martes, 12 de enero de 2021

Te esperaba desde siempre - Capítulo 9

 



A Lucía, por momentos, se le hacía difícil disimular que entre ella y Pedro había surgido cierta tirantez en una relación que antes era fluida y tranquila. Apenas se dirigía a él y cuando lo hacía, en multitud de ocasiones contestaba con evasivas o incluso con algún comentario despreciativo. Ni a Jorge ni a Natalia se les había pasado el detalle por alto y ambos lo comentaron durante una jornada de trabajo.

–Algo les ha pasado – dijo Natalia después de sacar ella misma el tema – y ella está enfadada.

–Sí – contestó Jorge – yo también lo he notado, y también me he dado cuenta de que es ella la que muestra resentimiento. ¿Le has preguntado a Pedro?

–Sí, lo he hecho, pero me ha dicho que no, que no ha pasado nada. No obstante, está extraño desde hace tiempo.

–¿Qué quieres decir? ¿Por culpa de Lucía? – preguntó Jorge asombrado, pues no imaginaba ni por asomo que entre Lucía y Pedro pudiera haber algo más que una simple amistad.

–No, no. Está extraño desde mucho antes de que ella viniera. En realidad su cambio fue paulatino desde su regreso de Pontevedra. A veces me da la impresión de que anda un poco a rastras de mí. Como si hiciera algunas cosas porque yo quiero y no por voluntad propia.

–Bueno... ya sabes cómo es tu novio. Totalmente distinto a ti, pero yo creo que el fondo eso es bueno, tú eres el complemento perfecto para su carácter tranquilo.

–No sé, yo últimamente no lo veo tan claro. Y no me gustaría perderle.

La llegada de los primeros pacientes acabó con la charla, pero Jorge se propuso observar de cerca a Lucía y tratar de indagar qué era aquello que la mantenía molesta con su amigo.

*

Se acercaban las vacaciones de Semana Santa y con ellas unos días de merecido descanso. Hacía semanas que estaban pensando en la posibilidad de hacer un viaje los cuatro juntos y decidieron que aquella era la ocasión perfecta para materializar sus planes. Después de mucho pensar y darle vueltas al asunto alquilaron una casita en Oporto, al pie del Duero. Los cuatro contaban las horas que faltaban para tomarse las merecidas vacaciones, olvidarse por unos días de pacientes y alumnos y conocer una nueva ciudad. Pero las cosas se torcieron y la semana anterior al proyectado viaje en el centro de salud empezó a faltar el personal. El que no estaba de baja, estaba de curso, y los más antiguos hicieron valer su privilegio para tomarse días de vacaciones, así que a Jorge y Natalia se les comunicó que por necesidades del servicio no podrían disfrutar de más días de asueto que los propiamente festivos de la Semana Santa. Todos pensaron que era muy mala suerte que después de organizar el viaje con tanta antelación se hubieran truncado sus planes, pero Natalia, que siempre fue una chica de las de “a mal tiempo buena cara” dijo que ni hablar, que el alquiler de la casa estaba pagado y que no era cuestión de perder el dinero. Había que disfrutar de aquel viaje  y si no podían hacerlo los cuatro a la vez, lo harían de manera escalonada.

    –Pedro y tú podéis marcharos como habíamos planeado. El miércoles, al salir de trabajar, Jorge y yo tomaremos un avión y nos uniremos a vosotros – propuso Natalia a Lucía cuando esta mostró su contrariedad ante sus planes frustrados.

       La perspectiva de pasar unos cuantos días sola con Pedro no le gustaba en absoluto  y por eso intentó poner  todas las excusas que se le ocurrieron para evitar el viaje, cada cual más tonta, tanto que al final tuvo que desistir de su empeño y aceptar, pues Jorge y Natalia ya empezaban a preguntarle qué demonios le pasaba para mostrar tantas trabas ante una perspectiva que siempre le había ilusionado tanto.

Así pues el día señalado, por la mañana bien temprano, Pedro y Lucía se despidieron de los otros dos y emprendieron viaje. Por delante les esperaban unas tres o cuatro horas metidos en el coche que ella conducía. Iban casi en silencio, soltando apenas una frase de vez en cuando. "Si seguimos así", pensó ella "menudos días me esperan". Lucía había tenido la idea de aprovechar el viaje para hacer algo así como borrón y cuenta nueva. Puesto que iban a pasar unos días solos no eran cuestión de vivir en medio de la tensión que se adivinaba entre ambos con sólo estar en su presencia unos minutos. Pero lo cierto era que no era capaz de actuar como si no hubiera pasado nada. El recuerdo de aquel beso le martilleaba en el cerebro y no le dejaba actuar con naturalidad.

Llegaron a Oporto a media mañana y no les fue difícil dar con la pequeña casita que les habían alquilado en la agencia. Estaba a la orilla del rio, en pleno centro de la ciudad. Era un inmueble extraño. En la planta baja había una cocina alargada, un amplio baño y lo que parecía un cuarto para guardar trastos. Arriba había un salón comedor con dos ventanas que daban a sendos balcones sobre el río. En la parte trasera de la casa una habitación con una cama matrimonial y en medio de ambas estancias otro baño.

–Está bien la casa ¿no te parece? – preguntó Pedro mientras acomodaban el equipaje.

–Sí – contestó Lucía de forma escueta y cortante.

–Supongo que el sofá del salón se convierte en cama, al menos eso me dijeron en la agencia. Si quieres....

–Puedes quedarte con la habitación, a mí no me importa quedarme con el sofá. Además, cuando vengan Natalia y Jorge.... bueno, que es lo normal que os quedéis vosotros con el dormitorio así tendréis más intimidad. Jorge y yo dormiremos en el sofá.

Pedro suspiró con impotencia. Había querido ser sincero con Lucía sobre sus sentimientos pero por lo visto sólo había servido para estropear las cosas entre ellos.

    –Lucía, ¿qué ocurre? Desde que te besé aquella noche no eres la misma conmigo y ellos también lo notan. De hecho Natalia me ha preguntado en más de una ocasión si me había ocurrido algo contigo. No quiero que sospeche que entre tú y yo hay algo.

–Es que no hay nada – contestó Lucía airada – así que puede pensar lo que le dé la gana. Y mira sí, tienes razón que no soy la misma desde aquella noche. Lo que ocurre es que cuando alguien toca la fibra sensible de mi corazón algo se remueve dentro de mí, algo que me impide comportarme como si no hubiera pasado nada, y créeme que lo intento, pero no me sale. De todas maneras no te preocupes, cuando ellos lleguen haré un esfuerzo sobrehumano e intentaré disimular todo lo que pueda para hacerles ver que tú y yo somos los buenos amigos de siempre.

–¿Es que no lo somos?

–No, Pedro, no lo somos.

–Pues yo sí te considero mi amiga. No me gustaría perderte.    

Lucía miró a Pedro durante unos instantes pensando en lo que en aquellos momentos le hubiera gustado hacer. Por un lado besarle apasionadamente provocando una situación íntima a la que probablemente él no se podría resistir; por otro, asesinarle. Pero no hizo ni una cosa ni la otra. Se limitó a colocar su maleta abierta en una esquina en la que no molestara y murmurar por lo bajo que todos los hombres eran iguales, que no sabía por qué se hacía mala sangre por un beso de mierda que no iba a llevarla a ningún lado. Pedro la escuchó hablar entre dientes sin entender lo que había dicho.

–Entonces ¿qué? – le dijo – ¿Vamos a estar estos cinco días en incomunicación total?

–Por mi parte haré lo que me de la gana. No necesito contar contigo para nada. Tú verás lo que haces con tu vida. Y ahora bajo a comer algo, que tengo hambre.

–¿Puedo ir contigo? – preguntó el muchacho con resignación, tomando el enfado de Lucía como una pataleta de niña pequeña.

–Tú mismo.  

  Lucía salió de la casa con Pedro pisándole los talones. Le habían hablado de las bifanas, montaditos de carne de cerdo con salsa muy picante, y le habían recomendado tomarlas en el Conga, que resultó estar muy cerca de la casita en la que paraban. Allí, como le habían contado, las estaban preparando a pie de calle. Se sentó en una de las mesas de la terraza y Pedro hizo lo propio. Pidió las bifanas y una cerveza muy fría para ambos.

–Ya que me has seguido supongo que querrás comer lo mismo que yo. Pican, pero si no te gustan... ajo y agua.

Pedro esbozó una ligera sonrisa de la que Lucía no se percató. En el fondo el cabreo de la muchacha le hacía gracia, porque sabía que tenía un corazón noble y que jamás haría nada que pudiera perjudicarle. Además se había tomado aquellos días que tenían por delante como una prueba de fuego. Necesitaba saber lo que era convivir con ella, tenerla a su lado constantemente, para así comprobar que efectivamente era, como él pensaba, la mujer que había estado esperando desde siempre. No podían salir juntos como una pareja normal y corriente, así que tendrían que aprovechar esa oportunidad que la vida les ponían en bandeja. Sería como comenzar a andar de la mano la senda que le gustaría recorrer junto a ella. Pero no le diría nada. Tal vez al final, después de aquellos días, cuando el amor que sentía le desbordara de tal manera que ya no pudiera más. De momento tendría que conformarse con estar a su lado y quererla en silencio.

Comieron igualmente en silencio y regresaron a casa igualmente sin cruzar palabra. Hacía una temperatura agradable así que Lucía demoró sus pasos a propósito, no tenía prisa por llegar a la casa. La Ribera del río estaba atestada de gente que disfrutaba del encantador ambiente que reinaba en los pequeños restaurantes que ofrecían al visitante un marco incomparable. Lucía se dijo que uno de esos días bajaría a cenar allí, con Pedro o sin él.

Pasaron parte de la tarde descansando, Pedro en el dormitorio, Lucía en el sofá del salón. Alrededor de las seis, ella salió en busca de un supermercado en el que comprar algunas provisiones para el fin de semana con la idea de no tener que hacer absolutamente todas las comidas fuera de casa. Callejeó durante un rato, dejándose hechizar por el encanto de la ciudad, por el idioma que hablaban aquellas gentes que le sonaba como a canción celestial. Encontró lo que buscaba y de vuelta a casa hizo lo mismo, callejear y disfrutar de la ciudad. Escuchó sonar su móvil en el interior de su bolso pero ni siquiera se molestó en mirar quién la llamaba, quién fuera podía esperar, no deseaba que nadie interrumpiera aquellos instantes sublimes que estaban teniendo el poder de cambiar su humor y su forma de ver las cosas. Comenzó a sentirse tan feliz que decidió no mostrarse más enfadada con Pedro. ¿Para qué? Ni que fuera el único hombre en el mundo. Además, como si lo fuera, ¿acaso necesitaba a alguien a su lado? Al principio pensó que sí, por eso echaba tanto de menos a Lorenzo, pero según iban pasando los meses se estaba dando cuenta de que estar sola también tenía su encanto. Por otra parte, tenía que confiar un poco más en sí misma y en sus cualidades. Él no la había rechazado, bien al contrario, en realidad le había dicho que la quería, pero que estaba Natalia y bla, bla, bla. ¿Por qué tenía que ganar la batalla Natalia? De acuerdo que era muchísimo más guapa, pero ella siempre había tenido mucho éxito con los chicos. Todos le decían que tenía algo especial, un no sé qué que los acababa encandilando en cuanto la descubrían.

Era sábado. Quedaban por delante cuatro días con la exclusiva compañía de Pedro. A lo mejor eran suficientes para que él la descubriera también. Lucía sonrió levemente ante la ingenuidad de sus pensamientos. Un muchacho que se cruzó con ella en ese instante le dijo algo que no entendió sonriendo y ella le guiñó un ojo. Estaba contenta.

Casi sin darse cuenta llegó a la casa. Iba cargada con tres bolsas que dejó en la cocina y después subió al salón. Allí la esperaba Pedro con cara de pocos amigos.

–¿Se puede saber dónde has estado? Te he estado llamando y no me cogías el móvil – le regañó.

–¿Te has preocupado? – le preguntó ella sonriendo.

–A ti qué te parece. Estás en una ciudad extraña, no me dices a dónde vas... ¿y si te pasara algo?

– Confío en la eficacia de la policía portuguesa, seguramente te encontrarían enseguida para darte la mala noticia. Pero bueno, supongo que tienes razón, lo siento. La verdad es que escuché el móvil pero no me dio la gana de cogerlo. Estaba disfrutando tanto del paseo... Fui a comprar algo de comida a un super. ¿Qué te parece si hacemos unas pizzas? También me compré una botella de vino, de ese que llaman verde, aunque yo veo que es blanco. ¿Te apetece?

A Pedro le parecía que la habían cambiado, que estaba hablando con una persona diferente a la de aquella mañana, pero no puso objeción, al contrario, le gustó el cambio.

–Sí, me apetece. Pero la próxima vez que salgas, si no quieres que vaya contigo, por favor, avísame.

–Descuida. Lo haré.



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