media voz junto a mi oído cuando me hacía el amor.

Ginés negó con la cabeza mientras se iba alejando de mí. Sus ojos grises brillaban y me pareció ver que alguna lágrima pugnaba por rodar por su mejilla.

–Es posible que me lo merezca, tienes razón. Pero yo te quería, Dunia, te amaba y ahora.... ahora ya todo está perdido.

Se alejó caminando apresuradamente y yo me quedé allí, en medio de la acera, mirando cómo se marchaba. De repente me sentí muy sola y quise llamarle, quise decirle que tenía razón, que nada de lo que estaba haciendo tenía sentido, pero los demonios que manejaban mi cerebro me impidieron hacerlo y le dejé ir. Iba a seguir adelante, pasara lo que pasara, ya no había remedio.

*

El juicio se señaló para seis meses más tarde. Cuando se acercaba la fecha me llamó mi abogada para preparar el interrogatorio. Me aleccionó sobre las cosas que debía de decir, las preguntas que ella me iba a hacer e incluso la actitud que debería de tomar. Pero ya aquellas alturas me encontraba arrepentida de lo que había hecho.

Durante aquellos meses no había vuelto a ver a Ginés. Tampoco a Teo, que había salido definitivamente de mi vida y se había quedado a vivir en Oslo, donde al parecer le iban muy bien las cosas. Teresa era la única persona que me quedaba en La Coruña y tampoco con ella la relación era demasiado fluida. No estaba de acuerdo con mis actuaciones y me lo hacía ver con demasiada frecuencia; tanto, que para no soportarla me fui alejando de ella poco a poco. Me estaba quedando sola.

De Ginés supe a través de comentarios casuales de algún conocido. Había vuelto a su trabajo como abogado laboralista y no se conocían escándalos en su vida, salvo mi agresión sexual. Supe también que mucha gente se la cuestionaba. A pesar de la vida desordenada que había llevado cuando era un jovencito alocado, a aquellas alturas Ginés despertaba en sus conocidos y amigos la suficiente confianza como para creer en sus negativas. Sin embargo yo tenía suerte y la parte jurídica estaba de mi lado, o al menos eso decía mi abogada. Pero ya eso no me satisfacía. Un día me paré a pensar en lo que podía ocurrir. Si Ginés salía declarado culpable podía pasarse de seis a doce años en la cárcel. Tal vez debiera haberlos pasado ya, pero a aquellas alturas....

Finalmente el juicio se señaló para el nueve de septiembre. Aquel verano hice mis maletas y me fui a Madrid, a casa de mi madre. Ella no sabía nada del tema y yo no tenía pensado contárselo. Se extrañó de que malgastara mi mes de vacaciones ahogada entre los calores de Madrid, pero después de saber que había roto con Teo y que no me encontraba demasiado bien anímicamente, acabó comprendiendo mi locura. Preocupada por mí, cada poco me preguntaba si estaba bien. Y no, no estaba bien, aunque no por mi ruptura con Teo, sino por el juicio y por enfrentarme de nuevo a Ginés.

No sé por qué un día mamá me preguntó por él. Fue como si intuyera que él era el causante de mi melancolía, aunque yo jamás le había contado lo ocurrido entre nosotros. Le contesté que se había recuperado bien del accidente y que sabía que trabajaba como abogado en su prestigioso despacho.

–¿Sabes? Durante mucho tiempo, cuando tuvimos que irnos a vivir a La Coruña, pensé que era el chico idóneo para ti.

Me sorprendieron aquellas palabras, jamás se me pasó por la mente la posibilidad de que mi madre quisiera emparejarme con Ginés.

–Estuve enamorada de él como una estúpida – le confesé –. A veces creo que nunca he dejado de estarlo.

–¿De veras? – me preguntó sorprendida – Pues a lo mejor ahora....

–Estoy cansada, mamá, cansada de relaciones fallidas.

–¡Ay hija! Hablas como si hubieras salido con cientos de hombres. Pero bueno, entiendo que si acabas de romper con Teo, no estés de humor para pensar en esas cosas.

Mi madre no volvió a hablar sobre el tema y yo se lo agradecí. A aquellas alturas me encontraba no sólo cansada, sino también confundida y harta de la película que me había montado yo misma. Me dediqué a reflexionar. Me pasé las vacaciones tirada sobre una hamaca al borde de la piscina recapitulando sobre mi vida. A veces pensaba que estaba haciendo bien. Otras creía que con mi venganza lo único que estaba consiguiendo era tirar por la borda mis propias posibilidades de ser feliz. Ginés no era el mismo de antes y yo estaba siendo injusta con él. Me estaba comportando como el tribunal de justicia que manda a la cárcel a quién cometió un delito tiempo atrás, cuando su vida no era la misma, y en la actualidad ya está rehabilitado. Me dejé llevar por un impulso estúpido, por una idea que cruzó mi mente en el momento más inoportuno. Y lo peor de todo es que no sabía si podría arreglarlo.

Regresé a La Coruña cuando faltaba apenas unas semana para el juicio. Me incorporé al trabajo e intenté abstraerme en los quehaceres cotidianos. La noche anterior apenas pude dormir. Los nervios me lo impedían, la inquietud de saber que estaba cometiendo una injusticia me soliviantaba la conciencia. Por eso cuando llegó la hora de levantarme de la cama no había pegado ojo. Me levanté con desgana y me tomé un tranquilizante que le había robado a mi madre durante mi estancia en Madrid. Poco a poco me fui calmando. Pasada la inquietud comencé a ver las cosas mucho más claras. Me tomé una ducha larga y relajante. Me vestí de manera discreta y me encaminé al juzgado. Anuncié mi llegada a una muchacha joven que parecía estar esperando a los actores de aquel teatro. Me preguntó si deseaba declarar de manera protegida y le dije que no. Me señaló un banco en el medio de un pasillo, cerca de la puerta de la sala de vistas y me indicó que podía esperar allí sentada. Así lo hice. Al poco rato llegó Ginés. Lo acompañaba un hombre mayor que identifiqué como su abogado. Vestía un impecable traje gris oscuro. La camisa azul claro, sin corbata. Estaba realmente guapo, aunque parecía unos años más mayor de lo que en realidad era. Pasaron a mi lado y se sentaron en el banco que estaba más allá. Ginés ni me miró, pero su acompañante sí lo hizo, me dirigió una mirada de lo más elocuente; estoy segura de que si sus ojos hablasen me hubieran dicho de todo menos bonita. Al poco rato apareció mi abogada. Se sentó a mi lado y comenzó a hablar y a decirme cosas que yo no escuchaba, mientras lanzaba a Ginés miradas cargadas de odio y resentimiento, como si fuera ella la ofendida. Desde luego parecía una buena abogada, al menos se metía muy bien en su papel.

Al poco rato los jueces entraron en la sala y luego la misma muchacha que me había atendido al principio llamó a Ginés y a su abogado. Al cabo de un rato me llamaron a mí. Entré, mi abogada ya estaba en la sala, y me senté dónde me indicó la muchacha, en una silla frente al Tribunal. El más viejo de ellos me preguntó si juraba o prometía decir la verdad a lo que se me preguntara y yo dije que sí, que prometía. A continuación el señor Fiscal comenzó su interrogatorio.

–¿Podría contar usted lo que ocurrió en la tarde del día veinte de enero?

Antes de comenzar a hablar suspiré, carraspeé un poco y empecé a hablar.

–Aquella tarde acudí a visitar a Ginés, a su casa. Él acaba de llegar de Nueva York, donde se había sometido a una intervención quirúrgica para recuperar la vista perdida en un accidente de tráfico.

–¿Desde cuándo se conocían? – me preguntó de nuevo sin darme tiempo a que yo terminara mi relato.

–Le conocí cuando yo tenía diecisiete años. Me vine a vivir a La Coruña con mi madre y entré a trabajar con asistenta en casa de su madre.

–¿Mantenían una relación de amistad?

Me quedé callada durante unos segundos sin saber qué contestar a la pregunta. Porque en realidad ¿qué habíamos sido Ginés y yo? Además, ¿qué sentido tenía continuar con aquel estúpido interrogatorio?

–Ginés no me violó.

Y un murmullo se dejó oír en la sala.



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