jueves, 22 de octubre de 2020

Quince años y un secreto - Capitulo 12

 




Miguel se fue dos días antes de nuestro cumpleaños. Mis diecisiete años se despidieron de sus treinta y dos con un poso de amargura y de desaliento. No quise acompañarlo al aeropuerto, así que nos dijimos adiós en casa, casi a escondidas. Yo estaba resentida. Durante las últimas semanas había intentado por activa y por pasiva convencerle para que no se marchara tan lejos, pero ninguno de mis argumentos era válido para desbaratar esos planes de futuro profesional que América le ofrecía y le ponía a sus pies como si de una alfombra se tratara, una alfombra que lo habría de llevar hacia un mundo perfecto, en el que él sería el mejor médico reparador de corazones. Que el mío quedara herido parecía no importarle demasiado.

Yo sospechaba que detrás de su marcha había algo más que una maravillosa oferta de trabajo, algo oscuro que no me quería contar, pero no le confesé mis conjeturas, pues sabía que, si efectivamente yo estaba en lo cierto, él me lo negaría.

Los últimos días apenas nos dirigimos la palabra. Yo ya había abandonado definitivamente mi batalla por hacerle cambiar de opinión y él parecía inquieto, nervioso, destilando un desasosiego que no era común en él. Se lo achaqué a la inminencia del viaje, al cambio de vida que se le avecinaba y por qué no, también a la separación que su periplo a ninguna parte traería consigo, pues aunque persistiera en su empeño de alejarse de mí, en el fondo yo quería pensar que una fuerza extraña y ajena a su voluntad lo obligaba a hacerlo, sin que ello quisiera decir que su amor hubiera menguado lo más mínimo.

La tarde de su partida tenía que estar a las siete en el aeropuerto. Mi madre, que había trabajado en turno de mañana, lo llevaría. Yo salí de casa después de comer, necesitaba estar sola, aunque ello no contribuyera demasiado a espantar los fantasmas que en aquellos momentos me amenazaban. No sabía a dónde ir. Deseaba evadirme de Miguel, pero cada rincón del pueblo, cada calle, cada piedra del camino, cada brizna de hierba que crecía en el campo, me conducían a él. Finalmente caminé hasta el extremo más opuesto de la playa, el que quedaba cerca del faro, y allí me senté en la arena, con la vista fija en el mar, observando los destellos que el tímido sol de primavera hacía brotar de la superficie. Pretendía reflexionar sobre lo que sería mi vida en el futuro, y deseaba hacerlo con frialdad y siendo objetiva. Pero tal vez no fuera el momento adecuado para ello, porque mi mente solo veía soledad, la soledad que me envolvería desde el momento en que Miguel desapareciera de mi vida, para lo que faltaban apenas una horas.

Cuando me volví a mi casa, él y mamá estaban metiendo las maletas en el coche. Yo pasé de largo y subí al piso. Me encerré en mi cuarto. Todo aquello me estaba resultando demasiado duro. Al rato escuché unos golpes suaves en la puerta. Sabía que era él. No quería abrirle, pero lo hice. Entró el el cuarto y se apostó frente a mí.

-Adiós princesa – me dijo - ¿no me vas a dar un beso de despedida?

Toda la tensión, toda la inquietud, todo el miedo que había sentido últimamente, estallaron en un llanto incontenible y quejumbroso.

-No te vayas – casi le grité, echándome en sus brazos – no te vayas, por favor, quédate a mi lado. Mi vida ya no será la misma sin ti.

Miguel dejó que diera rienda suelta a mi llanto. Me abrazó y me acarició el pelo, y cuando por fin me calmé, me habló con cariño, pero sin mucho convencimiento.

-Irene, mi vida, sé que nos van a separar muchos kilómetros, pero sólo será eso, distancia, porque te llevaré en mi corazón y siempre estarás conmigo.

-Esas son sólo palabras, palabras ridículas, frases hechas vacías de contenido real. Tú no vas a volver, Miguel, no me preguntes por qué, pero yo sé que no volverás jamás.

-Eso es una estupidez, claro que voy a volver, y te escribiré una carta cada semana, para que no me eches tanto de menos. Venga, dame un beso, princesa, un beso para recordar siempre.

Nos besamos con pasión, con tanta pasión que sólo la voz de mi madre llamándole a gritos, diciendo que se iba a hacer tarde consiguió separar nuestros labios. Nos miramos durante unos segundos, luego acarició mi cara y se fue. No nos volveríamos a ver hasta quince años después, quince años durante los que mi vida tuvo sus luces y sus sombras y durante los que no pasó ni un sólo día en que no me acordase de él.

*

Recibí su primera carta dos semanas después de su partida. En ella me contaba las peripecias de la llegada a un país diferente, los comienzos en el trabajo, cómo era su nuevo hogar... me decía que aquel verano, lógicamente, no se le permitiría disfrutar de vacaciones, así que no podría venir a España, que tal vez por Navidad pudiera hacer una escapada, y terminaba diciendo que me echaba de menos.

Lo cierto es que Miguel no vino ni en verano ni en Navidad, y que sus cartas, poco a poco, se fueron espaciando y haciendo más cortas. En una de ellas comenzó a hablarte de Gwendy, una compañera de trabajo con la que al parecer colaboraba en un proyecto del hospital sobre cardiopatías infantiles. Al principio Gwendy sólo aparecía en las misivas cuando Miguel me hablaba de cuestiones de trabajo, pero poco a poco la fue introduciendo en parcelas más personales de su vida. Iban juntos al cine, o a cenar, y supe que aquella mujer estaba ganando terreno y que de manera inevitable me estaba desplazando a mí hacia el olvido.

Un día dejé de contestar sus cartas. Fue el día en el que supe que tenía que arrancármelo de mi corazón de la manera que fuera, pues en caso contrario no lograría encarrilar mi vida de nuevo. Desde su marcha no era yo misma, me encontraba triste y desmotivada y no lograba mirar al futuro con claridad. Tenía que dar un giro total a mi existencia, empezar de cero, conocer gente nueva, vivir de manera distinta, de una manera que me permitiera transformar mi mundo desmoronado en un universo diferente, flamante, inédito. Tenía que salir de aquel pueblo que me oprimía, de aquella casa que me ataba a Miguel sin remedio. El próximo curso comenzaría mis estudios en la universidad, y tomé la determinación de irme a Madrid.

Cuando le comuniqué mi decisión a mi madre, no puso muy buena cara.

-No me puedo permitir mantenerte en Madrid, Irene. Hay una escuela de magisterio en Valencia. No entiendo por qué tienes que poner tierra por medio.

Tengo que decir que desde la marcha de Miguel la relación entre mi madre y yo no era demasiado fluida. Ella se mostraba encantada de que su “hijo” se hubiera ido a los Estados Unidos y allí se estuviera forjando una prometedora carrera en el mundo de la medicina. Pero yo estaba segura de que lo que realmente le satisfacía había sido que se alejara de mí. En el fondo yo mantenía la sospecha de que ella había tenido algo que ver en la partida de Miguel. No podía demostrarlo, pero mi sexto sentido me decía que era así. Así que me importaban bien poco sus objeciones, la económica menos que ninguna. Yo sabía que, si quería, podía costear mis estudios en Madrid, pero mis intenciones no eran requerir ningún sacrificio financiero. Yo misma sufragaría mis gastos, de la manera que fuera. Tenía algún ahorro. No era demasiado, pero si lo suficiente para poder sobrevivir en Madrid un mes o dos, mientras no encontrara trabajo, y pagarme la matrícula en la escuela de Magisterio. Y así se lo planteé.

-No te preocupes – le dije – trabajaré y estudiaré a la vez. Mucha gente lo hace. No tendrás de pagarme un duro.

-¿Trabajar? Pero, hija, si no sabes hacer nada ¿en qué te vas a emplear? ¿limpiando portales?.

-No soy tonta, mamá, si no sé hacer cosas puedo aprender y sin tengo que fregar portales, los fregaré, pero me voy, de eso puedes estar segura.

Mi madre, que en aquellos momentos estaba cosiendo algo sentada en el sofá del salón, dejó la costura a un lado, se quitó las gafas de cerca y me miró a los ojos.

-Irene, yo no soy tonta. Y sé que detrás de tu marcha se esconde algo más.

-Pues mira, ya que lo sacas a colación... Si, es verdad, hay algo más. Me voy porque ya no soporto estar aquí, porque este pueblo me agobia, me agobia esta casa y esta vida y me agobia la ausencia de Miguel. Porque aunque no te guste, estuve enamorada de él... y aún lo estoy... y no quiero estarlo, porque sé que él no va a volver.

-Pero mira que eres terca, hija. ¿Cuándo te vas a dar cuenta de que lo tuyo con Miguel nunca podría llegar a buen puerto? Sois familia, os criasteis juntos...

-Por favor mamá, déjalo, no sigas. Tus argumentos son tan endebles que se caen por su propio peso. Además, no tengo ganas de discutir contigo. Miguel me quería y yo a él. Y como no soporto su ausencia me voy yo también.

Mamá reanudó su labor de costura, como si mis palabras no fueran más que jerga barata a la que no había que dar demasiado crédito.

-Pues déjame decirte que bien flaco debía de ser el amor ese que te tenía Miguel, que pronto te sustituyó. Porque tiene una novia americana ¿sabes? Se llama Gwendy, Gwendoline, y según me ha contado la última vez que hablé con él por teléfono son muy felices juntos. Olvídate de Miguel, Irene, y busca un chico de tu edad, te será mucho mejor.

No sé si me dolieron más sus palabras o su indiferencia ante mi tragedia personal. Lo que sí sé es que aquel día la odié, la odié tanto que casi me dolió el resentimiento que salía de mi corazón hacia ella. Las cosas entre las dos ya nunca volvieron a ser como antes. Y llegado septiembre rompí con el mundo de aquel pueblo que me agobiaba.

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