lunes, 26 de octubre de 2020

Quince años y un secreto - Capítulo 15

 




A la mañana siguiente me levanté de la cama con la firme intención de hacer la maleta y volverme a Madrid, más cuando salí de la ducha mi madre me interceptó en el pasillo y me dijo que teníamos que hablar.

-Yo no creo que tenga nada que hablar contigo. Realmente pienso que no tenemos nada qué decirnos, así que lo mejor será que me dejes marchar -- le repliqué sumamente enfadada.

-Por favor Irene, no seas niña. Yo sí creo que tenemos que hablar y muy seriamente además.

-¿De qué? - le grité - ¿de qué quieres que hablemos? ¿De lo satisfecha que estás de que tu Miguel sea feliz en América mientras yo me estoy consumiendo pensando en él?

-¿Consumiendo? Vamos, hija, no seas melodramática. Anda, vente a la cocina, hablaremos mientras te preparo el desayuno.

La seguí a regañadientes. Dijera lo que me dijera estaba dispuesta a largarme y a no volver. Me senté en una silla y me limité a mirarla con desgana mientras llenaba una jarra de leche y la metía en el microondas. Después, entretanto se calentaba, se sentó en frente a mí y me sonrió.

-¡Pero qué carácter tienes, hija mía! No sé a quién habrás salido. Pero en fin, a ver, cuéntame qué te ocurre cada vez que hablamos de Miguel.

-¿Que te cuente qué me ocurre? - pregunté asombrada. No me podía creer que todavía no hubiera asimilado que yo amaba a Miguel – No seas patética. ¿Por qué te empeñas en dar siempre vueltas a lo mismo? Sabes perfectamente que le amo, que le amé desde que era una niña y que no dejaré de amarle nunca.

-O sea, que todavía vives sumergida en un mundo de ilusiones. Miguel no es para ti, Irene. Cuanto antes te lo metas en la cabeza será mucho mejor.

-¿Y me puedes dar un motivo para fundamentar semejante afirmación? Y no me digas eso de que somos hermanos porque no cuela. Somos primos y hermanastros, nada más.

El timbre del microondas indicó que la leche se había calentado. Mamá se levantó y antes de sacar la jarra del aparato puso unas tazas en la mesa y una fuente con magdalenas y croasanes.

-Hay muchas razones, muchas, la primera porque te lleva muchos años, la segunda porque eras una niña cuando te enamoraste y los amores infantiles no son amores, son ilusiones, la tercera porque por mucho que te empeñes yo estoy segura de que él no siente nada por ti. Podría enumerarte alguna más. ¿Deseas que siga?

-Si vas a continuar diciendo semejante sarta de estupideces no, no sigas. Y estás muy equivocada, Miguel me quiere, vaya si me quiere. Y estoy segura de que su marcha se debe a algo extraño. No se ha separado de mí por voluntad propia.

-Por favor, Irene, no te inventes cosas. Miguel no te quiere.

La insistencia de mi madre acabó por sacarme de mis casillas.

-¿Ah no? ¿No me quiere? ¿Y por qué? ¿Por qué sabes que no me quiere? ¿Te lo ha dicho él? -gritaba totalmente ofuscada- Siempre me amó, siempre.

-Deja de decir majaderías. Pero si al lado de él no eras más que una niña.

-¿Tú crees? ¿Y por qué no se lo preguntas cuando vuelvas a hablar con él? Puedes recordarle la tarde en una playa de Menorca, cuando yo tenía sólo quince años y acabamos haciendo el amor como si fuera el último día del mundo.

Mi madre se quedó pálida.

-Estás loca, Irene. Estás loca y no sabes lo que dices.

-No, mamá, no estoy loca. Hice el amor con Miguel aquella tarde y aquella noche y un montón de tardes y un montón de noches más. ¿Sigues creyendo que yo era una niña para él? ¡Pues me follaba, mamá, me follaba como un animal en celo!

Mi madre me propinó una sonora y dolorosa bofetada que tuvo el efecto de aplacar mi ira y convertirla en llanto. Me llevé la mano a la mejilla dolorida y sin decir nada me fui a mi cuarto. Allí me senté en la cama y después de pensar un rato llegué a la conclusión de que la relación entre mi madre y yo se había deteriorado definitivamente y que lo mejor era regresar a Madrid. Hice la maleta, consulté el horario de trenes en un folleto que tenía en el bolso y comprobé que salía un tren a las cinco de la tarde. Tendría que permanecer toda la mañana en casa. No me hacía gracia, pero no me quedaba más remedio.

Me tiré en la cama y me puse a mirar al techo, intentando dejar la mente en blanco y no pensar. En mi intento me quedé dormida. Me despertaron unos golpes en la puerta y la voz de mi madre:

-Irene, hija, la comida está lista.

Miré el reloj y vi que eran casi las tres. En dos horas salía el tren. Me levanté, me adecenté un poco y salí del cuarto con la maleta en la mano. Mi madre me esperaba detrás de la puerta.

-¿A dónde vas? -me preguntó

-Me voy a Madrid. Definitivamente. No pienso volver, mamá. Tú y yo no tenemos nada en común y es mucho mejor que nunca más vivamos bajo el mismo techo.

-Pero.... Irene, no hace falta ponerse así. Ya sé que me pasé dándote una bofetada pero....

-No hay peros que valgan, mamá. La bofetada ha sido sólo la gota que colmó el vaso. Lo que más me duele es tu empeño en que la relación entre Miguel y yo no continúe. Una madre quiere ver a su hija feliz y tú, no sé por qué oscuros motivos, te empeñas en que no sea así.

Mamá me miró con tristeza. Bajó la cabeza, derrotada, sabiendo que nada podía hacer contra mi intransigencia y mi tozudez.

-Algún día comprenderás mis razones – dijo.

- Lo dudo mucho. Pero no pienso volver a discutir contigo. Me voy. Ah, y por cierto, no es necesario que me envíes más dinero mensualmente, ya me apaño solita.

Salí de casa dando un portazo y me dirigí a la estación. No me sentía mal, al contrario, tenía la sensación de haber dejado atrás de manera definitiva la parte gris de mi vida y de que a partir de aquel momento comenzaba a vivir de nuevo.

Llegué a Madrid de madrugada. Como no quería despertar a Enriqueta y demás habitantes de la pensión, que aquellas alturas del año no serían demasiados, deambulé por la ciudad durante un rato. Me hubiera sentado en un banco de algún parque pero hacía demasiado frío y caminando al menos conservaba el calor. Serían las siete de la mañana cuando me metí en la primera cafetería que encontré abierta para tomar algo caliente. Después me dirigí por fin a la pensión. Era muy temprano cuando llegué, pero Enriqueta ya estaba levantada y trajinando en la cocina. Se sorprendió al verme llegar.

-¡Irene! ¿Qué haces aquí? Pero si estamos todavía en plenas vacaciones... ¿Ha ocurrido algo?

Me senté en una banqueta de la cocina y por primera vez sentí algo parecido al desasosiego. En realidad no me gustaba haberme enfadado con mi madre, pero era demasiado orgullosa para dar mi brazo a torcer. A parte de que detestaba su actitud con respecto a mi historia con Miguel.

-Es una historia muy larga - le dije a Enriqueta – y ha culminado estas navidades. Pero no pretendo aburrirte con mis problemas.

-No sé si me aburrirás o no, pero me da la impresión de que no te vendría mal soltarlo todo.

Me desconcertó comprobar lo mucho que me conocía aquella mujer a pesar del poco tiempo que hacía que vivíamos bajo el mismo techo. Tenía razón. Si bien no me arrepentía de haber abandonado el nido materno de forma definitiva, también era verdad que sentía una opresión en el pecho, una cierta angustia provocada por la duda sobre si había hecho o no lo correcto. Así que puesto que Enriqueta estaba dispuesta a escuchar yo no pude hacer otra cosa que hablar y le conté toda mi relación con Miguel, así como la oposición incomprensible de mi madre.

-Yo tampoco entiendo la actitud de tu madre – me dijo cuando terminé de soltar mi perorata – y me da la impresión de que ese muchacho desapareció presionado por algo o alguien.

-Esa misma sensación tengo yo. Y cada vez que lo pienso estoy más segura de que la instigadora de todo es mi madre. Lo que se me escapan son las razones que tiene para ello. Y a estas alturas no sé si quiero saberlas.

-Pues deben de ser muy gordas para hacer desparecer al chico de esa manera, enviándolo al otro lado del mundo. ¿Y él no ha intentado ponerse en contacto contigo?

-Ni una vez, Enriqueta, jamás. Desde la primera carta que yo no le contesté él no me ha vuelto a escribir y por supuesto nunca hemos hablado por teléfono desde su marcha.

Los ojos se me velaron por las lágrimas que pugnaban por hacer su aparición una vez más. Últimamente me estaba convirtiendo en una llorona y eso no me gustaba, pero no lo podía evitar. Enriqueta se sentó a mi lado y pasando su brazo por mis hombros me acercó a ella.

-Y ahora ¿qué piensas hacer? A lo mejor deberías llamar a tu madre

-No pienso hacerlo. Quiero olvidarme de todo, no puedo luchar contra el destino, o contra lo evidente, o contra toda esta mierda de vida. Tengo que dejar todo atrás y empezar de cero. Soy muy joven para enterrarme en vida.

-A lo mejor también eres muy joven para dejar de luchar, Irene. ¿Por qué no hablas con tu madre? Intenta convencerla para que te diga la verdad, el porqué de su negativa a vuestra relación.

-Es imposible. Cada vez que discutíamos sobre el tema siempre terminaba repitiendo lo mismo, que dejar mi noviazgo con Miguel era lo mejor y que un día le daría las gracias y entendería sus razones y bla, bla, bla... palabrería barata nada más.

-Está bien. Yo... te ayudaré en lo que pueda. No hace falta decir que hagas lo que hagas siempre tendrás todo mi apoyo. Y ahora te prepararé algo calentito antes de irte a descansar.

Asentí con la cabeza y miré a aquella mujer menuda y resuelta moverse por la cocina. Me había hablado como debiera haber hecho mi madre, la madre que había sido la causante de mi desdicha.

Me tomé la leche caliente en cuanto Enriqueta me la puso delante y después me retiré a mi cuarto. Creo que apenas dos minutos después de meterme en la cama me dormí. Soñé con Miguel, soñé que regresaba y volvía a mi lado, soñé con unas caricias que un día habían salido de sus manos para mí y que se habían quedado prendidas en la nada, con unos besos que me habían marcado la piel a fuego y que se empeñaban en dejarme cicatrices perpetuas y dolorosas, como doloroso fue el despertar y comprobar que, como dice el poeta, los sueños... sueños son. Y normalmente tienen poco que ver con la realidad.

*

En los días siguientes volví a la mercería. Enriqueta había tenido que buscar una muchacha para sustituirme y encima Carmencita no había podido disfrutar de ningún día de descanso. Así que le propuse que se tomara el resto de los días libres, si le apetecía, pues yo estaba dispuesta a hacer su turno y el mío. La mujer accedió con gusto, y de esa manera fue que me pasé el resto de las vacaciones de navidad en la tienda, que además a aquellas alturas del año tenía bastante actividad, por los regalos navideños y todo eso.

La trifulca con mi madre acabó pasándome factura. No quería volver a su lado, ni tenía pensado pedirle perdón porque mi opinión era que no había ningún perdón que pedir, pero aún así me sentía triste. Las horas en la tienda me distraían un poco de mis elucubraciones, pero cuando llegaba la noche mi cabeza comenzaba a bullir y oscuros pensamientos nublaban mi mente. Me sentía decaída, sin ganas de nada, así que la mayoría de los días me iba a la cama sin cenar y sin ni siquiera compartir unos minutos de televisión con Enriqueta y su hijo. La buena mujer se dio cuenta de que el fantasma de la depresión se asomaba a mi puerta e hizo todo lo posible por no dejarme caer en el pozo del desaliento. Y envió a su hijo a salvarme.

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