jueves, 14 de enero de 2021

Te esperaba desde siempre - Capítulo 10

 



El domingo amaneció nublado y lluvioso. Cuando se acercó a la ventana y vio el panorama climatológico Lucía hizo una mueca de disgusto. La niebla era tan espesa que no parecía que fuera a levantar y la lluvia caía con fuerza. El día no invitaba a salir de casa.

Bajó a la cocina y preparó una cafetera que puso al fuego. Mientras el café se hacía abrió la puerta de la calle y se asomó ligeramente. No se veía un alma. “Normal”, pensó, “con este maldito tiempo, quién coño va a querer salir de casa”. Con un suspiro de resignación cerró la puerta y volvió a la cocina. Abrió un paquete de magdalenas y las colocó en un plato. Cuando el café estuvo listo preparó dos tazas y colocó todo en una bandeja. Subió con todo ello al salón. Una vez allí se dijo que tal vez hubiera sido mejor no haberle preparado el desayuno a Pedro. Todavía no se había despertado y no sabía cuándo iba a hacerlo, así que si tardaba mucho, lo más probable era que el desayuno se enfriase y no se pudiera tomar. Posó la bandeja en la mesa de comedor y acercó la oreja a la puerta de la habitación en la que dormía el muchacho. Entonces, como si de un resorte se tratara, la puerta se abrió y apareció un Pedro soñoliento, vestido con una camiseta de algodón blanca y unos boxer azul marino, todavía con evidentes signos de haberse despertado recientemente. Lucía se retiró de la puerta asustada y él pareció no darse cuenta.

–Buenos días – saludó – me he quedado dormido. Pensé que era más temprano y ya son las diez.

–Es que el día está muy oscuro. Llueve y hay niebla. Así que no importa, no creo que tengas ninguna prisa por ir a ningún sitio... ¿o sí?

Pedro la miró y esbozó una ligera sonrisa.

–De pronto me ha entrado prisa por tomar ese café humeante que está sobre la mesa. ¿Lo has preparado tú?

–No – respondió Lucía devolviéndole la sonrisa – ha sido el vecino.

–Oh, vale. Has sido tú. Eso quiere decir que todavía te dura el buen humor de anoche.

Lucía sacudió la cabeza y le invitó a sentarse con un gesto. Degustaron el café y las magdalenas y cuando terminaron, mientras Pedro fregaba las tazas, Lucía tomó una ducha y se vistió. Cuando salió el baño había parado de llover y contrariamente a lo que en un principio parecía, la niebla comenzaba a levantar lentamente.

–A lo mejor tenemos suerte y queda un buen día – le dijo Pedro, que estaba asomado a la ventana – ¿Qué vamos a hacer hoy?

–Hoy podemos ir a las bodegas, podemos comer por ahí, montar en el teleférico, cenar en la Ribeira, que está ahí enfrente... hay muchas cosas que hacer. Después habrá que repetirlas cuando vengan los otros.

–Bueno, pues las repetiremos si es necesario. Pero porque ellos no estén, no vamos a dejar nosotros de hacer cosas ¿no?

–Desde luego. Y mañana iremos a la librería Lello. Tiene una escalera de caracol de madera y unas estanterías altísimas llenas de libros..... Es una maravilla.

Pedro se alegró de que Lucía lo incluyera en sus planes. Era la mejor forma de estar a su lado y quererla sin que ella se diera cuenta.

Aquel domingo no despejó hasta bien entrada la mañana. Cuando por fin salió el sol, Pedro y Lucía salieron también a hacerle compañía por la ciudad. Bebieron Oporto, comieron en una taberna típica, disfrutaron de las vistas de la ciudad desde el teleférico y desde el mirador de la Catedral de Sé y regresaron a casa cuando ya caía la noche.

Ha sido un día maravilloso – dijo él en un susurro, mientras descansaban tirados sobre el sofá y disfrutaban de unas copas del Oporto que habían comprado en las bodegas por la mañana.

   –Sí que lo ha sido – respondió Lucía.

    El corazón de la muchacha comenzó a latir con fuerza por sentirse tan cerca de él. De pronto ella sintió como la mano de Pedro comenzaba a juguetear con su pelo y se dejó hacer. Permanecieron así largo rato, sin hablar, tomando el vino en silencio. Parecía que ninguno quería moverse por temor a romper el hechizo. Finalmente Lucía, que estaba medio reclinada sobre el respaldo del sofá, se incorporó y miró a Pedro. Le gustaría decirle cosas, pero no sabía muy bien qué ni cómo. Achacó la confusión al vino que estaba tomando. Pedro también la miraba y ella creyó percibir que entre los dos flotaba el deseo de volver a besarse. Estaría bien volver a besarse. Sería hermoso sentir de nuevo los labios de él, tan suaves y tan tiernos, buscando los suyos, su lengua abriéndose paso para entrelazarse dentro de sus bocas.

–¿Por qué me miras así, Lucía? – le preguntó él acercándose a ella mucho más de lo que ya estaba.

Lucía salió de su ensoñación y la lucecita que se encendió en su cerebro la advirtió que no, que no era el momento de cometer ninguna locura. Estaba bien con Pedro, no debía estropearlo de nuevo.

–Porque..... eh.... no sé. ¿Te apetece cenar algo?

Él suspiró y levantándose dijo:

–Te invito a cenar en algún restaurante de la Ribera.

Fue el punto final a un día casi perfecto.

*

El lunes por la mañana visitaron la librería Lello y almorzaron en casa. El tiempo volvía a acompañar, pero se sentían un poco cansados, así que entrada la tarde Lucía decidió salir a hacer unas compras para su abuela y Pedro le prometió que cuando regresara tendría preparada la cena y sugirió quedarse después en casa viendo una película en la tele.

–Estará en portugués – dijo Lucía – no entenderemos mucho, pero bueno, no es un mal plan.

Las compras le ocuparon todo el resto de la tarde. Cuando regresó a la casa eran casi las ocho y media y ya había anochecido. Tan pronto abrió la puerta escuchó los sonidos típicos de quién está trajinando en la cocina. Miró por la rendija de la puerta entreabierta y vio a Pedro en plena tarea. No le dijo nada. Subió arriba despacio y vio la mesita baja de la sala puesta para la ocasión, dos copas, una botella de vino, algunos entremeses, patés y la tortilla rellena que el cocinero traía en una bandejita cuando en aquel preciso instante apareció en el salón.

–¡Lucía! ¡Qué susto me has dado! No te escuché llegar. No esperaba encontrarte aquí.

Ella sonrió y soltó las bolsas que todavía tenía entre las manos.

–Te vi tan enfrascado en tu tarea de cocinero que no quise molestar. Tengo un hambre canina y al ver todo esto... aun más. Pero si no te importa me gustaría darme una ducha antes.

–A mí también. Me da la impresión de que huelo a comida por todas las partes de mi cuerpo. Podemos hacerlo uno en cada baño y después cenamos.

Así lo hicieron. Después de la ducha Lucía se puso una ligera camiseta que le llegaba a la mitad del muslo y que utilizaba para dormir. Era como más cómoda se sentía. Cuando salió del baño ya Pedro la esperaba, vestido también con una simple camiseta azul marino y un pantalón corto del mismo color.

Se sentaron sobre la alfombra blanca del salón y en plan informal degustaron la apetitosa cena. Mientras lo hacían y charlaban, ambos sentían que la complicidad y la confianza iban creciendo a pasos agigantados. Se sentían tan bien cuando estaban juntos... Soñaban tanto el uno con el otro... Imaginaban tantos momentos compartidos.... Y recordaban tantas veces aquel beso... Mas desde entonces, desde aquel beso en el banco del paseo, ambos guardaban sus sentimientos para sí de manera absurda y aquella noche Lucía, empujada por la ligera embriaguez que le producía el vino, se decidió a dar un paso adelante. Amaba a Pedro, aquella noche lo amaba más que nunca, y no iba a dejarlo escapar, aunque estuviera con otra mujer. Puede que mañana, cuando su mente estuviera despejada y libre de los efluvios del alcohol, pensara otra cosa y se arrepintiera del paso dado, pero no le importaba. En aquellos precisos instantes no importaba nada salvo el hombre que estaba a su lado.

–Realmente lo estamos pasando muy bien ¿no crees? – dijo en un intento no sabía bien de qué – Cuando veníamos hacia aquí no pensé que resultaría así.

–Así ¿cómo? – preguntó Pedro con un toque de picardía en la voz que a Lucía no le pasó desapercibido.

– Pues.... así.... bien. Yo creo que... que estamos disfrutando del tiempo que pasamos juntos ¿no?

–Claro que sí, Lucía – repuso él con su voz más envolvente – yo me siento tan a gusto que... que no quiero que venga nadie más a molestarnos.

Una extraña excitación recorrió el cuerpo de Lucía al escuchar aquellas palabras. Miró fijamente a los ojos a Pedro y vio en ellos deseo, tal vez amor... sí, quizá también amor. A lo mejor el mismo que ella sentía.

–¿Qué quieres decir? ¿Que no quieres que vengan Jorge y Natalia? – preguntó a pesar de intuir claramente la respuesta.

–Eso quiero decir. No quiero que vengan, quiero estar contigo, sólo contigo.

–¿Por qué? – preguntó ella mientras de manera casi inconsciente los cuerpos de ambos se iban acercando, buscándose.

–Porque si ellos vienen no podré quererte. Y yo quiero quererte, quererte de verdad, no en silencio, como te estoy queriendo hasta ahora.

Seguían sentados en el suelo, así que apoyaron sus espaldas en el sofá y Pedro pasó su brazo por los hombros de Lucía. Luego la besó despacio, lento, suave, húmedo, como aquel primer beso en el banco del paseo, como todos los besos que ambos habían soñado sin atreverse a decirlo. Lucía se perdió en aquellos labios que la bebían con ansia y Pedro deslizó su mano por debajo de su camiseta acariciando su piel. La muchacha se estremeció al contacto de aquellos dedos que levantaban con solo unas ligeras caricias un torrente de pasión encendida.

–Te quiero, Lucía – le dijo él al oído – Te quiero. Eres la mujer que he estado esperando toda mi vida.

Lucía gimió ligeramente. La excitaban tanto las palabras como las caricias. Escuchar la voz cálida y sensual de Pedro era como escuchar una melodía de amor. En medio de los besos y las caricias se fueron despojando de la escasa ropa que cubría sus cuerpos, y acabaron haciendo el amor de manera casi salvaje sobre la alfombra blanca del salón, mientras la luna llena de Oporto los espiaba curiosa tras los cristales en aquella noche de primavera.



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