domingo, 2 de mayo de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 22

 



Durante unos días mi cabeza fue un hervidero de ideas a punto de estallar. Si en un instante decidía hacer una cosa, al instante siguiente decidía hacer otra y no fue hasta el día anterior a aquél en que Ginés tenía que marcharse del hospital cuando finalmente opté por la que en aquellos momentos me pareció mejor opción: olvidarme de todo y no volver a verle. Y como no me gustaban las despedidas y mucho menos en este caso, en el que corría el riesgo de que mi corazón y mi cabeza se ablandaran y me dejara llevar por los sentimientos, tomé la determinación de no despedirme de él, a pesar de que me había pedido una y otra vez que pasara por su habitación antes de que lo viniera a buscar su padre. Le dije que sí, que allí estaría, a sabiendas de que no iba a aparecer. Así fue. Me mantuve toda la mañana ocupada en cosas variopintas con otros pacientes y evité pasar por su cuarto. Sabía que a las doce y media el doctor le daba el alta y que a partir de entonces podría marcharse a su casa. A esa hora me ausenté del hospital con no recuerdo qué excusa. Cuando regresé ya casi era el momento de terminar mi jornada. Antes de irme a casa, guiada por una sensación que podía más que mi propia voluntad, me dirigí a la que hasta aquella mañana había sido habitación de Ginés. No sé para qué lo hice, tal vez para despedirme de su espíritu, por si parte de él se hubiera quedado prendido entre aquellas cuatro paredes frías e impersonales. Pero una sorpresa me estaba aguardando: el propio Ginés, solo, con cara de amargura, sentado en un sillón, con la maleta preparada a su lado.

–¡Ginés! – exclamé – Pero ¿qué haces aquí todavía? ¿No venía tu padre a buscarte hace rato?

–Vaya, pues ya ves, no ha venido. Me ha llamado diciendo que tenía una reunión muy importante y que era probable que no terminara hasta bien entrada la tarde. Y por cierto, tú también ibas a venir para despedirte y no has aparecido por aquí en toda la mañana.

Me senté en la cama, frente a él, y le cogí una mano. La acerqué a mi boca y deposité en ella un pequeño beso.

–Lo siento – respondí – no me gustan las despedidas y en este caso.... no me hace ninguna gracia saber que no voy a verte más.

–Bueno.... eso será si tú no quieres. Mi intención era que nos intercambiáramos los teléfonos. Ya sé que tienes novio, pero yo no pretendo ocupar su lugar. Sólo me gustaría que siguiéramos siendo buenos amigos.

–Tienes razón, lo siento. Anda, coge tus cosas que te llevo yo a casa. Desde luego tu padre... ya le vale.

Vivía en un pequeño chalet ubicado a las afueras de la ciudad. Durante el trayecto me contó que la relación con su padre no era buena, nunca lo había sido, pero mucho menos desde la muerte de su madre.

–La verdad es que yo nunca he sido un dechado de virtudes, más bien al contrario, y mi padre no aceptaba mi comportamiento. Creo que mi única cualidad era que siempre fui buen estudiante. Por lo demás era un juerguista, derrochador, caprichoso..... Mi madre siempre tapó mis defectos, a pesar de que tampoco le gustaban. La echo terriblemente de menos, sobre todo ahora que tanto la necesito.

–Y... ¿tu novia? – pregunté, temerosa de escuchar la respuesta, pues durante todo aquel tiempo de conversaciones apenas había hecho referencia a ella en alguna ocasión y muy de pasada.

–Adela.... no sé en qué momento me di cuenta de que no la quería. El verano en que conocí a esa chica a la que me recuerdas tuvimos una discusión muy fuerte y se largó de la casa en la que pasábamos las vacaciones. Fue entonces cuando me lie con la muchacha y ocurrió lo que te conté. Fui un cretino. Aquella niña me amaba y yo sé que a su lado hubiera podido intentar ser feliz y superar todas mis estupideces. Pero en lugar de buscarla y suplicarle perdón, busqué a Adela. Fue mi novia hasta las pasadas Navidades. Me sentí cansado, cansado de ella, de sus caprichos, de sus tonterías, de mí mismo.... Quise cambiar y comenzar de cero, y empecé por apartarme de ella. No le importó demasiado. Poco después ya salía con otro chico y ya ves, durante mi estancia en el hospital no vino a visitarme ni una vez.... tampoco mi padre vino apenas. Supongo que es mi sino. Sembré vientos... y ahora me toca recoger tempestades.

Mientras lo escuchaba notaba como mi corazón se iba encogiendo poquito a poco y un nudo en la garganta me impedía hablar y empujaba alguna lágrima traicionera que se escapaba de mis ojos. Suerte que en ese preciso momentos llegamos a su casa y así evité decir nada. Era una coqueta casita de campo, rodeada de un cuidado césped y con una piscina en la parte trasera. El porche delantero era de madera oscura y la puerta de entrada también. Sacó las llaves del bolsillo de su vaquero y a tientas metió la llave en la cerradura. Nos recibió un pequeño hall a la izquierda del cual estaba una amplia y luminosa cocina, de frente el salón, a dos alturas; al fondo, una amplia cristalera daba al porche trasero, y al lado de la pared izquierda las escaleras que subían al piso de arriba.

–¡Qué bonita es tu casa! – exclamé – Y muy acogedora. Pero ¿vas a estar solo? ¿Nadie te va a cuidar? No sé... tu padre, algún familiar... al menos mientras no recuperes la vista.

--No te preocupes. Mi padre no me ha ido a buscar al hospital, pero ya ha contratado un monitor para que me enseñe a desenvolverme solo por la casa y una señora de servicio. Realmente espero que esta situación no se prolongue durante mucho tiempo. Necesito ver. Necesito verte, Damia, no sabes cuánto.

Le miré mientras él miraba al infinito. No estaba yo muy segura de que fuera posible que recuperara la vista. En todo caso, si lo conseguía, la sorpresa que se llevaría al verme sería mayúscula... o tal vez no... o tal vez no dejaría que me viera... ¡Qué confundida estaba! Tanto, que en cuanto mi mente comenzaba a liarse prefería apartar de ella los problemas y vivir el presente, el momento, al lado de aquel muchacho que ya no era el mismo que había conocido años atrás.

–¿No tienes hambre? – le pregunté evitando responder a su comentario – Son casi las tres y media. A lo mejor tu padre ha tenido la deferencia de llenarte la nevera y te puedo apañar algo. Anda, siéntate.

Me dirigí a la cocina y al abrir la nevera comprobé que estaba repleta.

–Hay mucha comida – dije – ¿Qué te parece si hago unas pizzas?

–¿Te quedarás a comer conmigo?

–Pues claro. Ya que voy a hacerte la comida, qué menos que me invites ¿no?

Le escuché soltar una carcajada mientras ponía las pizzas en el horno. Entretanto se hacían me acerqué a la ventana de la cocina y miré hacia fuera. El sol calentaba tímidamente. Aunque estábamos casi en diciembre el invierno todavía no había querido llegar y eso me gustaba. De pronto Ginés apareció detrás de mí y puso su mano derecha sobre mi hombro. Yo di un respingo.

–¿Te he asustado? Perdona. Estas mirando por la ventana ¿verdad?

–Sí. Hace un día muy bonito. El cielo está muy azul... y la hierba muy verde.

Me sentía mal describiéndole lo que se veía a través del cristal. Me daba mucha pena que no pudiera verlo él mismo.

–Anda – le dije – vamos a sentarnos al sofá, que las pizzas ya están y estaremos más cómodos allí ¿no te parece?

Al cabo de un rato compartíamos la comida y una botella de vino sentados en el sofá de su salón. La luz de la tarde entraba por el amplio ventanal trasero dando calidez a la estancia. Me sentía tan bien que por momentos deseaba quedarme allí para siempre.

–Damia ¿Tú crees que volveré a ver? – preguntó de pronto.

Su interrogante trajo de nuevo a mi mente mis antiguas ansias de venganza. No porque deseara hacerle daño ya, sino por la posibilidad en sí que se me presentaba. Podría ser mala con él y decirle que aquí, en España, nada podría devolverle la vista, que se olvidara de ello y se mentalizara de que tenía que adaptarse desde ya a su nueva vida de invidente. Podría soltarle aquello y dejarlo así. Pero yo sabía algo más y aunque no había decidido cómo ni cuándo se lo iba a contar, de hecho mi primera intención había sido no volver a verle, supe que aquel era el momento preciso y adecuado.

–Verás, Ginés, aquí en España no hay solución para tu ceguera, no voy a engañarte ni a darte falsas esperanzas, pero estuve hablando con uno de los oftalmólogos del hospital. Es un hombre muy competente y muy estudioso, amigo de mi padrastro. Me comentó que hay un médico que opera este tipo de lesiones con un alto grado de efectividad. Primero tendría que evaluar la tuya y a la vista de los resultados te operaría o no. Sus intervenciones tienen un éxito del noventa por ciento. El inconveniente es que trabaja en el hospital Monte Sinaí de Nueva York y el coste económico es bastante alto.

Mientras yo hablaba se le iba mudando el rostro. De la preocupación inicial daba paso a la alegría contenida.

–Pero... eso es maravilloso. ¿Cuándo puedo verle? Tengo que concertar una consulta con él.

–Tranquilo, Ginés. Si quieres yo puedo enterarme de todo y te informo. Hablaré de nuevo con el amigo de mi padrastro y me pondré en contacto con el médico americano, a ver qué podemos hacer.

Me abrazó efusivamente y yo me dejé abrazar. Cuando nos separamos vi que tenía la cara bañada en lágrimas.

–Pero ¿por qué lloras, tonto? – le dije mientras limpiaba con mi mano sus mejillas.

–Lloro de alegría. Muchas gracias, Damia, nunca podré agradecerte lo que estás haciendo por mí. No me he equivocado contigo, desde el principio un sexto sentido me hizo confiar en ti. Es... es una lástima que tengas novio, si no lo tuvieras, yo no te iba a dejar escapar.

Correspondí a su cariño abrazándole yo también. Mientras estaba con mi cara pegada a la suya, con mis brazos entrelazando su cuello, quise decirle que yo era Dunia, y que aunque tenía novio, de pronto me habían entrado dudas de si lo quería realmente o no, y que aunque al principio me había acercado a él para vengarme, ahora ya no estaba segura si seguir con mis planes o ayudarle a recuperar su vida. Pero no dije nada. Me desasí suavemente de sus brazos y en ese momento sonó el timbre.

–Debe ser la señora que envía mi padre – dijo.

Me acerqué a abrir la puerta y efectivamente eran la mujer que lo iba a atender y el monitor que le iba ayudar a desenvolverse. Aprovechando la circunstancia me despedí.

–Tengo que irme, se me ha hecho tarde – dije –. Adiós, Ginés. Estamos en contacto.

Me acompañó hasta la puerta del coche.

–Adiós, Damia. Vuelve pronto, por favor. Me gusta estar contigo.

No le respondí con palabras. Me armé de valentía y deposité un suave beso en sus labios. Luego me metí en el coche y regresé a mi hogar.

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