miércoles, 31 de marzo de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 11

 




–Me enamoré de él como una estúpida – comencé mi relato – No sabría decirte por qué, bueno, tampoco creo que haya que buscarle un motivo al amor. En el fondo sabía de que no era hombre para mí, que no me convenía, que además tenía su novia.... pero no lo pude evitar. Tenía sólo dieciocho años y.... no sé, supongo que no era muy consciente de dónde me metía. Pero él también contribuyó, me hizo pensar que el sentimiento era mutuo y era mentira.

–Ya, o sea que os enfadasteis – dijo Teresa como si lo que le estaba contando fuera una estupidez, una niñería.

–Hubo algo más, algo mucho más grave. Sucedió la noche anterior a mi espantada – me puse un poco nerviosa, nunca le había contado aquello a nadie y no estaba muy segura de querer hacerlo, pero cogí fuerzas para proseguir – Fue en la piscina. Yo no quería... no me sentía preparada pero.... bueno, él era más fuerte, estaba un poco bebido.

A mi tía se le heló el gesto y el cigarro quedó a medio camino de su boca. Me miró de manera muy elocuente y supe que no iba a ser necesario seguir contando, que ya no hacían falta más palabras.

–¿Me estás queriendo decir que te violó? ¿Ginés te violó? – preguntó levantando un poco la voz.

–Shh, calla, no grites, no vaya a estar Teo en su cuarto y nos escuche.

–Teo se quedará a dormir en casa de un amigo, hoy no vendrá. Pero.... ¿cómo no dijiste nada? Tendrías que haberlo denunciado. ¡Maldito cabrón!

–Eso fue lo primero que pensé, denunciarlo, pero para qué. Cuando lo amenacé con ello me animó a que lo hiciera, total no me iba a creer nadie después de estar viviendo allí solos durante un mes y dejando que la gente nos viera en actitud cariñosa. Tenía razón, nadie me iba a creer, era su palabra contra la mía. Así que opté por callarme. Y eso es todo.

Teresa se quedó con la vista fija en el suelo durante un rato. Estaba sentada en el sillón con las piernas encogidas. Se pasó la mano por el pelo en un gesto parecido a la desesperación.

–No te preocupes, tía – le dije – ya han pasado dos años y aunque no lo he olvidado ya lo tengo superado. Pero de una cosa puedes estar segura. Algún día ese desgraciado recibirá su merecido.

Me miró alarmada, tal vez al notar el deje de ira y de determinación que acompañó a mis palabras.

–No me mires así, Teresa. No le he denunciado pero no voy a dejar que se vaya de rositas. Algún día me vengaré, no sé cómo ni cuándo, pero lo haré.

–¿Ah sí? ¿Y cómo? ¿Asesinándolo? A lo mejor todavía no es tarde para denunciarlo y si no quieres hacerlo entonces olvídalo..

-No, no lo voy a denunciar a estas alturas pero tampoco me voy a olvidar. No sé lo que haré, ni siquiera sé cuándo se me va a presentar la oportunidad, pero en algún momento será, porque yo soy de las que piensan que la vida pone a cada uno en el lugar que se merece.

–¿Cómo pude ser tan estúpida para no darme cuenta?.... Nunca me creí que Ginés fuera tan sinvergüenza a pesar de las habladurías.

Teresa se mostraba excesivamente preocupada, como si todo hubiera ocurrido en aquel momento. Pero los dos años que habían transcurrido habían sido suficientes para mitigar el dolor.

–Ya no importa, tía.

Me acerqué a ella, me senté en el brazo del sillón y apoyé mi mano en su hombro. Ella correspondió a mi gesto de cariño estrechando mi mano entre la suya.

–¿Sabes? – le dije – A pesar de lo ocurrido, de todo lo ocurrido ese año horrible, la muerte de papá, el desengaño con Ginés... creo que vivirlo mereció la pena. Al principio, cuando nos tuvimos que venir de Madrid, no estaba muy segura de que me gustara esto, pero ahora... ahora no lo cambiaría por nada. Y no sólo por la ciudad, que me encanta, sino por haber encontrado una parte de la familia que estaba perdida. Mi vida ha dado un vuelco muy grande, pero estoy bien.

–Debes de haber sufrido mucho – dijo con un deje de nostalgia y pena en su voz.

–Soy fuerte y tengo muy claro que la vida no es un camino de rosas. Todo es superable. Aunque creo que tú no debes de pensar lo mismo.

Teresa levantó su cabeza hacia mí. Yo volví a mi asiento, frente a ella. Era su turno.

–¿Me vas a contar qué es eso tan grave que sucedió entre mamá y tú para que yo nunca recuerde que os hayáis hablado hasta ahora?

Teresa encendió otro cigarro y me dio uno a mí. Lo acepté, aun siendo consciente de que se estaba convirtiendo en un hábito.

–¿Recuerdas el pueblo en el que vivían los abuelos? – me preguntó.

–Por supuesto, íbamos a pasar unos días todos los veranos antes de que se murieran. Tú nunca estabas.

–Yo hacía mis planes para no coincidir con vosotros. Bueno, a lo que iba, tu madre y yo vivíamos allí con los abuelos. Cuando terminé el bachillerato quise estudiar una carrera y me marché a Santiago. Tu madre prefirió hacer un curso de secretariado en una academia del pueblo, pero yo tenía miras más altas. Me matriculé en Económicas y comencé la carrera con mucha ilusión. Me veía en el futuro trabajando en un banco, no sé por qué, ilusiones de niña supongo. Cuando estaba en segundo de carrera le conocí. Él estaba en tercero. Nos presentaron unos amigos comunes en una de aquellas fiestas que se organizaban a principio de curso. A pesar de estudiar en la misma facultad, no nos habíamos visto nunca y eso nos llevó a iniciar una conversación que hizo que pasáramos la noche juntos, charlando sin parar. Yo salí de aquella fiesta con él en la cabeza y creo que le debió de pasar lo mismo porque al día siguiente me buscó por los pasillos de la facultad con cualquier excusa. Comenzamos una amistad que poco a poco fue derivando hacia un sentimiento más fuerte, y al final de curso ya nos habíamos hecho novios. El problema era que él vivía lejos y no nos quedaba más remedio que pasar el verano separados. Antes no era como ahora. Mis padres ni por asomo me hubieran dado permiso para pasar ni una semana en casa de él. Así estuvimos curso a curso. Decidimos que al terminar yo la carrera nos casaríamos y el año en que hice cuarto, aquel verano, lo llevé al pueblo para presentárselo a los abuelos y a tu madre. Mis padres admitieron que se quedara en casa unos días porque ya estábamos formalmente comprometidos. Estuvo... no sé, una o dos semanas y después, el resto del verano, vino de vez en cuando. Comenzó a trabajar en una compañía de seguros, en su ciudad, y yo me dispuse a terminar mi carrera. Entretanto andábamos con los preparativos para la boda, ocupados, nerviosos, por lo menos yo, hasta que me dieron la noticia y todo se vino abajo.

Teresa hizo una pausa. Su cigarrillo se había ido consumiendo entre sus dedos y se había convertido en una frágil columna de ceniza. Con cuidado la echó en el cenicero que sostenía en la otra mano y encendió otro cigarro. Yo estaba expectante.

–Un viernes regresé a casa, casi todos los viernes lo hacía, a pasar el fin de semana en el pueblo y los encontré a todos con cara de pocos amigos, a tus abuelos y a tu madre. Sabía que algo ocurría pero nadie abría la boca. El sábado a media mañana vi aparecer el coche de mi novio y me extrañó. No habíamos quedado en vernos y pensé que algo había ocurrido... y no me equivoqué, aunque ni por la imaginación se me pasó que la noticia que tenían que darme fuera aquella. Se reunieron conmigo en la cocina de la casa, alrededor de la cocina de leña que mi madre había encendido ya por la mañana y mientras ella gimoteaba y mi padre meneaba la cabeza de un lado a otro en un claro gesto de desaprobación, mi novio me dijo sin demasiados rodeos que lo sentía mucho, pero que se había enamorado de mi hermana y que con quién se iba a casar era con ella.

Un escalofrío recorrió mi espalda y una extraña inquietud envolvió todo mi cuerpo. Sentí el corazón encogido al sospechar el final de la historia.

–Todo mi mundo se desmoronó, Dunia, todo. Tu madre y yo siempre nos habíamos llevado muy bien, yo la adoraba, y no era capaz de comprender. Las dos personas que más quería me estaban traicionando y no lo pude soportar. Dejé la carrera y me sumí en una fuerte depresión. Lo único que deseaba era permanecer en mi cuarto, llorando y a oscuras, sin saber nada del mundo. Así pasé mucho tiempo, sin apenas dormir, sin casi comer.... pensando minuto a minuto en la posibilidad de que aquella boda se cancelara al darse cuenta mi novio de que a quién quería era a mí, o tu madre de que no podía ser tan ingrata con su hermana pequeña. Pero nada de eso ocurrió. El día que se casaron, nueve meses después de anunciar su noviazgo, me dije que no podía seguir así, que tenía que continuar viviendo, que tenía derecho a ello, así que hice mis maletas y me largué del pueblo sin despedirme de nadie. Me vine aquí, a La Coruña, me hospedé en una pensión de mala muerte y me puse a buscar trabajo. Tuve suerte, encontré ocupación como cajera en un pequeño supermercado y bueno... a partir de ahí mi vida no tiene mayor interés. Supongo que a estas alturas te habrás dado cuenta de quién era el novio que me robó tu madre.

Sí, lo sabía, lo había intuido desde el comienzo de su historia, y aunque durante aquellos minutos, mientras escuchaba a mi tía, había intentado, tal vez de forma inconsciente, encontrar algún resquicio, algún argumento que desmintiera mis ideas, no fue posible. Más bien al contrario.

–Supongo... que era mi padre – dije finalmente.

–Supones bien. Era tu padre, el amor de mi vida, el único hombre que amé realmente, robado por mi única hermana.


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