domingo, 25 de octubre de 2020

Quince años y un secreto - Capítulo 14

 



Dos semanas después la mercería era como mi casa. Dominado completamente el arte de atender a los clientes, descubrí que el trato con la gente me gustaba y que era feliz hablando de hilos, camisetas interiores o pijamas. En la escuela de Magisterio las cosas no me fueron peor. Pronto conecté con profesores y compañeros y me lancé a la aventura de aprender a educar a los pequeños monstruos que son los niños. Compaginar ambas cosas no fue complicado. Por las mañanas acudía a las clases y por las tardes atendía la tienda. Como bien me había indicado Enriqueta, me llevaba los libros y aprovechaba los huecos entre cliente y cliente para echarles un vistazo. Como nunca había tenido dificultad para concentrarme en mis tareas, aunque hubiera gente y jaleo a mi alrededor, me resultaba bien sencillo estudiar en los momentos desocupados, que tanto podía ser la tarde entera, como no ser ni un minuto. Los fines de semana los tenía libres, así que aprovechaba para salir por Madrid y conocer la ciudad.

También en la pensión me sentía a gusto, aunque bien es verdad que tenía escasa relación con las demás huéspedes, que eran en general bastante reservadas e iban a lo suyo. Curiosamente, a pesar de la opinión de Enriqueta, que me había dicho que su hijo tenía un carácter especial, fue con él con quien, con el tiempo, hice muy buenas migas.

Tardé en conocerle. Por una cosa o por otra nunca coincidíamos en la casa. Al parecer el lugar en el que el muchacho estudiaba no estaba demasiado cerca y sus horarios eran bastante diferentes a los míos. Como yo estaba a mis cosas, entre la tienda, mis estudios y mis distracciones, pronto me olvidé incluso de que Enriqueta tenía un hijo que vivía en la pensión. Pero una tarde de sábado apareció en mi vida para quedarse.

La pensión estaba vacía. Todas las chicas se habían marchado. No recuerdo bien, pero puede que el fin de semana coincidiera con algún festivo o hubiera algún puente. Así pues estaba yo sola en la salita en la que a veces nos reuníamos para ver la televisión. Era un día lluvioso, Enriqueta había salido y a mí no me quedaba nada mejor que hacer que pasar la tarde delante de la “tele” distrayéndome con alguna película. En ello estaba cuando apareció en la sala un muchacho al que yo recordaba haber visto de refilón en algún momento. Saludó con un hola murmurado entre dientes y se sentó en una butaca individual. Era un tipo de mediana estatura, poco más alto que yo, de pelo castaño oscuro ligeramente rizado y de ojos también oscuros. Lucía además una cuidada barba de cuatro o cinco días. No se parecía en nada a Enriqueta, pero supuse que sería su hijo. Al principio pensé que su madre tenía razón al calificarlo como especial, pues se limitó a mirar la película como un autómata, sin pronunciar palabra, sin hacer comentario alguno sobre cualquier escena, cosa que, a decir verdad, yo tampoco hice, pues no sabría decir el motivo pero el muchacho me intimidaba un poco.

Sin embargo, cuando finalmente la película terminó, se levantó y me invitó a un café.

-Me voy a hacer un café ¿te apetece?

Le dije que sí y al cabo de un rato regresó de la cocina con dos tazas de café aromático y calentito.

-Hoy no está el día para otra cosa que para quedarse en casa tomando café y viendo la tele.- comentó el muchacho.

-Sí, cierto – contesté – yo no pienso moverme.

La conversación nació y murió ahí, lo cual me hizo sentir un poco incómoda. Yo no sabía qué decirle y él había optado por tomar su café en silencio. Al poco rato se escuchó abrir la puerta de entrada. Era su madre, que regresaba de hacer una visita a un familiar. Entró en la sala y nos vio a ambos allí, juntos, callados, tomando nuestro café sin más.

-Buenas tardes, chicos – saludó – aunque lo de buenas es un decir, está un día de perros. De la parada del metro hasta aquí me he puesto pingando. Y hace un frío.... de mil demonios. ¿Qué tal por aquí?

Sin esperar respuesta se dirigió a su cuarto, y al cabo de un rato regresó. Se había cambiado su atuendo de calle por su ropa de andar por casa.

-Bueno, por fin en casa. De aquí ya no me saca ni el tato. Por cierto... ¿os conocíais?

Me revolví inquieta en el sofá.

-Pues... no. Pero me imagino que es Ángel, tu hijo – repuse.

-Ángel, hijo, pero cómo eres. Ni siquiera te presentas.

El muchacho dirigió a su madre una mirada bastante elocuente y yo no supe qué hacer, si intervenir en su defensa, si quedarme calladita. Finalmente opté por lo segundo.

-Me llamo Ángel, efectivamente, y soy el hijo de Enriqueta – dijo finalmente mirándome y dibujando su rostro con un esbozo de sonrisa – Disculpa por no haberme presentado, como dice mi madre, pero es que yo soy muy poco dado a los formalismos.

-Yo soy Irene y no te preocupes, a mí tampoco me gustan demasiado los formalismos.

-Claro mujer, así, tú dale la razón. ¡Ay, esta juventud de hoy! No sé a dónde iremos a parar.

Todos reímos la ocurrencia de Enriqueta. Ángel también, aunque con el tiempo aprendería que no era muy dado a las risas fáciles. Recuerdo aquella tarde de noviembre como muy agradable. Con aquella madre y su hijo me volvió a arropar la sensación de familia y el calor de aquel hogar desconocido me hizo olvidar, por unos instantes, mi drama personal.

Desde entonces mi relación con Ángel fue cordial, aunque no demasiado frecuente. Nos veíamos poco, pues ni él ni yo parábamos mucho en casa, pero cuando coincidíamos se notaba que estábamos a gusto juntos. Su madre me lo dijo un día.

-Hacía tiempo que Ángel no tenía tanta relación con alguien de la pensión como contigo. Se nota que le caes bien.

-Me alegro. Es un buen chico.

-Especial, Irene, Ángel es especial – insistía Enriqueta una y otra vez.

-No sé por qué te empeñas en decir eso siempre. A mí me parece un chico normal, a lo mejor un poco tímido, pero... normal.

-Es muy suyo, muy suyo – decía meneando la cabeza de un lado a otro – no encontrará nunca una chica que lo quiera. Porque tú no lo querrías ¿verdad?

-No estoy yo como para querer a nadie. Pero Ángel es un cielo, cualquiera muchacha podría llegar a quererle, además es muy guapo.

En verdad que Ángel era un muchacho muy guapo y con muy buena planta, como diría mi madre, sin embargo no parecía tener demasiado interés en mantener una relación sería con nadie, a juzgar por sus comentarios. Todavía estaba en edad de divertirse y de capear responsabilidades en la medida de lo posible.

Así, entre libros, tardes de semana en la mercería, o de domingo al calor de un café con mi nueva familia, fueron transcurriendo las semanas, hasta que las navidades llamaron a la puerta y no me quedó más remedio que hacer las maletas para visitar a mi madre de forma obligada. Unos días antes me llamó para comunicarme que estaríamos solas, puesto que Lisardo había decidido viajar a Boston para visitar a su hijo a quién, una vez más, sus obligaciones laborales impedían volver a España. Sabía que algo así había de ocurrir, aunque en el fondo tenía la esperanza de que por fin Miguel apareciera de nuevo en mi vida. Tenía que convencerme de que no sería así, de que lo mejor, al parecer, era que no fuera así. Debía de acostumbrarme a su ausencia definitiva, a volver a casa sabiendo que no me iba a estar esperando, que nunca más me abriría la puerta ni me tomaría en sus brazos como cuando era pequeña y regresaba del colegio.

Así pues, con la frustración y la indolencia como compañeros de viaje, una tarde de invierno en la que el frío y el viento gélido habían tomado la ciudad, me embarqué en el tren con dirección a Valencia para acompañar a mi madre en unas fiestas que no se preveían nada divertidas. Efectivamente aquellas Navidades no fueron nada gratas. Cada momento, cada rincón, me acercaban con descarado atrevimiento a un recuerdo de Miguel del que me quería deshacer sin conseguirlo. Y para más inri, mi madre se empeñaba en echar más leña al fuego de mi desaliento.

Durante la cena de nochebuena recibió una llamada de su marido, desde Boston, para felicitar las fiestas y demás. Estuvieron hablando un buen rato y cuando por fin la conversación terminó, feliz y contenta, se dispuso a contarme las novedades sobre la vida de Miguel mientras el pavo asado no me pasaba de la garganta hacia el estómago.

-Está feliz en Boston, tiene muy buen trabajo y gana mucho dinero. Ya le han nombrado jefe de departamento y eso que lleva poco más de un año allí. Hizo muy bien en marcharse. Aunque la verdad es que se echa de menos. Llenaba la casa de alegría.

Me abstuve de dar mi opinión. Me daba la impresión de que decía todas aquellas cosas para fastidiarme y no quería entrar en una guerra dialéctica, no era el momento. Pero prosiguió mortificándome, no sé si adrede o sin intención.

-Y al parecer sigue con esa chica. Cuando me llama me habla mucho de ella. Estoy segura de que está encantado. Aunque si se casa allí... me temo que no regresará. Bueno, vendrá de vacaciones, y a presentarme a sus niños, cuando los tenga.

Posé mi tenedor sobre el plato con rabia.

-Vale, mamá. Ya está bien ¿no te parece? No es necesario que me mortifiques más. Ya sé que estás encantada con la nueva vida de Miguel. Y sobre todo, encantada de que la mía se haya ido a la mierda.

Mi madre me miró con expresión de asombro, como si no entendiera nada de lo que le acababa de decir.

-Pero bueno, ¿se puede saber por qué te pones así? No te entiendo.

-Claro que me entiendes mamá, me entiendes perfectamente. Sabes que la ausencia de Miguel me ha herido, me está hiriendo profundamente. No te hagas la tonta, no hagas oídos sordos a lo que te he dicho miles de veces. Le quiero, le sigo queriendo, así que si tan contenta estás de su maravillosa vida, te rogaría que te lo guardaras para ti.

-No me lo puedo creer. Irene ya no eres una niña, creí que ya te habías olvidado de todas esas tonterías de adolescente.

No le contesté. Había conseguido alterarme y mi corazón latía como un caballo loco. Mi cabeza me decía que hiciera las maletas y me largara a Madrid. Era el lugar donde mejor me sentía. No lo hice. Simplemente me levanté y me fui a la cama. Fue la nochebuena más gloriosa de mi vida.

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