miércoles, 21 de octubre de 2020

Quince años y un secreto - Capítulo 11

 




Todo salió a la perfección. El sábado me fui con Violeta a Barcelona. Allí permanecí una semana. Me llevó a los lugares emblemáticos de la ciudad y así, entre actividad y actividad, los días corrieron mucho más rápido de lo que en un principio había pensado. El viernes, después del almuerzo, me despedí de mi amiga y de sus adorables abuelos fingiendo ante éstos que regresaba a mi casa, pero en realidad tomé un taxi y me dirigí al aeropuerto. Miguel ya me esperaba. Cuando le vi me perdí en sus brazos y cubrí su cara de besos. Lo había echado mucho de menos. Pero por fin ya estaba allí, ya estábamos juntos otra vez. Y se presentaba por delante una semana para los dos, solos, sin más obligación por cumplir que disfrutar de nuestra propia compañía, de un amor que se mostraba libre solamente por unos días.

La estancia en Venecia fue idílica. Recorrimos sus calles y sus canales con esmero, deteniéndonos cada poco para empaparnos de la esencia del romanticismo que emanaba de sus piedras. Visitamos sus basílicas, sus puentes y sus palacios, recorrimos el gran canal en el vaporetto, compramos porcelana de Capodimonte y cristal de Murano, pensando en la casa que sería la nuestra dentro del tiempo que fuera... fuimos felices, tanto que hubiéramos dado la mitad de nuestra vida para que el tiempo se detuviera en aquellos días.

La víspera de nuestro regreso una leve tristeza envolvió nuestros corazones enamorados. La vuelta a la rutina, tan necesaria a veces, se mostraba como un lastre difícil de sobrellevar, pero irremediable. Por la noche, ya con las maletas preparadas para la partida, Miguel me llevó a cenar a un pequeño restaurante que habíamos descubierto durante uno de nuestros paseos por la ciudad. La estancia, que guarecía dentro de sí unas cuatro o cinco mesas, se encontraba a aquellas horas de la noche casi vacía. Nos acomodamos en la mesa más apartada y pedimos la cena. La camarera, una italiana bonachona y parlanchina, nos la sirvió con premura y se retiró enseguida, como si supiera que necesitábamos aprovechar al máximo las últimas horas que nos quedaban en soledad. Comimos casi en silencio. Pareciera que tuviéramos algo importante que decirnos y no nos atreviéramos a hacerlo. Pero no era así. Sólo sentíamos que el final de las vacaciones había llegado y que pasaría mucho tiempo hasta que una oportunidad igual se presentara de nuevo en nuestras vidas.

-No estés triste, princesa. Piensa que al fin y al cabo seguiremos viviendo en la misma casa. Si tuviéramos que separarnos sería mucho peor ¿no te parece?

Suspiré, dando cuenta de la última porción de mi helado de turrón y miré a Miguel con resignación.

-No se consuela quien no quiere. Ya lo sé, ya sé que seguiremos viviendo en la misma casa, pero no estoy segura de que eso sea nada maravilloso. No podremos tocarnos, ni decirnos “te quiero”, ni salir a tomar un café juntos con entera libertad, sin las miradas inquisitivas de medio pueblo sobre nuestras espaldas.... Quiero hacerme mayor y marcharme contigo lejos de todo, como hemos estado ahora, esta semana, juntos, viviendo nuestra vida sin nada que nos moleste.

-No es tan fácil, Irene, no es tan fácil.

-Es todo lo fácil que nosotros queramos.

Miguel jugueteaba con unas migas de pan sobre el mantel.

-¿De verdad? Si lo ves tan fácil... ¿qué propones que hagamos?

-Irnos. Marcharnos juntos lejos.

Sonrió, pero no con su sonrisa de siempre, sino con una sonrisa triste, ensombrecida por la preocupación, por la pena, por la impotencia.

-Nada me gustaría más que cumplir tu deseo, que es también el mío, pero no podemos Irene. Tú eres menor de edad, tu madre podría denunciarme, sin contar con que yo tengo mi trabajo estable en el hospital y no puedo dejarlo. Si lo hago ¿de qué viviríamos? Y tú debes estudiar, tienes que labrarte tu futuro. Yo entiendo que ves las cosas con ojos de muchacha enamorada y que por eso te parecen simples, mucho más simples de lo que en realidad son.

-¿Acaso tú no estás enamorado?

-Lo estoy, más de lo que nadie se pueda imaginar y precisamente por eso, porque te quiero, sé que tenemos que hacer las cosas bien. Debemos tener paciencia, pequeña. Y verás como todo acaba saliendo como nosotros queremos.

Suspiré y asentí con la cabeza. En el fondo sabía que tenía razón. Yo me dejaba llevar por mis sentimientos, a veces por mi tristeza, otras veces por mi entusiasmo y así, entre sensación y sensación, entre las huellas de amor que Miguel dejaba marcadas en mi piel y la ternura de sus palabras, despreciaba la realidad y me inventaba una vida a su lado que por fuerza tenía que ser, y tenía que ser ya, no podía esperar a mañana.

Salimos al fresco de la noche y caminamos por la ciudad bordeando los canales surcados por las góndolas, escuchando el suave chapotear del agua. Cuando llegamos al hotel nos fuimos directamente a la cama. Estábamos cansados y al día siguiente nos esperaba un día agotador. Pero yo no podía dormir. Daba vueltas sin cesar, escuchando la respiración acompasada de Miguel, signo inequívoco de que él sí estaba dormido. De pronto una enorme congoja se apoderó de mi corazón adolescente y sin poderlo evitar un llanto lento, suave y callado brotó de mis ojos de niña. Lloraba por el fin de mi viaje, por el amor que me parecía inalcanzable aunque en aquellos momentos durmiera a mi lado, por el tiempo que tendría que esperar, por mis pocos años. Miguel me oyó y se despertó.

-¿Qué te pasa, Irene? ¿Te encuentras mal?- me preguntó alarmado.

-Hazme al amor – le respondí – Hazme el amor como si fuera la última vez, por favor.

Sus besos y sus caricias fueron la respuesta y me amó desesperadamente, con fuerza, con furia, como si presintiera que, tal y como yo le había dicho, era la última vez.

*

Al principio la vida siguió su curso de siempre. Mis penas se fueron disipando y mi corazón enamorado se fue calmando. Volví a mirar la vida desde la ventana de la realidad. No todo era tan malo como yo pensaba. Al fin y al cabo estábamos juntos y aprovechábamos cada momento que teníamos para disfrutar de nuestra intimidad. Hasta que todo cambió.

No sabría decir si fue de un día para otro o si la situación se fue fraguando con el tiempo sin que yo me diera cuenta. Lo cierto es que la relación entre Miguel y yo seguía siendo la de siempre y jamás noté nada que me pudiera advertir de lo que finalmente ocurrió. Fue muy simple, demasiado simple para que mi mente demasiado joven pudiera entenderlo.

Había llegado la primavera. Los días eran largos, el aire era tibio y los campos comenzaban a sembrarse de flores. La primavera siempre había tenido el poder de alborotarme el ánimo. Así me sentía, alegre, feliz, contenta sin tener un motivo especial para ello, cuando una tarde de sábado Miguel me dijo que teníamos que hablar en serio. No sentí miedo. Ni por un instante se me dio por pensar que aquello que tenía que decirme fuera algo que viniera a echar por tierra mis ilusiones, bien al contrario, me sentí emocionada, ilusionada incluso, creyendo que Miguel había encontrado por fin la solución perfecta para una situación que, si no era insoportable, sí que por momentos se convertía en incómoda.

Caminamos por el camino de la ermita. Miguel estaba serio, pero yo no supe interpretar su rostro grave y austero. Sólo cuando nos sentamos en nuestro banco de siempre y vi que no respondía como siempre a mis mimos y carantoñas, sólo entonces supe que algo iba mal.

-Irene, pequeña.... no sé cómo decirte esto.

Sus ojos se paseaban inquietos por todos lados, miraban la hierba, o el cielo, pero no me miraban a mi.

-¿Qué ocurre? Me estás asustando. ¿Está enferma mamá? ¿O tal vez tu padre?

-No, no, ellos están bien. Lo que quiero decirte... tiene que ver conmigo... con nosotros. Verás, hace unas semanas recibí una propuesta de un hospital. Me ofrecían un puesto importante, muy importante, un puesto que lleva consigo un impulso muy importante a mi carrera profesional. Además me da muchas posibilidades de aprender cosas nuevas.... Voy a aceptarlo.

Me pareció que toda aquella parafernalia que se había montado para darme semejante noticia, era absurda. Al fin y al cabo tener que irse a trabajar a Valencia, o tal vez a Barcelona, incluso a Madrid, tampoco era tan grave. Cierto era que tendríamos que estar toda la semana sin vernos, puede que incluso algún fin de semana también, pero habría que buscarle el lado bueno, así los reencuentros serían mucho más apasionados.

-Claro que tienes que aceptarlo – le dije – Además no tiene por qué ser tan malo, al fin y al cabo dentro de dos años empezaré en la universidad e intentaré irme a estudiar a dónde estés tú.

-No Irene, eso no será posible, yo me voy a Boston, al Memorial Hospital de Boston.

Entonces comprendí. Vislumbré el final, aunque desde el principió me empeñé en negarlo, en el fondo sabía que era así.

-Eso.... es muy lejos ¿no?

Por toda respuesta Miguel me abrazó, me estrechó entre sus brazos muy fuerte y lloró con su frente apoyada en mi hombro. Sólo le había visto llorar así el día en que murió su madre y supe que ya nada tenía remedio.

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