lunes, 8 de marzo de 2021

Te esperaba desde siempre - Capítulo final

 



Una semana después de su regreso, mientras se encontraban sentadas en el porche trasero de la casa, como tantas otras noches, Soledad se atrevió a preguntarle a su nieta cuándo pensaba decirle a Pedro que estaban esperando un hijo.

–¿No crees que ya va siendo hora? No intento meterme en tu vida pero....

–Tienes razón abuela. Tengo que decírselo y además.... además tengo muchas ganas de verle. A lo mejor es cierto que me porté como una idiota e hice un drama dónde no lo había. Y por momentos me siento tan mal, tan estúpida, que casi me da vergüenza plantarme delante de él.

Soledad miró a su nieta con ternura y por unos minutos se quedó en silencio. Cómo había cambiado aquella muchacha. Ya no era tan terca como antes. Años atrás si le hubiera hecho aquella observación lo más probable era que le hubiera pegado un bufido. Tal vez los golpes de la vida habían tenido el poder de suavizar un poco su mal genio y le habían hecho ver que los demás a veces también tienen razón y que las personas que quieren a uno, nunca pretenden hacer año ni dirigir una vida que no es suya.

–Oye, Lucía, ¿te apetecería acompañarme el próximo fin de semana al balneario de Aranjuez? Iba a ir con mi amiga Antonia, pero en el último momento se ha echado atrás porque ha tenido que marchar con su hija, que la han operado. No quiero perder las reservas. Te relajas y a la vuelta te enfrentas con el problema, que en realidad no es problema.

–Me parece genial, abuela. ¿Cuándo nos vamos? – respondió Lucía con entusiasmo.

–El viernes por la tarde. O sea, pasado mañana.

El viernes después de comer, cuando se disponían a salir, Soledad recibió una llamada inesperada. Su amiga Antonia regresaba y necesitaba que alguien la fuera a recoger al aeropuerto. Le pedía, por favor, si podía ir ella, Soledad. Cuando su abuela le comunicó el inesperado inconveniente Lucía la miró con asombro.

–¿Y por qué tienes que ir tú? – le preguntó – ¿No tiene a su marido?

–Bueno... Andrés está un poco delicado y no le gusta mucho coger el coche, ya sabes.

Lucía estaba comenzando a enfadarse. Había esperado con mucha ilusión aquel día, simplemente porque le apetecía estar en el balneario y disfrutar de las comodidades que le ofrecía al lado de su abuela, y le fastidiaba sobremanera que ésta echara sus planes abajo por ir a esperar a su amiga al aeropuerto.

–Pues yo hace dos o tres días lo vi saliendo de su casa en el coche – repuso dejando entrever la contrariedad que sentía – no me puedo creer que tengamos que suspender nuestros planes por un capricho de Antonia.

–No te pongas así, mujer, que yo no he dicho que fuésemos a suspender nada. Mira, vamos a hacer una cosa. Tú te vas, ahora, como teníamos planeado, y te llevas el coche. Yo voy al aeropuerto en el coche de Antonia y Andrés, al regresar me llevan ellos hasta Aranjuez, que Antonia conduce, y si se me hace muy tarde me voy mañana por la mañana en el autobús. Así tú no pierdes la tarde.

A pesar de su enfado, a Lucía le pareció buena idea. Seguía pensando que su abuela se dejaba convencer con demasiada facilidad, pero allá ella. Metió su pequeña maleta en el maletero y la de su abuela también y partió rumbo al balneario mientras su abuela lo hacía al aeropuerto de Barajas.

*

La habitación era amplia y diáfana. Las camas estaban vestidas con unas hermosas y casi luminosas colchas blancas, presididas por unos cabeceros de piel marrón adosados a la pared. Al fondo un amplio ventanal aportaba luminosidad a la estancia. Lucía posó las maletas, se echó sobre la cama y cerró los ojos. Tenía por delante dos días de relax absoluto. Después buscaría a Pedro y le daría la noticia. Iban a ser padres. Lo demás sería decisión suya, de Pedro, si seguir a su lado o atender al niño que iba a nacer sin más relación con ella que la estrictamente necesaria.

Lucía se incorporó y buscó en la maleta su traje de baño. Se lo puso y se miró al espejo, primero de frente, después de perfil. Una ligera curva de su vientre daba evidencia de su estado. Además las caderas se habían ensanchado y los pechos rebosaban generosos. De pronto sintió una sensación nueva dentro de su barriga. Se dio cuenta de que su hijo comenzaba a hacerse sentir con sus movimientos. Sonrió feliz. Se puso el inmaculado albornoz blanco y bajó a la piscina interior para hacer el circuito de masajes con agua. Apenas había dos o tres personas. Hacía buen tiempo y la mayoría de la gente estaba en la piscina exterior. Se introdujo en el agua con lentitud y se dejó llevar por la sensación de plenitud que le hacía sentir. Poco a poco fue recorriendo la piscina disfrutando de los chorros y de los masajes con los que el agua acariciaba su cuerpo. Al cabo de casi una hora, salió, se secó ligeramente con una toalla y se echó sobre una tumbona debajo de unos focos que daban un tenue calor. Cerró los ojos e intentó no pensar en nada. Se quedó dormida y cuando despertó lo hizo sobresaltada. Estaba sola. Miró el móvil por si la abuela la había llamado y comprobó que no. Eran las ocho de la tarde. Se levantó, se acercó al borde de la piscina y se sentó con las piernas colgando y el agua cubriéndole media pantorrilla. No escuchó ningún ruido, no sintió entrar a nadie, sin embargo de pronto se dio cuenta de que alguien se sentaba a su lado, alguien embutido en un albornoz blanco, como el suyo. Giró la cabeza y le vio, allí a su lado, después de unos cuantos meses sin verse. No pudo reprimir que una oleada de adrenalina recorriera su cuerpo.

–¡Pedro! – exclamó – ¿Qué haces aquí?

–Lo mismo podría preguntarte yo. Pero no lo voy a hacer porque hagas lo que hagas me parece una coincidencia maravillosa. Hola Lucía, tenía muchas ganas de volver a verte. La última vez fue... no fue nada agradable.

Ella le miraba sin poder apartar sus ojos de él. De pronto le pareció que nada de lo ocurrido había pasado de verdad y que sus reticencias desaparecían por completo.

–Me gustaría hablar contigo y que aclaráramos bien las cosas. No creo que lo nuestro merezca terminar de este modo tan tonto – prosiguió él.

–Tienes razón. Me porté como una idiota. Tenemos que hablar, mucho que hablar. Y la verdad es que....

Lucía calló de pronto y se detuvo a pensar unos segundos, al cabo de los cuales prosiguió.

–Iba a decir que era una tremenda coincidencia que estuvieras aquí, pero estoy segura de que no lo es. Apostaría que es cosa de mi abuela, ¿me equivoco?

Pedro dudó si decirle o no la verdad. Lo último que deseaba era que Lucía se enemistara de nuevo con su abuela, pero de todos modos, tarde o temprano, se iba a enterar de cómo habían ocurrido las cosas, así que optó por contárselas él mismo.

–Lo es – contestó – hace unas semanas le pedí ayuda. No me podía creer que todo hubiera terminado. Me dijo que lo intentaría, que algo se le ocurriría y hace unos días me llamó para decirme que había reservado este fin de semana en el balneario de Aranjuez. Me ha cedido su plaza. Ella no va a venir. No te enfades con ella. Sólo pretende que arreglemos las cosas, como yo le pedí.

–No me voy a enfadar con ella. Al fin y al cabo es verdad que tenemos que arreglar muchas cosas.

Lucía se levantó y se dio la vuelta con rapidez para que Pedro no se percatara de la incipiente redondez de su vientre. Quería buscar el momento oportuno para decírselo. Le propondría cenar aquella noche y entonces se lo diría. Se puso el albornoz con rapidez y solo entonces se dejó ver de frente.

–Voy a subir a mi habitación a darme una ducha.... Oh.... mi abuela y yo compartíamos habitación. No sé si...

–No te preocupes. Tengo un dormitorio propio. ¿Te apetece que cenemos juntos esta noche?

–Iba a proponerte lo mismo. ¿A las nueve y media?

–Vale, en el restaurante.

Una vez en su cuarto Lucía se dio una prolongada ducha, se lavó el pelo con mimo y se lo secó y a la hora de vestirse se embutió en el único vestido que había llevado consigo, un vestido negro de corte recto que ya estaba comenzando a quedarle un poco ceñido en las caderas, y eso que era flojito. Estaba segura de que Pedro se daría cuenta de su embarazo en cuanto la viera. Mejor, así antes de decírselo podría observar la reacción en su cara. Se maquilló de forma discreta y cuando dejó el cuarto para bajar al restaurante estaba un poco nerviosa. Sabía que los próximos minutos eran cruciales para encauzar su vida sentimental. Aquella noche, seguramente, quedaría todo dicho y todas las decisiones serían tomadas.

Cuando llegó al comedor ya Pedro la esperaba sentado en una mesa un poco apartada. La vio entrar y no apartó la vista de ella mientras caminaba y se acercaba a él. Le pareció que estaba muy guapa y notó algo diferente en ella, en su modo de caminar tal vez, o en el brillo de su mirada. Parecía que estaba un poco más llenita, pero no importaba, al revés. A Pedro nunca le habían gustado las mujeres excesivamente delgadas, prefería que fueran un poco redonditas a un saco de huesos.

–Estás guapísima – le dijo cuando ella se sentó frente a él.

–Gracias – repuso ella, sabiendo que no se había dado cuenta de su preñez – eres muy generoso, pero estoy horrible, he engordado un poco.

–No importa. A mí me gustas así. ¿Pedimos la cena ya?

Pidieron la cena y mientras degustaban los menús se dijeron lo mucho que se habían echado de menos, lo mucho que se querían, lo idiotas que habían sido ambos. Fue como hacer una recapitulación de su vida y de todas las tonterías cometidas, con el firme propósito de no repetirlas de nuevo. En un momento dado Pedro tomó la mano de Lucía y la apretó con la suya. Ella se estremeció con el roce de la piel. Pedro le hacía sentir así, plenamente, con solo rozarle la piel. Aquello tenía que ser amor, pero amor del bueno, del de verdad, de ese que dura mucho, toda la vida seguramente.

–Lucía me gustaría comenzar de nuevo. Olvidar todo lo ocurrido y no cometer de nuevo los mismos errores.

–Yo estoy dispuesta a ello. Además, tienes que saber que.... que te eché terriblemente de menos durante mi estancia en Londres.

Había estado a punto de decirle que estaban esperando un hijo, pero en el último momento decidió hacerlo de otra manera.

Después de terminada la cena y haberse tomado unas copas subieron a las habitaciones. Cuando se iban a despedir, frente a la puerta de Lucía, ésta retuvo a Pedro.

–No quiero que te vayas a tu cuarto – le dijo – quiero que pases la noche conmigo.

Entraron en el dormitorio y Pedro la besó mientras cerraba la puerta con el pie. Fue un beso largo y profundo que despertó definitivamente los sentidos de Lucía. Arrastró al chico hacia la cama y entre jadeos y besos se despojaron de la ropa. Cuando estuvieron desnudos él recorrió todo el cuerpo de ella con sus labios. Cuando llegó el vientre se detuvo, confuso. Los pechos de Lucía, ya generosos de por sí, estaban rebosantes y su vientre mostraba una elocuente ondulación. Pedro se echó a un lado de la cama, al lado de ella. Apoyó su cabeza en la mano y la miró mientras acariciaba la cueva en la que se guarecía el hijo deseado. No hacían falta palabras. La sonrisa de Lucía era muy elocuente, pero aún así le dijo:

–Estás embarazada ¿verdad?

–Lo estoy – respondió ella – Vamos a ser papás. Lo descubrí en Londres y... al principio me sentí muy confundida, pero ahora...

–Ahora todo está dicho. Te quiero y le quiero. No sé si sabes que me estás haciendo el hombre más feliz del mundo.

Por toda respuesta Lucía lo abrazó. Luego hicieron el amor con delicadeza, con ternura, con sentimiento y cuando se durmieron ambos pensaron, cada uno por su lado y sin que el otro lo supiera, que por fin habían encontrado lo que llevaban toda la vida esperando.

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