domingo, 14 de marzo de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 2

 



Aquel primer día fue un poco extraño. Era como si las palabras de mi madre y de su hermana estuvieran cuidadas al detalle, como si la conversación entre ambas formara parte de un guión estudiado previamente. Se notaba a las leguas que no estaban cómodas juntas y precisamente por eso yo alababa mentalmente la generosidad de mi tía. Algo gordo debía de haber ocurrido entre ellas, algún día lo averiguaría, seguro.

Por la noche hablamos de temas económicos, que desde luego eran los más peliagudos, sobre todo cuando no se tenía un duro. Mamá expresó su intención de buscar un trabajo y yo también, por supuesto.

–Yo trabajaré en lo que sea – dije – no me importa si tengo que fregar escaleras.

Mi tía me miró con cara de circunstancias. Probablemente estuviera pensando que una niña mimada y consentida como yo no aguantaría más de un día fregando escaleras.

–Pues mira, ya que lo dices. Tengo unos conocidos que están buscando asistenta, pagan bien ¿Te interesaría?

Al principio no dije nada. Me asombró un poco aquella propuesta tan rápida. Parecía tenerla preparada. Puede que durante aquellos días que habíamos tardado en aparecer en su vida ya se hubiera ocupado de buscarme ocupación, y ello me resultó chocante, extraño, y evidentemente nuevo. A pesar de mi silencio, o tal vez precisamente como consecuencia de él, mi madre fue la que dio réplica a mi tía de manera rotunda.

–¿De asistenta? Ni hablar. Dunia no sabe cocinar y... estar todo el día haciendo las tareas de casa.... No, por Dios, eso no es para ella.

–A lo mejor quieres para tu hija el trabajo del siglo – contestó Teresa con un deje de ironía en su voz.

–No hace falta que discutáis – dije yo – los quehaceres de casa no son tan difíciles. Seguro que podré con ello. ¿Dónde tengo que ir?

La firmeza y decisión de mis palabras dieron por concluida la conversación y a pesar de la desaprobación de mi madre, que aquella noche, antes de dormirme, intentó convencerme por activa y por pasiva que esa no era ocupación para mí, al día siguiente mi tía me acompañó a la casa donde buscaban asistenta. Confieso que iba un poco nerviosa, no por el trabajo en sí. Limpiar el polvo, hacer camas y poner la lavadora no era nada del otro mundo. Lo que me temía era encontrarme con una señora de esas estiradas y autoritarias que te regañan si dejas una pequeña arruga en la colcha de la cama.

Hicimos el trayecto casi en silencio. A aquellas alturas ya me había dado cuenta de que mi tía Teresa o bien era mujer de pocas palabras, o no se sentía muy cómoda con nuestra presencia. Puede que incluso fuera un poco de todo. Sin embargo, cuando ya estábamos llegando a la casa, para mi sorpresa, comenzó a hablarme de manera distendida.

–¿Estás nerviosa? – me preguntó con una media sonrisa, que me sorprendió si cabe aun más que sus simples palabras.

–Bueno... un poco.

–No te preocupes. Son gente encantadora. Ella es dentista y el marido es profesor en la Universidad. Tienen un hijo, Ginés, un muchacho muy guapo, guapísimo, y muy estudioso, creo que ha terminado este año Derecho.

–¿De qué los conoces?

–Ella es hermana de mi jefa.

–Y tú.... ¿en qué trabajas?

Mi tía sonrió un poco más antes de responder. Parecía que el hielo se estaba rompiendo entre las dos. A lo mejor se estaba dando cuenta de que de los problemas que mi madre y ella hubieran tenido yo no tenía la culpa.

–Yo trabajo de dependienta en unos grandes almacenes, en la sección de lencería. Mira, es aquí. Ya hemos llegado. Te están esperando ¿Quieres que suba contigo o prefieres que te espere aquí? Me tomaré un café en cualquier cafetería.

–Prefiero ir sola, gracias.

Mientras el ascensor me subía al octavo piso de aquel moderno edificio iba pensando que mi tía Teresa no debía de ser una persona desagradable, al contrario. Estaba demostrando que era generosa y seguramente, con el tiempo, quedaría al descubierto esa personalidad que se empeñaba en esconder.

El ascensor se paró. Salí y sin mirar a mi alrededor caminé directa hacia la puerta y pulsé el timbre. Al rato me abrió una mujer que parecía rondar los cincuenta años. Alta, morena, con el pelo recogido en un moño descuidado y de porte distinguido. Debía de ser la dentista, aunque me pareció tan sofisticada a pesar de su aspecto levemente desaliñado que no fui capaz de imaginármela en la consulta y en plena acción.

–Buenos días – dije – soy Dunia, la sobrina de Teresa.

–Oh claro, pasa, por favor, te estaba esperando.

Ante mi sorpresa me recibió con dos besos y me hizo pasar a un salón enorme decorado de manera minimalista. Un gran cuadro que seguramente sería de algún pintor renombrado y que valdría una pasta, presidía la estancia. Al fondo, una mesa de comedor con sus respectivas sillas, más cerca de la puerta unos elegantes sofás de piel blanca alrededor de lo que parecía una chimenea artificial y una enorme pantalla de televisión adosada a la pared. Un gran ventanal rodeaba la estancia, desde el que se podía contemplar una impresionante vista de la ciudad. Si aquel iba a ser mi lugar de trabajo no me importaba en absoluto tener que pasar las horas limpiando.

La mujer me invitó a sentarme y se presentó.

–Me llamo Covadonga, aunque todos me llaman Cova. ¿Te apetece tomar algo? ¿Un café?

–No, gracias, acabo de desayunar hace un rato.

–Bueno, pues entonces no voy a entretenerte mucho. Verás, necesito una chica que se ocupe de las tareas de la casa, de todo menos de cocinar. La muchacha que tenía está enferma de gravedad y no sé si podrá reincorporarse al trabajo. Tendrás que hacer.... bueno, pues lo normal. Limpiar, planchar, hacer coladas..... El horario... me gustaría que estuvieras aquí de nueve a cinco o seis de la tarde, comerás aquí por supuesto. Te pagaré mil euros ¿qué te parece?

Bien, me parecía tan bien, dadas las circunstancias, que casi no me salían las palabras de la garganta. Finalmente, cuando recuperé el habla, pude decirle que sí, que estaba conforme con las condiciones de la que sería mi ocupación.

–Durante el mes de agosto nos vamos a una casita que tenemos en un pueblo que no está muy lejos de aquí, en la playa. Durante ese mes me gustaría que te vinieras y te quedaras allí, con nosotros. Será mucho más cómodo para ti y además podrás disfrutar de la playa y de la piscina. ¿Te gusta la playa?

–Sí, pero también me conformo con la piscina. No tengo gustos muy refinados, la verdad.

En ese preciso momento pensé si no habría metido la pata. A lo mejor a una mujer de su nivel, acostumbrada a cosas elegantes, no le agradaba mi comentario. Sin embargo, contrariamente a mis divagaciones, Cova sonrió y me dijo:

–Ni yo tampoco. La verdad es que el que tiene gustos más sibaritas es mi marido. Pero yo soy hija de un obrero que con mucho esfuerzo consiguió darle carrera a sus dos hijas. Él es más refinado. Bueno entonces ¿Qué te parece el trabajo? ¿Aceptas?

–Acepto. Pero debo pedirle que no sea usted muy dura conmigo. Es la primera vez que trabajo fuera de casa. Aunque las tareas domésticas tampoco son gran cosa, me refiero a que no son tan difíciles de hacer.

–No te preocupes. Ah, se me olvidaba una cosa. En casa, aparte de mi marido y yo, vive mi hijo Ginés. Es muy buen chico, pero a veces un poco... impertinente. Tiene veintitrés años y acaba de terminar su carrera de derecho. El próximo año entrará de pasante en un despacho muy importante de la ciudad. Vendrá dentro de dos días, ahora está de vacaciones en el Caribe, con su novia. Si en algún momento te inoportuna no dudes en decírmelo.

–Descuide.

–Y no me trates de usted, que me hace sentir muy mayor. Llámame Cova. ¿Empiezas mañana?

Quedamos en que efectivamente comenzaría al día siguiente a las nueve de la mañana y me despedí. Salí de aquel piso con una muy buena impresión y mis miedos se disiparon por completo. Teresa me esperaba en una cafetería frente al portal del inmueble y en cuanto me vio salió a mi encuentro.

–¿Qué tal ha ido todo? – preguntó con interés.

–Pues muy bien, tía. La señora me parece encantadora y me dio muchas facilidades para el trabajo. Y me paga mil euros, que es una pasta, la verdad. Tenemos que ahorrar para poder independizarnos cuanto antes. Ni mamá ni yo queremos ser una carga para ti.

Teresa bajó la cabeza y no dijo nada. A mí me dio la impresión de haber hablado de más otra vez y no era mi intención que se sintiera mal conmigo cuando parecía que comenzaba a relajarse la tensión del principio.

–Me dijo que tenía un hijo – proseguí para intentar alejar la incomodidad que parecía flotar entre ambas – debe de ser el chico del que me hablaste... Ginés.

–Sí, Ginés, claro – respondió mi tía con una sonrisa – Adora a su tía, a mi jefa, y viene con frecuencia a visitarla. Es muy simpático, un poco tarambana, y muy guapo, guapísimo. Alto, atlético, con unos preciosos ojos grises y una sonrisa perfecta.

–Vaya ¡Qué pena que tenga novia! – dije medio en serio medio en broma – No, no quiero novios. Ahora tengo que concentrarme en trabajar y estudiar.

Caminábamos hacia casa. A aquellas horas de la mañana el tráfico era denso. La niebla estaba levantando y un tímido sol comenzaba a calentar las calles de la ciudad. Y a pesar de todo lo ocurrido, por primera vez sentía que mi corazón saltaba de alegría en mi pecho.

–¿Sabes? – dijo mi tía de pronto – eres una chica muy madura para la edad que tienes. Cualquier chica de diecisiete años estaría pensando en divertirse y sin embargo tú.... el trabajo, los estudios. No sé si ni siquiera tu madre estará tan centrada como tú.

Se refirió a mi madre con cierto desprecio y yo me sentí un poco herida. Ciertamente mamá no era una persona fuerte, ni con demasiada iniciativa. Ella estaba acostumbrada a vivir con mi padre, a su lado, que era el que solucionaba todos los problemas, y a no tener demasiadas preocupaciones, así que a la mínima se ahogaba en un vaso de agua. Pero eso no dejaba de ser un defecto como otro cualquiera, y todos teníamos a cientos, yo también y Teresa también, por supuesto.

–Bueno.... mamá lo ha pasado muy mal, tienes que entenderlo – dije.

–Ya.

Aquel “ya” sonó cargado de resentimiento y no pude aguantar más.

–Sé que mamá jamás me contará lo que ocurrió entre vosotras. Pero tú algún día lo harás, a que sí.

Por toda respuesta me miró y esbozó una ligera sonrisa espesa de amargura.






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