La
persona que estaba allí no contestó. El hombre que la había
acompañado se fue. Celia escuchó el sonido distante motor del
coche alejándose en la noche. Se acercó a la puerta del refugio y
se quedó allí muy quieta sin saber qué hacer. Temía que el hombre
con el que compartía espacio y que se mantenía en silencio fuera su
marido. Escuchó sus pasos lentos acercándose a ella. Cerró muy
fuerte los ojos esperando escuchar el sonido de un disparo, o tal vez
sentir la fuerza de su mano golpeándola. Pero no ocurrió nada de
eso. Muy al contrario. La voz que escuchó alejó definitivamente los
fantasmas.
-Celia,
soy yo.
-¡Alberto!
La
muchacha se giró y se echó en sus brazos sin apenas poder creer en
su suerte. Temblaba de la emoción.
-¡Dios
mío, Alberto! Creí que no volvería a verte, pensé que mi marido
te habría matado.
-Probablemente lo
hubiera hecho si no fuera porque el día que te llevaron de la casa
lo vi todo.
Le
contó lo ocurrido aquella mañana que ya se les antojaba tan
lejana..
-Después de que te
sacaron de la casa yo me fui a un lugar seguro, contacté con gente y
mis camaradas me ayudaron a llegar hasta ti. No fue fácil, tu marido
tiene muchas influencias y había que andar con pies de plomo,
tanteando muy bien a todo aquel con el que contactábamos. Si nos
topábamos con alguien que estuviera comprado por él, todo se iría
al garete. Pero tuvimos suerte. Sobornamos a un guardia para que te
sacara del calabozo, el resto ya lo sabes. Ahora tenemos que llegar a
Portugal a través del monte, todavía no estamos seguros. Si salimos
ahora es posible que mañana por la noche estemos allí. Te noto muy
débil ¿te ves con fuerzas para seguir?
-Aunque
estuviera desfalleciendo sacaría fuerzas de flaqueza para salir de
aquí. Pero tú....¿vendrás conmigo?
-Claro,
yo te acompañaré hasta Lisboa ¿Acaso creías que te iba a dejar
sola el resto del camino? Pero anda, debemos darnos prisa y antes de
nada ponte estas ropas – le dijo mientras se las tendía – la
noche está fría, necesitamos ir bien abrigados.
Salieron del refugio
y caminaron durante horas. Cuando el sol comenzaba a salir por el
horizonte hicieron un alto en el camino y comieron un poco de las
provisiones que Alberto llevaba. Luego continuaron. El camino era
duro y escarpado y a Celia le fallaban las piernas por momentos. Su
cuerpo cansado parecía no resistir más. De vez en cuando, a lo
lejos, se escuchaba algún disparo.
-Son
los guardias – le dijo Alberto – todavía recorren el bosque en
busca de los escapados. Tenemos que tener mucho cuidado.
A
veces los disparos se escuchaban demasiado cerca. Entonces se
quedaban agazapados junto a un matorral, hasta que el peligro pasaba.
-¿Y
si nos cogen, Alberto? ¿Qué nos harán si nos cogen?
-No
pienses en ello, no nos cogerán.
-Nos
matarán ¿verdad? – preguntaba ella, temerosa de que una vez más
se escapara de sus manos esa segunda oportunidad que la vida le
ponía en bandeja
-Nadie
nos va a matar. Tú y yo vamos a llegar a nuestro destino y allí
embarcarás rumbo a Buenos Aires donde podrás vivir feliz
¿entiendes?
Celia
asentía sin demasiada seguridad, mientras continuaba su camino hacia
esa libertad que cada vez tenía que estar más cerca. Por varias
veces tuvieron que variar el rumbo previamente establecido debido a
la proximidad de los civiles. Eso hizo que llegara un momento en que
no supieran el lugar exacto en que se encontraban y, además, que la
prevista llegada a Portugal para aquella misma noche, se retrasara.
Al anochecer, Celia estaba demasiado cansada para continuar. Se
sentía débil por el camino andado y la falta de alimentos. Alberto
decidió que era mejor hacer un alto y recuperar fuerzas.
Cerca
de la mañana continuaron la marcha y cuando la primera luz del alba
anunciaba la llegada del nuevo día, el bosque se abrió dejando paso
a una carretera despejada y con poco tránsito. No sabían con
exactitud dónde se encontraban, así que todavía debían de ser
prudentes. Caminaron durante un tiempo más sin novedad, hasta que a
lo lejos divisaron a un campesino que, tirando de su burro, caminaba
en dirección contraria a la suya. Al llegar a su altura le
preguntaron cuál era el pueblo más cercano. Les contestó en
portugués. Celia se sentó en el suelo, exhausta, apoyó su espalda
en el tronco de un árbol, ocultó su cara entre sus manos y se echó
a llorar. Por primera vez en mucho tiempo sus lágrimas eran de
felicidad.
Hicieron
el resto del viaje, hasta Lisboa, en un bus destartalado y lento,
pero que, aun así, consiguió llevarlos a su destino. Ya en el
puerto, cuando llegó el momento de la partida, Alberto y Calia se
despidieron con la certeza de que nunca más volverían a verse; él,
con el corazón encogido al dejar escapar su amor secreto; ella, con
el alma ilusionada por la nueva vida que se vislumbraba más allá
del Atlántico.
-Adiós
Alberto. Gracias por todo lo que has hecho por mí. Aunque viviera
mil años no tendría tiempo suficiente para recompensarte.
-No
tienes que darme las gracias. Si viviera mil años haría esto las
veces que fuera necesario. Todo con tal de verte feliz.
Apenas
percibió Celia en la voz del hombre la amargura y la desolación
que le producía la despedida. Para ella sus palabras eran sólo
reflejo de la lealtad de un gran amigo. Comenzó a caminar por la
pasarela del barco. Volvió la cabeza un par de veces y luego se
adentró en las entrañas del buque, con la ilusión por todo
equipaje.
Minutos
más tarde, subió a cubierta y se acercó a la barandilla del barco
cuando éste abandonaba el puerto y comenzaba su travesía. Según
el buque se alejaba, la tierra iba quedando atrás, igual que los
malos recuerdos, la familia, los amigos, las tardes de paseo por El
Retiro, su hijo.... Celia sabía que ya nada sería igual y, por qué
no reconocerlo, sentía cierto temor ante un futuro que se presentaba
tan prometedor como incierto, aunque ello pueda resultar una
paradoja. Tenía miedo al fracaso, pero sobre todo, tenía miedo a la
soledad.
Lo
vio acercarse a ella cuando casi todo el mundo se había retirado y
ya nada se apreciaba de la tierra que había quedado atrás. Lo
reconoció en seguida. Él era más hombre, ella más mujer,
simplemente eso había cambiado. Cuando su corazón dejó de galopar
como un caballo loco se echó en sus brazos y se abandonó en la
calidez desconocida de un pecho con el que tantas veces había
soñado. No era capaz de explicarse su presencia allí, pero qué
importaba eso ahora. En unos segundos todos sus temores habían
desaparecido. Ya nunca más estaría sola. Adolfo estaría a su lado
para siempre, al otro lado del mar.
EPILOGO
Cuando
el barco desapareció de su vista, Alberto abandonó el puerto y
deambuló un rato por la ciudad. Ya todo había terminado.
Se
sentó en un banco de un parque, cerca de un estanque y se entretuvo
echándole pequeños trozos de pan a los patos, mientras se decía
una vez más que había hecho lo correcto. No habría podido vivir
con el peso del engaño en su conciencia.
Después
de la conversación mantenida con Celia, supo con certeza que nunca
podría conseguir su amor, pues su corazón estaba ocupado por aquel
hombre que había llegado a su consulta preguntando por ella. Y si él
quería irse a hacer las Américas y ése iba a ser también el
destino de la muchacha, qué mejor cosa que unirlos en su viaje.
Fue
al pueblo y encontró al chico. Le confesó la verdad y le puso al
corriente de la desgraciada vida de Celia y de sus planes de futuro.
-El
barco partirá a Buenos Aires el día veinte del mes próximo a las
seis de la tarde. Piénselo, pero yo creo que usted debería formar
parte del pasaje. Estoy segura de que la haría muy feliz.
No
lo había visto embarcar, pero suponía que en el enorme buque que
acababa de partir apenas una hora antes, Adolfo y Celia ya se habrían
encontrado e iniciado juntos un viaje en el que él no tenía cabida.
Se
levantó y continuó su deambular por la ciudad. Lisboa era una
ciudad hermosa. Tal vez se quedara allí para siempre. No tenía
mucho sentido regresar a Madrid, donde ya nadie le esperaba.
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