miércoles, 26 de abril de 2017

LA ESPOSA - NOVELA CORTA - FINAL



La persona que estaba allí no contestó. El hombre que la había acompañado se fue. Celia escuchó el sonido distante motor del coche alejándose en la noche. Se acercó a la puerta del refugio y se quedó allí muy quieta sin saber qué hacer. Temía que el hombre con el que compartía espacio y que se mantenía en silencio fuera su marido. Escuchó sus pasos lentos acercándose a ella. Cerró muy fuerte los ojos esperando escuchar el sonido de un disparo, o tal vez sentir la fuerza de su mano golpeándola. Pero no ocurrió nada de eso. Muy al contrario. La voz que escuchó alejó definitivamente los fantasmas.

    -Celia, soy yo.

    -¡Alberto!

    La muchacha se giró y se echó en sus brazos sin apenas poder creer en su suerte. Temblaba de la emoción.

   -¡Dios mío, Alberto! Creí que no volvería a verte, pensé que mi marido te habría matado.

    -Probablemente lo hubiera hecho si no fuera porque el día que te llevaron de la casa lo vi todo.

    Le contó lo ocurrido aquella mañana que ya se les antojaba tan lejana..

    -Después de que te sacaron de la casa yo me fui a un lugar seguro, contacté con gente y mis camaradas me ayudaron a llegar hasta ti. No fue fácil, tu marido tiene muchas influencias y había que andar con pies de plomo, tanteando muy bien a todo aquel con el que contactábamos. Si nos topábamos con alguien que estuviera comprado por él, todo se iría al garete. Pero tuvimos suerte. Sobornamos a un guardia para que te sacara del calabozo, el resto ya lo sabes. Ahora tenemos que llegar a Portugal a través del monte, todavía no estamos seguros. Si salimos ahora es posible que mañana por la noche estemos allí. Te noto muy débil ¿te ves con fuerzas para seguir?

   -Aunque estuviera desfalleciendo sacaría fuerzas de flaqueza para salir de aquí. Pero tú....¿vendrás conmigo?

-Claro, yo te acompañaré hasta Lisboa ¿Acaso creías que te iba a dejar sola el resto del camino? Pero anda, debemos darnos prisa y antes de nada ponte estas ropas – le dijo mientras se las tendía – la noche está fría, necesitamos ir bien abrigados.

       Salieron del refugio y caminaron durante horas. Cuando el sol comenzaba a salir por el horizonte hicieron un alto en el camino y comieron un poco de las provisiones que Alberto llevaba. Luego continuaron. El camino era duro y escarpado y a Celia le fallaban las piernas por momentos. Su cuerpo cansado parecía no resistir más. De vez en cuando, a lo lejos, se escuchaba algún disparo.

    -Son los guardias – le dijo Alberto – todavía recorren el bosque en busca de los escapados. Tenemos que tener mucho cuidado.

    A veces los disparos se escuchaban demasiado cerca. Entonces se quedaban agazapados junto a un matorral, hasta que el peligro pasaba.

    -¿Y si nos cogen, Alberto? ¿Qué nos harán si nos cogen?

   -No pienses en ello, no nos cogerán.

   -Nos matarán ¿verdad? – preguntaba ella, temerosa de que una vez más se escapara de sus manos esa segunda oportunidad que la vida le ponía en bandeja

   -Nadie nos va a matar. Tú y yo vamos a llegar a nuestro destino y allí embarcarás rumbo a Buenos Aires donde podrás vivir feliz ¿entiendes?

   Celia asentía sin demasiada seguridad, mientras continuaba su camino hacia esa libertad que cada vez tenía que estar más cerca. Por varias veces tuvieron que variar el rumbo previamente establecido debido a la proximidad de los civiles. Eso hizo que llegara un momento en que no supieran el lugar exacto en que se encontraban y, además, que la prevista llegada a Portugal para aquella misma noche, se retrasara. Al anochecer, Celia estaba demasiado cansada para continuar. Se sentía débil por el camino andado y la falta de alimentos. Alberto decidió que era mejor hacer un alto y recuperar fuerzas.

Cerca de la mañana continuaron la marcha y cuando la primera luz del alba anunciaba la llegada del nuevo día, el bosque se abrió dejando paso a una carretera despejada y con poco tránsito. No sabían con exactitud dónde se encontraban, así que todavía debían de ser prudentes. Caminaron durante un tiempo más sin novedad, hasta que a lo lejos divisaron a un campesino que, tirando de su burro, caminaba en dirección contraria a la suya. Al llegar a su altura le preguntaron cuál era el pueblo más cercano. Les contestó en portugués. Celia se sentó en el suelo, exhausta, apoyó su espalda en el tronco de un árbol, ocultó su cara entre sus manos y se echó a llorar. Por primera vez en mucho tiempo sus lágrimas eran de felicidad.

Hicieron el resto del viaje, hasta Lisboa, en un bus destartalado y lento, pero que, aun así, consiguió llevarlos a su destino. Ya en el puerto, cuando llegó el momento de la partida, Alberto y Calia se despidieron con la certeza de que nunca más volverían a verse; él, con el corazón encogido al dejar escapar su amor secreto; ella, con el alma ilusionada por la nueva vida que se vislumbraba más allá del Atlántico.

-Adiós Alberto. Gracias por todo lo que has hecho por mí. Aunque viviera mil años no tendría tiempo suficiente para recompensarte.

-No tienes que darme las gracias. Si viviera mil años haría esto las veces que fuera necesario. Todo con tal de verte feliz.

Apenas percibió Celia en la voz del hombre la amargura y la desolación que le producía la despedida. Para ella sus palabras eran sólo reflejo de la lealtad de un gran amigo. Comenzó a caminar por la pasarela del barco. Volvió la cabeza un par de veces y luego se adentró en las entrañas del buque, con la ilusión por todo equipaje.

Minutos más tarde, subió a cubierta y se acercó a la barandilla del barco cuando éste abandonaba el puerto y comenzaba su travesía. Según el buque se alejaba, la tierra iba quedando atrás, igual que los malos recuerdos, la familia, los amigos, las tardes de paseo por El Retiro, su hijo.... Celia sabía que ya nada sería igual y, por qué no reconocerlo, sentía cierto temor ante un futuro que se presentaba tan prometedor como incierto, aunque ello pueda resultar una paradoja. Tenía miedo al fracaso, pero sobre todo, tenía miedo a la soledad.

Lo vio acercarse a ella cuando casi todo el mundo se había retirado y ya nada se apreciaba de la tierra que había quedado atrás. Lo reconoció en seguida. Él era más hombre, ella más mujer, simplemente eso había cambiado. Cuando su corazón dejó de galopar como un caballo loco se echó en sus brazos y se abandonó en la calidez desconocida de un pecho con el que tantas veces había soñado. No era capaz de explicarse su presencia allí, pero qué importaba eso ahora. En unos segundos todos sus temores habían desaparecido. Ya nunca más estaría sola. Adolfo estaría a su lado para siempre, al otro lado del mar.


EPILOGO

Cuando el barco desapareció de su vista, Alberto abandonó el puerto y deambuló un rato por la ciudad. Ya todo había terminado.

Se sentó en un banco de un parque, cerca de un estanque y se entretuvo echándole pequeños trozos de pan a los patos, mientras se decía una vez más que había hecho lo correcto. No habría podido vivir con el peso del engaño en su conciencia.

Después de la conversación mantenida con Celia, supo con certeza que nunca podría conseguir su amor, pues su corazón estaba ocupado por aquel hombre que había llegado a su consulta preguntando por ella. Y si él quería irse a hacer las Américas y ése iba a ser también el destino de la muchacha, qué mejor cosa que unirlos en su viaje.

Fue al pueblo y encontró al chico. Le confesó la verdad y le puso al corriente de la desgraciada vida de Celia y de sus planes de futuro.

-El barco partirá a Buenos Aires el día veinte del mes próximo a las seis de la tarde. Piénselo, pero yo creo que usted debería formar parte del pasaje. Estoy segura de que la haría muy feliz.

No lo había visto embarcar, pero suponía que en el enorme buque que acababa de partir apenas una hora antes, Adolfo y Celia ya se habrían encontrado e iniciado juntos un viaje en el que él no tenía cabida.

Se levantó y continuó su deambular por la ciudad. Lisboa era una ciudad hermosa. Tal vez se quedara allí para siempre. No tenía mucho sentido regresar a Madrid, donde ya nadie le esperaba.

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