sábado, 13 de marzo de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 1

 



Aquella tarde, cuando al regresar del instituto vi un enorme revuelo a la puerta de mi casa, supe que algo grave había ocurrido. Era lo lógico, cualquiera lo hubiera intuido si se viera de pronto envuelto en una nube de sirenas de ambulancias y de policía, de luces giratorias, de gente curiosa, que se agolpaba en la acera con ganas de saber. De pronto el papel que agitaba en mi mano y que decía que había aprobado el acceso a la Universidad y que mi nota era lo suficientemente alta como para poder entrar en la Escuela de Enfermería dejó de tener importancia y toda la alegría de mi día se desmoronó acuciada por la desgracia que estaba allí, esperando para recibirme a la puerta de mi hogar. Intenté echar a correr, pero los nervios y mi corazón agitado no me lo permitían, más bien al revés, hacían que mis pies se pegaran al suelo como si un potente imán los atrajera o como si se quedaran atrapados en el alquitrán derretido. Cuando finalmente conseguí llegar a mi destino un policía pretendió impedirme el paso, pero me revolví contra él. Era mi casa y los que estaban allí dentro eran mis padres, y toda la parafernalia que se había armado indicaba que algo les había ocurrido, y seguramente nada bueno. Nadie podría impedir que lo descubriera, así que me escabullí como pude de aquellos brazos firmes que intentaban retenerme y me colé en mi propio hogar como si fuera una visitante furtiva. Al poner el pie en la entrada escuché el llanto de mi madre en la cocina y corrí hacia allí gritando como una posesa. No sé de dónde salió Carmen, la vecina, una mujer ya entrada en años que me quería como si fuera su nieta, pero de pronto la vi frente a mí empujándome de nuevo hacia fuera, sin dejarme alcanzar las lágrimas de mamá.

-Vamos, Dunia, vamos, cariño, aquí no debes estar. Vente conmigo y te cuento lo que ha ocurrido.

La seguí de mala gana, sin dejar de hacerle preguntas que ella parecía no escuchar, pues no las respondía. Sólo me decía que me tranquilizara, que la situación era delicada pero que pronto me pondría al corriente. A su casa llegamos enseguida, pues apenas distaba unos cuantos metros de la mía. Me preparó una tila que yo me negué a tomar y en cuanto nos vimos sentadas en el sofá de su salón comenzó a dar vueltas y vueltas a las palabras para informarme de lo sucedido, que si mi padre estaba mal, que si mi madre no sabía nada, que si había ocurrido a media mañana... No hacía más que divagar.

–¡Carmen, por favor, deja ya de decir tonterías! Quiero saber qué ha pasado – le grité presa de la desesperación.

–Es tu padre – dijo entonces, mirándome con los ojos acuosos – Se ha.... muerto. Bueno en realidad...se ha suicidado. Esta mañana tu madre lo ha encontrado en el garaje. Se ha ahorcado. Lo siento, Dunia, lo siento mucho, pequeña.

No sé lo que pasó por mi mente en aquellos instantes. Una serie de emociones distintas y quizá contradictorias se arremolinaron en mi cabeza y envolvieron mi cuerpo y mi alma. Nunca entendí el suicidio y menos en las personas que, como mi padre, parecían estar mentalmente en sus cabales. Por muchos problemas que acosen a uno siempre hay una salida, aunque en algún momento nos pueda parecer que no. Papá, sin embargo, opinaba que el suicidio no era más que una opción en la vida.

–Todos nacemos condenados a morir – decía – y casi todos decidimos esperar ese momento. El suicida, sin embargo, elige algo tan íntimo como el instante de finalizar su propia vida.

Él había escogido esa opción, morirse antes de tiempo sin importarle nada lo que dejaba atrás. No había pensado en mi madre, ni en mí, en las dos mujeres que él decía querer tanto, y en un principio semejante paradoja me hizo sentir mucha rabia.

–Pero... ¿por qué? ¿qué ha ocurrido? ¿por qué lo hizo? – preguntaba una y otra vez sin obtener respuesta alguna.

Días más tarde, cuando las aguas fueron volviendo poco a poco a su cauce, la realidad se nos mostró sin tapujos. Y fue entonces cuando encontramos respuestas. Papá se dedicaba a negocios bursátiles y económicos que yo no sabría explicar. Nuestra posición era acomodada, sin grandes lujos, pero vivíamos bien. Y de pronto se arruinó. No sé cuáles fueron los motivos concretos, algo escuché de una estafa, pero no quise enterarme de más, el caso es que de la noche a la mañana mamá y yo nos vimos sin nada, sin dinero, sin casa y por supuesto sin sustento, pues el único que mantenía la economía familiar era mi padre. La situación no se presentaba muy halagüeña y mi madre estaba hundida y desesperada.

Aquellos días pasó mucha gente por mi casa. Compañeros de papá, abogados, notarios, albaceas... incluso un juez, y cuando llegó la hora de la verdad lo único que sacamos en limpio fue que teníamos que largarnos de allí prácticamente con lo puesto. Casa y bienes quedaban embargados para afrontar no sé cuántas deudas, y el dinero del banco también. Sólo nos quedaba una mínima cantidad que mi madre secretamente guardaba en un pequeña caja fuerte dentro de su armario. Ella era débil, siempre lo había sido, y ante tales circunstancias no hacía más que llorar y preguntarse una y otra vez qué iba a ser de nosotras. Afortunadamente yo no era así. Todavía no había cumplido dieciocho años pero tenía claro lo que quería en la vida. Y tenía más claro todavía que no sería la propia vida quién me impidiera lograr mis metas.

–Saldremos adelante, mamá. Hoy toca luchar, pues lucharemos – le decía yo.

Y ella meneaba la cabeza de un lado para otro sin contestar, como si yo fuera una chiflada que hablaba por hablar, sin entender el significado de mis propias palabras.

Nos dieron quince días de plazo para dejar la casa y con el escaso dinero del que disponíamos sólo nos quedaba una posibilidad. Mi madre tenía una hermana en La Coruña. La relación entre ambas no era demasiado fluida, de hecho yo apenas la conocía. La había visto una o dos veces en casa de los abuelos, cuando aún vivían, y no se me había escapado que mamá y ella no habían cruzado palabra. Pero ahora era la única tabla de salvación a la que podíamos aferrarnos. Una tarde escuché a mamá hablar por teléfono con alguien y cuando colgó, me llamó a su lado.

–Dunia, hija, ven, tenemos que hablar.

Yo estaba en mi cuarto, metiendo en una caja de cartón los últimos juguetes, resquicios de mi recién abandonada infancia, que tenía pensado llevar a una asociación del barrio para que los repartiera entre los niños necesitados. Cesé en mi labor, le eché un vistazo a las paredes rosa de mi habitación casi vacía y bajé al salón. Mi madre me recibió con una sonrisa triste y con una mirada más triste todavía. Me senté a su lado y esperé sus palabras.

–He estado hablando con la tía Teresa – dijo.

Intenté traer a mi memoria la imagen de la tía Teresa, pero sólo pude dibujar una especie de nebulosa con larga melena negra, pantalones vaqueros y un blusón blanco bordado en azul. Eso era lo poco que yo recordaba de ella.

–¿Y?

–Ha accedido a acogernos en su casa, por lo menos mientras no podamos buscarnos algo para nosotras.

En apenas unos segundos en mi mente se agolparon las consecuencias de ese acogimiento piadoso por parte de mi desconocida tía. Abandonar Madrid, abandonar mis amigos de siempre, mi vida de siempre (que ya no era la de siempre), renunciar tal vez a mis estudios.... No me hacía demasiada gracia.

–Y.... ¿es realmente necesario? Quiero decir... ¿dependemos exclusivamente de ella? – pregunté.

–Dado lo poco que tenemos.... me parece que sí, Dunia. Además, tendremos que ponernos a trabajar y... lo peor es que... no sé si podrás matricularte en la Escuela de Enfermería el próximo curso. Mi hermana nos acogerá pero no podrá mantenernos y mucho menos pagarte los estudios.

–No te preocupes por eso, mamá. Trabajaré en lo que sea, pero yo voy a estudiar, aunque tenga que compaginar ambas cosas, mucha gente lo hace, yo también podré.

–Pero hija.... si no sabes hacer nada – repuso mi madre con su desesperante victimismo.

–Oh venga, mamá. Si no sé, aprenderé. Nadie nace con todos los conocimientos metidos en su cerebro. Saldremos adelante, ya verás.

Mi madre no estaba muy convencida, pero yo sí. Yo tenía claro que buscaría mi sustento como fuera, aunque tuviera que limpiar escaleras de rodillas y se me desollaran las mismas, no me importaba, no me asustaba el trabajo, ni me asustaba tampoco perderlo todo y comenzar de nuevo, a pesar de mis pocos años, a pesar de que mi vida se estaba desmoronando demasiado pronto. Daba igual, no podía desesperarme. Tenía por delante mucho tiempo para levantarla de nuevo.

*

Llegamos a La Coruña una inusualmente fría mañana de julio. Bueno, en realidad ni tan fría ni tan inusual, pero de eso me daría cuenta con los años. Nadie nos esperaba en la estación, así que tomamos un taxi y nos dirigimos a casa de la tía Teresa. Nunca había estado en La Coruña y a pesar de la climatología adversa, aquel primer paseo por unas calles llenas de encanto hizo que pensara que a lo mejor no había sido tan terrible abandonar Madrid.

La casa de la tía Teresa estaba en en el centro de la ciudad, en la calle Juana de Vega, muy cerca de la Plaza de Pontevedra. Cuando llegamos el día parecía querer clarear y las nubes grises se abrían tímidamente para dejar paso al sol. Sacamos del taxi nuestras escasas pertenencias y mamá llamó al timbre del interfono. Se escuchó el sonido de apertura del portal sin que nadie hubiera contestado, señal de que nos estaban esperando. Mientras subíamos en el ascensor hasta el quinto piso mamá respiraba agitada. Estaba nerviosa. Si mis sospechas eran ciertas y ella y su hermana estaban enfadadas, la situación no era plato de buen gusto en absoluto.

Cuando llegamos al rellano vimos que la puerta del piso estaba entreabierta. Solo hizo falta empujarla un poco para entrar. El inmueble parecía estar vacío. Estaba claro que el recibimiento no iba a ser muy caluroso. De pronto surgió de algún lado una mujer que tenía que ser la tía Teresa, vestida con una ligera bata tipo kimono de color rosa y unas pantuflas azul marino. Su aparición supuso una especie de shock. Era como si me estuviera viendo a mí misma. El mismo pelo negro, los mismos ojos verdes, idéntica piel canela, las pecas alrededor de la nariz.... era yo con unos cuantos años más. Detrás de ella apareció un adolescente de unos catorce o quince años, cuya existencia yo ignoraba hasta el momento.

–Mamá ¿quiénes son? – preguntó el muchacho.

–Tu tía Mercedes y tu prima Dunia. Anda, Teo, dales un beso.

Teo nos dio un beso y nos regaló una bonita sonrisa. Parecía un jovencito muy agradable. Sin embargo su madre se limitó a darse media vuelta y conducirnos a nuestras habitaciones. Una nueva vida comenzaba. Y parecía que no iba a ser muy fácil.



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