lunes, 30 de marzo de 2015

ROSAS AMARILLAS




En la soledad de la noche y a la luz de unas velas Jara se arrebujaba bajo las mantas, mientras rogaba a Dios que su padre se olvidara de nuevo de regresar al hogar, como tantas otras noches en las que el alcohol nublaba su entendimiento y el callejeo nocturno le disipaba la razón. En realidad lo que esperaba era que desapareciera de su vida para siempre, que encontrara la muerte entre las ruedas de un coche bajo el que cayera con la borrachera, o que algún jugador sin escrúpulos al que debiera dinero acabara con él de una paliza de una vez por todas. Jara no sintió remordimientos por el hecho de que noche tras noche su mente se entretuviera en semejantes pensamientos, muy al contrario, se dijo a si misma que como todo ser humano tenía derecho a ser feliz y su padre, el hombre que no merecía tal calificativo pero al que pertenecía el mismo por derecho biológico, era la ponzoña que le impedía no ya ser feliz, sino llevar una vida normal, tan simple como eso. Hubo un tiempo, cuando su madre vivía, en que las cosas funcionaban mejor. Eran una familia corriente y como tal se comportaban y nada, absolutamente nada, hacía presagiar que todo fuera a cambiar radicalmente. El padre trabajaba en un taller mecánico, la madre se ocupaba de la casa y ella, le pequeña Jara, iba al colegio y se divertía con sus amigos, como cualquier niña de su edad. Pero el mismo día en que cumplió los catorce su madre murió dicen que de un ataque al corazón, aunque Jara piensa que pudo morir de cualquier cosa, al fin y al cabo se puso el plato de comida en la mesa y sin más se desplomó sobre él. En realidad la causa de aquella muerte absurda dejó de importarle casi desde el mismo instante en que se produjo, lo que realmente le importaba era la ausencia de su madre, daba lo mismo cuál fuera el motivo, porque fue entonces cuando comenzó su cautiverio.
Es cierto que su padre no pudo superar la muerte de su esposa y que por eso emprendió una loca carrera a ninguna parte, comenzó a beber, perdió su trabajo, se envició en el juego..... echando sobre las espaldas de Jara la responsabilidad de tomar las riendas de una vida para la que no debería estar preparada, pero que no le quedó más remedio que afrontar. Con sólo dieciséis años tuvo que abandonar sus estudios y ponerse a trabajar si quería sobrevivir, comportándose como madre en lugar de hacerlo como hija.
Encontró trabajo en la floristería de la señora Leocadia, una vieja cascarrabias que no le dejaba levantar cabeza y le pagaba cuatro perras, pero había sido la única dispuesta a admitir a una persona tan joven y con nula formación, entre otras cosas porque, como decía la vieja, para hacer ramos de flores no se necesitan demasiados conocimientos. Jara no estaba de acuerdo con ello, pero no dijo nada, no fuera ser que la señora Leocadia se volviera a atrás y le diera la ocupación a otra.
La mujer era buena en su trabajo y Jara era muy observadora, así que en poco tiempo no había adorno floral que se le resistiera. Además descubrió que nada le gustaba más que vivir entre el aroma y los colores de las flores, lo cual contribuyó a hacer más llevadera la triste realidad de su vida cotidiana, que, por otra parte, cada día se hacía más cuesta arriba. Su padre se gastaba todo el dinero que ella ganaba en la floristería y las facturas impagadas comenzaron a acumularse en la mesita del recibidor. Les cortaron la luz y el teléfono y sólo podían comprar víveres en el colmado del señor Antonio, un hombre bueno al que la muchachita le daba pena y que se prometió a si mismo no dejarla pasar hambre jamás en aras a la amistad que tiempo atrás le había unido con su madre. Antonio le fiaba, a pesar de que sabía que, cuando la chica cobrara a primeros de mes, apenas tendría para pagarle la mitad de la cuenta del mes anterior, pues al mal nacido de su padre le habría faltado tiempo para hacerse con el resto de los cuartos.
Pero lo peor estaba por llegar. La noche en que el hombre llegó con su habitual borrachera y se plantó en la puerta de la habitación de su hija, mirándola con aquellos ojos vidriosos, Jara supo que las cosas para ella podían torcerse todavía más. Intentó salir del cuarto pero él se lo impidió, y sin demasiadas contemplaciones la tiro en la cama y la poseyó allí mismo, con torpeza, dejando marcada la piel de la joven con sus babas de borracho y su alma con el estigma del odio.
Desde aquel instante Jara deseó su muerte, y muchas noches, mientras acostada en la cama esperaba su llegada rogando a Dios que no reparara en ella, planeó matarlo con sus propias manos de una y de mil formas diferentes, a pesar de que sabía que por mucho que dejara volar a su imaginación todo se quedaría en eso, en quimeras imposibles de realizar por causa de su propia y natural cobardía. Y tomó la única decisión posible: resignarse.
Una mañana, entró en la floristería un muchacho que tímidamente se acercó a ella y le pidió una flor. Jara lo reconoció como el mismo chico que hacía días rondaba los escaparates de la tienda sin atreverse a entrar.
-¿Una flor? - le preguntó ella sorprendida -¿Qué flor? Aquí hay muchas.
El muchacho recorrió la tienda con la mirada sin parecer decidirse por ninguna en concreto.
-¿Cuál te gusta a ti? - preguntó por fin.
-A mi me gustan las rosas, las rosas amarillas. - le contestó ella con una sonrisa.
-Pues quiero una rosa amarilla.
Jara tomó una rosa amarilla del recipiente en que se encontraba, la envolvió en papel de celofán transparente y se la entregó al muchacho, que salió de la tienda satisfecho, regalándole una bonita sonrisa. Ella lo siguió con la mirada hasta que se perdió de su vista, sin poder evitar pensar lo que le hubiera gustado ser la destinataria de aquella flor.
Aquel fue sólo el primer día, porque las visitas del muchacho a la floristería para comprar una rosa amarilla se convirtieron en habituales y con ellas los sueños de Jara echaron a volar. Y aunque en el fondo de su alma sabía que sus deseos únicamente podían quedarse en eso, en deseos, no podía evitar dejarse llevar por su ingente imaginación y verse caminando por la vida de la mano de aquel chico, libre de la tortura de su padre y de todos aquellos problemas que la atosigaban injustamente.
La mañana que Jara llegó a su trabajo con la cara morada por los golpes, deseó con todas sus fuerzas que él no se presentara en la tienda. La noche anterior había intentado resistirse a la brutalidad de su padre y lo único que había conseguido fue que la moliera a palos. Por primera vez por su mente pasó la idea de escaparse, a dónde fuera, no importaba el lugar, pues en cualquier sitio estaría mejor que en su casa. Acababa de cumplir dieciocho años y ya no podría buscarla. Tenía un poco de dinero ahorrado, cierta cantidad que se había ocupado en guardar bien de su mano para que el desgraciado de su padre no diera con ella y no pudiera fundirla en sus vicios. No era mucha, pero quizá suficiente para empezar a vivir en otro lugar, lejos, lo más lejos posible.
En esos pensamientos andaba cuando le vio entrar. Intentó ocultarse detrás de las azaleas pero fue tarde, él ya la había visto. Se acercó a su lado y la tomó del brazo con suavidad.
-¿Quién te ha hecho eso? -le preguntó.
Jara le miró a los ojos y en ellos vio reflejado todo el cariño que necesitaba para seguir adelante. Por toda respuesta se echó a llorar y se dejó abrazar. *
-¿Para quién compras las rosas amarillas? - se atrevió a preguntarle mientras él se afanaba por curarle las heridas de su rostro.
-Para ti – le respondió. - Ven.
La tomó de la mano y la llevó a su cuarto. Fue tomando libros de una estantería y los fue abriendo. Dentro de cada uno, había una rosa amarilla prensada.
-Nunca me atreví a dártelas. No me preguntes por qué. Pero ahora serán todas para ti. Jara me voy a vivir a París por motivos de trabajo ¿quieres venirte conmigo?
La chiquilla miraba alternativamente al joven y a las rosas, mientras pensaba que todo aquello que estaba ocurriendo no era sino un sueño del que desgraciadamente pronto tendría que despertar. Mas al pellizcarse disimuladamente en el brazo el dolor le dijo que todo era real, que estaba allí, en una casa desconocida, frente a un hombre del que no sabía mucho más que su nombre y que la invitaba a compartir su vida lejos de su infierno. Y a pesar de saber que era una locura, no lo dudó.
-Si -dijo con absoluto convencimiento -me voy contigo a París.
No regresó a España hasta muchos años después, cuando sus hijos le pidieron conocer sus raíces. Venciendo unas reticencias que siempre habían estado muy presentes a pesar del transcurso del tiempo, un día se decidió a subir a un avión y emprender el viaje hacia el reencuentro con su pasado.
La ciudad le pareció un lugar diferente y desconocido y una extraña sensación la acompañó durante su estancia. Se encontraba totalmente desubicada, sentía que ya no pertenecía a aquel tiempo ni a aquel entorno y tuvo que luchar con desesperación contra el deseo imperioso de regresar a París, de vuelta con su esposo, con su vida de siempre.
El día anterior a su marcha se atrevió a dar un paseo por el barrio que la vio crecer. El bajo en el que un día había estado la floristería lo ocupaba un banco, el ultramarinos del señor Antonio se había convertido en un moderno supermercado y sin embargo su casa.... allí estaba, como siempre, como antes, alzándose con desidia entre tanto edificio moderno entre el que no parecía encajar, de igual manera que ella misma ya no encajaba en aquel lugar desconocido y triste. Levantó la vista hacía la ventana del que mucho tiempo atrás había sido su cuarto y por unos instantes se adueñó de ella una infinita ternura al recordar su infancia, a su madre, muerta tan prematuramente. Entonces se fijó en él, en el mendigo que, sentado en las escaleras de la iglesia que todavía se empeñaba en alzar sus torres al cielo, pedía limosna en silencio, con la mirada perdida, con la expresión vacía de aquellos a los que la vida ha dado ya la espalda. Como si una fuerza misteriosa lo atrajera, el hombre alzó los ojos hacia ella y sus miradas se encontraron. Ella lo reconoció en seguida y ni siquiera sintió odio por él, sólo una completa y absoluta indiferencia. El, no sin esfuerzo, consiguió entreabrir sus labios y pronunciar su nombre, “Jara”, a la vez que una lágrima surcaba su mejilla dejando un reguero de suciedad en su rostro.
Jara le sostuvo la mirada unos segundos, luego tomó a sus hijos de la mano y se fue de allí sin ni siquiera echar unas monedas en la lata vacía del mendigo. Se metió en la primera floristería que encontró y compró un ramo de rosas amarillas. Lo depositó en el cementerio, sobre la tumba de su madre, no sin antes rezar con torpeza unas oraciones de las que casi se había olvidado. Antes de salir del camposanto tomó una rosa del ramo y volviendo sobre sus pasos regresó a la escalinata de la iglesia con la esperanza de que el viejo mendigo todavía se encontrara allí. Tuvo suerte, allí seguía. Se paró ante él y esperó a que reparara en su presencia. Cuando lo hizo, tiró en la lata vacía la rosa que había sustraído del ramo de su madre.
-Me hubiera gustado más echarla sobre tu tumba, pero ya veo que la mala hierba nunca muere. Así que ahí te la dejo, para que no digas que tu hija no tuvo un gesto de generosidad contigo.

No esperó respuesta alguna. Dio media vuelta y se fue. Al día siguiente regresó a París con la sensación de haber cerrado por fin la etapa más negra de su vida

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