jueves, 11 de febrero de 2021

Te esperaba desde siempre - Capítulo 21

 



Natalia intentó que Pedro se quedara a su lado. Se inventó argumentos tan peregrinos que caían por su propio peso. Lloró e hizo reproches, algunos de los cuales Pedro admitió. Reconoció haberla engañado, haberse estado acostando con Lucía a sus espaldas, haberle mentido... pero ¿qué importaba ya todo eso? Se sentía defraudado y enfadado consigo mismo por no haber hecho las cosas bien, por haber engañado y por haberse dejado engañar. Seguramente ambas cosas irían unidas. Ahora ya nada tenía remedio, nada, ni siquiera la marcha de Lucía y su evidente pérdida, ni, por supuesto, el fin de su relación con Natalia, aunque a ella le costase admitirlo.

Pedro se alquiló una pequeña casa cerca del Instituto y se dispuso a afrontar un curso que no se preveía demasiado halagüeño, al menos en el terreno personal. Al principio tuvo que soportar la insistencia de Natalia, sus visitas a deshoras, sus intentos de seducción e incluso, en algún momento, sus rabietas cuando se daba cuenta de que no podía conseguir nada. Un día, hacia mitad de curso, dejó de aparecer por su casa. Sabía que estaba bien porque la veía todos los días de camino a su trabajo. Poco después se enteró, por terceras personas, que había iniciado una relación con un muchacho del pueblo. A lo mejor eso era lo que necesitaba, encontrar a alguien que le hiciera olvidar. También a él le hubiera gustado, no encontrar a nadie, sino reencontrar a quién nunca debería haber dejado escapar. Lucía ocupaba su mente y su corazón de hombre enamorado, ocupaba esos espacios preñándolos de nostalgia y de derrota. Porque Pedro estaba seguro de que Lucía nunca aceptaría volver a su lado, y por eso ni siquiera se planteaba la posibilidad de un acercamiento, acercamiento que, por otro lado, dada la distancia a la que vivían, no sería sencillo. Así pues Pedro se sumió en una especie de letargo, en una rutina que llenaba sus días convirtiéndolo casi en un autómata. De la casa al trabajo y del trabajo a casa, muchos fines de semana a Madrid, a pasarlos con la familia que había tenido un poco olvidada durante los últimos años. Preparó el regreso definitivo a su ciudad para el próximo curso, se buscó un piso de alquiler pequeño y céntrico y fue llevando en cada viaje sus cosas hasta que la casa de pueblo se quedó medio desnuda y vacía. Entonces, cuando apenas quedaban tres semanas de curso y el regreso era inminente, Natalia volvió a hacer acto de presencia.

La casita en la que vivía Pedro tenía un pequeño patio en la parte de delante, con un enorme naranjo en una esquina debajo del cual había un coqueto banco de madera. A veces, por las noches, él salía y se sentaba en aquel acogedor rincón a leer, a fumar un cigarrillo o simplemente a pensar un poco. Aquella noche fumaba y se entretenía mirando el humo que exhalaba de sus pulmones, mientras pensaba que dentro de poco su vida daría un giro considerable que le llevaría casi a comenzar de cero. Había cumplido ya los cuarenta y por momentos tenía la sensación de que el tiempo pasaba demasiado rápido, y de que había cosas que se le estaban quedando por el camino.

–Buenas noches, Pedro.

Se asustó y dio un respingo al escuchar la voz que había tenido el poder de rescatarlo de sus pensamientos. Miró hacia el desgastado portal de madera y vio la silueta de Natalia que se apoyaba en el mismo, colgando ligeramente la mitad superior de su cuerpo hacia el interior del patio.

–Buenas noches – le devolvió el saludo sin mucho entusiasmo.

Ella pareció no haber notado el tono de fastidio y continuó hablando como si nada.

–Hace una buena noche, efectivamente. Hemos tenido una estupenda primavera este año.... ¿Cómo estás? Hace tiempo que no hablamos.

Pedro tiró al suelo la colilla de su cigarro y la pisó. Luego miró a Natalia.

–Estoy bien, gracias, preparando mi regreso a Madrid. – contestó de forma un poco cortante.

–Entonces..... te vas definitivamente. Vaya.... todavía tenía la esperanza de que recapacitaras y decidieras....

–Natalia no sigas, por favor. Pensé que esto ya estaba superado. Creí que tu nuevo amor te había ayudado a olvidar y que eras feliz con él. Así que te ruego que me dejes en paz. No deseo volver a guerrear contigo.

–¿Estás celoso? – preguntó ella sonriendo feliz.

–¿Celoso? Estás loca. Mis sentimientos no han cambiado, Natalia, nada ha cambiado. Así que vete con ese muchacho, rehaz tu vida a su lado y olvídate de mí. Por favor.

A ella se le heló la sonrisa en el rostro. Comprendió que de nada habían servido aquellos meses al lado de un hombre insulso al que no amaba. No había conseguido despertar el interés de Pedro de nuevo.

–Te estás equivocando – le dijo – con nadie serás más feliz de lo que fuiste conmigo.

–Pues si me equivoco, estoy en mi derecho de hacerlo. Ahora vete, anda, déjame en paz. Y sé muy feliz.

Antes de regresar a Madrid se la encontró varias veces más. Siempre le decía lo mismo. No cejó en su empeño de recuperarle. Pero Pedro no la amaba y nada pudo hacer.

*

En Londres estaba Juan, su amigo de siempre. Había pasado aquel último año en Inglaterra por motivos laborales y a finales de verano regresaba a Madrid. Pedro le había contado sus desdichas y él le había propuesto que le visitara y luego regresarían juntos. Aceptó sin dudarlo, viendo en la situación una manera de evadir su mente de sus oscuros pensamientos.

En Londres hicieron turismo y hablaron mucho sobre las situaciones personales de cada uno. A Juan tampoco le iban las cosas demasiado bien. Antes de venirse a Londres se había separado de su mujer, Rebeca, con la que llevaba casado seis años y con la que tenía a Lía, una hija de dos años que se había quedado con su madre

–Y entonces ¿qué piensas hacer? ¿ir a buscar a esa chica? – le preguntó Juan una tarde lluviosa y gris mientras tomaban unas pintas de cerveza en un pub, después de que Pedro le hubiera contado a grandes rasgos, todo lo que había ocurrido.

–¿Para qué? ¿Qué crees? ¿Que me va a recibir con los brazos abiertos después de que yo hubiera elegido quedarme con Natalia?

–Pues entonces olvídala. El mundo está lleno de mujeres, Pedro. Yo sé que ahora estás dolido por lo que te ha ocurrido, pero la vida sigue y en cualquier momento puede surgir un nuevo amor a la vuelta de la esquina. Deja que todo fluya. Al principio se pasa mal, pero el tiempo todo lo cura y yo soy de los que piensan que las cosas ocurren porque tienen que ocurrir.

Tal vez tuviera razón. Lo mejor sería dejar que la vida fluyera poco a poco y que trajera consigo lo que tuviera que traer. Puede que incluso, en uno de sus caprichosos giros, le devolviera a Lucía.

*

En San Francisco, Lucía consiguió olvidarse por unas semanas de su drama personal. Era una ciudad fantástica, diferente, llena de luz, de diversión, del color dorado que acompañaba las tardes de aquel verano incandescente. Conectó bien desde el primer momento con Marion, la nieta de los primos de su abuela, tanto que incluso marcharon juntas y con algunos amigos de la misma, a pasar unos días a Santa Mónica, donde Lucía se sintió como si estuviera dentro de la serie Los Vigilantes de la Playa.

Una de aquellas tardes, paseando por las calles de la ciudad de regreso de la playa, Lucía se fijó en un hombre que, con un bebé de unos meses en un cochecito, compraba unos refrescos en un puesto callejero. Iba conversando con Marion y ante semejante visión se quebraron las palabras en su boca. El hombre estaba de espaldas pero ella no dudó ni un instante en identificarlo con Pedro. La misma altura, la misma espalda, la misma cabeza afeitada casi al cero... Lucía echó a correr en pos de él, dejando a su amiga estupefacta ante su estampida.

–Lucía.... ¿Qué ocurre? ¿A dónde vas?

Lucía no le respondió. En su mente sólo estaba alcanzar al muchacho que había comenzado a caminar empujando el carrito con el niño. Cuando ya estaba bien cerca de él pronunció su nombre, pero el chico no se giró. Ella apuró un poco más el paso y le adelantó. Sólo al verlo por delante se percató de que se había equivocado. El chico, al darse cuenta de que era observado, le sonrió ligeramente y la miró con asombro, mas al ver que ella giraba sobre sus pasos, él también siguió su camino sin dar más importancia al asunto.

Lucía volvió al lado de Marion, que la esperaba intrigada después de haber observado la reacción de su nueva amiga.

–¿Qué ha pasado Lucía? – le preguntó sonriendo – ¿Conocías a ese hombre?

–Me dio un vuelvo el corazón cuando le vi – respondió Lucía mientras continuaban su camino – Creí que era... un amigo.

–¿De España? Demasiada casualidad tendría que ser ¿no?

–Tienes razón. No me lo encuentro en Madrid y creo haberlo encontrado en Santa Mónica. Qué bobada.

Marion no preguntó más, cosa que Lucía agradeció. No le apetecía contar a nadie sus peripecias con Pedro. Intentó apartarlo de su mente, como lo había estado todos aquellos días, pero no lo consiguió del todo. Ver a aquel muchacho le había revuelto el cuerpo y sentía que los recuerdos golpeaban su mente con insistencia. Cuando se acostó dio muchas vueltas en la cama, sin poder conciliar el sueño. A su cabeza volvían una y otra vez los días pasados en Oporto. Habían sido los más felices de su vida. Los meses posteriores, escondiendo su amor en hoteles discretos, ocultando ante todos sus verdaderos sentimientos. No, no lo habían hecho bien y seguramente lo ocurrido finalmente había sido la consecuencia lógica. Si desde el principio hubieran puesto las cosas en claro no les habría dado tiempo ni a Jorge ni a Natalia a sospechar y a conjurar en su contra. Pero eso era algo para lo que ya no había remedio. Seguramente Natalia había conseguido quedarse embarazada y a aquellas alturas ya tendrían a ese hijo que ella no quería y por el que él había renunciado a ser feliz.

Lucía se levantó de la cama y se asomó a la ventana. Sacó el tabaco del bolsillo de su pantalón vaquero, que estaba sobre una butaca, y encendió un cigarrillo. Lo fumó con lentitud mientras miraba el cielo plagado de estrellas. Pensaba que a lo mejor Pedro, en aquellos momentos, puede que estuviera también mirando las estrellas. Solían hacerlos juntos cuando las circunstancias se lo permitían. Miraban las estrellas y soñaban despiertos, imaginaban su vida y pedían deseos. Aquella noche del tórrido verano californiano Lucía cerró los ojos un instante y pidió que la vida volviera a unirles.

A muchos kilómetros de allí, en la noche de Londres, unas horas antes, Pedro también fumaba un cigarrillo asomado a la ventana. El cielo estaba gris y caía una lluvia fina que impedía ver las estrellas. Recordó sus noches con Lucía, mirando el cielo, y quiso pedir un deseo, quizás a la lluvia, que un día, cuando fuera, volviera a encontrarse con ella.



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