jueves, 18 de marzo de 2021

No sé por qué te quiero - Capítulo 4

 



El chalet de Cova y su familia era ideal. Estaba situado frente a la playa, un poco alejado del núcleo urbano del pueblo pero lo suficientemente cerca como para poder llegar hasta allí dando un paseo. Era una edificación de los años setenta a la que se le habían ido haciendo los arreglos de conservación pertinentes sin que perdiera su esencia. Presidida en la parte delantera por un cuidado jardín, la trasera se había acondicionado para el disfrute veraniego. Piscina y mobiliario de jardín rodeados de una amplia y cuidada extensión de césped. Perfecta.

Yo tenía un poco más de trabajo que en el piso, pero lo llevaba bien. Mi jefa no me presionaba nada, al revés, me animaba a disfrutar de las comodidades que me rodeaban. Era como si yo fuera una más en la familia con la obligación adicional de llevar a cabo los quehaceres cotidianos, nada del otro mundo. Admito que a veces terminaba muy cansada. Si llegaba de la playa lo que menos me apetecía era poner la mesa para la cena, o la lavadora, o tender la colada, pero no me quedaba más remedio y lo tenía asumido.

El hijo de los señores, mi adorado Ginés, llegó al día siguiente con su novia, la rubia con la que lo había visto sentado en la terraza el día que salí a pasear con Teo. Era una muchacha engreída y estúpida, que o bien me ignoraba, o me miraba por encima del hombro, que no sé qué sería peor. Ginés también me ignoraba, así que a pesar de mis ilusiones, de mis sueños tontos con aquel chico de ojos grises y sonrisa de portada de revista, intenté meterme en la cabeza que tenía que olvidarme de él, que no era para mí, es más, ni siquiera me caía bien, era el tipo de hombre pagado de sí mismo que yo siempre había evitado. Estaba segura de que en el más que improbable caso de que llegara a haber algo entre él y yo, no duraría ni dos días. Claro que aquellos sesudos pensamientos se iban al garete cuando por las noches me metía en la cama y me ponía a soñar... y a dibujar una vida idílica al lado de un Ginés que ni era el mismo que existía en la realidad, ni casi sabía que yo existía, aunque viviéramos en la misma casa.

Pero a veces la vida te da oportunidades inesperadas y eso fue lo que ocurrió, que los hados se confabularon para que Ginés se diera cuenta de mi existencia y... algo más. Ocurrió que Cova y su marido decidieron hacer un viaje de quince días a Formentera con unos amigos. En el chalet se quedaría su hijo con su encantadora novia y yo para atender a tan simpática pareja. No me gustaba mucho la idea. Tener a Cova cerca me daba tranquilidad, pero quedarme yo sola con aquellos dos.... De momento me ignoraban, pero ¿y si dejaban de hacerlo? Sin embargo la cuestión era que me pagaban bien y que yo necesitaba el dinero para costearme los estudios, así que cogí el toro por los cuernos y me dispuse a intentar pasar aquellos quince días que se avecinaban en soledad, en la mayor soledad posible y así pasar desapercibida y que no me dieran mucho la lata.

La primera semana fue así. Ginés y su novia se levantaban tarde y se pasaban la mañana en la piscina. Un restaurante del pueblo traía la comida todos los días, así que yo solo tenía que servirles y recogerles la mesa. Por las tardes desaparecían de la casa. A veces no regresaban hasta muy entrada la noche. Otras volvían al atardecer, cenaban en el jardín y luego se metían en el dormitorio. En ocasiones, cuando yo me acostaba, hasta mí llegaban los sonidos del amor que provenían de la habitación situada al final de pasillo. Entonces me ponía los cascos y escuchaba música y la música tenía el poder de disipar la pequeña decepción que encogía mi joven corazón, un corazón que se empeñaba en enamorarse a pesar de las negativas de mi cabeza.

Hacía una semana que mis jefes se habían ido de viaje cuando tuvo lugar la discusión. No sé de qué estaban hablando ni por qué la conversación subió de tono hasta que los gritos comenzaron a escucharse en cada esquina de la casa. Yo estaba poniendo la mesa cuando las voces de Adela, la sin par novia de Ginés, comenzaron a retumbar por todas las esquinas. Decía que estaba harta, que ya no aguantaba más, le llamaba a Ginés gilipollas y egoísta. Le decía que era un imbécil que sólo pensaba en sí mismo y no sé qué más. El caso es que unos minutos después de cesar los gritos la vi bajar las escaleras con una maleta y salir de casa.

Aquel día nadie bajó a comer. Y yo me pasé la tarde en el jardín cavilando sobre qué hacer en aquella situación tan incómoda. Por mi cabeza desfilaron una sinfín de posibilidades. Desde telefonear a la jefa y preguntarle si me podía ir a mi casa, hasta llamar a la puerta de la habitación del final del pasillo y preguntar a su ocupante qué quería que hiciera con mi vida. Pero finalmente no hice nada. Me quedé allí, esperando acontecimientos. Ginés tendría que salir algún día de su dormitorio. Más le valía, porque la realidad era que yo no me atrevía a buscarle. Y apareció, claro que sí. Bajó cuando acababa de anochecer, debían de ser casi las diez de la noche y ya el encargado del restaurante había traído la cena hacía una hora. Yo no sabía si poner la mesa o no, y como no tenía demasiada hambre decidí esperar. Me senté al borde de la piscina y metí los pies en el agua. Realmente se estaba bien, si no fuera por la inquietud y la incertidumbre que me producía la situación.

–Hola – escuché de pronto a mis espaldas.

Me asusté y mi primera reacción fue sacar los pies de la piscina y levantarme, pero Ginés me dijo que no hacía falta.

–No te preocupes – dijo – no me apetece cenar. ¿Puedo sentarme contigo?

No sé lo qué sentí. Una emoción intensa y desconocida. Evidentemente le dije que sí. Así que se arremangó los pantalones y se sentó a mi lado del mismo modo que estaba yo, con los pies dentro del agua. Se produjo un tenso silencio entre los dos, por lo menos tenso para mí, no sé para él, aunque supongo que no, porque yo era una niña miedosa ante su primer enamorado y él ya estaba de vuelta de muchas cosas que yo desconocía.

–Se está bien así – dijo de pronto.

Yo asentí sin dejar de mirar el agua. No me atrevía a mirarle a él. Enfrentarme a aquellos ojos grises que podían esconder la burla dentro de sí era demasiado para mi mente de niña boba a medio enamorar.

–Llevas unas cuantas semanas en casa y ni siquiera sé tu nombre. En realidad casi nunca me aprendo el nombre de las asistentas.

–Claro – me atreví a decir en un ataque de valentía provocado por su comentario que a mí me pareció cargado de desprecio – total para qué. Se les llama “chica” y ya contestan, o ni siquiera se les llama. Se les ordena que te hagan un bocata de jamón y a continuación se las tacha de inútiles.

Esta vez sí que me atreví a mirarle. Él me sostuvo la mirada durante unos segundos y después dijo:

–Lo siento. Es verdad que yo hice eso. Normalmente no suelo ser tan borde con el personal de servicio, como has comprobado lo ignoro bastante.

–Por supuesto, por eso no te aprendes ni el nombre. Anda que..... ¿Quieres cenar? – le pregunté obligándome a cambiar el rumbo de la conversación, pues notaba que me estaba poniendo furiosa y cuando yo me ponía furiosa a veces hablaba de más.

–No, no quiero cenar. Quiero estar aquí en el jardín, contigo, disfrutar de esta noche y saber cómo te llamas. A lo mejor ha llegado la hora de aprender el nombre del personal de servicio. Sobre todo cuando se trata de una chica tan bonita como tú.

–Me llamo Dunia y no he venido aquí a ligar con el hijo de los dueños. ¿Quieres la cena o no? Porque si no la quieres me voy a mi cuarto.

Él me sonrió por primera vez desde que yo había pasado a formar parte de su vida, aunque eso de formar parte de su vida es un decir, y mis piernas se echaron a temblar mientras mi corazón se desbocaba como un caballito trotón.

–Parecías tímida, pero al parecer no lo eres – dijo.

–Nunca he sido tímida, soy.... pacífica, pero sé defenderme cuando me tocan las narices, aunque sea el hijo de los jefes.

–Lo siento, tienes razón. A veces me comporto como un perfecto gilipollas y para colmo hoy no ha sido un buen día. Supongo que te habrás dado cuenta – repuso con cara de afligido.

–Sería imposible no darse cuenta. Tu novia tiene una garganta potente. Estoy segura de que tendría mucho éxito como cantante de ópera.

Conseguí arrancarle de nuevo una sonrisa y esta vez yo también sonreí. A lo mejor no era tan idiota como yo había pensado, tal vez sólo fuera necesario escarbar un poco en su corazón para que acabara mostrando su lado más amable. Sopesé si marcharme a mi cuarto o quedar allí a su lado. Sabía que iba a comenzar a disfrutar de su compañía y no estaba segura de que eso fuera bueno. Me gustaba y aquellos escasos minutos que habíamos pasado juntos me habían servido para sentirme casi enamorada. A los diecisiete años ya se sabe, el amor llega así de rápido e igual de pronto desaparece y aunque yo no era demasiado consciente de ello, sí poseía la suficiente cordura como para saber que aquel muchacho no era lo que yo quería para mí... o sí... o no.... vaya lío. Además no era libre, tenía novia, una novia tonta hasta más no poder, y por nada del mundo pretendía yo meterme en medio de una relación. Así que finalmente hice ademán de levantarme.

–Me voy a mi cuarto – dije – si no me necesitas... voy a cenar algo, meterme en la cama y leer un rato.

Pero su mano tomó la mía y me retuvo.

–No te vayas, por favor, quédate conmigo. Podemos....charlar un rato. No pretendo más que eso. No me encuentro demasiado bien y … necesito compañía.

No fue necesario que rogara más. Mis buenos propósitos se fueron al garete. Allí me quedé. Y aquella noche fue el principio del principio de todo.

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