sábado, 26 de diciembre de 2020

Te esperaba desde siempre - Capítulo 1

 



“Se anuncia la salida del vuelo de Iberia 516 con destino a La Coruña. Pasajeros, embarquen por la puerta número cuatro”

Lucía dio el último sorbo a su café y se levantó de la silla, cogió su chaqueta y su bolso del respaldo de la misma y se dirigió a la puerta de embarque. No le gustaba volar, no le gustaba nada, y no precisamente porque pensara en accidente alguno, sino por el hecho de sentirse encerrada a muchos metros sobre el suelo sin tener la más mínima posibilidad de salir a tomar el aire. Debía de ser algo parecido a la claustrofobia, aunque esa extraña sensación no la padeciera en ningún otro lugar, sólo a bordo de los malditos aviones. Pasó por debajo del detector de metales y se sentó de nuevo en la sala de embarque, esta vez compartiendo habitáculo con unas cuantas personas más.

Durante el corto espacio de tiempo que permaneció allí se dedicó a observarlas con curiosidad. Era una manía que tenía desde pequeña, fijarse en los demás e imaginar sus vidas, que seguramente no tenían nada que ver con la película que ella se montaba, pero qué mas daba, si total era sólo una manera de distraerse. A su lado se sentó una mujer más o menos de su edad pero de apariencia mucho más sofisticada. Alta, extremadamente delgada y muy maquillada, tal vez de más para hacer un simple viaje en avión. Rebosaba cierto aire de suficiencia, así que Lucía decidió en ese instante que no deseaba iniciar ningún tipo de conversación con ella. La mujer parecía llevar como compañía a una niña que debía de andar por los siete u ocho años. Lucía se preguntó dónde andaría el papá. Tal vez no hubiera papá, o quizá sí lo hubiera habido hasta entonces y su ausencia se debiera a la ruptura de la familia. No, aquella mujer no parecía haber pasado por una ruptura, aparentaba demasiado entereza. Semejante ocurrencia le trajo de nuevo a la mente su propia desdicha, pero trató de apartarla pensando en lo que le esperaba al final del viaje. Una nueva vida. El regreso al lugar en el que había transcurrido la mejor parte de su infancia.

La voz mecánica e impersonal que salía de algún lugar invisible indicó que debían ya subirse al avión. Salieron a la pista del aeropuerto y tomaron un bus que les llevaría hasta el aparato. Cuando llegaron, después de unos minutos, Lucía y los demás pasajeros se introdujeron en aquel pájaro de hierro y fueron ocupando sus asientos. Poco después el avión despegaba y surcaba el aire con la facilidad de un ave, ligero y ágil.

Lucía se acurrucó en su asiento y mientras miraba las pequeñas nubes que como trozos de algodón se desperdigaban por aquí y por allá, iba recordando sus vacaciones infantiles en aquel pueblo al lado del mar al que hoy regresaba después de tantos años. Cuando era muy pequeña, sus padres, la abuela Soledad , su hermana Cristina y ella misma, solían pasar los meses de verano en el sur, en aquellas playas malagueñas de aguas templadas y olas que sembraban de espuma blanca la arena. Pero años más tarde, debido a las dolencias cardíacas de su padre, que no aconsejaban pasar el verano bajo calores insoportables, cambiaron el lugar de veraneo, y de las playas mediterráneas pasaron a las gallegas, mucho menos calurosas, pero igualmente divertidas. El agua estaba fría y casi no había olas, tal pareciera que estaban a la orilla de un lago. Además no siempre el día acompañaba para pisar la playa. Mientras en Málaga siempre lucía el sol, en aquel pequeño pueblo alguna vez llovía y muchas veces el cielo permanecía escondido bajo un capa de nubes que no levantaba ni a tiros. Pero daba lo mismo. Nada de eso era un obstáculo para pasarlo bien.

Alquilaban una casita situada en un camino vecinal, un poco alejada de la carretera comarcal, por lo que tenían libertad para jugar a sus anchas, sin preocupaciones y sin temores. En la casa de al lado vivía la señora Engracia, una mujer mayor a la que sin embargo no le faltaba energía. La señora Engracia vivía sola, pero en el verano la casa se le llenaba con los nietos que venía de fuera, de Santiago, de Bilbao y del pueblo de al lado. Eran todos muchachos menos dos chicas. Todos eran unos años más mayores que Lucía, como su hermana Cristina, la cual hizo muy pronto amigos entre la caterva de nietos de Engracia. Sólo el más joven, Jorgito, era de la edad de Lucía, así que fue él quién la rescató de un estío que se preveía aburrido y que al final se convirtió en el mejor verano del mundo. Con Jorge recorrió la playa del pueblo y las de los alrededores, saltando de roca en roca, la ribera del río en busca de gusanos para después ir a pescar, o los caminos en las viejas bicicletas que en su día habían pertenecido a los primos mayores del chaval. Puede que en aquel rincón del mundo no hiciera tan buen tiempo como en el sur, pero todo era mucho más divertido.

A partir de entonces Lucía se vio todos los inviernos deseando que llegaran los veranos suaves e interminables del pueblo gallego, mientras las cartas con Jorge y con otras dos o tres amigas iban y venían haciendo más llevadera la distancia.

Lucía no conseguía recordar el número exacto de veranos que había pasado en Galicia. Seguro que habían sido muchos. El que sí recordaba con nitidez era el último, cuando tenía apenas quince años y se dio cuenta de que lo que sentía por Jorge, por aquel amigo y compañero del interminable tiempo de ocio, era algo más que una simple amistad. Era un no sé qué extraño que le hacía sentir un revoloteo de mariposas en el estómago cuando él estaba cerca. De pronto el tiempo de recreo y de fiesta ya no fue eterno. Faltaban los minutos, las horas, para estar a su lado, para forzar un roce furtivo de manos, unas miradas que se decían todo sin decir nada.

El último día del último verano Jorge se atrevió a besarla a la orilla de aquel mar calmo y frío, como despedida, como colofón a unas vacaciones preñadas de sensaciones nuevas. Lucía se preguntó por qué Jorge había tardado tanto en dar aquel paso, pero no encontró respuesta y no quiso perder el tiempo en buscarla, únicamente prometió al muchacho que el próximo año estaría allí de nuevo y que durante el invierno soñaría con él todos los días y con el momento de reunirse de nuevo.

Con lo que no contaba Lucía era con que apareciera Lázaro en su vida. Lázaro llegó nuevo al instituto y revolucionó al mundo femenino. Era guapo, increíblemente guapo, con su pelo negro, su tez morena y sus ojos tan azules como el mar que Lucía había dejado atrás, en el pueblo gallego que guardaba sus vacaciones de verano. Lázaro era un líder. Buen estudiante y participativo, pronto se hizo popular y sin él pretenderlo arrastró tras de sí a buena parte de las chicas que acudían a aquel instituto y a las que no acudían también. Lucía se vio entre la espada y la pared. A ella también le gustaba Lázaro, pero recordaba el beso a la orilla del mar y la imagen de Jorge le arañaba un corazón que se empeñaba en dirigir sus pasos hacía otro lugar. Mas a los quince años el amor llega y se va de manera rápida e intempestiva, y si Lucía había regresado a Madrid a principios de septiembre totalmente enamorada de Jorge, a finales de octubre ya estaba completamente enamorada de Lázaro. Y además era correspondida. Era evidente que un chico tan guapo y tan agradable podría tener a quién le diera la gana. Lucía físicamente no era nada del otro mundo y ella lo sabía, pero también sabía sacarse partido y además era una chica simpática. En conjunto resultada una persona atrayente, cosa que no le pasó desapercibida a Lázaro, que se declaró aquellas Navidades, durante la fiesta del colegio. A partir de entonces ya no existió nada que no fuera aquel maravilloso muchacho y el inmenso amor que le ofrecía. Jorge pronto pasó a ocupar un lugar recóndito de su memoria y los veranos de Galicia dieron paso a los calurosos meses de julio y agosto en la casa que la abuela tenía en las afueras de Madrid.

El noviazgo con Lázaro siguió su curso y a Jorge no lo volvió a ver hasta muchos años después, cuando sus padres perdieron la vida en un desgraciado accidente y él acudió al entierro. Apenas se reconocieron, había pasado mucho tiempo, pero aquel desafortunado encuentro sirvió para que retomaran la relación de amistad y de vez en cuando se mandaran un correo o se llamaran por teléfono. Tres semanas atrás habían hablado por última vez, cuando Lucía lo llamó para decirle que viajaba a La Coruña y pedirle que la fuera buscar al aeropuerto.

  La voz de la azafata anunció que el aterrizaje era inminente y pidió a los pasajeros que se abrocharan los cinturones. Casi a continuación el avión aterrizó con suavidad, deslizándose por la pista hasta detenerse finalmente  frente a la pequeña terminal. Lucía suspiró aliviada y se desabrochó el cinturón al cabo de un rato, cuando los demás pasajeros ya habían empezado a circular. Curiosamente aquel viaje se le había hecho corto y apenas había sentido los pequeños accesos de pánico que sentía casi siempre al viajar en avión. Salió por fin del aparato y se enfrentó a aquel viejo paisaje que  había conocido de niña. Los recuerdos volvieron vívidos a su mente y una tenue sonrisa asomó a sus labios. Allí había sido muy feliz durante su infancia, pero en aquel momento volver significaba intentar romper con un pasado cercano y triste y comenzar una nueva vida. No tenía por qué ser malo, era evidente, pero sí duro, pues simbolizaba hacer frente a un fracaso inesperado.

      Jorge la esperaba en el interior de la terminal, lo vio enseguida después de recoger el equipaje en la cinta, a través de las puertas que se abrían y cerraban con el paso de la gente. La primera impresión de Lucía al divisarlo de lejos fue que no había cambiado nada, quizá hubiera perdido algo de pelo, pero evidentemente no había en él ningún detalle que hiciera  difícil reconocerlo. Al llegar a su lado se miraron un segundo, Lucía posó sus dos maletas sobre el suelo y se abrazaron.

– Hola, Lucía. Me alegro mucho de verte de nuevo –, la saludó con una sonrisa.

Lucía estaba segura de que las palabras de Jorge eran sinceras. A pesar de que eran demasiado niños cuando su amistad había sido más fuerte que nunca, ella sabía que los lazos que había forjado eran firmes y gruesos. Ahora, pasados los años, Jorge se convertía en su tabla salvadora, en su punto de unión con un mundo que se presentaba hostil después de todo lo  ocurrido.

       El trayecto hasta la casa de Jorge duró apenas media ahora. Una moderna autopista unía la ciudad con el pueblo y acortaba enormemente las distancias que Lucía recordaba. Tampoco la casa de Jorge se parecía en nada a la imagen que ella guardaba en su mente, de hecho ni siquiera era la misma casa.

– Un constructor compró el terreno para hacer esta pequeña urbanización – le contó Jorge –, mi abuela al principio se negaba, pero finalmente accedió a vender cuando le ofrecieron una casa de las que se proyectaban construir. Cuando ella se murió se la dejó a mi padre, y como a él no le interesaba, pues nunca le gustó mucho venir para el pueblo, me la cedió a mí.

Aunque la edificación no fuera la misma, seguía conservando, como no podía ser de otra manera, unas maravillosas vistas al mar. El amplio salón estaba rodeado por una cristalera que permitía deleitarse en el incomparable espectáculo que el sol estaba ofreciendo en aquellos precisos instantes, fundiéndose con el mar y tiñendo el cielo de rojo

  – Estarás cansada del viaje – le dijo Jorge – . Siéntate mientras preparo algo para tomar. ¿Te apetece un café o algo fresco?

– Un café con hielo, ¿podría ser?

Jorge se fue a la cocina y ella se sentó en una vieja mecedora de madera, aquélla en la que hace muchos años Lucía recordaba a la abuela de Jorge, meciéndose tranquilamente a la puerta de la cocina, a última hora de la tarde, mirando el cielo y el mar, seguramente contemplando la misma bella función que podía ver ella misma en aquel preciso instante. Sintió que la sensación de paz que se había adueñado de ella desde su llegada se hacía más intensa, como si todos los demonios que la habían estado torturando hasta entonces  se fueran despidiendo poco a poco, de la misma manera que un actor que termina su función  se resiste a marchar del escenario, aunque sabe que irremediablemente tiene que hacerlo. Jorge volvió pronto  con dos vasos tintileantes de café con hielo y ofreciéndole uno, se sentó frente a ella.

      – Supongo que ahora me contarás el motivo de este viaje tan inesperado. Estoy encantado de tenerte aquí, pero confieso que me sorprendió mucho tu llamada. Cuando me dijiste que volvías apenas lo podía creer.

      Lucía tomó un sorbo del refrescante café y suspiró. Había llegado el momento de descubrir el verdadero motivo de su regreso.

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