sábado, 24 de octubre de 2020

Quince años y un secreto - Capítulo 13

 




Comenzar de cero en Madrid no fue demasiado difícil, pues la suerte me acompañó en mi llegada más de lo yo pudiera imaginar. Tenía poco dinero y muchas desilusiones en la maleta. No sólo la que casi se confirmaba como la salida definitiva de Miguel de mi vida, puesto que desde que se había marchado, hacía ya más de un año, no había regresado, sino también la tensión que se había ido tejiendo entre mi madre y yo y que nos estaba llevando hacía la incomunicación y el resentimiento. Ambas circunstancias me minaban el ánimo y sentía que necesitaba escaparme de una materialidad gris que me envolvía cada vez con más fuerza y que amenazaba con destruirme la existencia.

Cuando me bajé del tren, en la estación de Atocha, me pareció que estaba entrando en un mundo diferente. Tanta prisa, tanta gente que iba a lo suyo sin prestar ni la más mínima atención a sus semejantes... lejos de provocarme estrés, me gustó. Era lo que yo necesitaba para dejar de pensar. Sin embargo la realidad me acuciaba y me hacía abrir los ojos para darme cuenta de que estaba en una ciudad desconocida y que no tenía dónde caerme muerta.

Cogí mi maleta y salí de la estación. Tomé un taxi y le pedí que me llevara a la Escuela de Magisterio. Pretendía conocer el que sería mi lugar de estudio y a la vez dar con un sitio en el que vivir lo más cerca posible, para así reducir o eliminar los gastos de trasporte. En cuanto me bajé del taxi me fijé que justo frente al edificio que albergaba la escuela había una pensión, ubicada en un inmueble que a simple vista daba aspecto de limpieza y pulcritud. Me pareció agradable y no lo pensé demasiado. Entré. La pensión se encontraba en el primer piso. Las escaleras eran de madera, probablemente muy antiguas, pero estaban bien conservadas. Las subí despacio. Crujían un poco y no me apetecía anunciar mi llegada a aquellos desconocidos que habitaban las cuatro paredes que se escondían detrás de las puertas. Cuando llegué a la que resguardaba la pensión pulsé el timbre, y casi inmediatamente me abrió la puerta una mujer de mediana edad que me sonrió en cuanto me vio.

-Hola – me dijo - ¿Eres Sonia? María Luisa está esperando tu llegada.

Sin duda se estaba equivocando de persona.

-Me temo que no soy Sonia – le contesté, devolviéndole la sonrisa – me llamo Irene y vengo de un pueblo de Valencia. Dentro de unos días comienzo el curso de magisterio y estoy buscando un lugar en el que quedarme. ¿Tendría una habitación para mí?

-Oh, lo siento. Pensé que eras la amiga que está esperando una de mis huéspedes. Pero pasa, no te quedes en la puerta. La verdad es que has tenido suerte. A estas alturas suelo tener todas las habitaciones ocupadas. Pero esta misma mañana se me ha dado de baja una de las chicas, que además era la que tenía el mejor cuarto. Ahora será para ti, si te gusta, claro.

La mujer parecía afable. Vestía unos pantalones negros y un ligero sweter azul, ambas prendas algo desgastadas, como de andar por casa. Tenía el cabello corto, caoba y con unas graciosas ondas y los ojos más verdes que yo había visto en mi vida. Me condujo a la habitación que, efectivamente, era un rincón de lo más acogedor. Un cabecero de madera pintado de blanco con su mesita de noche, un pequeño armario del mismo color, un escritorio, dos sillas y una pequeña estantería fijada a la pared era todo el mobiliario. Además poseía una puertaventana por la que entraba la luz a raudales y desde la que se podía divisar a escasos metros el edificio en el que yo había de estudiar

-¿Te gusta? - me preguntó la mujer.

-La verdad es que me encanta, pero tenemos que hablar sobre el precio y las demás condiciones. Me gustaría quedarme aquí definitivamente, puesto que nada me queda más cerca de la escuela, pero no dispongo de mucho dinero. Tengo que encontrar un trabajo.

La mujer me miró unos instantes y luego entornó los párpados antes de hablar.

-No te preocupes, creo que tengo la solución para ti. Ponte cómoda. ¿De dónde has dicho que venías?

-De un pueblo de Valencia.

-Bueno, supongo que estarás cansada. Te voy a preparar algo caliente y luego hablamos ¿vale?

Asentí con la cabeza. Luego ella se marchó y yo me senté en la cama. Miré a mi alrededor y por primera vez en mucho tiempo me sentí bien. Sabía que era una sensación momentánea. Arrastraba tras de mí demasiada desdicha como para que mi ánimo cambiara de un día para otro, pero me gustó dejarme arropar por aquella emoción que ya casi tenía olvidada. Tal vez empezar de cero no fuera tan terrible. Cierto era que me sentía sola, sin amor y sin el apoyo de mi madre, a la que no había gustado nada mi decisión de venir a Madrid, pero el comenzar una vida diferente me daba fuerza para luchar y esperanzas para olvidar y renovar mi existencia.

Por fin me decidí a deshacer mi maleta. Metí la ropa en el armario, coloqué unos cuantos libros en la estantería y en la mesita de noche una foto en la que aparecíamos Miguel y yo sonrientes, felices. La miré por unos instantes y sentí que me rodeaba una ligera nostalgia. Sabía que era el amor de mi vida, que nunca querría a nadie como a él, que no quería olvidarme de su rostro y que probablemente no lo volvería a ver, ni siquiera aunque en un futuro tuviera oportunidad para ello. Era lo mejor para los dos, perder todo contacto y olvidarnos el uno al otro. Sería difícil, pero tenía que intentarlo.

Unos golpecillos en la puerta interrumpieron mis divagaciones.

-Adelante

La puerta se abrió y la dueña de la pensión asomó su cabeza.

-Te he preparado un caldito. Anda, ven hasta la cocina y mientras te lo tomas, hablamos.

La seguí hasta la cocina. El piso era grande, antiguo y acogedor. La cocina era amplia y luminosa, decorada con un exquisito gusto en un estilo rústico que recordaba a una casa de campo. Me senté donde la mujer me indicó. Mientras me servía la tacita de humeante caldo, comenzó a hablarme.

-No nos hemos presentado todavía. Yo me llamo Enriqueta, ¿y tú?

-Yo soy Irene, encantada de conocerla.

-No me trates de usted – me dijo mientras se sentaba frente a mí – me hace sentir demasiado mayor. Y aunque tengo cuarenta y cinco años me sigo sintiendo joven.

-Eres joven – le dije – además, la edad es un estado de ánimo. Basta que uno se sienta joven para que lo sea. O al revés, una persona joven puede sentirse vieja, todo depende de las circunstancias

-Eso es cierto – respondió mientras se levantaba de nuevo y sacaba de la alacena un trozo de bizcocho que puso frente a mí – después te comes esto. Lo hice anoche y estaba tan bueno que se lo han comido casi todo en el desayuno. Tiene trazas de naranja por el medio.

-Muchas gracias, pero no tengo mucho apetito. Me he comido un bocadillo en el tren.

-Ya, pero no cenamos hasta las ocho y media y no son más que las cinco. Tienes que comer, que estás un poco flaca.

Nos miramos y ambas soltamos una carcajada. Aquella mujer me hacía sentir bien y deseé poder quedarme allí.

-Me estás haciendo sentir muy a gusto – le dije – Hace tiempo que mi vida es un poco...no sé bien qué palabra usar para definirla. Triste, opaca, gris...Necesitaba un soplo de alegría y tener en frente alguien que me regalara sonrisas. Lo siento, me estoy poniendo muy trascendental y no es esa mi intención. Lo cierto es que me gustaría quedarme aquí. Si me informas de las condiciones....

-Claro. Pero antes me dijiste que tenías poco dinero y que necesitabas un trabajo. Yo te puedo proponer algo que igual te interesa.

-Pues... tú dirás.

-Verás, aparte de esta pensión, tengo un pequeño negocio, una mercería, que está aquí cerquita. La heredé de mis padres y aunque en alguna ocasión pensé en cerrarla... me da un poco de pena, porque me va bien y tengo mucha clientela entre la gente del barrio. Como evidentemente yo no la puedo atender, tengo allí una dependienta desde hace muchos años, Carmencita, pero sus padres están ya muy mayores y necesitan muchas atenciones. El otro día me comentó que a partir del mes próximo sólo va a poder trabajar por las mañanas, por lo que necesito una chica para las tardes. Si quieres... puedes ser tú.

Me quedé un poco anonadada, sin saber qué decir. Aquella mujer me acababa de conocer, no sabía nada de mi vida y me ofrecía un trabajo.

-Pues... no sé qué decirte. Me has dejado un poco sorprendida. Nunca he trabajado en nada y no sé si....

-El trabajo no es difícil y te permitiría estudiar. Te puedes llevar tus libros y mientras no tengas que atender a la gente.... A mí me harías un gran favor y por mi parte, si aceptas, tendrías alojamiento y comida gratis y algún dinero más que ya acordaremos.

No me hizo falta pensarlo demasiado. Mi madre se había comprometido a girarme todos los meses algo de dinero y si el alojamiento y la manutención me salían gratis, aquellos cuartos serían para mis caprichos, que eran pocos, lo que me permitiría ahorrar algo con vistas al futuro. Atender una mercería no me parecía mala cosa, tanto más cuando la idea preconcebida que yo llevaba en la cabeza era la de trabajar poniendo copas en cualquier bar. Así que acepté sin dudarlo.

-Acepto – dije – cuando quieras me llevas a la tienda y me enseñas como funciona.

-Oh, estupendo, Irene.

Tomó mi mano entre las suyas y la estrechó ligeramente.

-Creo que vamos a hacer muy buenas migas. Ahora si quieres descansa un poco. La cena es a las ocho y media. Ya iremos mañana a la tienda.

*

A la mañana siguiente Enriqueta me llevó a su mercería, que distaba apenas unos cuantos metros de la pensión. Era un establecimiento no demasiado grande y, al igual que la pensión, rezumaba un aire antiguo que me subyugaba. Me gustó en cuanto entré, e inmediatamente me imaginé detrás del mostrador, vendiendo hilos y cremalleras. Carmencita, la dependienta, era una mujer entrada en años y en carnes, agradable y habladora, que durante el tiempo que permanecimos allí tanto atendía a los clientes como mantenía la conversación con nosotras, todo a la vez. Se veía una mujer con mucho desparpajo. Me enseñó la tienda, mientras no paraba de darme consejos y multitud de información en desorden que yo sabía que se me olvidaría en cuanto pusiera el pie en la calle. Pero daba igual, me gustaba todo aquello, aquellas mujeres, el ambiente del barrio, mis libros... mi nueva vida en suma.

Como todavía faltaba una semana para que comenzaran mis clases quedamos en que durante ese tiempo acudiría todos los días a la mercería para ponerme al día al lado de Carmencita.

-Aprenderás en seguida, guapa, y ya verás como te gustará el trabajo, la clientela que tenemos es encantadora.

No puse en duda ni una cosa ni la otra y salí de aquel pequeño negocio casi deseando que fuera mío.

-¿Qué? - me preguntó Enriqueta - ¿Te ha gustado?

-Me ha encantado, tanto que casi me parece un sueño.

-Me alegro, yo creo que estarás muy contenta y que no será una tarea difícil de compaginar con tus estudios.

De camino a la pensión Enriqueta me puso al corriente de la gente que vivía en aquélla, pues el día anterior yo me sentía muy cansada y no había acudido a cenar, por lo que no había conocido a nadie.

-Sois todos estudiantes – me dijo – Y la mayoría son clientes de siempre. Están Juana y Carlota, dos hermanas de Alicante, que estudian Derecho; Marta, que es de Benavente y está en quinto de clásicas, María Luísa, mi sobrina, que empieza este año Matemáticas; Juanjo, el más veterano, que es de Aranjuez y estudia quinto de Medicina y Laura, una chica de León que empieza este año Enfermería. Laura todavía no ha llegado. Después hay dos huéspedes un tanto especiales. Uno es Don Mario, un personaje muy peculiar. Don Mario es viajante, representante de una marca de productos de limpieza y viene mucho por Madrid, al menos una vez al mes, y se queda durante cuatro o cinco días. Por expreso deseo de él mismo tiene reservada una habitación. Y finalmente está Ángel, un muchacho un poco especial. Ángel no deja a nadie indiferente y tanto puede despertar odios como pasiones. Todo depende de lo bien o mal que le caigas a él. Tiene un carácter... eso, especial. Se parece a su padre.

-¿Conoces a su padre? ¿Es el hijo de algún amigo quizá? - pregunté con curiosidad.

-Conocí a su padre, sí.. Ángel es mi hijo. Y su padre desapareció del mapa hace ya muchos años. Es una historia muy larga – contestó con un deje de nostalgia en la voz y en la mirada – Ángel es buen chico. Estudia informática y le va muy bien. Tiene veinte años y no conoce a su padre. Jamás me ha preguntado por él. Pero a mí me da la impresión de que le hubiera gustado conocerle y que su ausencia tiene parte de la culpa de que tenga ese carácter tan... suyo. Pero es buen chico. Ya lo conocerás.

Le conocí tiempo después y si bien al principio nuestra relación fue mínima, con el tiempo Ángel se convirtió en una de las personas más importantes de mi vida.


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