jueves, 4 de marzo de 2021

Te esperaba desde siempre - Capítulo 30

 



Despertó antes que él y durante unos minutos se deleitó en contemplar su rostro. Pedro dormía plácidamente manteniendo en su cara la misma dulzura de siempre, aquella suavidad, la ternura que emanaba de sus ojos cuando la mirada o de sus labios al hablar. Lucía recordó la primera vez que lo vio en casa de Jorge. No le pareció nada guapo pero se sintió fuertemente atraída por él desde el primer día, aunque al principio lo atribuyó a ese poder envolvente que emanaba sin darse cuenta. Con el tiempo se enamoró, se sintió prendida de su sencillez, de su voz suave, de sus dedos cuando rasgaban la guitarra de vez en cuando, de su sonrisa limpia y blanca. Sí, en algún momento se dio cuenta de que era el hombre que deseaba a su lado, el que siempre había esperado y la vida le tenía guardado para ella, aunque hubiera estado a punto de entregárselo a otra.

Regocijada en aquellos bellos recuerdos le besó tenuemente en los labios y él abrió los ojos casi al mismo tiempo.

–Buenos días, amor mío. ¿Qué tal has dormido? – le dijo.

Ella se acercó más a él y apoyó su cabeza en su pecho.

–He dormido bien, pero he despertado mucho mejor, contigo a mi lado. Te quiero.

Volvió a besarle, esta vez mucho más profundo y sensual. Pedro respondió a aquel beso insinuante y la amo de nuevo. Después, cuando descansaban sudorosos y jadeantes, se dio cuenta de que probablemente no la volvería a amar hasta dentro de muchas semanas.

–¿Cuándo te vas? – le preguntó.

–Mañana – respondió ella – ya tengo la maleta preparada.

–Te voy a echar mucho de menos – le dijo él después de un rato.

–Yo también a ti. ¿Sabes? Cuando me invitaste a cenar pensé que si me volvías a besar nada más, te diría que estos meses que íbamos a pasar separados sería lo mejor para darnos cuenta de lo que en realidad sentíamos, y te iba a pedir que no me llamaras, pero creo que sí quiero que me llames, y que me recuerdes.

–Y a lo mejor hasta te gustará que te visite algún fin de semana.

–¿Lo harás? – preguntó ella entusiasmada.

–A lo mejor, por lo menos una vez, mientras no se acerque el final de curso, que estaré más ocupado. Lucía, no quiero volver a hacer de nuevo el imbécil, no quiero separarme de ti más que lo indispensable. Incluso creo que.... que me gustaría casarme contigo.

Ella soltó una sonora carcajada.

–¿De blanco y por la Iglesia? – preguntó.

–De blanco, de azul, de verde, por la Iglesia, por el Juzgado o por el Ayuntamiento, me da igual, pero me gustaría que fueras mi mujer.

–Seguramente, algún día. De blanco y por la Iglesia. No soy muy creyente, pero las bodas por la Iglesia son mucho más bonitas.

–Pues será como tú quieres, Natalia.

Lucía se incorporó y miró a Pedro con gesto serio. De pronto todo el entusiasmo se había esfumado y la cruel realidad llamaba a su puerta de nuevo.

–¿Qué me has llamado? – preguntó

Él se dio cuenta de su error en ese preciso instante y no supo qué decir. Cerró los ojos por unos segundos en los que fue plenamente consciente de las consecuencias de haber pronunciado el nombre equivocado. Lucía no esperó respuesta. Se levantó de la cama y comenzó a vestirse en silencio. Debía haberlo supuesto. Cómo había podido ser tan estúpida. Algo tenían que haber querido decir aquellas ausencias injustificadas. Ahora había obtenido la respuesta. Natalia, siempre Natalia.

–Lucía... no te vayas, por favor. Fue... una equivocación. Yo no quería... a mí Natalia me importa un pimiento. Yo te quiero a ti, te lo juro, sólo a ti.

–Ya se nota. Por eso la tienes a ella en la cabeza. Me voy, Pedro, y lo mejor será que me olvides. No creo que te sea muy difícil.

Terminó de vestirse en medio de las súplicas y de los perdones de Pedro, a los que hizo caso omiso. Salió de la casa dando un portazo y dejándolo a él gritando su nombre y tirado en la cama, sumido en la desesperación.

Cuando llegó a casa su abuela estaba desayunando en la cocina. Lucía entró, pronunció un “buenos días” entre dientes y se sirvió una taza de café. Soledad la había recibido con una sonrisa. Sabía que tenía una cita con Pedro y que no había venido a dormir, eso era señal de que las cosas habían funcionado entre ambos. Sin embargo el mirarla detenidamente se le heló la sonrisa en el rostro. Lucía traía cara de pocos amigos, así que era probable que no todo hubiera ido tan bien como ella pensaba.

–¿Todo bien? – preguntó con cautela.

–No abuela, nada está bien. Los tíos son todos unos cabrones, todos, del primero al último. Y yo soy la incauta que cree en el amor, o que creía, hasta hoy.

–Pero...¿qué ha ocurrido? ¿Tan grave ha sido para que llegues así, hecha una fiera?

–¿Grave? Pasamos la noche más... maravillosa del mundo, nos despertamos uno en brazos del otro... hasta me dijo que quería casarse conmigo. Y de pronto va y me llama Natalia. ¡Natalia, abuela! Así que salí pintado de aquella casa y ahí le dejé, solito, para que siga pensando en su Natalia.

Soledad no dijo nada. Tal y como estaba su nieta era lo que debía de hacer, mantenerse callada. Lucía no entraría en razón hasta que se calmara, que sería unos días más tarde. Sólo entonces tendría la capacidad suficiente para ver las cosas de manera más objetiva. Lo malo era que al día siguiente se marchaba a Oxford, así que tendría que entrar en razón ella sola, sin nadie que le echara una mano. Enfadarse con aquel muchacho por haberle llamado Natalia era una tontería. Una equivocación la tiene cualquiera, pero hacerle comprender eso a una mujer que en su día se sintió despechada por culpa de la ex, era tarea imposible. Por eso Soledad se limitó de aconsejarle a su nieta que se tranquilizara, que dentro de unos días vería las cosas de otra manera. Ella la miró con expresión enfurecida y sin más se marchó a su cuarto.

Aquel día su móvil sonó más que ningún otro. Pedro la llamó mil veces, pero ella no le contestó. Se pasó aquella jornada de domingo tirada en el sofá, envuelta en una manta, en pijama, delante de una televisión que solo echaba tonterías a las que no prestaba demasiada atención. De su cabeza no se podía apartar el maldito nombre de Natalia. Debía haberlo supuesto. Demasiados años juntos como para olvidarla así como así. No había niño, pero si lo hubiera habido seguro que hubieran sido la familia perfecta y feliz. Ante semejantes pensamientos las lágrimas fáciles llamaban a los ojos de Lucía, lágrimas que ella se empeñaba en no dejar salir. A veces lo conseguía, otras, las más, no. Intentaba, no obstante, ser optimista. Al día siguiente marchaba para Oxford así que tenía por delante unos meses que la ayudarían a superar la nueva desilusión.

Lucía durmió mal aquella noche. Entre los nervios del viaje y el recuerdo de Pedro apenas pudo pegar ojo una o dos horas. Se levantó tarde, casi con el tempo justo de darse una ducha, almorzar algo y marcharse el aeropuerto. El avión salía a las cinco y debía estar allí una hora antes. La abuela Soledad quiso acompañarla pero ella le dijo que no, que no merecía la pena, que tomaría un taxi. La mujer insistió, pensando que después de la pequeña frustración del día anterior no quería dejar sola a su nieta, pero Lucía volvió a negarse.

–Abuela estoy bien – le dijo intuyendo los pensamientos de su abuela – No te preocupes, tengo cuatro meses para olvidarme de él.

–Ya. No lo has hecho en dos años y pretendes hacerlo en cuatro meses – repuso la mujer, mirándola con lástima.

–Tendré que hacerlo.

El taxi hizo sonar el claxon. Lucía dio un beso rápido a su abuela, prometiéndole que la llamaría en cuanto el avión aterrizara el Londres. Tomó su maleta y salió rumbo a Inglaterra para hacer su curso de literatura comparada y de paso olvidar, sobre todo olvidar.

Llegó al aeropuerto y se acercó al mostrador de facturación. Facturó una maleta y se llevó consigo una mochila. Escudriñó los paneles luminosos en busca de su sala de embarque y se dirigió allí. Se sentó en un rincón, esperando que por megafonía anunciaran el embarque y la salida del vuelo. Estaba nerviosa, como siempre que tenía que tomar un avión. Y más nerviosa se puso cuando vio acercarse a Pedro por el largo pasillo del aeropuerto sorprendentemente libre de gente a aquellas horas. Puso cara de pocos amigos pero no se levantó de su asiento. Él ya la había visto y no podía escabullirse. Llegó junto a ella y se sentó a su lado. Su cara reflejaba la desesperación que sentía.

–Lucía, menos mal que te encuentro. No quiero que te vayas así. Por favor, escúchame. Te he estado llamando y no me coges el teléfono.

–A lo mejor es porque no quiero escucharte – contestó de malos modos – Lo único que quiero es que me olvides.

–Por favor, Lucía. Que me haya equivocado no quiere decir nada. Natalia tiene su vida y yo la mía y en la mía te quiero a ti, no a ella, a ti.

Una voz impersonal llamó a los pasajeros con destino a Londres para embarcar por la puerta doce. Lucía se levantó y se dispuso a marchar, pero antes de irse quiso dejar las cosas claras con Pedro.

–No es solo que la hayas nombrado, Pedro, eso simplemente ha sido la gota que colmó el vaso. Un día le elegiste a ella y creo que lo hiciste porque en el fondo es a quién amas, aunque ni siquiera tú seas muy consciente de ello.

–Eso es una tontería.

Lucía le miró con lástima. Luego tomó su mochila y se despidió.

–Adiós Pedro, sé muy feliz.



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